Juan José Saer
Al
día siguiente de rendir el examen de geometría, Tomatis consiguió que el padre le
renovara el carnet de socio del club de Regatas, así que pasó casi toda la tarde
en la secretaría del club haciendo los trámites de la renovación. Mientras esperaba
el carnet nuevo, sentado en una salita de la secretaría, concibió el plan del mensaje
y cuando le entregaron el carnet pasó por el bar y llamó a Barco por teléfono. Barco
estuvo de acuerdo con la idea. Dijo que él tenía lacre –porque había que lacrar
el pico de la botella– y que era necesario reunirse esa misma noche para discutir
el contenido del mensaje. Así que a eso de las nueve, cuando acababa de oscurecer,
Tomatis oyó desde su cuarto la voz de Barco que hablaba con su padre en la cocina,
y después sus pasos subiendo la escalera hacia la terraza. La ventana de la pieza
estaba abierta y después de entrar sin saludar Barco dijo algo sobre el cielo estrellado
cuando se asomó por ella. Se desabrochó dos botones de la camisa y empezó a sacudírsela
a la altura del pecho para secarse el sudor. Tomatis le gritó a su madre desde la
ventana que le preparara una sangría, porque en su casa había inclinación a darle
todos los gustos desde el día anterior, en que con el examen de geometría había
terminado su bachillerato. Mientras esperaban la sangría Barco le ayudó a colgar
en la pared amarillenta, sobre el sofá cama, al costado de la biblioteca, la reproducción
del “Campo de trigo de los cuervos” que Tomatis había hecho enmarcar esa mañana
en un taller de cuadros.
Discutieron el texto del mensaje durante más de dos
horas, tomando la sangría que Barco revolvía con una cuchara para que el azúcar
no se asentara en el fondo y el hielo que tintineaba en el interior de la jarra
helada se fundiera más rápido. La idea de que el texto debía escribirse en verso,
propuesta por Tomatis, fue descartada inmediatamente. “Pueden llegar a creer que
hablábamos así”, objetó Barco. En seguida comenzaron a barajar posibilidades: una
reseña de la historia de la ciudad, o bien un catálogo de los inventos de la época,
o mejor todavía una síntesis biográfica de Carlos Tomatis y Horacio Barco, y hasta
una descripción deliberadamente falsa del cuerpo humano para inducir en el futuro
una teoría errónea de la evolución. Por un momento, esta última posibilidad los
tentó y estuvieron riéndose un buen rato, a las carcajadas, tan fuertes que el padre
de Tomatis, que se había acostado desde hacía rato, les chistó desde abajo, desde
la oscuridad, para que bajaran la voz. Entonces Barco dijo que la inclinación al
humor siempre echaba todo a perder y que, al fin de cuentas, el contenido del mensaje
no importaba, que lo fundamental era el mensaje mismo, porque lo importante de un
mensaje no era lo que decía sino su facultad de revelar que había hombres dispuestos
a escribir mensajes. Dijo que si un mensaje le daba tanta importancia al contenido
no era en realidad un mensaje sino una simple información. “Lo mejor que puede decir
un mensaje”, dijo Barco, “es justamente, mensaje. Por lo tanto, aun cuando
todo pareciera indicar que debiéramos escribir ¡Socorro!, propongo que escribamos
Esto es un mensaje o lisa y llanamente mensaje”. Tomatis estuvo pensando
un momento y por fin aceptó, y en seguida planteó la cuestión nueva, la de quién
escribiría la palabra. “Teniendo en cuenta”, dijo Barco, “de que la idea ha sido
tuya y de que hay fuertes razones para pensar que con el tiempo te vas a convertir
en escritor de profesión, propongo que la redacción del texto corra por tu cuenta”.
Así que Tomatis separó una hoja blanca, la colocó sobre la mesa bajo la luz de la
lámpara, limpió la pluma de su lapicera, la probó en el margen de su cuaderno de
geometría y después, lentamente, con gran cuidado, sintiendo la mirada de Barco,
por encima de su hombro, fija en la mano firme que sostenía la lapicera, fue escribiendo
en grandes letras de imprenta, negras, la palabra: MENSAJE; y a medida que la mano
iba moviéndose, de izquierda a derecha, la hoja blanca, rectangular, salía de la
blancura extrema, indiferenciada, del limbo, del horizonte plano y anónimo, sacada
al azar por una mano ciega de entre el montón de hojas idénticas que yacían polvorientas
y mudas en el cajón del escritorio, hasta que la palabra estuvo toda escrita, nítida
y pareja, y la identidad de la hoja se borró otra vez, comida por la titilación
oscura del mensaje. Al otro día se levantaron al amanecer. Tomatis telefoneó a Barco
diciéndole que en un minuto bajaba a tomar el tranvía, que esperara el próximo tranvía
número dos porque en ése iba él y después vio, por la ventanilla, en la esquina
de la casa de Barco, que éste traía la pala, la botella y la barra de lacre. Él,
por su parte, llevaba una lata de sardinas, tomates y duraznos, y una botella de
vino que había sacado de la heladera. El mensaje lo llevaba doblado en cuatro, cuidadosamente,
en el bolsillo derecho de la camisa. Llegaron al club, se pusieron los trajes de
baño, guardaron todo en una bolsa de lona, salvo la pala, pusieron la pala y la
bolsa en el fondo de la canoa, y después metieron la canoa en el río. Barco empezó
a remar alejándose del muelle del club y del puente colgante, se metió por entre
islas y riachos, bordeando orillas que por momentos se estrechaban, y cuando por
fin fue maniobrando con pericia y aproximándose a la costa, eran más de las once.
Barco tenía la cara roja y estaba cubierto de sudor. El sol estaba blanco, árido,
y sus rayos perforaban la fronda de por sí porosa y abierta de los sauces llorones
y proyectaban manchas de luz sobre el agua. Dejaron la canoa a la sombra –la canoa
recibió las manchas de luz en el fondo– y se internaron en la isla con la pala y
la bolsa de lona. Vagabundearon cerca de media hora. Barco descubrió una culebra
y con el filo de la pala de punta le sacó la cabeza, limpia, de un solo golpe; después
eligieron el lugar. Era un claro rodeado por un círculo de árboles, pero tan chicos
que sus ramas no se entreveraban en la altura para formar ninguna bóveda de sombra.
El sol había resecado el suelo y la hierba de alrededor era rala y amarillenta.
Tomatis empezó a cavar: los primeros golpes de la pala sonaron secos y la pala rebotaba
contra la tierra, descascarándola y haciendo saltar astillas de barro endurecido
en todas direcciones, pero la capa superficial cedió en seguida y después vino la
tierra profunda, blanda, fría y oscura cuyo peso tiraba suavemente hacia abajo los
brazos de Tomatis cada vez que sacaba una palada y la dejaba caer sobre el montón
que iba formándose al lado del pozo. Después de un rato siguió Barco y Tomatis se
apoyó jadeando en uno de los árboles irrisorios y se dedicó a mirarlo trabajar.
Cavaron un hoyo de casi dos metros, lo suficientemente ancho como para enterrar
a un hombre en posición vertical. Después se sentaron a la sombra y Barco dobló
cuidadosamente la hoja de papel, la introdujo por el pico de la botella, puso el
corcho golpeándolo con la palma de la mano hasta hundirlo lo suficiente, y en seguida
preparó el lacre y los fósforos y encendiendo uno comenzó a hacer girar la barra
de lacre en la punta de la llama cuidando de que las gotas fuesen cayendo sobre
el pico de la botella y la superficie redonda del corcho. Gastó muchos fósforos
antes de terminar. Y la mirada de Tomatis iba alternativamente de la punta de la
llama en la que la barra se fundía (a veces seguía la caída de las gotas rojas que
destellaban diseminándose sobre el pico de la botella, gotas a las que Barco terminaba
de empastar y distribuir con la punta fofa de la barra) al interior de la botella
en el que podía ver, a través del vidrio verde, la hoja doblada muchas veces hasta
adquirir la forma de una cinta rígida una de cuyas puntas se apoyaba en la base
de la botella y la otra en la pared verde, en posición oblicua. Aun cuando Barco
moviese la botella, la hoja de papel quedaba inmóvil. Y cuando terminó, Barco la
recogió y la sostuvo con tanta delicadeza que Tomatis se preguntó si no se trataba
de otra de las bufonadas de Barco, pero en seguida, viéndolo alejarse hacia el hoyo
sosteniendo la botella con las dos manos, y arrodillarse después junto a la boca
e inclinarse metiendo el brazo con la botella para depositarla lo más suavemente
posible en el fondo, hasta casi tocar la tierra con la frente, Tomatis comprobó
que Barco no bromeaba, y que si bien no estaba rebajándose hasta la solemnidad,
se sentía lisa y llanamente dispuesto a llevar las cosas hasta el fin. Barco dejó
caer la botella en el fondo, consideró el resultado de la caída, lo juzgó adecuado,
y después se incorporó y empezó a echar tierra con la pala. Después le pasó la pala
a Tomatis y cuando la tierra cubrió el hoyo hasta la superficie, volvió a tener
la pala entre sus manos y empezó a emparejar la superficie tratando de no dejar
rastros de la excavación. “Si esta noche llega a llover”, dijo, cuando terminó,
apoyándose en la pala y secándose el sudor, “mañana no va a quedar rastro de la
tierra removida”.
Y llovió. Tomatis oía la lluvia golpear contra el techo,
en la oscuridad, acostado en su cuarto de la terraza. Después habían dejado otra
vez la pala en la canoa, se habían dado un chapuzón, habían comido las sardinas
y los duraznos y se habían tomado la botella de vino, habían dormitado un rato bajo
los árboles y después habían vuelto remando lentamente, turnándose, río abajo, y
llegaron tan tarde que cuando amarraron la canoa al muelle del club, enredados en
una nube de mosquitos, ya era el anochecer, azul y lleno de ruidos y de voces que
llegaban desde la playa y desde el bar iluminado. Tomaron el tranvía y Barco bajó
de un salto y desapareció por la puerta de su casa. Tomatis se dio una ducha fría,
comió algo y se acostó. Casi en seguida estuvo dormido. Más que el rumor lo despertó
el olor de la lluvia que hacía chisporrotear los techos caldeados, y después la
frescura, como gruesa, del agua, entrando por la ventana abierta de par en par.
Cuando estuvo lúcido, Tomatis pensó en la botella enterrada en la oscuridad de la
tierra, como él mismo estaba enterrado en la oscuridad del mundo, y se preguntó
cuál sería el destino del mensaje. Porque podía pasar que, o bien quienes lo encontraran
hablasen ya un idioma diferente, o el mismo idioma conocido en el que, no obstante,
la palabra mensaje tenía ya un significado diferente, incluso opuesto al que ellos
le habían dado, incluso el sentido de “información” que Barco había querido eliminar,
o bien que nadie encontrara jamás la botella, se borrara la raza de los hombres,
y la botella continuase perpetuamente enterrada en el interior de un planeta vacío,
reseco, girando en el espacio negro. Pero, finalmente, antes de dormirse, Tomatis
consideró que aun cuando hombres capaces de comprenderlo encontraran el mensaje,
ellos, Barco y Tomatis, no estarían en él, así como no estaban tampoco las orillas
que cabrilleaban, los sacudones lentos de la canoa a cada golpe firme del remo,
el bar iluminado que divisaron desde el muelle, engastado en la oscuridad azul,
y el olor de la lluvia fría que entraba por la ventana, de a ráfagas, en ese mismo
momento.
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