Marcial Fernández
La vi y me quedé boquiabierto: sin duda era una sirena. Cabellos rojos, rostro
de infanta, pechos frondosos y cola de pez. En ese momento sentí que mi sola presencia
la aterró, pues se revolvía espantosamente como si quisiera escapar de algo: su
torso desnudo y su monstruosa cola emergían y desaparecían a ras de la marea. Su
canto, asimismo, se asemejaba más a un lamento que a una entonación melodiosa. La
imagen duró apenas unos instantes. Más tarde me enteré que en esa misma playa una
mujer fue devorada por un tiburón.
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