Isaac Asimov
–Moscas
–dijo Kendell Casey, cansado. Movió el brazo. La mosca dio la vuelta, regresó y
se anidó en el cuello de la camisa de Casey.
Desde algún sitio por
allí sonaba el zumbido de una segunda mosca.
El Dr. John Polen escondió
un ligero estremecimiento de su barbilla moviendo el cigarrillo hacia los labios
con premura.
–No esperaba encontrarte,
Casey –dijo–. O a ti, Winthrop. ¿O debiera decirte reverendo Winthrop?
–¿Debería decirte profesor
Polen? –dijo Winthrop, utilizando cuidadosamente el tono amistoso apropiado.
Cada uno de ellos estaba
tratando de acurrucarse en la cáscara desechada de veinte años atrás. Retorciéndose
y amontonándose, sin ajustar.
“Maldita sea, pensó
Polen malhumorado, ¿por qué la gente asiste a las reuniones de colegio?”
Los ojos azules de
Casey aún estaban llenos de enojo injustificado del estudiante de secundaria que
descubriera el intelecto, la frustración y las etiquetas de la filosofía cínica,
todo a la vez.
¡Casey! ¡El universitario
más amargado del campus!
No lo había superado.
Veinte años después era Casey, ¡el exuniversitario más amargado del campus! Polen
lo podía observar en sus dedos que se movían sin sentido y en la postura de su cuerpo
enjuto.
¿Y con Winthrop? Bueno,
veinte años más viejo, más fofo, más redondo. La piel más roja, los ojos más suaves.
Aún lejos de la tranquila certidumbre que nunca encontraría. Todo estaba en la pronta
sonrisa que nunca abandonaba completamente, como si temiera que no hubiese otra
cosa con qué reemplazarla, y que su ausencia convertiría su cara en una suave masa
de carne sin forma.
Polen estaba cansado
de leer el latido nervioso de un músculo; cansado de tomar el lugar de sus máquinas;
cansado de todo lo que ellas le decían.
¿Podían ellas leerlo
como él las leía? ¿Podría la pequeña inquietud de sus propios ojos proclamar el
hecho de que estaba hastiado con el disgusto que se había engendrado entre ellos?
“Maldita sea”, pensó
Polen, “¿por qué no me mantuve fuera?”
Estaban allí, los tres,
esperando a que el otro dijera algo, pescando lo que pudiera cruzarse por allí y
traerlo, temblorosamente, al presente.
Polen lo intentó; dijo:
–¿Aún trabajas en química,
Casey?
–Por mi cuenta, sí
–dijo Casey, en tono brusco–. Yo no soy un científico como tú. Hago investigaciones
de insecticidas para E. J. Link en Chatham.
–¿De veras? –dijo Winthrop–.
Dijiste que trabajarías en insecticidas. ¿Lo recuerdas, Polen? Y a pesar de ello,
¿se atreven las moscas contigo, Casey?
–No puedo deshacerme
de ellas –dijo Casey–. Soy el mejor en la materia en los laboratorios. Ninguno de
los compuestos desarrollados las aleja cuando ando por allí. Alguien dijo que es
por mi olor. Las atraigo.
Polen recordó quién
lo había dicho.
–O si no… –dijo Winthrop.
Polen sintió que llegaba
y se puso tenso.
–O si no –dijo Winthrop–,
es la maldición, ya sabes. –Amplió su sonrisa para mostrar que estaba bromeando,
que había olvidado viejos rencores.
“Maldita sea”, pensó
Polen, “ni siquiera cambiaron las palabras”. Y el pasado regresó.
–Moscas –dijo Casey,
moviendo su brazo y manoteando–. ¿Han visto esto? ¿Por qué no se apoyan sobre ustedes
dos?
Johnny Polen se rio
de él. Reía frecuentemente en aquel entonces.
–Es algo del olor de
tu cuerpo, Casey. Podrías ser un milagro para la ciencia. Encuentras la naturaleza
química del olor, lo concentras, lo mezclas con DDT, y tendrás el mejor insecticida
del mundo.
–Una situación graciosa.
¿A qué huelo? ¿A mosca hembra en celo? Es una vergüenza que se pongan sobre mí cuando
el maldito mundo es una maldita parva de estiércol.
Winthrop frunció el
ceño y dijo, con un leve tono retórico:
–La belleza no es lo
único, Casey, en el ojo del observador.
Casey no se dignó a
responderle. Dijo a Polen:
–¿Sabes qué me dijo
Winthrop ayer? Dijo que esas malditas moscas eran la maldición de Belcebú.
–Estaba bromeando –dijo
Winthrop.
–¿Por qué Belcebú?
–preguntó Polen.
–Es un juego de palabras
–dijo Winthrop–. Los antiguos hebreos lo utilizaban como palabra de escarnio para
dioses ajenos. Viene de Ba'al, que quiere decir señor y zevuv, que quiere decir
mosca. El señor de las moscas.
–Vamos, Winthrop –dijo
Casey–, no me digas que no crees en Belcebú.
–Creo en la existencia
del mal –dijo Winthrop, con frialdad.
–Quiero decir Belcebú.
Vivo. Cuernos. Pezuñas. Una especie de competencia entre dioses.
–No completamente –respondió
Winthrop más frío aún–. El mal es una cuestión de corto alcance. Al final, perderá…
Polen cambió el tema
abruptamente. Dijo:
–Hablando de todo un
poco, haré trabajo de graduado para Venner. Estuve con él antes de ayer y me tomará.
–¡No! Eso es maravilloso.
–Winthrop se entusiasmó y se colgó del cambio de tema instantáneamente. Estiró su
mano para estrechar la de Polen. Disfrutaba siempre, a conciencia, de la buena fortuna
de los demás. Casey lo notó con frecuencia. Dijo:
–¿Cibernéticos Venner?
Bueno, si te lo aguantas, supongo que él te aguantará.
–¿Qué pensó de tu idea?
–prosiguió Winthrop–. ¿Le contaste tu idea?
–¿Qué idea? –preguntó
Casey.
Polen había evitado
contarle tanto a Casey. Pero ahora, Venner lo había considerado y lo pasó con un
cálido “¡Interesante!” ¿Cómo podría la sonrisa seca de Casey hacer daño ahora?
–No es gran cosa –dijo
Polen–. Esencialmente, es acerca de que la emoción es la razón común de la vida,
más que la razón o el intelecto. Probablemente sea una perogrullada. No puedes decir
lo que piensa un bebé, o siquiera si piensa, pero es perfectamente obvio que puede
enojarse, asustarse o estar contento, aunque tenga una semana de vida. ¿Lo ves?
“Lo mismo con los animales.
Puedes decir en un segundo si un perro está feliz o si un gato está atemorizado.
El punto es que sus emociones son las mismas que las que tendríamos bajo las mismas
circunstancias”.
–¿Entonces? –preguntó
Casey–. ¿A dónde te lleva eso?
–Todavía no lo sé.
Ahora, todo lo que puedo decir es que las emociones son universales. Ahora, supón
que podemos analizar apropiadamente todas las acciones humanas y de algunos animales
domésticos y compararlas con la emoción visible. Podríamos encontrar una relación
muy fuerte. La emoción A podría siempre implicar la acción B. entonces podríamos
aplicarlo a animales cuyas emociones no podemos conocer con los sentidos. Como las
serpientes, o las langostas.
–O las moscas –dijo
Casey, mientras cacheteaba otra de ellas y quitaba los restos de su puño, con furia
triunfal.
Prosiguió.
–Continúa, Johnny.
Yo voy a contribuir con las moscas y tú las estudiarás. Estableceremos la ciencia
de la moscología y un laboratorio para hacerlas felices quitándoles sus neurosis.
Después de todo, queremos el mayor bien para la mayoría más amplia, ¿verdad? ¿Hay
más moscas que hombres?
–Oh, basta –dijo Polen.
–Dime, Polen –preguntó
Casey–. ¿Has profundizado esa extraña idea tuya? Quiero decir, sabemos que brillas
luz cibernética, pero no he podido leer nada sobre esto. Con tantas maneras de perder
el tiempo, algo tiene que haberse descuidado, ya sabes.
–¿Qué idea? –preguntó
Polen, rígidamente.
–Vamos. Tú sabes. Emociones
de animales y toda esa sarta de morisquetas. Muchacho, aquellos eran los días. Solía
conocer gente loca. Ahora solamente me cruzo con idiotas.
–Es cierto, Polen –dijo
Winthrop–. Lo recuerdo muy bien. En el primer año de escuela estabas trabajando
con perros y conejos. Creo que incluso intentaste algo con las moscas de Casey.
–Se convirtió en nada
–dijo Polen–. Aun así, me dio la base de nuevos principios en computación, de modo
que no fue pérdida total.
¿Por qué estaban ellos
hablando sobre eso?
¡Emociones! ¿Qué derecho
tiene alguien a meterse con las emociones? Las palabras fueron inventadas para ocultar
las emociones. Había sido el temor a las emociones en crudo lo que había convertido
el lenguaje en necesidad básica.
Polen sabía. Sus máquinas
habían pasado la pantalla de verbalización y habían arrastrado el subconsciente
hacia la luz del sol. El chico y la chica, el hijo y la madre. Para este caso, el
gato y el ratón o la serpiente y el ave. La información sonaba al unísono en su
universalidad y toda se había volcado dentro y a través de Polen hasta que él no
pudo soportar más el toque de la vida.
En los últimos años
había entrenado su pensamiento hacia otras direcciones, minuciosamente. Ahora, estos
dos aficionados venían a movilizar el barro.
Casey manoteó sin mirar
cerca de la punta de su nariz para alejar una mosca.
–Eso está mal –dijo–.
Solía pensar que obtendrías cosas fascinantes de, digamos, ratas. Bueno, puede que
no fuesen fascinantes, pero no tan aburridas como esa basura que puedes obtener
de ciertos seres humanos. Solía pensar.
Polen recordó lo que
solía pensar.
–Maldita sea este DDT
–dijo Casey–. Las moscas se alimentaron de él, creo. Sabes, voy a realizar trabajo
de graduado en química y entonces tendré empleo con insecticidas. Ayúdenme. Personalmente
obtendré algo que sí matará estas alimañas.
Estaban en la habitación
de Casey, y había algo con olor a kerosén del insecticida recientemente aplicado.
Polen se encogió de
hombros y dijo:
–Un periódico doblado
siempre las matará.
Casey detectó una burla
no existente y respondió en el acto:
–¿Cómo resumirías tu
primer año de trabajo, Polen? Quiero decir, aparte del verdadero resumen que cualquier
científico podría establecer si se animara, por un: “nada”, quiero decir.
–Nada –dijo Polen–.
Ese es tu resumen.
–Sigue –dijo Casey–.
Usas más perros que los fisiólogos y apuesto que a los perros les importan menos
los experimentos de los fisiólogos. Podría apostar.
–Oh, déjalo ya –dijo
Winthrop–. Suenas como un piano con 87 teclas eternamente desafinadas. ¡Ya me aburres!
No podías decir eso
a Casey.
Y dijo, con repentina
animación, mirando lejos de Winthrop:
–Te diré lo que probablemente
encuentres en los animales, si los miras desde muy cerca. Religión.
–¡Mira al estúpido!
–dijo Winthrop, furioso–. Esa es una afirmación estúpida.
Casey sonrió.
–Vamos, vamos, Winthrop.
Estúpido es solamente un eufemismo para demonio y no querrás jurar.
–No me vengas con moralejas.
Y no blasfemes.
–¿Qué hay de blasfemo
en ello? ¿Por qué no podría una pulga considerar a un perro como algo a ser venerado?
Es la fuente de calor, comida, y todo eso es bueno para la pulga.
–No quiero discutirlo.
–¿Por qué no? Hazlo.
Podrías incluso decir que para una hormiga, el oso hormiguero es un orden superior
de la creación. Podría ser muy grande para ser comprendido, demasiado poderoso para
siquiera soñar resistirse. Podría moverse sobre ellas como un remolino inexplicable
e invisible, que las visita con destrucción y muerte. Pero eso no les echa a perder
las cosas a las hormigas. Ellas podrían razonar que esa destrucción es simplemente
el justo castigo al pecado. Y el oso hormiguero ni siquiera sabría que es una deidad.
Ni le importaría.
Winthrop se había puesto
blanco. Dijo:
–Sé que dices esto
solamente para molestarme y siento mucho ver que arriesgas tu alma por la diversión
de un momento. Déjame decir algo –la voz tembló un poco–, y déjame decir que es
muy serio. Las moscas que te atormentan son tu castigo en esta vida. Puedes pensar
que Belcebú, como todas las fuerzas del mal, hace daño, pero es al fin el último
bien. La maldición de Belcebú está sobre ti para tu bien. Es posible que tenga éxito
en hacerte cambiar el modo de vida antes de que sea demasiado tarde.
Salió corriendo de
la habitación.
Casey lo miró mientras
se iba. Sonriendo, dijo:
–Te dije que Winthrop
creía en Belcebú. Es gracioso ver los nombres respetables que le das a una superstición.
–Su risa murió un poco antes de lo esperado.
Había dos moscas en
la habitación, zumbando a través del aire hacia él.
Polen se levantó y
cayó en una pesada depresión. En un año había aprendido poco, pero era mucho, y
su risa se iba adelgazando. Solamente sus máquinas podían analizar las emociones
de los animales apropiadamente, pero estaba ansioso por profundizar en las emociones
humanas.
No le gustaba observar
los salvajes deseos de muerte donde otros podían ver solamente unas palabras de
gresca sin importancia.
De repente, Casey dijo:
–Hey, ahora pienso
en eso; trataste de hacer algo con mis moscas, como Winthrop dijo. ¿Qué resultó?
–¿Lo hice? Después
de veinte años apenas si recuerdo –murmuró Polen.
–Deberías –dijo Winthrop–.
Estábamos en tu laboratorio y te quejaste de que las moscas seguían a Casey incluso
hasta allí. Él sugirió que tú las analizaras y lo hiciste. Grabaste sus movimientos
y zumbidos y revoloteos más de media hora. Jugaste con una docena de moscas.
Polen se encogió de
hombros.
–Oh, bueno –dijo Casey–.
No importa. Ha sido bueno verte, viejo. –Un sincero apretón de manos, la palmada
en el hombro, la amplia sonrisa… -para Polen todo eso se traducía en el disgusto
de Casey acerca de que Polen era exitoso después de todo.
–Déjame saber de ti
alguna vez –dijo Polen.
Las palabras eran golpes
sordos. No significaban nada. Casey lo sabía. Polen lo sabía. Todos lo sabían. Pero
las palabras eran necesarias para esconder las emociones cuando fallaban, y la lealtad
humana mantenía la apariencia.
El apretón de Winthrop
era más gentil.
–Me trajo viejos tiempos,
Polen –dijo–. Si alguna vez vas a Cincinnati, ¿por qué no paras en la casa? Serás
siempre bienvenido.
Para Polen todo parecía
un alivio a su obvia depresión. La ciencia también, parecía, no era la respuesta,
y la inseguridad básica de Winthrop se sentía complacida con la compañía.
–Lo haré –dijo Polen.
Era el modo habitual, educado, de decir ‘No lo haré’.
Vio que se dirigía
hacia otros grupos.
Winthrop nunca lo sabría.
Polen estaba seguro. Dudaba si Casey lo sabía. Sería la suprema ironía si Casey
no lo sabía.
Había observado las
moscas de Casey, por supuesto, pero no solamente aquella vez, sino muchas otras
veces. ¡Siempre la misma respuesta! ¡Siempre la misma respuesta no publicable!
Con un estremecimiento
que no pudo controlar, de repente Polen tomó conciencia de una solitaria mosca suelta
en la habitación, virando sin sentido por un momento, y volando recto y reverentemente
en la dirección que Casey acababa de tomar un momento antes.
¿Podía Casey no saber?
¿Podía ser la esencia del castigo primordial que él nunca sepa que es Belcebú?
¡Casey! ¡Señor de las
Moscas!
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