Inés Arredondo
En el ambiente caldeado
daba un placer inquietante estirar, acomodar, mostrar las piernas, procurando, con
una intensidad en la que era necesario poner todos los sentidos, que se convirtieran
en el centro imantado del pequeño grupo. Eso hice yo aquella noche en la reunión
de Loti. Por supuesto que no se trataba sólo de las piernas, también por la columna
me corrían suaves estremecimientos que me obligaban a mover de pronto la cabeza,
y aprovechaba eso para simular que apoyaba o negaba algo de lo que se me decía sin
que yo pudiera prestarle atención. Benjamín se expresaba cada vez con más énfasis,
de prisa, gesticulando, y yo me daba cuenta de que lo espoleaba el contagio de mi
cuerpo, aunque tratara de disimularlo. Luis Alonso era un público más conocedor
porque atendía a mis movimientos con mucho más cuidado, con admiración. Es agradable
estar así entre dos hombres. Discutían sobre danza, puesto que yo soy bailarina,
y ese homenaje me encantaba, igual que me gustaba oírlos discurrir en aquel lenguaje
diferente y admirable, de frases largas. Yo pienso que en mi profesión lo único
que importa es poder, o no, hacer sentir a los espectadores lo que uno está sintiendo
mientras baila, y así, aunque únicamente abría los ojos, o fingía escucharlos mientras
fumaba, entraba en la discusión demostrando en silencio que los pequeños movimientos
de mi cuerpo tenían más efecto que todas sus palabras.
Cuando
terminó la reunión los invité a tomar una copa en mi casa. A media luz, con un disco
cadencioso y un high-ball en la mano, me sentí a mis anchas, me quité los
zapatos y comencé a bailar, primero apoyándome en los pasos y moviendo con suavidad
las caderas.
–¡Qué
bárbara, qué bonito cuerpo tienes! –dijo Luis Alonso.
Sin
querer fui quebrando los compases hasta llegar a un frenesí que me hizo cerrar los
ojos echando la cabeza hacia atrás, y continué así un tiempo indefinido, casi sin
conciencia, sintiendo únicamente cómo me recorría el ritmo, lento, vivo como un
cuerpo ajeno. Abrí los ojos cuando algo me detuvo en seco, y pude darme cuenta de
que estaba atrapada en los brazos de Benjamín, que me apretaba con un ardor que
no había sospechado en él. Me abandoné con naturalidad, porque en ese momento eso
era lo que debía de suceder. Cuando me besaba el cuello alcancé a distinguir en
la penumbra la sonrisa complacida de Luis Alonso. Mejor que fuera así. Benjamín
iba de prisa, como si estuviéramos solos, y cuando me empujaba hacia el diván y
sus manos ansiosas encontraban estorbosa mi ropa, Luis Alonso susurró con malicia
“Buenas noches”, y sin despegar su mirada de nosotros, abriendo la puerta con las
manos a la espalda, salió de la estancia.
Mi
relación con Benjamín tuvo bastante encanto, era tierno, discreto, y parecía muy
enamorado. Su vida, sus cosas, las sabía yo por Luis Alonso.
–Yo
los quiero mucho a los dos… por separado. Lidia es mi mejor amiga, pero no son felices,
lo sé también por ella. Tú creerás que la traiciono, pero no es así; entre dos que
se ahogan, si uno puede salvarse, hay que ayudarlo; y en el caso de que, así como
Benjamín ha encontrado la solución en ti, si ella la encontrara en otro, también
la comprendería y le daría mi apoyo –y con una transición rápida–: Pero qué suerte
tienen algunos: ¡estás guapísima!
Me
acostumbré a las visitas de ambos, juntos o cada uno a solas; me gustaba tomar café
con ellos, salir por las noches a beber una cerveza en un sitio agradable, escuchando
con la mayor atención sus conversaciones: no me había equivocado, Benjamín era el
que más personalidad tenía, el más inteligente también.
Sin
embargo, Luis Alonso puede dar una delicada ternura muy difícil de encontrar. A
veces se me ocurre pensar que sin su complemento yo no hubiera podido ser tan feliz
con Benjamín. Él era el que me traía discos, flores, y las tardes que Benjamín no
venía a verme él me acompañaba. Claro que también era picante que se me insinuara,
como por broma, en presencia de su amigo: me daba besos en la cara, me apretaba
el brazo, y, en muchas ocasiones, después de cenar en un restorán mientras Benjamín
llenaba la sobremesa con su conversación, él acariciaba mis manos y se quedaba abstraído,
mirándome, como si yo fuera la única cosa digna de verse en el mundo. Algunas veces
fuimos a bailar, y Benjamín, sabiendo lo que a mí me gustaba y lo mal que él lo
hacía, me dejaba bailar con Luis Alonso toda la noche; eso llegó a molestarme, porque
era tan evidente la atracción que ejercía yo sobre él y los roces y ceñimientos
a que en el baile me obligaba, que era imposible que Benjamín no se diera cuenta,
y siempre es humillante que un amante no sea celoso, aunque se trate de su mejor
amigo.
Pero
Benjamín sabía a quién se confiaba, porque cuando estábamos solos, aunque bailáramos
en mi casa con el tocadiscos, Luis Alonso no hacía intento de propasarse, ni siquiera
me palmeaba las manos o me daba un beso, sino que me hablaba continuamente de su
amigo, con una devoción que me conmovía.
Sólo
una vez se expresó el sentimiento que yo sospechaba en él, pero sucedió de una manera
tan fugaz que me pareció que lo mejor era olvidarlo. Estábamos solos en mi casa,
como tantas veces, y Luis Alonso se mostraba contento de mi relación con Benjamín.
–Tú
lo eres todo para él… si vieras cuánto ha cambiado. Antes era triste, apagado, estaba
envejecido, ahora anda siempre contento, disfruta las cosas, tiene hambre de conocerlo
y gozarlo todo. Lo has devuelto a la vida, así, literalmente, y no sé cómo agradecértelo.
–¿Tú?
¿Qué tienes que agradecerme tú?
–Esto,
que le hayas enseñado lo que es ser feliz. Él ha sido siempre desgraciado, desde
niño…
Su
cara estaba sombría, y su voz se apagó. Sentí que lo mejor era que siguiera hablando.
–¿Hace
mucho que lo conoces?
–Desde
la preparatoria, hace catorce años. No te puedes imaginar lo guapo que era: hermoso
y puro como un dios… no era justo que nunca, nunca supiera… él que nació para…
Su
silencio se alargó hasta que me sentí inquieta. Por romperlo traté de seguir la
conversación.
–¿Que
no supiera qué?
–Lo
que es el amor, el amor de veras, sin condiciones, sin derechos. El amor simple
y llano.
–¿Tú
crees que lo que hay entre él y yo es eso?
–Él
lo cree, y basta.
Lo
dijo con rudeza, e inmediatamente se levantó y encendió la luz, que lo deslumbró,
porque tuvo los ojos apretados un tiempo muy largo; luego los fue abriendo lentamente,
pero algo le dolía, le molestaba, porque cuando me sonrió lo hizo con dificultad;
pero eso pasó en un momento y se rio con toda la boca mientras me acariciaba la
mejilla.
–Por
otra parte, ¿qué más pude pedir ningún hombre si te tiene a ti?
Se
puso serio, me tomó de las manos y me levantó del sofá mientras me miraba muy fijo,
con una intensidad y una luz de fiebre que me asustó; luego bajó los párpados y
me besó en los labios, primero casi con reverencia, como a un objeto sagrado, y
después con furia, buscando en el fondo de ese beso la respuesta a su salvaje, contenido
deseo. No me moví, pero él continuó besándome sin reparar en ello. Sus labios recorrieron
mi cuello igual que los del otro, y recordé con un estremecimiento su sonrisa que
parecía dichosa aquella primera noche. En ese instante me soltó, y se quedó con
los brazos colgantes, la cabeza baja, los ojos cerrados, mientras yo retrocedía
asustada, sin decir una palabra. Nos quedamos así un tiempo muy largo. Me conmovió
verlo tan dolorido, tan vencido, allí, frente a mí, sin atreverse a mirarme. Después
de un rato me volvió la espalda, con voz débil me dijo:
–Si
Benjamín llega a saberlo dejaremos de ser amigos, y no volveré a verlo… ni a ti…
Yo
no quería eso, Luis Alonso era mi aliado, mi apoyo. Me dio miedo. Sentí que si él
se iba yo me quedaría desamparada. Pero no supe qué decirle. Entonces él vino hacia
mí, me tomó las manos y me las besó con ardor, pero sin ningún deseo ya.
–Perdóname,
perdóname –murmuraba.
No
sé por qué, pero me sentí enaltecida. Lo dejé que implorara un poco más, y le prometí
olvidar lo que había pasado.
No
llegué a olvidarlo, pero los dos fingimos a la perfección, desde aquel momento,
que aquello nunca ocurrió.
Así,
sus breves besos y caricias en presencia de Benjamín, fueron un nuevo placer para
mí, no porque en realidad me gustaran, sino porque me hacían sentir más valiosa,
precisamente para Benjamín, aunque él no lo supiera.
No
me equivoqué en cuanto a la lealtad de Luis Alonso. La demostró aquella noche, otra
vez en una reunión en casa de Loti, cuando inopinadamente llegó Benjamín acompañado
de Lidia. El sufrimiento que me produjo verlo con ella, en aquella casa donde delante
de todos era yo su amante, el hecho de que la hubiera complacido llevándola, sin
pensar que al hacerlo me hería profundamente, debió reflejarse en mi cara, porque
Luis Alonso me murmuró apresuradamente “no te preocupes” y me sujetó para impedir
que me moviera. Así, seguimos sentados, fingiendo que hablábamos, mientras los demás
se levantaron a saludar a los recién llegados. Benjamín continuó parado junto a
su mujer, conversando en un grupo, aparentemente sin habernos visto. Me temblaban
las manos sobre el regazo. Luis Alonso las cubrió con la suya y gritó de un extremo
a otro del salón.
–Benjamín,
aquí hay lugar.
Y
Benjamín fue a sentarse con nosotros.
No
sé de qué hablaron entre ellos, únicamente recuerdo que aunque me llenaba de orgullo
que Benjamín estuviera conmigo a despecho de Lidia, y que Luis Alonso no hubiera
hecho el menor gesto para saludarla, me sentía incómoda en esa isla de tres a la
que los demás invitados nos redujeron. Tenía ganas de llorar. Apenas me atreví a
acariciar rápidamente la mano de Benjamín y a mirarlo a los ojos. Pero cuando Lidia
se levantó para despedirse, Luis Alonso vino de nuevo en mi ayuda y logró que yo
triunfara sobre todos.
–Le
debes una explicación a Mara, Benjamín, no te puedes ir así.
Y
Lidia se fue con un grupo de amigos, sin volverse a mirarnos.
Después,
ya en mi departamento, Luis Alonso aplaudió la conducta de su amigo. Benjamín estaba
resplandeciente, se daba cuenta de que había obrado como quería y eso lo liberaba,
lo hacía sentirse dueño de su destino, de sí… y de mí. Como la primera, esa noche
Luis Alonso salió sin dejar de mirarnos, con una sonrisa tierna en los labios.
Después…
no sé qué pasó, aunque ellos me lo explicaron con detalle: Lidia no había hecho
escenas, pero decía frases intencionadas, estaba triste, lloraba a solas y hacía
mil cosas que a Benjamín le hacían la vida insoportable. Él no la quería, ni le
importaba ella un bledo, y sin embargo el ambiente de su casa pesaba sobre él continuamente
aun cuando estaba conmigo. Nunca entendí por qué no dejaba a esa mujer, y cuando
al fin llegué a decírselo, me respondió con impaciencia que no era tan simple como
yo creía, y se marchó enojado conmigo, como si yo lo hubiera insultado.
–No
te preocupes –me decía Luis Alonso–; por supuesto que le afectan los problemas,
pero así como se decidió por ti en casa de Loti se decidirá por ti definitivamente.
Tú eres lo que él quiere, necesita… están del otro lado los años que ha vivido con
ella… pero él es tuyo; de eso puedes estar segura, nadie te lo puede quitar… Sin
embargo, debes de tener cuidado cuando venga, no le hagas escenas, sé más cariñosa
que nunca, ponte guapa, sedúcelo… que sienta que tú eres su refugio, su paz, su
verdad…
Estoy
segura de que era eso lo que yo tenía que hacer, pero sufría tanto por el mal humor
y las frecuentes ausencias de Benjamín, que a veces no podía dejar de mostrarle
mi dolor, mi preocupación, aunque de la manera más dulce a mi alcance.
–¿Me
quieres? –le preguntaba.
–Si
ya lo sabes para qué lo preguntas –me respondía, como si yo también no buscara otra
cosa que molestarlo.
En
esos días Luis Alonso fue mi refugio. Lloraba con él y le daba mis quejas, le hablaba
de mi creciente desesperación.
–No,
no. Tienes que dominarte y obrar con inteligencia. Si ella lo abruma tú debes hacer
lo contrario. No le preguntes nada, no quieras que te hable de su amor por ti, háblale
tú de tu amor por él, dile que no te importa que te vea menos, incluso que te quiera
menos, porque él debe de saber que tu amor es de los que dan todo, para siempre,
sin pedir nada, y que eres feliz con la sola esperanza de verlo, de darle unas horas
de tranquilidad y de dicha de vez en cuando, cuando él quiera.
Yo
le decía a Benjamín las cosas que Luis Alonso me aconsejaba, pero no sé por qué,
no surtían efecto, y cada día me costaba más recibir a Benjamín con alegría y sin
hacerle reproches, y él faltaba a las citas con mayor frecuencia. Era un consuelo
que Luis Alonso me acompañara.
Ahora
íbamos los dos con más frecuencia al cine, a bailar, no me dejaba sola un momento,
pero yo sentía que la alegría de antes se había ido. Casi no me hablaba de otra
cosa que del amor que su amigo sentía por mí y del que yo sentía por él, tanto y
tan apasionadamente que acabé por creer que me hablaba de otra cosa, de otro amor.
También
notaba, a pesar de la delicadeza con que me seguía tratando, un despego que no sé
decir en qué consistía. Tal vez en que ya no me daba besitos ni me miraba arrobado
porque nos faltaba la presencia de Benjamín.
Fueron
semanas largas, duras, en las que él y yo luchamos unidos para que no se fuera,
pero se nos fue; él mismo me lo dijo con esas palabras.
–Se
nos fue.
Luego
se indignó.
–No
es justo. Llevará la misma vida miserable de siempre… ¡no debe ser, no debe ser!
Daba
puñetazos sobre la mesa.
–Él
te quiere; de eso estoy seguro. Esto es una traición. Se traiciona, nos traiciona.
No
se fijó en el dolor que sus palabras me producían; estoy segura de que ni siquiera
miró mis lágrimas. Estuvo vehemente, fumó un cigarrillo tras otro, dio vueltas por
el departamento como si estuviera acorralado, y luego se despidió con un beso distraído.
Me quedé sola, muy sola.
Creí
que volvería pasadas unas horas, o tal vez al día siguiente, que pensaría en el
vacío en que me había quedado, en mi llanto que había oído sin escuchar, y lo esperé,
pero pasó la noche, pasó el día, y ni siquiera el teléfono sonó.
Lo
que ya no entiendo en absoluto es lo que sucedió tres días después.
Al
fin oí sus pasos en el corredor, abrí la puerta y entró. Parecía enfermo. Sin mirarme
ni saludar, antes aun de sentarse, dijo con voz sorda, casi para sí mismo:
–Lidia
no me quiere ver, no quiere que vaya a su casa.
Me
pareció extraño que me buscara para decirme eso. Pero todavía continuó:
–Está
crecida porque Benjamín no quiso divorciarse.
¿No
podía pensar en el daño que me hacía con sus palabras? ¿Era desprecio ignorar así
mi sufrimiento? Iba a decírselo, pero él continuaba su monólogo sin advertir mi
presencia.
–La
he buscado, la he llamado; le he explicado todo, y ella terca, empecinada en que
las cosas no pueden volver a ser como antes…
Así
pues, mientras yo lo esperaba como único consuelo durante aquellos tres horribles
días, él se desesperaba implorando el perdón de Lidia. Lo interrumpí con voz dulce,
pero marcando bien las palabras.
–Es
natural. Después de lo que te vio hacer en casa de Loti, cualquiera haría lo mismo.
Ahí quedó muy claro que estabas de mi parte.
Se
encendió, la cólera hizo que saliera de su decaimiento. Me gritó muy cerca de la
cara.
–Es
que tú no comprendes, no estás en tu papel, eres una tonta. Vine a contártelo porque
creí que habías comprendido; y me sales con esto. Trata de entenderlo de una vez
por todas: éramos amigos los tres, desde la facultad, siempre salíamos juntos, nos
gustaban las mismas cosas, ella me contaba sus problemas… y ahora no puede hacerme
esto… No puede cerrarme la puerta en las narices y hacer que Benjamín vaya y venga
solo con ella, preso, solo con ella…
Se
echó a llorar con sollozos fuertes, desgarrados, de bruces sobre la mesa. Yo lo
dejé que se desahogara. Estaba espantada; sin saber qué hacer, y al fin, cuando
recobró el dominio de sí, empecé a hablarle amigablemente, pero no me escuchó, me
hizo a un lado con el brazo y sin mirarme salió del departamento y no volvió más.
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