Silvina Ocampo
(Para mi amigo Octavio.)
Por momentos creo que oigo todavía ese tambor.
¿Cómo podré salir de esta casa sin ser visto? Y, suponiendo que pudiera salir, una
vez afuera, ¿cómo haría para llevar al niño a su casa? Esperaría que alguien lo
reclamara por radio o por los diarios. ¿Hacerlo desaparecer? No sería posible. ¿Suicidarme?
Sería la última solución. Además ¿con qué podría hacerlo? ¿Escaparme? ¿Por dónde?
En los corredores, en este momento, hay gente. Las ventanas están tapiadas.
Me formulé mil veces estas
preguntas a mí mismo hasta que descubrí el cortaplumas que el niño tenía en la mano
y que guardaba de vez en cuando en el bolsillo. Me tranquilicé pensando que podía,
en última instancia, matarlo, cortándole, en la bañadera para que no ensuciara el
piso, las venas de las muñecas. Una vez muerto lo colocaría debajo de la cama.
Para no volverme loco
saqué la libreta de apuntes que llevo en el bolsillo, y mientras el niño jugaba
de un modo inverosímil con los flecos de la colcha, con la alfombra, con la silla,
escribí todo lo que me había sucedido desde que conocí a Winifred.
La conocí en Palermo.
Sus ojos brillaban, ahora me doy cuenta, como los de las hienas. Me recordaba a
una de las Furias. Era frágil y nerviosa, como suelen ser las mujeres que no te
gustan, Octavio. El pelo negro era fino y crespo, como el vello de las axilas. Nunca
supe qué perfume usaba, pues su olor natural modificaba el del frasco sin etiqueta,
decorado con cupidos, que vislumbré en el interior revuelto de su cartera.
Nuestro primer diálogo
fue breve:
–Che, no parecés argentina,
vos.
–Es claro. Soy filipina.
–¿Hablás inglés?
–Es claro.
–Podrías enseñarme.
–Para qué.
–Para estudiar me vendría
bien.
Ella paseaba con un niño
que cuidaba; yo, con un libro de matemáticas o de lógica, debajo del brazo. Winifred
no era muy joven; lo advertí por las venas de las piernas, que formaban pequeños
arbolitos azules a la altura de la rodilla y por la hinchazón pronunciada de los
párpados. Me dijo que tenía veinte años.
La veía los sábados por
la tarde. Durante un tiempo, recorriendo el mismo trayecto del primer día, desde
el busto de Dante, que queda junto a un aguaribay, hasta la jaula de los monos,
mirando la punta de nuestros zapatos tiznados con polvo, o dando carne cruda a los
gatos, repetimos el mismo diálogo, con distinto énfasis, casi podría decir con distinto
significado. El niño tocaba sin cesar el tambor. Nos cansamos de los gatos el día
en que nos tomamos de la mano: no alcanzaba el tiempo para cortar tantos pedacitos
de carne cruda. Un día llevamos pan a las palomas y a los cisnes: esto fue un pretexto
para retratarnos al pie del puente que comunica con la isla clausurada del lago,
cuyo portón abunda en inscripciones pornográficas. Quiso escribir su nombre y el
mío junto a una de las inscripciones más obscenas. Le obedecí con desgano.
Me enamoré de ella cuando
pronunció un alejandrino (Octavio, me enseñaste métrica).
–Me acuerdo de mis plumas
de ángel, cuando era chica.
Para no turbarme, la miré
en el agua. Creí que lloraba.
–¿Tenías plumas de ángel?
–pregunté con voz sentimental.
–Eran de algodón y muy
grandes –me respondió–. Encuadraban mi cara. Parecían de armiño. Para el día de
la Virgen, las hermanas del colegio me vistieron de ángel, con un vestido celeste;
una túnica, no un vestido. Debajo llevaba una malla celeste y zapatos celestes también.
Me hicieron rulos y me los pegaron con goma arábiga.
Le coloqué mi brazo alrededor
de la cintura, pero siguió hablando:
–Sobre la cabeza me pusieron
una corona de azucenas artificiales. Las azucenas son muy fragantes, creo que eran
nardos. Sí, nardos. Vomité durante toda la noche. Nunca olvidaré ese día. Mi amiga
Lavinia, a quien estimaban tanto como a mí en el colegio, recibió la misma distinción:
la vistieron de ángel, de ángel rosado (el ángel rosado era menos importante que
el ángel celeste).
(Recordé tus consejos,
Octavio, no hay que ser tímido para conquistar a una mujer.)
–¿No querés que nos sentemos?
–le dije, abrazándola, frente a un banco de mármol.
–Sentémonos en el césped
–me dijo.
Dio unos pasos y se echó
al suelo.
–Me gustaría encontrar
un trébol de cuatro hojas… y me gustaría darte un beso.
Prosiguió, como si no
me hubiera oído:
–Mi amiga Lavinia murió
aquel día: fue el día más feliz y más triste de mi vida. Feliz, porque las dos estábamos
vestidas de ángel; triste porque perdí para siempre la felicidad.
Para que tocara sus lágrimas,
puso mi mano sobre su mejilla.
–Siempre que la recuerdo,
lloro –dijo, con voz entrecortada–. Aquel día festivo terminó en tragedia. Una de
las alas de Lavinia se incendió en la llama del cirio que yo llevaba en mi mano.
El padre de Lavinia se precipitó para salvar a su hija: la cargó, corrió al presbiterio,
atravesó el patio, entró en el cuarto de baño con esa antorcha viva. Cuando la sumergió
en el agua de la bañadera ya era tarde. Mi amiga Lavinia yacía carbonizada. De su
cuerpo quedó sólo este anillo que cuido como oro en polvo –me dijo, mostrando en
su anular un anillito con un rubí–. Un día, jugando, me prometió que me regalaría
el anillo cuando muriera. No faltó gente malintencionada que me acusara de haber
incendiado a propósito las alas de Lavinia. La verdad es que sólo puedo jactarme
de haber sido bondadosa con una persona: con ella. Yo vivía dedicada como una verdadera
madre a cuidarla, a educarla, a corregir sus defectos. Todos tenemos defectos: Lavinia
era orgullosa y miedosa. Tenía el pelo largo y rubio, la piel muy blanca. Para corregir
su orgullo, un día le corté un mechón que guardé secretamente en un relicario; tuvieron
que cortarle el resto del pelo, para emparejarlo. Otro día, le volqué un frasco
de agua de colonia sobre el cuello y la mejilla; su cutis quedó todo manchado.
El niño tocaba el tambor
junto a nosotros. Le dijimos que se alejara, pero no nos obedeció.
–¿Si le quitásemos el
tambor? –inquirí con impaciencia.
–Tendría un ataque de
nervios –me respondió Winifred.
–¿Podré verte algún día,
sin el chico o sin el tambor?
–Por ahora, no –respondió
Winifred.
Llegué a creer que era
hijo de ella, tanto lo complacía.
–¿Y la madre, la madre
nunca puede estar con él? –le pregunté un día, con acritud.
–Para eso me pagan –me
contestó, como si la hubiera insultado.
Después de una serie de
besos, que cambiamos entre los follajes, continuó sus confidencias, sin que el niño
dejara de tocar el tambor.
–En las Filipinas hay
paraísos.
–Aquí también –le respondí,
creyendo que hablaba de árboles.
–Paraísos de felicidad.
En Manila, donde yo nací, las ventanas de las casas están adornadas de madreperla.
–¿Con ventanas adornadas
de madreperla logra uno ser feliz?
–Estar en el paraíso equivale
a lograr la felicidad; pero siempre llega la serpiente y uno la espera. Los temblores
de tierra, la invasión japonesa, la muerte de Lavinia, todo ocurrió después. Lo
presentí, sin embargo. Mis padres siempre colocaban afuera de nuestra casa, junto
a la puerta principal, un platito con leche para que las víboras no entraran en
la casa. Una noche se olvidaron de colocar la leche afuera. Cuando mi padre se metió
en la cama, sintió algo caliente entre las sábanas. Era una víbora. Para matarla
de un balazo tuvo que esperar hasta la mañana. No quería asustarnos con la detonación.
Aquella vez presentí todo lo que iba a ocurrir. Fue una premonición. Arrodillada
en la capilla del colegio trataba de pedir protección a Dios, pero siempre que estaba
arrodillada, mis pies me molestaban. Los doblaba hacia afuera, hacia adentro, para
un lado, para el otro, sin hallar postura adecuada para el recogimiento. Lavinia
me miraba con asombro; ella era muy inteligente y no podía comprender que uno tuviera
esas dificultades frente a Dios. Ella era sensata; yo era romántica. Un día, vagando
con un libro, en un campo cubierto de lirios, me dormí. Era ya tarde. Me buscaron
con linternas: el cortejo iba encabezado por Lavinia. Allí los lirios dan sueño,
son flores narcóticas. Si no me hubieran encontrado, seguramente usted no estaría
hablando hoy conmigo.
El niño se sentó junto
a nosotros, tocando el tambor.
–¿Por qué no le sacamos
el tambor y se lo tiramos al lago? –me aventuré a decir–. Me aturde el ruido.
Winifred dobló su impermeable
rojo, lo acarició y siguió hablando:
–En los dormitorios del
colegio, Lavinia lloraba de noche, porque temía a los animales. Para combatir sus
inexplicables terrores, metí arañas vivas adentro de su cama. Una vez metí un ratón
muerto que encontré en el jardín, otra vez metí un sapo. A pesar de todo no conseguí
corregirla; su miedo, por lo contrario, durante un tiempo se agravó. Llegó al paroxismo
el día en que la invité a mi casa. Alrededor de la mesita donde estaba dispuesto
el juego de té con las masas, coloqué todas las fieras que mi padre había cazado
en África y había mandado embalsamar: dos tigres y un león. Lavinia no probó la
leche ni las masas aquel día. Yo jugaba a darle de comer a las fieras. Ella lloraba.
La llevé a las hamacas del jardín, para consolarla. No cesó de llorar, hasta el
momento en que anocheció. Entonces aproveché la oscuridad para esconderme detrás
de unas plantas. El miedo secó sus lágrimas. Creyó que estaba sola. El sitio de
las hamacas quedaba retirado de la casa. Permaneció de pie, junto a un banco rústico,
rascándose nerviosamente las rodillas, hasta que aparecí cubierta de hojas de banano.
En la oscuridad adiviné la palidez de su cara y los hilitos de sangre de sus rodillas
arañadas. Dije su nombre, tres veces: Lavinia, Lavinia, Lavinia, tratando de cambiar
mi voz. Palpé su mano helada. Creo que se desvaneció. Esa noche tuvieron que ponerle
bolsas de agua caliente en los pies y bolsas de hielo en la cabeza. Lavinia dijo
a sus padres que no quería verme más. Nos reconciliamos, como es natural. Para celebrar
nuestra reconciliación, fui a su casa con varios regalos: chocolate y una pecera
con un pez rojo; pero lo que más le desagradó fue un monito, vestido de verde, con
cuatro cascabeles. Los padres de Lavinia me recibieron con cariño y me agradecieron
los regalos, que Lavinia no me agradeció. Creo que el pez y el mono murieron de
inanición. En cuanto al chocolate, Lavinia no lo probó. Tenía la manía de no comer
dulces, razón por la cual la reprendían, cuando no le metían a la fuerza en la boca,
bombones o dulces que yo siempre le regalaba.
–¿No querés que paseemos
por otra parte? –le dije, interrumpiendo sus confidencias–. Está lloviendo.
–Bueno –me contestó, poniéndose
el impermeable.
Caminamos, cruzamos la
avenida de las palmeras, llegamos al Monumento a los Españoles. Buscamos un taxímetro.
Di las instrucciones al chauffeur. En el camino compramos chocolate y pan,
para el niño. La casa era como las otras de su género, un poco más grande, tal vez.
La habitación tenía un espejo con molduras doradas y un perchero, cuyas perchas
lucían en sus extremidades cuellos de cisne. Escondimos el tambor debajo de la cama.
–¿Qué hacemos con el niño?
–pregunté, sin recibir otra respuesta que el abrazo que nos condujo a un laberinto
de otros abrazos. Penetramos, nos demoramos en la oscuridad como en un túnel, cegados
por la luz del jardín donde habíamos estado.
–¿Y el niño? –volví a
interrogar, viendo su ausencia, su sombrero de paja y sus guantes blancos en la
penumbra–. ¿No estará debajo de la cama?
–Ese andariego andará
por los corredores de la casa.
–¿Y si alguien lo ve?
–Pensarán que es el hijo
del dueño.
–Pero no permiten traer
niños.
–¿Cómo lo dejaron pasar?
–No lo vieron, debajo
de tu impermeable.
Cerré los ojos y aspiré
el perfume de Winifred.
–Qué cruel fuiste con
Lavinia –le dije.
–¿Cruel, cruel? –me respondió,
con énfasis–. Cruel soy con el resto del mundo. Cruel seré contigo –dijo, mordiendo
mis labios.
–No podrás.
–¿Estás seguro?
–Estoy seguro.
Ahora comprendo que sólo
quería redimirse para Lavinia, cometiendo mayores crueldades con las demás personas.
Redimirse a través de la maldad.
Después salí en busca
del niño, porque ella me lo pidió. Vagué por los corredores. No había nadie. Me
detuve en el patio donde llegaban los taxímetros con parejas que ocultaban risas,
alegría, vergüenza. Un gato blanco se trepó a una enredadera. El niño estaba orinando
junto a la pared. Lo alcé y lo llevé escondiéndome lo mejor que pude. Al entrar
en el cuarto, primeramente no vi nada; la oscuridad era absoluta. Luego advertí
que Winifred ya no estaba. Nada de ella había quedado, ni su cartera, ni sus guantes,
ni el pañuelo con iniciales celestes. Abrí bruscamente la puerta para ver si la
alcanzaba en el corredor, pero no hallé ni el perfume de ella. Volví a cerrarla
y mientras el niño jugaba peligrosamente con los flecos de la colcha, descubrí el
tambor. Revisé todos los rincones en donde Winifred hubiera podido, en su distracción,
dejar algo de ella, algo que me ayudara a encontrarla de nuevo: su dirección, la
dirección de una amiga, el apellido de ella.
Intenté varios diálogos
con el niño, que me fueron de poca utilidad.
–No toques el tambor.
¿Cómo te llamas?
–Cintito.
–Ése es un sobrenombre,
¿cuál es tu verdadero nombre?
–Cintito.
–¿Y tu niñera?
–Niní.
–¿Y qué más?
–Nada más.
–¿Dónde vive?
–En una casita.
–¿Dónde?
–En una casita.
–¿Dónde está esa casita?
–No sé.
–Te doy bombones si me
decís cómo se llama tu niñera.
–Dame bombones.
–Después. ¿Cómo se llama?
Cintito siguió jugando
con la colcha, con la alfombra, con la silla, con los palillos del tambor.
¿Qué haré?, pensaba, mientras
hablaba con el niño.
–No toques el tambor.
Más divertido es hacerlo rodar.
–¿Por qué?
–Porque no hay que hacer
ruido.
–Si yo quiero.
–No toques, te digo.
–Entonces devolvéme el
cortaplumas.
–No es un juguete para
niños. Podrías lastimarte.
–Tocaré el tambor.
–Si tocas el tambor, te
mato.
Comenzó a gritar. Lo tomé
del cuello. Le pedí que se callara. No quiso escucharme. Le tapé la boca con la
almohada. Durante unos minutos se debatió; luego quedó inmóvil, con los ojos cerrados.
Vacilar es una de mis
perdiciones. Durante minutos que me comunicaron con la eternidad, repetí: ¿Qué haré?
Ahora sólo espero que
se abra la puerta de mi cárcel donde todavía estoy encerrado. Siempre fui así: por
no provocar un escándalo fui capaz de cometer un crimen.
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