Philip K. Dick
Kramer se reclinó en su asiento.
–Ya te he expuesto la situación. ¿Cómo controlaremos
un factor semejante? La variable perfecta.
–¿Perfecta? Todavía es posible formular una predicción.
Un ser vivo actúa según la necesidad, al igual que la materia inanimada, pero la
cadena causa-efecto es más sutil; entran más factores en juego. Creo que la diferencia
es cuantitativa. La reacción del organismo vivo es paralela a la causalidad natural,
pero implica una mayor complejidad.
Gross y Kramer levantaron la vista hacia las pantallas
colgadas de la pared; las imágenes cobraban forma. Kramer señaló con su lápiz.
–¿Ves eso? Es un seudópodo. Están vivos y, de momento,
son armas imbatibles. Ningún sistema mecánico, sencillo o complicado, puede hacerles
la competencia. Tendremos que descartar el control Johnson y encontrar otra cosa.
–Y entretanto la guerra continuará como siempre. Estancada,
en perpetuo jaque mate. Ellos no pueden alcanzarnos, y nosotros no podemos atravesar
su campo de minas viviente.
–Una defensa perfecta –asintió Kramer–, pero quizá exista
todavía una posibilidad.
–¿Cuál?
–Espera un momento –Kramer se volvió hacia su experto
en cohetes, que estaba enfrascado en sus mapas e informes–. El crucero que llegó
esta semana no fue dañado, ¿verdad? Pasó cerca, pero no hubo contacto.
–Exacto. La mina se hallaba a unos treinta y cinco kilómetros.
El crucero surcaba el espacio en dirección a Próxima, y utilizaba el control Johnson,
por supuesto. Se había desviado quince minutos por razones desconocidas. Luego modificó
su ruta, momento en el que fue detectado.
–Aceleró –dijo Kramer–, pero no lo suficiente. La mina
le venía siguiendo los pasos, pero me pregunto por qué no hubo contacto.
–Les contaré nuestra teoría –explicó el experto–. Hemos
buscado el contacto, el gatillo del seudópodo. Sin embargo, parece que nos enfrentamos
a un fenómeno psicológico, a una decisión carente de motivaciones físicas. Esperamos
algo que no existe. La mina decide estallar. Ve nuestra nave, se acerca, y después
decide.
–Gracias –Kramer volvió su atención a Gross–. Bien,
esto confirma lo que te decía. ¿Cómo es posible que una nave guiada por mandos automáticos
escape a una mina que decide estallar? Toda la teoría acerca de la penetración del
campo de minas descansa sobre la base de que debe evitarse apretar el gatillo, pero,
en el caso que nos ocupa, el gatillo es el estado mental de una forma de vida evolucionada
y compleja.
–El anillo tiene una profundidad de setenta y cinco
mil kilómetros –añadió Gross–. Además, tienen resuelto el problema de la reparación
y el mantenimiento. Los malditos bichos se reproducen, cubren los huecos reproduciéndose
entre sí. Me gustaría saber de qué se alimentan.
–Probablemente de los restos de nuestra primera línea.
Los grandes cruceros deben ser un manjar delicado. Es una pugna de inteligencia
entre una criatura viviente y una nave gobernada por mandos automáticos. La nave
pierde siempre –Kramer abrió una carpeta–. Te resumiré nuestra sugerencia.
–Vamos, adelante –dijo Gross–. Hoy ya he oído diez sugerencias.
¿Cuál es la tuya?
–Es muy sencilla. Estas criaturas son superiores a cualquier
sistema mecánico, pero únicamente porque están vivas. Casi cualquier otra forma
de vida podría competir con ellas, cualquier forma de vida superior. Si los yuks
pueden diseminar minas vivientes para proteger sus planetas, deberíamos ser capaces
de hacer lo mismo con alguna de nuestras formas de vida. Devolvámosles el golpe.
–¿Y qué forma de vida propones?
–Creo que el cerebro humano es la forma de vida más
ágil que conocemos. ¿Sabes de otra mejor?
–Ningún ser humano sobreviviría a un viaje al espacio
exterior. Un piloto humano moriría de un ataque al corazón mucho antes de que la
nave se acercara a Próxima.
–Pero no necesitamos todo el cuerpo –arguyó Kramer–.
Nos basta con el cerebro.
–¿Qué?
–El problema consiste en encontrar a una persona dotada
de gran inteligencia que acepte cooperar de la misma manera que obedecen ojos y
brazos.
–Pero un cerebro…
–Técnicamente, es posible. Se han hecho varios trasplantes
de cerebro cuando el deterioro del cuerpo lo exigía. Claro que implantarlo en una
nave espacial, en un crucero, es algo nuevo.
En la habitación se hizo el silencio.
–Una idea muy original –dijo Gross. Dibujó una mueca
en su rotunda cara cuadrada–, pero aun suponiendo que funcionara, la pregunta esencial
es ¿a quién pertenecerá ese cerebro?
Todo era muy confuso: las causas de la guerra, la naturaleza del enemigo.
Los yucconae habían sido localizados en uno de los planetas exteriores de Próxima
Centauro. Al acercarse una nave terrestre, fue disparado sin previo aviso un haz
de rayos. El primer encuentro real se produjo entre tres de los proyectiles yuk
y una nave de exploración de la Tierra. No hubo supervivientes. Luego se declaró
una guerra sin cuartel.
Ambos bandos construyeron febrilmente anillos defensivos
alrededor de sus sistemas. El mejor resultó ser el de los yucconae. El anillo que
rodeaba Próxima era un anillo viviente, superior a todo lo que la Tierra podía emplear
en atravesarlo. El equipo habitual utilizado por las naves terrestres para guiarse
en el espacio exterior, el control Johnson, no era adecuado. Se necesitaba algo
más. Los mandos automáticos quedaban en franca desventaja.
“No sirven para nada”, se dijo Kramer mientras observaba
los trabajos que se llevaban a cabo al pie de la colina. Un viento cálido mecía
la hierba y la maleza. En el fondo del valle, los mecánicos casi habían terminado
de desmontar el sistema reflejo de la nave y se preparaban a embalarlo.
Ya sólo faltaba reemplazar el sistema mecánico por el
nuevo elemento esencial, el nuevo corazón de la nave. Un cerebro humano, el cerebro
de un ser humano inteligente y astuto. ¿Estaría de acuerdo el ser humano? Ése era
el problema.
Kramer se volvió. Dos personas se aproximaban por el
camino, un hombre y una mujer. El hombre era Gross, inexpresivo, corpulento, caminando
con dignidad. La mujer era… Abrió los ojos de par en par, sorprendido e irritado.
Era Dolores, su esposa. La había visto muy poco desde la separación…
–Kramer –dijo Gross–, mira a quién me he encontrado.
Bajó con nosotros. Nos vamos a la ciudad.
–Hola, Phil –saludó Dolores–. Bueno, ¿no te alegras
de verme?
–¿Cómo te va? Tienes buen aspecto.
El uniforme gris azulado de Seguridad Interna, la organización
de Gross, no conseguía ocultar su belleza.
–Gracias –sonrió–. Parece que tampoco te va mal a ti.
El comandante Gross me dijo que eres el responsable de este proyecto, la Operación
Cabeza, como la llaman. ¿Ya saben de quién será la cabeza?
–He ahí el problema –Kramer encendió un cigarrillo–.
Esta nave irá equipada con un cerebro humano en lugar del sistema Johnson. Hemos
construido conductos especiales para regar el cerebro, relés electrónicos para recoger
los impulsos y amplificarlos y un tubo de alimentación que proporciona a las células
continuamente todo lo que necesitan, pero…
–Pero aún no hemos conseguido el cerebro –concluyó Gross.
Se pusieron en camino hacia el coche–. En cuanto lo tengamos, empezaremos las pruebas.
–¿Sobrevivirá el cerebro? –preguntó Dolores–. ¿Podrá
funcionar como parte integrante de una nave?
–Estará vivo, pero no consciente. Hay muy poca vida
consciente. Los animales, los árboles, los insectos son rápidos en sus respuestas,
pero no conscientes. En el proceso que estamos llevando a cabo, la personalidad
individual, el ego, quedará en suspenso. Sólo necesitamos la capacidad de respuesta,
nada más.
–¡Qué horror! –se estremeció Dolores.
–La guerra nos empuja a intentarlo todo –dijo Kramer
con aire ausente–. Valdrá la pena sacrificar una vida a cambio de terminar la guerra.
Esta nave puede ser la clave. Otras dos y ya no habrá más guerras.
Montaron en el coche. Mientras circulaban por la carretera, Gross dijo:
–¿Has pensado en alguien?
–No es asunto mío –Kramer sacudió la cabeza.
–¿Qué quieres decir?
–Soy ingeniero. No es mi departamento.
–Pero la idea fue tuya.
–Mi trabajo acaba aquí.
Gross lo miró con extrañeza. Kramer se agitó, inquieto.
–¿Y quién se supone que lo va a hacer? –se quejó Gross–.
Mi organización está preparada para efectuar exámenes de todo tipo, pruebas de aptitud…
–Oye, Phil –lo interrumpió Dolores.
–¿Qué?
–Tengo una idea. ¿Te acuerdas de aquel profesor de la
universidad? Michael Thomas.
Kramer asintió con la cabeza.
–Me pregunto si aún vivirá –Dolores frunció el entrecejo–.
Será terriblemente viejo.
–¿Por qué lo dices, Dolores? –preguntó Gross.
–Tal vez una persona que no fuera a vivir mucho tiempo,
pero con un cerebro lúcido y perspicaz…
–El profesor Thomas –Kramer se frotó la barbilla–. Ya
lo creo que era un tipo inteligente. Habría que averiguar si sigue vivo. Rondará
los setenta.
–No cuesta nada intentarlo –dijo Gross–. Ordenaré una
investigación rutinaria.
–¿Qué opinas? –preguntó Dolores–. Si hay una mente humana
capaz de superar a las de esas criaturas…
–No me gusta la idea –contestó Kramer.
En su mente se había formado la imagen de un anciano
sentado detrás de un pupitre que paseaba sus ojos brillantes y bondadosos por el
aula. El anciano se inclinaba hacia adelante, levantaba una mano delgada…
–Dejémoslo fuera de esto –dijo Kramer.
–¿Por qué? –Gross lo miró intrigado.
–Sólo porque yo lo sugerí –insinuó Dolores.
–No –Kramer movió la cabeza–, no es por eso. No me esperaba
algo parecido, un conocido, un antiguo profesor mío. Le recuerdo muy bien. Tenía
una personalidad muy notable.
–Bien –dijo Gross–, me parece perfecto.
–No podemos hacerlo. ¡Significa su muerte!
–Es la guerra –dijo Gross–, y la guerra no atiende a
necesidades individuales. Tú mismo lo has dicho. Seguro que aceptará de buen grado;
míralo desde este ángulo.
–Es posible que ya esté muerto –murmuró Dolores.
–Lo averiguaremos –dijo Gross, y aumentó la velocidad.
El resto del trayecto transcurrió en silencio.
Los dos hombres permanecieron mucho rato examinando la casita de madera,
cubierta de enredaderas y enclavada en un claro, detrás de un enorme roble. El pueblo
estaba silencioso y dormido; de vez en cuando, un coche se deslizaba perezosamente
por la autopista.
–Éste es el lugar –dijo Gross, cruzándose de brazos–.
Una casita muy hermosa.
Kramer no dijo nada. Los dos agentes de seguridad que
tenía a su espalda no mostraban la menor expresión.
–Vamos –Gross empezó a caminar hacia el portalón–. Según
el informe aún vive, pero está muy enfermo. Sin embargo, conserva la mente ágil.
Nunca sale de casa. Una mujer se ocupa de las faenas domésticas. El viejo está muy
débil.
Recorrieron el sendero de piedra y llegaron al porche.
Gross tocó el timbre. Aguardaron. Al poco rato oyeron unos pasos lentos. La puerta
se abrió. Una mujer de edad avanzada, envuelta en una bata, les observó con indiferencia.
–Seguridad –Gross exhibió sus credenciales–. Deseamos
ver al profesor Thomas.
–¿Para qué?
–Asuntos del gobierno –miró de reojo a Kramer.
–Fui alumno del profesor –dijo Kramer, dando un paso
adelante–. Estoy seguro de que no tendrá el menor inconveniente en recibirnos.
La mujer vaciló. Gross traspasó el umbral.
–Tranquila, mamá. Estamos en guerra. No podemos esperar.
Los dos agentes de seguridad lo siguieron, y Kramer
los imitó a regañadientes. Cerró la puerta. Gross atravesó el vestíbulo hasta llegar
frente a una puerta abierta. Se asomó al interior. Kramer vislumbró la esquina blanca
de una cama, una columna de madera y el borde de una cómoda.
Se reunió con Gross.
Un anciano yacía a oscuras, apoyado sobre innumerables
almohadas. Daba la impresión de estar dormido, inmóvil, sin la menor señal de vida,
pero, al cabo de un rato, Kramer observó con un ligero sobresalto que el anciano
tenía los ojos bien abiertos y clavados en ellos, sin parpadear apenas.
–¿Profesor Thomas? –dijo Gross–. Soy el comandante Gross,
de Seguridad. Quizá se acuerde del hombre que me acompaña…
Los ojos descoloridos se fijaron en Kramer.
–Lo conozco. Philip Kramer… Has engordado, hijo –la
voz era débil, como el rescoldo de las cenizas–. ¿Es verdad que te casaste?
–Sí, con Dolores French. Seguro que se acuerda de ella
–Kramer se acercó a la cama–. Ahora estamos separados. No funcionó muy bien. Nuestras
carreras…
–Profesor, hemos venido para… –empezó Gross, pero Kramer
lo interrumpió con un gesto perentorio.
–Déjame hablar. ¿Puedes salir con tus hombres para que
podamos charlar tranquilamente?
–De acuerdo, Kramer –suspiró Gross.
Hizo una señal a los dos hombres. Los tres salieron
de la habitación y cerraron la puerta.
El anciano contempló a Kramer en silencio.
–No me gustan los tipos como ése. ¿Qué es lo que quiere?
–Nada, sólo me acompañó. ¿Puedo sentarme? –Kramer se
instaló en una silla de respaldo duro, junto a la cama–. Si le molesto…
–No. Me alegro de verte, Philip. Hace tanto tiempo.
Lamento que tu matrimonio fracasara.
–¿Cómo le ha ido?
–He estado muy enfermo. Temo que mi paso por el gran
teatro del mundo esté llegando a su fin –los cansados ojos examinaron a Kramer pensativamente–.
No parece que te haya ido mal. Nunca me equivoqué en mis apreciaciones. Has llegado
a la cumbre de esta sociedad.
Kramer sonrió. Después compuso una expresión de seriedad.
–Profesor, quiero hablarle de un proyecto en el que
estamos trabajando. Es el primer rayo de esperanza que vislumbramos desde que empezó
la guerra. Si prospera, romperemos las defensas yuk e introduciremos algunas naves
en su sistema. En este caso, habría muchas posibilidades de terminar la guerra.
–Sigue. Cuéntamelo, si quieres.
–Es un proyecto muy ambicioso. Es posible que sea un
rotundo fracaso, pero debemos intentarlo.
–Resulta obvio que es la causa de tu presencia aquí
–murmuró el profesor Thomas–. Has despertado mi curiosidad. Sigue.
Cuando Kramer cesó de hablar, el anciano acostado en la cama no dijo una
palabra. Por fin, suspiró.
–Comprendo. Una mente humana, extraída de un cuerpo
humano –se incorporó a medias y miró a Kramer–. Supongo que estás pensando en mí.
Kramer no dijo nada.
–Antes de tomar una decisión, quiero examinar toda la
documentación, la teoría y los principios generales del proyecto. No estoy seguro
de que me guste… por motivos personales. Pero quiero echar un vistazo al material.
Si lo haces…
–Desde luego –Kramer se levantó y fue hacia la puerta.
Gross y los dos agentes de seguridad esperaban afuera, algo nerviosos–. Gross, entra.
Ambos volvieron a la habitación.
–Dale al profesor los documentos –dijo Kramer–. Quiere
estudiarlos antes de decidir.
Gross sacó del bolsillo de su chaqueta un sobre de papel
manila y se lo ofreció al anciano.
–Tome, profesor. Me complace que los examine. Denos
su respuesta lo antes posible. Nos urge empezar a poner en marcha la operación.
–Le daré mi respuesta cuando haya decidido –el anciano
cogió el sobre con una mano pálida y temblorosa–. Mi decisión depende de lo que
saque en claro de estos papeles. Si no me gusta lo que averiguo, me desinteresaré
de este asunto por completo –abrió el sobre con manos trémulas–. Busco una cosa.
–¿Cuál? –preguntó Gross.
–Eso es asunto mío. Deme un número de teléfono para
poder localizarlo cuando haya decidido.
Gross, en silencio, dejó su tarjeta sobre la cómoda.
Cuando salían, el profesor Thomas ya había empezado a leer el primer documento,
los principios generales de la teoría.
Kramer tomó asiento frente a Dale Winter, su ayudante.
–¿Cómo ha ido? –preguntó Winter.
–Se pondrá en contacto con nosotros –Kramer trazó garabatos
con un tiralíneas sobre un papel–. No sé qué pensar.
–¿Qué quieres decir?
El rostro bondadoso de Winter se contrajo de asombro.
–Fue profesor mío en la universidad –Kramer se puso
en pie y paseó arriba y abajo, con las manos en los bolsillos del uniforme–. Lo
respetaba como hombre tanto como profesor. Era algo más que una voz, un libro parlante.
Era una persona, una persona tranquila y amable a la que podía respetar. Siempre
quise llegar a ser como él. Mírame ahora.
–No te entiendo.
–¿No caes en la cuenta de lo que le estoy pidiendo?
Le estoy pidiendo su vida, como si se tratara de un cobayo encerrado en una jaula,
no un hombre, un profesor.
–¿Crees que lo hará?
–No lo sé –Kramer fue hacia la ventana y miró afuera–.
Por una parte, espero que no.
–Pero si él no lo hace…
–Tendremos que buscar a otro, lo sé. Tiene que haber
otro. ¿Por qué tuvo Dolores que…?
El videófono zumbó. Kramer apretó el botón.
–Soy Gross –sus facciones enérgicas se materializaron
en la pantalla–. El viejo me llamó. El profesor Thomas.
–¿Qué dijo?
Lo sabía; bastaba con escuchar el tono de voz de Gross.
–Dijo que lo hará. Me sorprendió un poco, pero me parece
que va en serio. Ya lo hemos preparado todo para su ingreso en el hospital. Su abogado
está redactando el documento de aceptación bajo su plena responsabilidad.
Kramer apenas le prestaba atención. Asintió cansadamente.
–Estupendo. Me alegro. Supongo que podemos seguir adelante
con el plan.
–No pareces muy contento.
–Me pregunto por qué habrá aceptado.
–Estaba muy seguro –declaró Gross con satisfacción–.
Me llamó muy temprano; yo aún estaba en la cama. Esto merece una celebración.
–Claro –dijo Kramer–, por supuesto.
Mediado agosto, el proyecto se acercó a su culminación. Estaban de pie bajo
el ardiente sol y contemplaban los bruñidos flancos metálicos de la nave.
Gross golpeó la plancha de metal con la mano.
–Bien, ya falta poco. Podemos iniciar los ensayos cuando
queramos.
–Denos más información –pidió un oficial que llevaba
galones dorados–. Se trata de un concepto muy poco habitual.
–¿Es cierto que hay un cerebro humano en el interior
de la nave? –preguntó un dignatario, un hombre bajo, vestido con un traje arrugado–.
¿Y que el cerebro está vivo?
–Caballeros, esta nave va guiada por un cerebro viviente
en lugar del típico sistema de control automático Johnson. Sin embargo, el cerebro
no está consciente. Funcionará sólo por reflejos. La diferencia práctica con el
sistema Johnson consiste en que un cerebro humano es mucho más complicado que cualquier
otra estructura creada por el hombre, y su habilidad para adaptarse a una situación,
para reaccionar ante un peligro, supera la de cualquier mecanismo artificial.
Gross hizo una pausa y aguzó el oído. Las turbinas de
la nave empezaban a retumbar y sacudían el suelo con una profunda vibración. Kramer
se mantenía a cierta distancia de los demás, con los brazos cruzados, observando
en silencio. Al percibir el sonido de las turbinas se dirigió rápidamente hacia
el otro lado de la nave. Algunos obreros despejaban el terreno de andamios y cables.
Levantaron la vista al notar su presencia y aceleraron el trabajo. Kramer subió
por la rampa y entró en la cabina de control de la nave. Winter estaba sentado ante
los mandos junto a un piloto de Transportes Espaciales.
–¿Cómo va todo? –preguntó Kramer.
–Muy bien –Winter se levantó–. Me dijo el piloto que
tal vez sería preferible despegar manualmente. Los controles robóticos… –Winter
vaciló–, o sea, los controles incorporados pueden hacerse cargo después, en el espacio.
–Exacto –asintió el piloto–. Es la costumbre con el
sistema Johnson, y en este caso también podríamos…
–¿Quiere hacer alguna indicación? –preguntó Kramer.
–No. Efectué una revisión completa, y todo parece estar
en orden. Me gustaría hacerle una pregunta –posó las manos sobre el tablero de mando–.
Hay algunos cambios que no entiendo.
–¿Cambios?
–Alteraciones del plan original. No sé con qué propósito.
Kramer extrajo de su chaqueta una colección de bosquejos.
–Déjeme ver.
Giró las páginas. El piloto miraba por encima de su
hombro.
–Los cambios no están indicados en su copia –señaló
el piloto–. Me pregunto…
Se interrumpió. El comandante Gross había entrado en
la cabina de control.
–Gross, ¿quién autorizó las alteraciones? –preguntó
Kramer–. Algunas instalaciones han sido cambiadas.
–Pues tu viejo amigo.
Gross indicó con el dedo la torre del campo, visible
a través de la ventana.
–¿Mi viejo amigo?
–El profesor. Se tomó mucho interés –Gross se volvió
hacia el piloto–. Vamos a empezar. Me dicen que debemos abandonar la gravedad para
el ensayo. Bueno, quizá sea conveniente. ¿Está preparado?
–Desde luego –el piloto se sentó y manipuló algunos
controles–. Cuando quieran.
–Adelante, pues –dijo Gross.
–El profesor… –empezó Kramer, pero en ese momento se
produjo un tremendo estruendo y la nave brincó bajo sus pies.
Se agarró a una de las manijas de la pared y resistió
como pudo. El rugido de las turbinas de reacción hacía vibrar enérgicamente toda
la cabina.
La nave se elevó. Kramer cerró los ojos y contuvo el
aliento. Viajaban al espacio y ganaban velocidad a cada segundo.
–Bien, ¿qué opinas? –preguntó Winter, nervioso–. ¿Ya es hora?
–Todavía falta un poco –contestó Kramer.
Estaba sentado en el piso de la cabina, inspeccionando
la instalación electrónica de control. Había quitado la tapa de metal y dejado al
descubierto el complicado laberinto de cables. Lo estudiaba y comparaba con el de
los diagramas.
–¿Qué pasa? –preguntó Gross.
–Estos cambios. No consigo entender para qué sirven.
Lo único que se me ocurre es que por alguna razón…
–Déjeme echar una ojeada –pidió el piloto. Se acuclilló
junto a Kramer–. ¿Qué decía?
–¿Ve este plomo? En el proyecto original estaba controlado
por un conmutador. Se abría y cerraba automáticamente, según los cambios de temperatura.
Ahora está conectado de manera que lo opera el sistema de control central. Lo mismo
sucede con los otros. Gran parte de la instalación era mecánica, operada por el
aumento de la temperatura y de la presión. Ahora todo está controlado desde el núcleo
central.
–¿El cerebro? –inquirió Gross– ¿Quieres decir que ha
sido alterado para que el cerebro lo manipule?
–Quizá el profesor Thomas no confiaba en los controles
mecánicos –sugirió Kramer–. Quizá pensó que los acontecimientos se precipitarían.
Algunos de los controles podrían cerrarse en una fracción de segundo. Los cohetes
de frenado podrían activarse con tanta rapidez como…
–Oye –advirtió Winter desde la butaca de control–, nos
acercamos a las estaciones lunares. ¿Qué debo hacer?
Miraron por la tronera. La desgastada superficie de
la Luna brillaba bajo ellos, un espectáculo enfermizo y desagradable. Se aproximaban
a gran velocidad.
–Tomaré los mandos –dijo el piloto.
Apartó a Winter de su camino y ocupó su lugar. La nave
empezó a alejarse de la Luna en cuanto movió los controles. Divisaron las estaciones
de observación diseminadas por la superficie y los diminutos cuadrados que eran
la entrada a las fábricas y hangares subterráneos. Un destello rojo parpadeó en
dirección a ellos. Los dedos del piloto transmitieron la respuesta desde el tablero
de mandos.
–Dejamos atrás la Luna –dijo el piloto al cabo de un
rato–. Bien, sigamos con el plan.
Kramer no respondió.
–Señor Kramer, podemos proceder cuando quiera.
–Lo siento, estaba pensando. De acuerdo, gracias.
Frunció el ceño, sumido en sus reflexiones.
–¿Qué ocurre? –preguntó Gross.
–Los cambios en la instalación. ¿Entendías los motivos
cuando diste la autorización a los trabajadores?
Gross enrojeció.
–Ya sabes que no entiendo nada de material técnico.
Soy de Seguridad.
–Debiste consultarme.
–¿Cuál es el problema? –se impacientó Gross–. Más pronto
o más tarde tendremos que depositar nuestra confianza en el viejo.
El piloto se alejó del tablero con el rostro pálido
y desencajado.
–Bueno, ya está.
–¿El qué? –preguntó Kramer.
–Cambié al automático. Al cerebro. Se lo entregué… al
viejo –el piloto encendió un cigarro y expulsó el humo nerviosamente–. Crucemos
los dedos.
La nave se deslizaba en manos de un piloto invisible. En las profundidades
de la nave, protegido y acorazado, un frágil cerebro humano reposaba en un tanque
de líquido, donde recibía mil descargas eléctricas por minuto en su superficie.
Las descargas eran recogidas y amplificadas, introducidas en sistemas de relés,
aceleradas y enviadas a toda la nave…
Gross se secó el sudor de la frente, nervioso.
–Así que ya está funcionando. Ojalá sepa lo que hace.
–Creo que sí lo sabe –afirmó Kramer enigmáticamente.
–¿Qué quieres decir?
–Nada –Kramer se acercó a la tronera–. Veo que todavía
nos desplazamos en línea recta –cogió el micrófono–. Podemos dar instrucciones al
cerebro de viva voz.
Sopló en el micrófono para probarlo.
–Adelante –dijo Winter.
–Haga dar media vuelta a la nave –ordenó Kramer–. Reduzca
la velocidad.
Esperaron. Pasó el tiempo. Gross miró a Kramer.
–No cambia. No pasa nada.
–Espera.
Poco a poco la nave comenzaba a girar. Las turbinas
aminoraron su rítmico golpeteo. La nave emprendió su nueva ruta. Desechos espaciales
pasaron en dirección contraria a toda velocidad y se incineraron al entrar en contacto
con los chorros de los cohetes.
–Hasta ahora, todo va bien –dijo Gross.
Respiraron con más tranquilidad. El piloto invisible
había tomado el control lenta y suavemente. La nave se hallaba en buenas manos.
Kramer pronunció algunas palabras más ante el micrófono y volvieron a girar retrocediendo
por el camino de ida hacia la Luna.
–A ver lo que hace cuando entremos en el campo de atracción
lunar –dijo Kramer–. El viejo era un buen matemático. Resolvía cualquier tipo de
problemas.
La nave cambió de rumbo y se alejó de la Luna. El gran
globo de torturada superficie se hundió detrás de ellos.
Gross exhaló un suspiro de alivio.
–Funciona a la perfección.
–Una cosa más –dijo Kramer por el micrófono–. Vuelva
a la Luna y pose la nave en la primera pista de aterrizaje.
–Santo Dios –murmuró Winter–. ¿Por qué…?
–Tranquilo.
Kramer escuchó. Las turbinas jadearon y rugieron cuando
la nave viró en redondo y aceleró. Retrocedían, retrocedían hacia la Luna. La nave
cayó en picado hacia el globo.
–Vamos demasiado rápido –indicó el piloto–. No entiendo
cómo podrá aterrizar a esta velocidad.
El globo llenaba la tronera. El piloto se precipitó sobre el tablero de control.
La nave experimentó una sacudida al instante. La proa se alzó y la nave se zambulló
en el espacio, lejos de la Luna, dibujando un ángulo oblicuo. Los hombres cayeron
al suelo a causa del brusco cambio de dirección. Se incorporaron, estupefactos,
mirándose entre sí.
–¡No fui yo! –gritó el piloto–. No llegué a tocar nada.
La nave ganaba velocidad a cada momento. Kramer titubeó.
–Tal vez sería mejor conectar el control manual.
El piloto cortó el automático. Aferró los controles
de navegación y los movió.
–Nada. Nada. No responde.
Nadie habló.
–No es difícil entender lo que sucede –dijo Kramer con
tranquilidad–. El viejo no piensa dejar el control. Me lo temí cuando advertí los
cambios. Todo en la nave está centralizado, incluso el sistema de refrigeración,
las esclusas y la eliminación de desperdicios. Estamos a su merced.
–Tonterías.
Gross se precipitó hacia el tablero de mandos. Aferró
el timón y lo giró. La nave continuó su curso, cada vez más lejos de la Luna.
–¡Abandone! –dijo Kramer en el micrófono–. ¡Deje los
controles! Nosotros nos encargaremos. ¡Abandone!
–No funciona nada –dijo el piloto–. El timón está muerto,
completamente muerto.
–Y seguimos adelante –señaló Winter, con una sonrisa
estúpida pintada en el semblante–. Atravesaremos la primera línea de defensa dentro
de pocos minutos. Si no nos derriban…
–Pediremos auxilio por radio –dijo el piloto mientras
la conectaba–. Me pondré en contacto con las bases principales y una de las estaciones
de observación.
–Será mejor que lo haga con el cinturón defensivo, teniendo
en cuenta la velocidad a la que vamos. Llegaremos dentro de un minuto.
–Y después nos adentraremos en el espacio exterior –explicó
Kramer–. Está acelerando. ¿Va equipada la nave con baños?
–¿Baños? –exclamó Gross.
–Tanques de sueño, para viajes espaciales. Es posible
que los necesitemos si la velocidad continúa en aumento.
–Por el amor de Dios, ¿adónde vamos? –masculló Gross–.
¿Adónde…, adónde nos lleva?
El piloto consiguió establecer contacto.
–Soy Dwight, desde la nave. Vamos a entrar en la zona
de defensa a gran velocidad. No disparen.
–Vuelvan –les conminó una voz impersonal–. No permitimos
la entrada en la zona de defensa.
–No podemos. Perdimos el control.
–¿Que perdieron el control?
–Esta es una nave experimental.
Gross se apoderó del micrófono.
–Soy el comandante Gross, de Seguridad. Somos arrastrados
hacia el espacio exterior. No podemos hacer nada. ¿Hay alguna posibilidad de que
nos rescaten?
Un instante de vacilación.
–Tenemos algunas naves rápidas de persecución que podrían
recogerlos si se atreven a saltar. Hay bastantes posibilidades de que los encuentren.
¿Tienen bengalas espaciales?
–Sí –dijo el piloto–. Vamos a probarlo.
–¿Abandonar la nave? –se extrañó Kramer–. Si la dejamos,
nunca la volveremos a ver.
–¿Y qué otra cosa podemos hacer? La velocidad aumenta
sin cesar. ¿Propone que nos quedemos?
–No –Kramer agitó la cabeza–. Maldita sea, tiene que
haber otra solución.
–¿Puedes comunicarte con él? –preguntó Winter–. Con
el viejo. Trata de razonar con él.
–Vale la pena probarlo –dijo Gross–. Hazlo.
–De acuerdo –Kramer cogió el micrófono y dudó un momento–.
¡Escuche! ¿Me oye? Soy Phil Kramer. ¿Me oye, profesor? ¿Me oye? Quiero que abandone
los controles.
Silencio.
–Soy Kramer, profesor. ¿Me oye? ¿Se acuerda de mí? ¿Sabe
quién soy?
El altavoz situado sobre el panel de control emitió
un sonido de estática. Todos levantaron la vista.
–¿Me oye, profesor? Soy Philip Kramer. Quiero que nos
devuelva la nave. ¡Si me oye, abandone los controles! ¡Suéltelos, profesor, suéltelos!
Estática. Un sonido silbante, como el viento. Se miraron
entre sí. Hubo un momento de silencio.
–Estamos perdiendo el tiempo –dijo Gross.
–No… ¡escucha!
Se produjo un chisporroteo. Luego, mezclada, casi perdida
en el chisporroteo, llegó una voz mate, sin modular, una voz mecánica y desprovista
de vida.
…¿Eres tú, Phil? No te veo. Oscuridad… ¿Quién está ahí?
Contigo…
–Soy yo, Kramer –sus dedos se cerraron sobre el mango
del micrófono–. Debe abandonar los controles, profesor. Tenemos que volver a la
Tierra. Hágalo.
Silencio. Después, la débil y vacilante voz habló de
nuevo, algo más nítida que antes.
–Kramer. Todo es tan extraño. Yo tenía razón, a pesar
de todo. La conciencia es el resultado del pensamiento. Un resultado necesario.
Cogito ergo sum: conserva la capacidad conceptual. ¿Me oyes?
–Sí, profesor…
–Alteré las conexiones. El control. Estaba absolutamente
seguro. Me pregunto si puedo hacerlo. Tratar de…
De repente, el aire acondicionado se puso a funcionar.
Cesó bruscamente. Una puerta golpeó al otro extremo del pasillo. Algo cayó al suelo.
Los hombres estaban atentos al menor de los sonidos. que llegaban de todas partes.
Los interruptores se abrían y cerraban. Las luces parpadearon; se quedaron a oscuras.
Las luces volvieron y, al mismo tiempo, los calefactores se apagaron.
–¡Santo Dios! –dijo Winter.
El sistema contra incendios se disparó y un chorro de
agua cayó sobre ellos. Una de las esclusas de emergencia se abrió y el aire escapó
hacia el espacio con un bramido ensordecedor.
La esclusa se cerró con estrépito. El silencio se apoderó
de la nave. Los calefactores funcionaron. La fantástica exhibición terminó tan repentinamente
como había empezado.
–Puedo hacerlo… todo –habló la monótona e inexpresiva
voz desde el altavoz–. Lo controlo todo. Kramer, me gustaría hablar contigo. He
estado… he estado pensando. Hace muchos años que no te veo. Tenemos tantas cosas
de qué hablar. Has cambiado, muchacho. Hay mucho que discutir. Tu esposa…
El piloto asió a Kramer por el brazo.
–Una nave se mantiene paralela a nuestro rumbo. Mire.
Corrieron hacia la tronera. Un esbelto y ceniciento vehículo espacial navegaba
en su misma dirección, emitiendo señales luminosas.
–Una nave de persecución de la Tierra –dijo el piloto–
Saltemos. Nos recogerán. Los trajes…
Corrió al depósito de suministros y giró la manecilla.
La puerta se abrió. El piloto tiró los trajes al suelo.
–De prisa –dijo Gross.
El pánico se apoderó de ellos. Se vistieron frenéticamente
los pesados trajes. Winter se tambaleó hacia la esclusa de emergencia y se detuvo
para esperar a los demás. Se agruparon de uno en uno.
–¡Vamos! –ordenó Gross–. Abra la esclusa.
Winter tiró con fuerza de la esclusa.
–Ayúdenme todos.
No sucedió nada. La esclusa no cedió, pese al esfuerzo
conjunto de todos.
–Traiga una palanca –pidió el piloto.
–¿Alguien tiene un desintegrador? –Gross rebuscó a su
alrededor como un poseso–. ¡Maldita sea, vuélenla!
–Jalemos –masculló Kramer–, jalemos todos a la vez.
–¿Están en la esclusa? –la voz monótona se arrastró
y circuló por los pasillos de la nave. Levantaron la vista, desconcertados–. Percibo
que algo se aproxima en el exterior. ¿Una nave? ¿Se marchan todos? ¿Tú también,
Kramer? Qué pena. Confiaba en que podríamos hablar. Tal vez en otra ocasión te convenza
para que te quedes.
–¡Abra la esclusa! –gritó Gross con los ojos clavados
en las paredes impersonales de la nave–. ¡Por el amor de Dios, ábrala!
Hubo un silencio, una pausa interminable. Luego, muy
despacio, la esclusa se abrió. El aire huyó hacia el espacio con un bramido agudo.
Saltaron uno tras otro, propulsados por el material
repelente de los trajes. Fueron rescatados por la nave de persecución unos minutos
más tarde. Cuando el último atravesaba la compuerta, su nave se lanzó adelante a
tremenda velocidad. Desapareció.
Kramer se quitó el casco y jadeó. Dos soldados le envolvieron
en mantas. Gross, tembloroso, bebió una taza de café.
–Se fue –murmuró Kramer.
–Enviaré un aviso –dijo Gross.
–¿Qué le sucedió a su nave? –preguntó uno de los tripulantes
con curiosidad–. Se fue a toda prisa. ¿Quién va en ella?
–Habrá que destruirla –continuó Gross, con el rostro
contraído por la cólera–. Debe ser destruida. No hay forma de saber lo que… lo que
él tiene en mente. –Gross se dejó caer en un banco de metal–. Menuda advertencia.
Fue una locura confiar en él.
“Me pregunto lo que estará planeando –se dijo Kramer–.
No tiene sentido. No lo entiendo”.
Mientras la nave regresaba a la base lunar, se sentaron alrededor de una
mesa en el comedor. Bebieron café caliente y reflexionaron, sin hablar demasiado.
–Escucha –rompió el silencio Gross–, ¿qué clase de hombre
era el profesor Thomas? ¿Cómo lo recuerdas?
Kramer posó su taza sobre la mesa.
–Han pasado diez años. No me acuerdo muy bien.
Su mente retrocedió en el tiempo. Dolores y él habían
ido juntos a la Universidad de Hunt, donde cursaron las especialidades de física
y ciencias sociales. La universidad era pequeña y estaba bastante distanciada de
lo que sucedía en el mundo exterior. La había elegido porque era la de su ciudad
natal, y porque su padre también se formó en ella.
El profesor Thomas llevaba tanto tiempo en la universidad
que nadie recordaba su fecha de ingreso. Era un viejecito extraño y reservado. Desaprobaba
muchas cosas, pero no solía mencionarlas.
–¿Recuerdas algo que nos pueda ayudar? –preguntó Gross–.
¿Algo que nos dé la clave para comprender lo que está sucediendo?
–Recuerdo algo… –asintió lentamente Kramer.
Un día, él y el profesor se habían sentado en la capilla
de la universidad para charlar con tranquilidad.
–Bueno, pronto te marcharás de la universidad –había
dicho el profesor–. ¿Qué vas a hacer?
–¿Hacer? Trabajar en alguno de los proyectos de investigación
del gobierno, supongo.
–¿Y luego? ¿A qué aspiras?
–La pregunta es poco científica –había sonreído Kramer–.
Presupone algo así como metas definitivas.
–Entonces, supón lo siguiente: no hay guerra ni proyecto
de investigación del gobierno. ¿Qué harías en ese caso?
–No lo sé, pero me resulta difícil imaginar esa situación
hipotética. Hay guerra desde que tuve uso de razón. Nos educan para la guerra: Ignoro
lo que haría. Supongo que terminaría por adaptarme.
El profesor lo había mirado fijamente.
–Ah, crees que te acostumbrarías. ¿eh? Bien, me complace.
¿Y piensas que encontrarías otra cosa?
Gross escuchaba con suma atención.
–¿Cuáles son tus conclusiones, Kramer?
–Muy pocas, excepto que era contrario a la guerra.
–Todos somos contrarios a la guerra –puntualizó Gross.
–Es cierto, pero él era un solitario, se mantenía al
margen de todo. Vivía con mucha sencillez, se hacía la comida él solo. Su mujer
había muerto muchos años antes. Él había nacido en Europa, en Italia. Se cambió
el nombre cuando llegó a Estados Unidos. Leía con frecuencia a Dante y a Milton.
Hasta tenía una Biblia.
–Muy anticuado, ¿no?
–Sí, estaba muy anclado en el pasado. Compró un fonógrafo
y discos, y escuchaba música antigua. Ya viste lo muy clásica que era su casa.
–¿Estaba fichado? –preguntó Winter a Gross.
–¿Por Seguridad? No, en absoluto. Según nuestros informes,
nunca se mezcló en política ni se afilió a ningún partido; de hecho, parece que
carecía de convicciones políticas fuertes.
–En efecto –añadió Kramer–, lo único que le gustaba
era pasear por las colinas. Le gustaba la naturaleza.
–La naturaleza es imprescindible para los científicos
–dijo Gross–. La ciencia no existiría sin ella.
–Kramer, después de apoderarse de la nave y esfumarse,
¿cuál crees que es su plan? –preguntó Winter.
–Quizá lo volvió loco el trasplante –insinuó el piloto–.
Quizá no tenga planes ni ideas.
–Pero modificó las instalaciones de la nave y se aseguró
de que conservaría la conciencia y la memoria antes de dar su consentimiento a la
operación. Tuvo que hacer planes desde el principio. La pregunta es ¿cuáles?
–Es posible que sólo quisiera vivir más tiempo –dijo
Kramer–. Estaba enfermo, a punto de morir. O…
–¿O qué?
–Nada –Kramer se levantó–. Tan pronto lleguemos a la
base lunar llamaré por videófono a la Tierra. Quiero comentar este asunto con alguien.
–¿Con quién? –preguntó Gross.
–Con Dolores. Tal vez recuerde algo.
–Es una buena idea –aprobó Gross.
–¿Desde dónde llamas? –preguntó Dolores cuando Kramer consiguió localizarla.
–Desde una base lunar.
–Se han esparcido toda clase de rumores. ¿Por qué no
regresó la nave? ¿Qué sucedió?
–Me temo que se escapó con ella.
–¿Quién?
–El viejo. El profesor Thomas.
Kramer explicó los últimos acontecimientos.
–Qué raro. ¿Crees que lo planeó todo desde el principio?
–Estoy seguro. Lo primero que hizo fue estudiar los
planos y los principios teóricos.
–Pero ¿para qué? ¿Por qué?
–No lo sé. Oye, Dolores, ¿qué recuerdas de él? ¿Hay
algo que nos pueda proporcionar una pista?
–¿Como qué?
–No lo sé. Ése es el problema.
Vio en la pantalla cómo Dolores arqueaba una ceja.
–Recuerdo que criaba pollos en un corral, y que una
vez tuvo una cabra. ¿Te acuerdas cuando la cabra se soltó y estuvo paseando por
la calle principal de la ciudad? Todo el mundo se preguntaba de dónde había salido.
–¿Algo más?
–No –intentó recordar–. Quería comprar una granja.
–De acuerdo, gracias. Cuando vuelva a la Tierra pasaré
a verte.
–Tenme al corriente.
Kramer cortó la comunicación. La imagen se difuminó.
Regresó a la mesa donde aguardaban Gross y algunos militares.
–¿Hubo suerte? –preguntó Gross.
–No. Todo lo que recuerda es que tenía una cabra.
–Ven a mirar este radar –Gross lo arrastró a su lado–.
¡Mira!
Kramer vio aletas moviéndose furiosamente y puntitos
blancos que corrían atrás y adelante.
–¿Qué ocurre? –preguntó.
–Un escuadrón situado más allá de la zona defensiva
logró establecer contacto con la nave. Ahora está tomando posiciones. Mira.
Los puntos blancos se disponían a rodear un ala blanca
que atravesaba en línea recta la pantalla, alejándose de la posición central. Los
puntos blancos fueron cerrando filas.
–Están preparados para abrir fuego –dijo un técnico–.
Comandante, ¿cuáles son las órdenes?
–Odio ser el que tome la decisión –vaciló Gross–. Cuando
lo tengan a tiro…
–No es una nave –interrumpió Kramer–. Es un hombre,
un ser vivo. Una persona que cruza el espacio. Ojalá supiéramos…
–Es necesario dar la orden. No nos podemos arriesgar.
Imagina por un momento que se pase a los yuks.
Kramer abrió la boca de asombro.
–Por Dios, nunca haría eso.
–¿Estás seguro? ¿Sabes cuáles son sus propósitos?
–Nunca haría eso.
–Dígales que sigan adelante –ordenó Gross al técnico.
–Lo siento, señor, pero la nave huyó. Observe la pantalla.
Gross y Kramer bajaron la vista al mismo tiempo. El
punto blanco se había deslizado entre los negros con una brusca maniobra. Los puntos
blancos, desorientados, se movían dispersos.
–Un estratega poco común –comentó uno de los oficiales.
Recorrió con el dedo la trayectoria–. Se trata de un viejo truco prusiano, pero
ha funcionado.
Los puntos blancos volvían a su base.
–Demasiadas naves yuks por esa zona –dijo Gross–. Bien,
esto es lo que ocurre cuando no se actúa con la suficiente rapidez –miró fríamente
a Kramer–. Tuvimos que hacerlo en cuanto se puso a tiro. ¡Mira cómo escapa! –indicó
con el dedo el veloz punto negro que, al llegar al límite de la pantalla, se detuvo–
¿Lo ves?
“¿Y ahora qué?”, pensó Kramer. Así que el viejo había
burlado a los cruceros. No descuidaba la vigilancia, de acuerdo; su mente funcionaba
al ciento por ciento. Controlaba con suma habilidad su nuevo cuerpo.
Cuerpo… La nave era su nuevo cuerpo. Había cambiado
su viejo y agonizante cuerpo, marchito y frágil, por un armazón de plástico y metal,
turbinas y cohetes propulsores. Ahora era fuerte. Fuerte y grande. El nuevo cuerpo
era más poderoso que el de un millar de cuerpos humanos. ¿Cuánto tiempo duraría?
La vida media de un crucero no sobrepasaba los diez años. Alcanzaría los veinte
siempre que fuera tratado con delicadeza, hasta que fallara alguna pieza esencial
y no hubiera forma de repararlo.
¿Y después? ¿Qué haría cuando algo dejara de funcionar
y nadie pudiera arreglarlo? Sería el fin. La nave, silenciosa e inerte, en la fría
oscuridad del espacio, iría disminuyendo de velocidad hasta agotar su último impulso
de energía en la eternidad sin límites del espacio exterior, o tal vez se estrellaría
contra un cinturón de asteroides y estallaría en un millón de fragmentos.
Sólo era cuestión de tiempo.
–¿No recordó nada tu esposa? –preguntó Gross.
–Ya te lo dije. Sólo que una vez tuvo una cabra.
–Una gran ayuda.
–No es culpa mía.
Kramer se encogió de hombros.
–Me pregunto si lo volveremos a ver. –Gross contempló
el ala blanca, parada en el extremo de la pantalla–. Me pregunto si alguna vez regresará.
–Yo también –asintió Kramer.
Kramer se revolvió en la cama toda la noche, insomne. No estaba acostumbrado
a la escasa gravedad lunar que, incluso aumentada artificialmente, le resultaba
incómoda. Un millar de pensamientos vagaban por su mente.
¿Cuál era el misterio? ¿Qué planeaba el profesor? Quizá
nunca lo sabrían. Quizá era mejor que la nave y el profesor hubieran desaparecido
para siempre en la oscuridad del espacio exterior. Nunca sabrían por qué lo había
hecho, qué propósito, en caso de existir, le animaba.
Kramer se incorporó en la cama, prendió la luz y encendió
un cigarrillo. La habitación, de paredes metálicas, formaba parte de la base lunar.
El viejo había querido hablar con él. Quería discutir,
entablar una conversación, pero su único deseo, en medio de la histeria y la confusión,
había sido el de huir. La nave los arrastraba hacia el espacio exterior. Kramer
se frotó la mejilla. ¿Alguien podía culparlos por haber saltado? No tenían ni idea
de adónde iban, ni por qué. Estaban indefensos, atrapados en su propia nave; su
única oportunidad era la nave que había ido a rescatarlos. Media hora más y habría
sido demasiado tarde.
Pero ¿qué había querido decirle el viejo? ¿Qué había
tratado de comunicarle en aquellos primeros momentos de confusión, cuando toda la
nave había cobrado vida, cada cable y cada plancha de metal, como el cuerpo de un
animal, como un gigantesco organismo metálico?
Fue siniestro, aterrador. Ni aun ahora podía olvidarlo.
Paseó la mirada por la pequeña habitación, inquieto. ¿Qué significaba la resurrección
del metal y el plástico? De repente, se habían encontrado en el interior de una
criatura viviente, en su estómago, como Jonás dentro de la ballena.
Estaba viva y les había hablado, con calma, racionalmente,
mientras se zambullía a velocidad progresiva en el espacio exterior. El altavoz
y el circuito habían hecho las veces de cuerdas vocales y de boca, los cables, la
espina dorsal y los nervios, y las esclusas. los relés y los interruptores automáticos,
los músculos.
Habían quedado a su merced, completamente a su merced.
Les había arrebatado en un segundo la posesión de la nave, dejándolos indefensos,
desnudos. Una situación muy perturbadora. Toda su vida había controlado las máquinas:
había doblegado a la naturaleza y a las fuerzas de la naturaleza para que sirvieran
a las necesidades del hombre. La raza humana había evolucionado poco a poco hasta
lograr aprender a manipular las cosas. Y de repente la habían empujado escalera
abajo, a los pies de un poder ante el que no eran más que niños.
Kramer saltó de la cama. Se puso la bata y buscó un
cigarro. El videófono zumbó.
–¿Sí?
–Una llamada de la Tierra, señor Kramer –anunció el
monitor–. Una llamada de emergencia.
–¿Una llamada de emergencia? ¿Para mí? Póngame.
Kramer se quitó el pelo de los ojos, despierto y alarmado.
–¿Philip Kramer? ¿Es usted Kramer? –preguntó una voz
desconocida.
–Sí, diga.
–Le llamo desde el Hospital General de Nueva York, en
la Tierra. Señor Kramer, su esposa está aquí. Ha sufrido graves heridas en un accidente.
Me dieron su nombre para que le informara. Si le es posible…
–¿Cuál es su estado? –Kramer aferró el aparato– ¿Es
grave?
–Sí, es grave, señor Kramer. ¿Puede venir? Cuanto antes,
mejor.
–Sí –asintió Kramer– Iré. Gracias.
La comunicación se cortó. Kramer esperó un momento.
Apretó el botón y la pantalla se iluminó de nuevo.
–A sus órdenes, señor –dijo el monitor.
–Necesito ir a la Tierra cuanto antes. ¿Hay alguna nave
disponible? Se trata de una emergencia. Mi esposa…
–La próxima nave despegará dentro de ocho horas. Tendrá
que esperar.
–¿Hay alguna otra posibilidad?
–Transmitiremos un mensaje a todas las naves que circulen
por las inmediaciones. Algunos cruceros que van camino de la Tierra se detienen
aquí para efectuar reparaciones.
–Hágalo, por favor. Bajaré a la pista.
–Sí, señor, pero es posible que tarde en aparecer alguna
nave. Es cuestión de suerte.
La pantalla se apagó.
Kramer se vistió a toda prisa. Se puso la chaqueta y
corrió al ascensor. Un momento después cruzaba el vestíbulo principal, dejando atrás
filas de escritorios vacíos y mesas de conferencia. Los centinelas de la puerta
se apartaron y bajó por los enormes peldaños de hormigón.
La cara de la Luna estaba en sombras. La pista, una
extensión negra, infinita, sin forma, se hallaba por completo a oscuras. Descendió
los escalones con grandes precauciones y siguió por la rampa hasta la torre de control.
Una hilera de lucecillas rojas le guio.
Dos soldados, agazapados al pie de la torre y con los
fusiles dispuestos, le dieron el alto.
–¿Kramer?
–Sí.
Una linterna iluminó su rostro.
–Su mensaje ya ha sido enviado.
–¿Ha habido suerte?
–Se acerca un crucero con el que nos hemos comunicado.
Lleva un motor averiado y se mueve a poca velocidad hacia la Tierra, lejos de la
línea defensiva.
–Bien –aprobó Kramer, algo más aliviado.
Encendió un cigarro y ofreció la cajetilla a los soldados.
Ambos aceptaron.
–Señor –preguntó uno–, ¿es cierto lo que cuentan de
la nave experimental?
–¿Por ejemplo?
–Que cobró vida y salió huyendo.
–No, no exactamente. Utilizamos un nuevo sistema de
control, en lugar del equipo Johnson. No se hicieron suficientes comprobaciones.
–Pero, señor, un amigo mío que estaba a bordo de uno
de los cruceros que fue tras ella, me contó que la nave se comportó de una manera
extraña. Nunca había visto nada parecido. Le recordó una vez que estuvo pescando
en la Tierra, en el estado de Washington. Pescaba percas. Eran muy listas, y se
movían de un lado a otro…
–¡Mire! –indicó el otro soldado–. Ahí está su crucero.
Una enorme sombra imprecisa descendía lentamente sobre
la pista. Sólo se distinguía una corta fila de luces verdes.
–Apresúrese, señor –dijo un soldado–, no se van a quedar
mucho rato.
–Gracias.
Kramer cruzó la pista en dirección a la forma negra
que se cernía sobre su cabeza y que ocupaba todo el ancho de la pista. Se sujetó
a la rampa que había bajado desde un costado del crucero. La rampa se elevó, y un
momento después se hallaba a bordo de la nave. La compuerta se cerró tras él.
Mientras subía la escalerilla que llevaba al puente
de mando, las turbinas rugieron y el vehículo abandonó la Luna, rumbo al espacio.
Kramer abrió la puerta del puente de mando. Se detuvo
en el umbral, atónito, y sorprendido. No había nadie a la vista. La nave estaba
vacía.
–Santo Dios –murmuró al comprender la realidad. Se sentó
en un banco con la cabeza hundida entre las manos –Santo Dios.
La nave se adentró en el espacio, alejándose cada vez
más de la Luna y de la Tierra.
Y no podía hacer nada por evitarlo.
–Así que fue usted quien efectuó la llamada –dijo por fin–. Fue usted quien
me llamó por videófono, no un hospital de la Tierra. Todo formaba parte del plan
–paseó la vista en torno suyo–. Y Dolores no…
–Tu esposa está bien –dijo el altavoz– Fue una trampa.
Lamento haberte engañado de esa manera, Philip, pero no se me ocurrió otra cosa.
Un día más y habrías vuelto a la Tierra. No quiero permanecer en esta zona más de
lo estrictamente necesario. Estaban tan seguros de que me hallaba en las profundidades
del espacio que no me costó nada merodear por las cercanías sin exponerme a ningún
peligro. Claro que hasta la carta robada fue descubierta.
Kramer fumó su cigarro con nerviosismo.
–¿Qué piensa hacer ahora? ¿Adónde vamos?
–En primer lugar, quiero hablar contigo. Tenemos muchas
cosas de qué discutir. Me disgustó mucho que te marcharas con los demás. Confiaba
en que te quedarías –la voz monótona rio entre dientes–. ¿Te acuerdas de nuestras
conversaciones, en los viejos días? Ha pasado mucho tiempo.
La nave ganaba velocidad. Atravesó como un rayo el límite
de la zona defensiva y se hundió en el espacio. Kramer se dobló en dos, a punto
de vomitar.
Cuando se recuperó, la voz continuó hablando:
–Siento que vayamos tan rápido, pero todavía estamos
en peligro. Dentro de unos momentos iremos más despacio.
–¿Y las naves yuk? ¿Andan por aquí?
–Me he escabullido de algunas. Despierto su curiosidad.
–¿Curiosidad?
–Intuyen que soy diferente, mucho más que sus minas
orgánicas. Eso no les gusta. Creo que pronto abandonarán esta zona. Parece que no
desean problemas conmigo. Es una raza extraña, Philip. Me hubiera gustado estudiarlos
más de cerca, obtener todo tipo de información. Sostengo la opinión de que no utilizan
materiales inertes. Todo su equipo e instrumental, de una u otra forma, están vivos.
No construyen ni fabrican nada. Son ideas ajenas a su estructura mental. Utilizan
formas de vida. Incluso sus naves…
–¿Adónde vamos? –preguntó Kramer–. Quiero saber adónde
me lleva.
–Francamente, no estoy seguro.
–¿Que no está seguro?
–Me falta perfilar algunos detalles. Todavía hay ciertas
deficiencias en mi programa, pero no tardaré en subsanarlas.
–¿En qué consiste su programa?
–En realidad, es muy sencillo. Será mejor que entres
en la sala de control y tomes asiento. Las butacas son mucho más cómodas que los
bancos metálicos.
Kramer obedeció y se sentó frente al tablero de control.
Contemplar aquel instrumental inutilizado le causaba una sensación extraña.
–¿Qué te ocurre? –chirrió el altavoz que colgaba de
la pared.
–Me siento impotente –Kramer hizo un gesto vago–. No
puedo hacer nada y no me gusta. ¿Me lo reprocha?
–No, no te lo reprocho. Pronto recuperarás el control,
no te preocupes. El hecho de mantenerte al margen es una situación meramente provisional.
Ni siquiera me la había planteado. Olvidé que habían dado orden de disparar sobre
mí en cuanto apareciera.
–Fue idea de Gross.
–No lo dudo. Se me ocurrió el plan tan pronto como me
describiste el proyecto, aquel día en mi casa. En seguida comprendí que estaban
equivocados; ignoran todo acerca de la mente. Me di cuenta de que trasplantar un
cerebro humano de un cuerpo orgánico a una compleja nave artificial no implica la
pérdida de las facultades intelectuales de la mente. Cuando un hombre piensa, existe.
“Una vez llegado a esta conclusión, vi la posibilidad
de hacer realidad un viejo sueño. Yo era ya muy viejo cuando me conociste, Philip.
Mi vida estaba tocando a su fin. La única perspectiva que se abría ante mí era la
muerte, la extinción de mis ideas. No había dejado huella en el mundo, ninguna en
absoluto. Mis estudiantes, uno por uno, pasaban de mis manos al mundo externo, y
entraban a trabajar en el gran Programa de Investigación, dirigido a inventar armas
mejores y más poderosas para continuar la guerra.
“El mundo no ha cesado de guerrear durante mucho tiempo,
primero consigo, después con los marcianos, luego con estos seres de Próxima Centauro
de los que apenas sabemos nada. La sociedad humana ha consagrado la guerra como
una institución cultural, al igual que la astronomía o las matemáticas. La guerra
es parte de nuestras vidas, una carrera, una vocación respetable. Jóvenes de ambos
sexos que poseen un gran talento se suben a esa rueda imparable, como en los tiempos
de Nabucodonosor. Siempre ha sido así.
“¿Es algo innato en la humanidad? No lo creo. Ningún
hábito social es innato. Hay muchos grupos humanos que no guerrean; los esquimales
jamás lo hicieron, y los indios americanos nunca acogieron la idea con agrado.
“Pero estos disidentes fueron borrados del mapa, y se
establecieron nuevos modelos culturales que se extendieron por todo el planeta,
hasta impregnarnos por completo.
“Sin embargo, si en algún punto de la evolución se han
producido discrepancias, si se han establecido costumbres diferentes a la concentración
de hombres y material para…”
–¿Cuál es su plan? –interrumpió Kramer–. Conozco la
teoría. Formaba parte de una de sus asignaturas.
–Sí, disfrazada en la asignatura de selección de cultivos,
según creo recordar. Cuando me hiciste esta proposición comprendí que tal vez podría
llevar mi idea a la práctica, después de todo. Si mi teoría de que la guerra es
un simple hábito y no un instinto es correcta, una sociedad establecida fuera de
la Tierra, con una mínima base cultural, debería evolucionar de manera diferente.
Si se apartara de nuestro punto de vista, si partiera de otros presupuestos, se
desviaría del punto en el que nos hemos estancado: un callejón sin salida, una sucesión
de guerras que finalizará con la ruina y la destrucción del planeta.
“Al principio, un vigilante debería guiar el experimento,
por supuesto. No tardaría en desencadenarse una crisis, quizá en la segunda generación.
Caín surgiría casi al instante.
“Por lo tanto, Kramer, considero que si reposo la mayor
parte del tiempo en algún pequeño planeta o satélite, podré seguir funcionando durante
casi cien años, tiempo suficiente para observar la evolución de la nueva colonia.
Después… Bien, después la colonia debería valerse por sus propios medios.
“La única solución válida, por supuesto. Un día u otro,
el hombre ha de llevar sus propias riendas. Cien años más y controlará su destino.
Quizá me equivoque, quizá la guerra sea algo más que un hábito. Quizá la supervivencia
mediante la violencia sea una ley del universo.
“Con todo, seguiré adelante, asumiré el riesgo de que
sea un simple hábito, de que estoy en lo cierto, de que la guerra es algo a lo que
estamos tan acostumbrados que no comprendemos su monstruosidad. ¡Hay que encontrar
un lugar! Aún no lo tengo claro. Sin embargo, es imprescindible hacerlo.
“Y eso es lo que estoy haciendo ahora. Tú y yo vamos
a inspeccionar algunos sistemas fuera de las rutas habituales, planetas con pocas
perspectivas para desarrollar el comercio y, por tanto, despreciados por las expediciones
terrestres. Conozco uno que podría ser un buen sitio. Consta en el manuscrito original
de la expedición Fairchild. Miraremos en ése, para empezar.”
La nave quedó en silencio.
Kramer estuvo sentado un rato con la vista fija en el piso de metal, que
vibraba lentamente al compás de las turbinas. Al fin levantó los ojos.
–Tal vez esté en lo cierto. Quizá nuestro punto de vista
sea sólo un hábito –Kramer se puso de pie–. Pero es posible que no haya considerado
un detalle.
–¿Cuál?
–Si se trata de un hábito integrado profundamente en
nuestro comportamiento desde hace miles de años, ¿cómo va a conseguir que sus colonizadores
efectúen la ruptura, abandonen la Tierra y las costumbres terrestres? ¿Qué ocurrirá
con esta generación, los primeros, los que funden la colonia? Creo que es correcto
afirmar que la siguiente generación se vería libre de esta maldición, en el caso
de que hubiera un… –sonrió– un viejo en lo alto que les enseñara otras cosas.
“¿Cómo conseguirá que la gente marche de la Tierra con
usted si, según su teoría, esta generación está perdida, si todo empezará en la
próxima?”
El altavoz permaneció en silencio. Luego se oyó una
débil risita.
–Me sorprendes, Philip. Buscaremos los colonizadores.
No necesitamos demasiados, sólo unos cuantos –el altavoz rio de nuevo–. Te explicaré
mi solución.
Una puerta se abrió al otro lado del pasillo. Se produjo
un sonido, un sonido vacilante. Kramer se volvió.
–¡Dolores!
Dolores Kramer se quedó donde estaba, insegura, mirando
la sala de control. Parpadeó de asombro.
–¡Phil! ¿Qué haces aquí? ¿Qué sucede?
Intercambiaron una mirada.
–¿Qué ocurre? –preguntó Dolores–. Me dijeron por videófono
que habías resultado herido en una explosión lunar…
El altavoz volvió a la vida.
–Como ves, Philip, el problema ya está resuelto. No
necesitamos mucha gente; bastará con una pareja.
–Comprendo –murmuró Kramer– Sólo una pareja: un hombre
y una mujer.
–Podrían hacerlo muy bien, si hubiera alguien que velara
para que el proceso no se desviara de su meta. No te podré ayudar mucho, Phil, muy
poco, pero creo que saldremos adelante.
–Podría ayudarnos a dar nombre a los animales –ironizó
Phil Kramer–. Entiendo que es el primer paso.
–Lo haré con gusto –dijo la voz monótona e impersonal–.
Si no recuerdo mal, mi trabajo consiste en traértelos uno por uno. Luego te encargarás
de ponerles nombre.
–No comprendo nada –balbuceó Dolores–. ¿De qué está
hablando, Phil? Dar nombre a los animales. ¿Qué animales? ¿Adónde vamos?
Kramer caminó lentamente hacia la tronera y miró afuera
en silencio con los brazos cruzados. Miríadas de chispas de luz destellaban en la
lejanía, innumerables brasas resplandeciendo en el oscuro vacío. Estrellas, soles,
sistemas. Infinitos, incalculables. Un universo de mundos. Una infinidad de planetas
que los esperaban, fulgurando y parpadeando en la oscuridad.
Se apartó de la tronera.
–¿Adónde vamos? –sonrió a su esposa, que lo contemplaba
de pie, nerviosa y asustada, con la inquietud reflejada en sus grandes ojos–. No
sé adónde vamos, pero eso no parece importante ahora… Empiezo a comprender el punto
de vista del profesor; el resultado es lo que cuenta.
Y por primera vez en muchos meses rodeó con su brazo
a Dolores.
Ella se puso rígida, al principio, aterrada y nerviosa
todavía, pero se apretó contra él y las lágrimas humedecieron sus mejillas.
–Phil… ¿crees de veras que podemos volver a empezar…?
Él la besó con ternura, y después con pasión.
Y la nave surcó a toda velocidad la infinita y desconocida
eternidad del vacío…
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