Jack London
A bordo del velero Samoset
se realizaban los preparativos para celebrar la Navidad. Hacía meses que no atracaban
en un puerto civilizado y entre las reservas de provisiones quedaban pocas exquisiteces,
pero Minnie Duncan había conseguido elaborar un buen festín para la cabina y el
castillo de proa.
–Escucha,
Boyd –le dijo a su marido–, estos son los menús. Para la cabina, bonito crudo al
estilo nativo, sopa de tortuga, tortilla a la Samoset…
–¿Qué
rayos es eso? –interrumpió Boyd Duncan.
–Pues,
para que lo sepas, encontré una lata de champiñones y un paquete de huevo en polvo
que se habían caído por detrás de un armario. Además, tengo otros ingredientes que
pienso añadir. Pero no me interrumpas. Ñame cocido, taro frito, ensalada de aguacate…
vaya, ya me he liado. También encontré un delicioso medio kilo de pulpo desecado.
Habrá alubias con tomate a la mexicana, si consigo que Toyama comprenda la receta,
además de papaya asada con miel de las Marquesas y, por último, un pastel maravilloso
cuyo secreto Toyama se niega a divulgar.
–Me
pregunto si será posible preparar ponche o algún cóctel con ron del malo –murmuró
Duncan en tono abatido.
–¡Oh,
lo había olvidado! Ven conmigo.
La
mujer tomó su mano y lo hizo cruzar la pequeña puerta que daba a su diminuto camarote
individual. Sin soltarlo, rebuscó en las profundidades de una sombrerera y sacó
una botella de champán.
–¡La
cena está completa! –exclamó él.
–Espera.
Volvió
a rebuscar y fue recompensada con una petaca de whisky montada en plata. La sostuvo
frente a la luz que entraba por un portillo y así pudieron ver que aún guardaba
un cuarto de licor.
–Hace
semanas que lo reservo –explicó ella–. Hay suficiente para ti y para el capitán
Dettmar.
–Dos
copitas –se quejó Duncan.
–Habría
tenido más, pero le di un trago a Lorenzo cuando se puso enfermo.
–Podías
haberle dado ron –gruñó Duncan en tono de guasa.
–¡Ese
licor repugnante! ¡Para un enfermo! No seas avaricioso, Boyd. Y me alegro de que
no haya más, por el bien del capitán Dettmar. Cuando bebe siempre se vuelve irascible.
Ahora, la comida de la tripulación: galletas de soda, pan dulce, caramelo de…
–Todo
muy sustancioso.
–Cállate.
Arroz y curry, ñame, taro y bonito, por supuesto, un gran pastel que está haciendo
Toyama, cochinillo…
–¡Oh,
no hay derecho! –protestó el marido.
–Tranquilo,
Boyd. Dentro de tres días llegaremos a Attu-Attu. Y el cochinillo es mío. Ese anciano
jefe, comoquiera que se llamase, me lo regaló a mí. Tú mismo lo viste. Además, dos
latas de carne. Esa será su comida. Y ahora, los regalos. ¿Esperamos a mañana o
se los damos esta tarde?
–Tiene
que ser en Nochebuena –opinó el hombre–. Los reuniremos a todos a las ocho campanadas.
Les daré un dedo de ron y luego tú les entregas los regalos. Vamos a cubierta. Esto
es sofocante. Espero que Lorenzo tenga suerte con la dinamo porque sin los ventiladores
no dormiremos demasiado esta noche, si nos vemos obligados a permanecer abajo.
Cruzaron
la pequeña cabina principal, ascendieron una empinada escalera y salieron a cubierta.
El sol empezaba a ponerse y prometía una despejada noche tropical. El Samoset, con
las velas mayor y trinquete desplegadas, se deslizaba indolente a una velocidad
de cuatro nudos sobre el mar en calma. A través de la lumbrera de la sala de máquinas
percibieron un martilleo. Avanzaron hacia popa, donde el capitán Dettmar, con un
pie en la barandilla, engrasaba el engranaje de la corredera mecánica. Al timón
se hallaba un nativo de los mares del Sur, muy alto y ataviado con una camiseta
blanca y un taparrabos escarlata.
Boyd
Duncan era un extravagante. Al menos eso opinaban sus amigos. Dueño de una fortuna
considerable, sin necesidad de hacer otra cosa que vivir cómodamente, prefería viajar
alrededor del mundo de una forma estrafalaria y muy incómoda. Además, tenía sus
ideas acerca de los arrecifes de coral, no estaba en absoluto de acuerdo con Darwin
en ese aspecto, había expresado su opinión en varias monografías y un libro y ahora
volvía a dedicarse a su pasatiempo preferido: surcar los mares del Sur en un pequeño
velero de treinta toneladas para estudiar las formaciones coralinas.
A
su esposa, Minnie Duncan, también la tenían por extravagante, ya que compartía encantada
los vagabundeos del marido. Entre otras cosas, durante los seis apasionantes años
que llevaban casados, había ascendido el volcán Chimborazo con él, realizado un
viaje por Alaska de casi cinco mil kilómetros en invierno, con perros y trineos,
montado a caballo desde Canadá hasta México, surcado el Mediterráneo en una embarcación
de diez toneladas y cruzado en canoa el corazón de Europa, desde Alemania hasta
el Mar Negro. Formaban una magnífica pareja de apasionados por el viaje; él, grande
y de hombros cuadrados; ella, pequeña, morena y feliz, cuyos cincuenta kilos de
peso eran puro aguante y valor y, a pesar de todo, gratos a la vista.
El
Samoset había sido una goleta mercante antes de que Duncan lo adquiriese en San
Francisco y lo reformase. Había reconstruido por completo su interior y convertido
la bodega en cabina principal y camarotes individuales, además de instalar, desde
la crujía hacia popa, motores, una dinamo, una máquina de hielo, acumuladores y,
más a popa, tanques de gasolina. Necesitaba una pequeña tripulación. Boyd, Minnie
y el capitán Dettmar eran los únicos blancos a bordo, aunque Lorenzo, el pequeño
y grasiento maquinista, afirmaba tener parte de blanco porque era mestizo portugués.
El cocinero era japonés y el grumete, chino. La tripulación de cubierta original
había estado compuesta por cuatro blancos, pero uno a uno habían sucumbido a los
encantos de las tranquilas islas de los mares del Sur, por lo que fueron reemplazados
por nativos. Uno procedía de la Isla de Pascua, otro de las Carolinas, un tercero
de las Paumotu y el cuarto era un samoano gigantesco. Mientras navegaban, Boyd Duncan,
que era oficial de derrota, compartía la guardia con el capitán Dettmar y ambos
ocupaban a veces el timón o la cofa para el vigía. En caso de apuro, incluso Minnie
podía ocuparse del timón y entonces demostraba que era más fiable que los nativos.
A
las ocho campanadas toda la tripulación se reunió junto al timón y Boyd Duncan se
presentó con una botella negra y una taza. Sirvió él mismo el ron, media taza para
cada hombre. Se lo bebieron de un trago entre expresiones faciales de placer, para
luego relamerse de gusto, aunque el licor era lo bastante fuerte y corrosivo como
para quemarles las mucosas. Bebieron todos excepto Lee Goom, el grumete, que era
abstemio. Concluido ese rito, aguardaron al siguiente, la entrega de regalos. Aquellos
polinesios de cuerpos enormes y poderosos músculos eran, en el fondo, como niños
y se reían alegres ante las cosas pequeñas. Sus ojos negros y ansiosos destellaban
bajo la luz del farol mientras sus corpachones oscilaban al ritmo del barco.
Llamando
a cada uno por su nombre, Minnie repartió los regalos, acompañando cada entrega
con algún comentario alegre que hizo aumentar el regocijo de todos. Había relojes,
navajas, impresionantes surtidos de anzuelos en sus cajas, tabaco de mascar, cerillas
y hermosas piezas de tela para hacer taparrabos. Resultaba evidente que apreciaban
a Boyd Duncan por las risas con las que recibían la más insignificante de sus bromas.
El
capitán Dettmar, pálido y sonriendo solo cuando su jefe lo miraba, se apoyaba en
el timón y observaba. En dos ocasiones abandonó el grupo y fue abajo, donde permaneció
un minuto cada vez. Después, en la cabina principal, cuando Lorenzo, Lee Goom y
Toyama recibieron sus regalos, volvió a desaparecer dos veces en el interior de
su camarote. El diablo había permanecido dormido en el alma del capitán Dettmar
para despertar precisamente en aquel momento de celebración y alegría. Tal vez no
fuese solo culpa del diablo, porque el capitán Dettmar había conservado en secreto
durante muchas semanas un cuarto de galón de whisky y elegido Nochebuena para trasegarlo.
Aún
era temprano –acababan de sonar las dos campanadas– cuando Duncan y su mujer se
encontraban junto a la escalera de la cabina, mirando a barlovento y sopesando la
posibilidad de extender sus camas en la cubierta. La mancha oscura y pequeña de
una nube que se formaba lentamente en el horizonte amenazaba lluvia y era precisamente
eso lo que estaban comentando cuando el capitán Dettmar, procedente de popa y a
punto de bajar, los miró con desconfianza. Se detuvo, con el rostro dominado por
gestos espasmódicos. Luego dijo:
–Están
hablando de mí.
Tenía
la voz ronca y parecía nervioso. Minnie Duncan iba a responder, pero miró el rostro
inmóvil de su marido, siguió su ejemplo y no dijo nada.
–He
dicho que estaban hablando de mí –insistió el capitán Dettmar, y esta vez casi rugió.
No
se tambaleaba ni traicionaba de otra forma el alcohol que llevaba dentro, excepto
por los gestos convulsos de su rostro.
–Minnie,
será mejor que bajes –dijo Duncan en tono amable–. Dile a Lee Goom que dormiremos
abajo. Ese chaparrón no tardará mucho en empaparlo todo.
Ella
hizo caso y se marchó, demorándose lo justo para mirar con preocupación los rostros
poco iluminados de los dos hombres.
Duncan
continuó fumando su puro y aguardó hasta que la voz de su mujer, en conversación
con el grumete, le llegó a través de la lumbrera abierta.
–¿Y
bien? –preguntó Duncan en voz baja pero muy seca.
–He
dicho que estaban hablando de mí. Y lo vuelvo a decir. No estoy ciego. Día tras
día los he visto hablar de mí. ¿Por qué no se anima y me lo dice a la cara? Sé que
ha decidido despedirme en Attu-Attu.
–Siento
que lo eche todo a perder de esta forma –fue la respuesta tranquila de Duncan.
Pero
el capitán Dettmar estaba decidido a buscar pelea.
–Sabe
que va a despedirme. Se cree demasiado bueno para relacionarse con gente como yo.
Usted y su mujer.
–Tenga
la amabilidad de no meterla en esto –advirtió Duncan–. ¿Qué quiere?
–Quiero
saber qué piensa hacer.
–Después
de esto, despedirlo en Attu-Attu.
–Era
su intención desde el principio.
–Al
contrario. Lo que me obliga a hacerlo es su conducta actual.
–No
me venga con esas.
–No
puedo conservar a un capitán que me llama mentiroso.
El
capitán Dettmar se quedó desconcertado. Su rostro y sus labios se movían, pero no
podía articular palabra. Duncan fumaba sin perder la calma y miraba a popa, hacia
la nube cada vez más grande.
–Lee
Goom subió el correo a bordo en Tahití –dijo el capitán Dettmar–. Ya estábamos virando
a pique para zarpar. Usted no miró las cartas hasta que salimos a alta mar y entonces
ya era tarde. Por eso no me despidió en Tahití. Lo sé bien. Vi el sobre alargado
cuando Lee Goom subió a bordo. Era del gobernador de California, tenía su sello
en una esquina, bien a la vista. Ha estado maniobrando a mis espaldas. Algún raquero
vagabundo de Honolulú le contaría el rumor y usted le escribiría al gobernador para
asegurarse. Lo que Lee Goom le llevó era su respuesta. ¿Por qué no habló conmigo,
como un hombre? No, prefirió portarse de forma deshonesta, sabiendo que este viaje
era mi oportunidad de recuperar el buen rumbo. En cuanto leyó la carta del gobernador
decidió librarse de mí. Lo he visto en su rostro todo el tiempo, durante estos meses.
Les he visto a los dos, siempre amables y educados conmigo, esconderse en los rincones
para hablar de mí y de ese asunto de San Francisco.
–¿Ha
terminado? –preguntó Duncan en voz baja y tensa–. ¿Del todo?
El
capitán Dettmar no respondió.
–Entonces
hablaré yo. Precisamente por ese asunto de San Francisco no lo despedí en Tahití.
Y sabe Dios que me provocó más que suficiente. Pensé que nadie necesitaba más que
usted la oportunidad de rehabilitarse. De no haber existido esos antecedentes, lo
habría despedido cuando me enteré de que me robaba.
El
capitán Dettmar se mostró sorprendido, hizo ademán de hablar y luego se lo pensó
mejor.
–El
calafateo de la cubierta, los machos y hembras de bronce del timón, la revisión
del motor, el nuevo botalón de la vela balón, los pescantes nuevos y las reparaciones
de la chalupa. Usted aceptó la factura del astillero. Sumaba un total de cuatro
mil ciento veintidós francos. Según las tarifas normales del astillero no habría
pasado un céntimo de los dos mil quinientos francos.
–Si
acepta la palabra de esos buitres costeros antes que la mía… –empezó a decir el
otro con voz pastosa.
–Ahórrese
la molestia de seguir mintiendo –continuó Duncan sin inmutarse–. Me ocupé de investigarlo.
Hice que llevaran a Flaubin ante el gobernador y el muy bribón confesó que había
cobrado mil seiscientos francos de más. Dijo que usted lo había obligado. Que usted
se quedó con mil doscientos y a él le tocaron cuatrocientos y el trabajo. No me
interrumpa. Abajo tengo su declaración jurada. Entonces sí que lo habría dejado
en tierra, de no haberse encontrado usted desacreditado. O alguien le daba una oportunidad
o acabaría en un hoyo muy profundo. Yo le di esa oportunidad. ¿Qué tiene que decir
al respecto?
–¿Qué
ha dicho el gobernador? –preguntó el capitán Dettmar en tono agresivo.
–¿Qué
gobernador?
–El
de California. ¿Le mintió, como los demás?
–Le
contaré lo que me dijo. Dijo que lo habían condenado basándose en pruebas circunstanciales;
que por eso fue castigado con cadena perpetua y no acabó en la horca; que usted
siempre había insistido, sin descanso, en su inocencia; que era usted la oveja negra
de los Dettmar de Maryland; que ellos habían removido cielo y tierra para lograr
su indulto; que su conducta en la cárcel resultó ejemplar; que, en la época en que
usted fue condenado, él era fiscal; que, después de que pasara siete años en la
cárcel accedió a la petición de su familia y lo indultó; y que en el fondo él dudaba
de que usted hubiese matado a McSweeny.
Se
produjo una pausa que Duncan aprovechó para estudiar la nube de borrasca, mientras
el rostro del capitán Dettmar gesticulaba sin descanso.
–Pues
el gobernador se equivoca –anunció con una breve carcajada–. Yo maté a McSweeny.
Esa noche emborraché al vigilante. Maté a McSweeny a golpes en su litera. Usé la
cabilla de maniobra de hierro que guardaron como prueba. No tuvo la más mínima posibilidad.
Lo dejé hecho papilla. ¿Le cuento los detalles?
Duncan
lo miró con la curiosidad con la que habría mirado a un monstruo, pero no contestó.
–Oh,
no me da miedo contárselo –se jactó el capitán Dettmar–. No hay testigos. Además,
ahora soy libre. Me han indultado y no pueden volver a encerrarme en ese agujero.
Con el primer golpe le rompí la mandíbula. McSweeny dormía boca arriba. Dijo: “¡Dios
mío, Jim! ¡Por Dios!”. Tuvo gracia ver cómo le temblaba la mandíbula mientras hablaba.
Luego lo machaqué. ¿Le cuento el resto de los detalles?
–¿No
tiene nada más que decir? –fue la respuesta.
–¿No
le parece bastante? –contestó el capitán Dettmar.
–Sí,
me basta.
–¿Qué
piensa hacer al respecto?
–Dejarlo
en tierra, en Attu-Attu.
–¿Y
mientras?
–Mientras…
–Duncan se detuvo. El viento sopló con más fuerza y le onduló el cabello. Las estrellas
desaparecieron y el Samoset se desvió cuatro puntos de su rumbo ante la despreocupación
del timonel–. Mientras, lance las drizas a cubierta y ocúpese del timón. Llamaré
a los hombres.
En
ese instante la borrasca estalló sobre ellos. El capitán Dettmar se apresuró a popa,
sacó de los pasadores las drizas de la mayor adujadas y las lanzó a la cubierta,
dispuesto a salir corriendo. Los tres nativos surgieron en masa del pequeño castillo
de proa, dos de ellos corrieron hacia las drizas mientras el tercero cerraba el
tambucho de la sala de máquinas y daba la vuelta a los ventiladores. Abajo, Lee
Goom y Toyama bajaban las tapas de las lumbreras y atornillaban las vigotas. Duncan
cerró la tapa de la escotilla del tambucho y se quedó allí aguardando, mientras
las primeras gotas de lluvia le empapaban el rostro y el Samoset daba un violento
salto hacia adelante, al tiempo que escoraba, primero a estribor y luego a babor,
según el viento racheado golpeaba sus velas.
Todos
esperaron. Pero no fue necesario arriar velas. El viento perdió fuerza y la lluvia
tropical lo inundó todo. El peligro había pasado y mientras los kanakas empezaban
a adujar de nuevo las drizas en los pasadores, Boyd Duncan decidió bajar.
–Todo
va bien –le dijo alegremente a su mujer–. No ha sido más que una ráfaga.
–¿Y
el capitán Dettmar? –preguntó ella.
–Ha
estado bebiendo, eso es todo. En Attu-Attu me libraré de él.
Pero
antes de subirse a su litera, Duncan sujetó sobre la piel y bajo la chaqueta del
pijama una pesada pistola automática.
Se
durmió casi de inmediato porque tenía el don de la relajación perfecta. Se dejaba
llevar por la tensión al actuar, como los salvajes, pero en cuanto la necesidad
pasaba, se relajaba en cuerpo y alma. Por eso se quedó dormido mientras la lluvia
aún caía en cubierta y el velero cabeceaba y se balanceaba en el breve e intenso
oleaje provocado por el chaparrón.
Se
despertó con una sensación de asfixia y pesadez. Los ventiladores eléctricos se
habían detenido y el aire era denso y bochornoso. Maldiciendo para sus adentros
a todos los Lorenzos y los acumuladores del mundo, oyó moverse a su esposa en el
camarote contiguo y salir a la cabina principal. Pensó que, evidentemente, se dirigía
a cubierta en busca de aire fresco y le pareció un buen ejemplo a imitar. Se puso
las zapatillas y, con una almohada y una manta bajo el brazo, la siguió. A punto
de salir a la superficie desde la escalera, el reloj de la cabina empezó a dar la
hora y se detuvo a escuchar. Cuatro campanadas. Eran las dos de la madrugada. Del
exterior llegaba el crujido del racamento contra el palo. El Samoset se balanceaba
ligeramente y la suave brisa hacía vibrar sus velas.
En
el momento justo en que ponía el pie sobre la humedad de la cubierta oyó gritar
a su esposa. Era un grito de sorpresa y miedo que se apagó con el ruido que hace
un cuerpo al caer al agua. Saltó a cubierta y corrió a popa. A la suave luz de las
estrellas distinguió la silueta de su cabeza y sus hombros, que se quedaba atrás,
en la estela del barco.
–¿Qué
ha sido eso? –preguntó el capitán Dettmar desde el timón.
–La
señora Duncan –respondió Boyd mientras arrancaba un salvavidas de su gancho y lo
lanzaba a popa–. Trasluche a estribor y acérquese con viento de bolina.
Entonces
Boyd Duncan cometió un error. Se lanzó al agua.
Al
salir a la superficie distinguió la luz azul de la boya salvavidas, que se había
encendido de forma automática al caer al mar. Nadó hacia ella y descubrió que Minnie
ya estaba allí.
–Hola
–le dijo–. ¿Necesitabas refrescarte?
–¡Oh,
Boyd! –exclamó ella y extendió una mano mojada para tocar la de él.
La
luz azul, ya fuese por mala conservación o avería, parpadeó y se apagó. Al ascender
la suave cresta de una ola, Duncan se giró hacia la imagen borrosa del Samoset en
la oscuridad. No había luces, pero sí ruidos que indicaban caos a bordo. Pudo oír
los gritos del capitán Dettmar por encima de los gritos de los otros.
–Debo
decir que tarda lo suyo –se quejó Duncan–. ¿Por qué no cambia el rumbo? Allá va.
Oyeron
el ruido de los cuadernales de aparejo de la botavara al aflojar la vela.
–Eso
era la mayor –murmuró–. Trasluchada a babor, cuando yo le dije a estribor.
El
empuje de una nueva ola los hizo ascender, seguida de otra y varias más, antes de
poder distinguir el verde lejano de la luz de estribor del Samoset. Pero en lugar
de permanecer inmóvil, como señal de que el velero navegaba hacia ellos, empezó
a cruzar en horizontal su campo de visión.
Duncan
maldijo en voz alta.
–¿Por
qué se queda ahí ese marinero de agua dulce? –quiso saber–. Tiene el compás y conoce
nuestro rumbo.
Pero
la luz verde, lo único que veían y solo cuando se encontraban en la cresta de una
ola, continuaba alejándose de ellos –al parecer navegaban contra el viento– y se
atenuaba cada vez más. Duncan gritó con fuerza varias veces y en los intervalos
siempre oían, aunque muy débil, la voz del capitán Dettmar gritando órdenes.
–¿Cómo
me va a oír con semejante jaleo? –se quejó Duncan.
–Lo
hace para que la tripulación no te oiga a ti –respondió Minnie.
La
calma con la que lo dijo llamó la atención del marido.
–¿Por
qué dices eso?
–Porque
no tiene intención de recogernos –contestó con la misma calma en la voz–. Él me
tiró por la borda.
–¿No
te habrás equivocado?
–Imposible.
Me encontraba en la jarcia mayor, mirando a ver si amenazaba más lluvia. Seguramente
dejó el timón y se acercó a mí sin hacer ruido. Yo me agarraba a un viento con una
mano. Él me soltó la mano desde atrás y me arrojó al agua. Es una pena que no lo
supieras, porque te habrías quedado a bordo.
Duncan
gimió, aunque no dijo nada durante varios minutos. La luz verde cambió de rumbo.
–Ha
virado por avante –anunció–. Tienes razón. Maniobra a barlovento a propósito. Contra
el viento no podrán oírme, pero seguiré intentándolo.
Gritó
a intervalos de un minuto durante un buen rato. La luz verde desapareció y fue reemplazada
por la roja, lo que indicaba que el velero había vuelto a virar por avante.
–Minnie
–dijo por fin–, me duele decírtelo, pero te has casado con un idiota. Solo un idiota
habría saltado al agua como hice yo.
–¿Qué
oportunidades tenemos de que nos recoja algún otro barco? –preguntó ella.
–Una
entre diez mil o entre diez mil millones. Ni los vapores ni los mercantes cruzan
esta parte del océano. Y en los mares del Sur no hay balleneros. Podría haber alguna
goleta mercante solitaria, procedente de Tutuwanga. Pero sé bien que solo visitan
esa isla una vez al año. Tenemos una oportunidad entre un millón.
–Pues
nos la jugaremos –contestó ella con voz firme.
–¡Eres
maravillosa! –Cogió su mano y la besó–. Y la tía Elizabeth sin comprender lo que
había visto en ti. Claro que nos la jugaremos. Y además ganaremos. No podemos pensar
en lo contrario. Allá vamos.
Soltó
la pesada pistola que llevaba al cinto y dejó que se hundiera en el mar. Sin embargo,
conservó el cinturón.
–Ahora
pasa al interior del salvavidas e intenta dormir. Bucea para meterte dentro.
Ella
se sumergió y salió a la superficie dentro del flotador. Duncan la sujetó con las
correas y luego se pasó el cinto alrededor de un hombro y se ató al exterior del
salvavidas.
–Aguantaremos
bien todo el día de mañana –dijo–. Gracias a Dios que el agua está templada. Las
primeras veinticuatro horas no serán muy duras. Y, si al caer la noche no nos han
recogido, tendremos que aguantar un día más. No podemos hacer otra cosa.
Guardaron
silencio durante media hora. Duncan, con la cabeza apoyada en el brazo que mantenía
sobre el salvavidas, parecía dormido.
–¿Boyd?
–llamó Minnie en voz baja.
–Creí
que estabas dormida –masculló él.
–Boyd,
si no salimos de esta…
–¡Calla!
–exclamó él de malas maneras–. Por supuesto que saldremos de esta. No hay duda.
En algún lugar de estas aguas hay un barco que se dirige hacia nosotros. Ya lo verás.
Te lo digo tan seguro como si tuviese una radio en la cabeza. Y ahora, yo voy a
dormir. Tú verás lo que haces.
Pero
por una vez el sueño lo abandonó. Una hora después oyó removerse a Minnie y supo
que estaba despierta.
–Oye,
¿sabes qué he estado pensando? –preguntó ella.
–No.
¿Qué?
–Que
voy a desearte feliz Navidad.
–Caramba,
no lo había pensado. Claro, es Navidad. Aún nos quedan muchas más por vivir. ¿Sabes
lo que pienso yo? Que es una vergüenza que nos hayan dejado sin comida de Navidad.
Espera a que le ponga las manos encima a Dettmar. Se la haré vomitar. Y no me hará
falta usar una cabilla de maniobra de hierro. Lo haré a puñetazos, ya lo verás.
A
pesar de su ironía, Boyd Duncan tenía pocas esperanzas. Sabía muy bien lo que era
tener una oportunidad entre un millón y estaba seguro de que su mujer y él vivían
sus últimas horas, que además, inevitablemente, iban a ser muy duras y trágicas.
El
sol del trópico salió en un cielo azul, sin nubes. No había nada que ver. El Samoset
se encontraba más allá del horizonte. Cuando el sol se elevó más, Duncan rompió
en dos el pantalón de su pijama y con cada pedazo hizo un turbante. Empapados en
agua de mar, contrarrestaban el calor.
–Cuando
pienso en esa comida me enfado de verdad –se quejó al darse cuenta de que la preocupación
amenazaba con apoderarse del rostro de su mujer–. Quiero que estés conmigo cuando
le ajuste las cuentas a Dettmar. Siempre me he opuesto a que las mujeres presencien
escenas violentas, pero esto es distinto. Le daré una buena paliza. –Al cabo de
un rato añadió–: Espero no romperme los nudillos.
El
mediodía llegó y se fue, mientras ellos seguían flotando en medio del mar. La brisa
de los últimos alisios los refrescaba al tiempo que ascendían y bajaban, con monótona
regularidad, las olas de un tranquilo mar veraniego. Un albatros los espió y permaneció
media hora volando en círculos majestuosos sobre ellos. Luego una raya gigantesca,
de seis metros de envergadura, pasó cerca.
Al
ponerse el sol, Minnie empezó a desvariar en voz baja, balbuceando como una niña.
El rostro de Duncan palideció mientras la miraba y escuchaba, lo que lo llevó a
planear la mejor forma de poner fin a las horas de agonía que les esperaban. En
ello estaba cuando, al ascender una ola más alta de lo normal, barrió el mar con
la mirada y vio algo que lo hizo gritar.
–¡Minnie!
Ella
no respondió y él le gritó al oído con toda la fuerza que logró reunir. Minnie abrió
los ojos, en los que flotaba una mezcla de consciencia y delirio. Golpeó sus manos
y sus muñecas hasta que logró despertarla.
–¡Ahí
está, nuestra oportunidad entre un millón! –gritó Duncan–. ¡Es un vapor que viene
hacia nosotros! ¡Cielos, es un crucero! ¡Ya sé! Es el Annapolis, que regresa de
Tutuwanga con un grupo de astrónomos.
El cónsul de
Estados Unidos, señor Lingford, era un caballero anciano y meticuloso que, en los
dos años que llevaba en Attu-Attu, nunca se había tropezado con un caso tan insólito
como el que Boyd Duncan le había presentado. El Annapolis lo había desembarcado
allí, junto con su mujer, y continuado viaje rumbo a Fiyi con su carga de astrónomos.
–Ha
sido un intento de asesinato a sangre fría y deliberado –dijo el cónsul Lingford–.
La justicia seguirá su curso. No sé cómo tratar exactamente a ese capitán Dettmar,
pero si viene a Attu-Attu, tenga por seguro que nos ocuparemos de él y que… nos
ocuparemos de él. Mientras, repasaré las leyes. Pero ahora, ¿no desean quedarse
a almorzar su esposa y usted?
Mientras
Duncan aceptaba la invitación, Minnie, que miraba por la ventana hacia el puerto,
se enderezó de repente y tocó el brazo de su marido. Él siguió su mirada y vio al
Samoset, con la bandera a media asta, detenerse y echar el ancha a menos de cien
metros de distancia.
–Ahí
está mi barco –le dijo Duncan al cónsul–. Ya hay una chalupa al costado, ocupada
por el capitán Dettmar. Si no me equivoco, vendrá a informarle de nuestra muerte.
La
chalupa llegó a la playa de arena blanca y, tras dejar a Lorenzo reajustando el
motor, el capitán Dettmar cruzó a paso firme la arena y siguió el sendero del consulado.
–Permita
que presente su informe –dijo Duncan–. Nosotros lo escucharemos desde la habitación
contigua.
Tras
la puerta entornada, él y su mujer oyeron al capitán Dettmar, con voz triste y atribulada,
describir la pérdida de quienes le habían dado empleo.
–Trasluché
y regresé al punto donde habían caído –concluyó–. No había ni rastro de ellos. Los
llamé sin descanso pero no respondieron. Cambié de rumbo una y otra vez durante
dos horas, luego me puse al pairo hasta el alba y continué buscándolos durante todo
el día, con dos hombres en las espigas. Es horrible. Estoy desolado. El señor Duncan
era un hombre magnífico y nunca…
Pero
no pudo completar la frase porque en ese momento su magnífico jefe salió a grandes
zancadas de la otra habitación, dejando a Minnie en el umbral de la puerta. El pálido
rostro del capitán Dettmar palideció aún más.
–Hice
lo que pude por rescatarlos, señor –empezó a decir el capitán.
Boyd
Duncan respondió a puñetazos, dos exactamente, que hicieron blanco en el rostro
del capitán a derecha y a izquierda. Dettmar se tambaleó hacia atrás, se recuperó
y se lanzó amenazante hacia su jefe, que lo recibió con un fuerte golpe entre los
ojos.
El
capitán se derrumbó llevándose consigo la máquina de escribir.
–¡Esto
no es admisible! –farfulló el cónsul Lingford–. Le ruego, le ruego que desista.
–Pagaré
los daños que causemos al material de oficina –respondió Duncan mientras seguía
descargando puñetazos sobre los ojos y la nariz de Dettmar.
El
cónsul Lingford correteaba de un lado al otro como una gallina mojada mientras destrozaban
su despacho. En un momento dado agarró a Duncan del brazo, pero este se soltó y
lo lanzó a varios metros de distancia. Luego apeló a Minnie.
–Señora
Duncan, por favor, ¿sería tan amable de contener a su esposo?
Pero
ella, pálida y temblorosa, negó decididamente con la cabeza y se concentró en la
refriega.
–Es
un ultraje –gritó el cónsul Lingford, mientras esquivaba los cuerpos de ambos hombres–.
Es una afrenta al Gobierno, al Gobierno de Estados Unidos. Les advierto que no lo
pasaremos por alto. Por favor, señor Duncan, desista. Lo va a matar. Por favor,
se lo ruego. Le ruego que…
Pero
el ruido de un jarrón lleno de hibiscos al romperse lo dejó sin habla.
Llegó
un momento en el que el capitán Dettmar ya no pudo levantarse. Consiguió ponerse
a cuatro patas, luchó en vano por alzarse más y se desmoronó. Duncan tocó con el
pie aquel despojo que gemía para intentar espabilarlo.
–Está
bien –anunció–. Solo lo he tratado como ha tratado él a muchos marineros. Él incluso
ha ido más allá.
–¡Cielo
santo, señor! –estalló el cónsul Lingford, mirando horrorizado al hombre al que
había invitado a almorzar.
Duncan
dejó escapar una risilla involuntaria y luego se controló.
–Le
pido disculpas, señor Lingford. Le pido disculpas de corazón. Me temo que me he
dejado llevar ligeramente por mis sentimientos.
El
cónsul Lingford tragó saliva y alzó los brazos, incapaz de hablar.
–¿Ligeramente,
señor?, ¿ligeramente? –logró articular por fin.
–Boyd
–se oyó la voz suave de Minnie desde el umbral.
Él
se giró para mirarla.
–Eres
maravilloso –le dijo.
–Yo
ya he acabado con él, señor Lingford –anunció Duncan–. Y le entrego a usted y a
la justicia lo que queda de este hombre.
–¿Eso?
–preguntó el cónsul, horrorizado.
–Eso
–respondió Boyd Duncan, mientras miraba apesadumbrado sus maltratados nudillos.
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