Inés Arredondo
A Patricio Lumumba
Estaba cansado, eso sobre todo. Cuando se abrió la portezuela del avión y
a puntapiés y empellones me obligaron a salir, poco faltó para que rodara por la
escalerilla: las necesidades de los brazos al intentar equilibrar mi cuerpo hizo
que me doliesen más, que sintiera más hincadas en la carne las ligaduras. Pero estaba
decidido a pensar lo menos posible en mi cuerpo.
Me subieron al camión de gran plataforma y los soldados
me rodearon. Íbamos de pie, despacio, y cuando llegamos a la puerta alambrada, vi
la multitud silenciosa. Salimos a las calles. Nos detuvimos en una plaza. Bajo el
sol enceguecedor respiré profundamente el aire húmedo y perfumado que venía de los
montes cercanos. Eso pareció enfurecerlos.
–De rodillas, cerdo.
Y un empujón me hizo caer al suelo. No podía levantarme.
–Soy reportero de Paris-Match. Aquí está mi permiso
–sentí la mano que me asía fuertemente y me levantaba dando un tirón que me arrancó
un puñado de pelo. El fogonazo, y yo no debía pensar en el dolor.
–Quisiera otra, un momento nada más.
El bofetón.
–Voltea, que te quieren retratar.
El bofetón, el flash, otro flash, un puñetazo. Otro,
un puntapié en la columna, el flash, una sucesión de golpes dados con fuerzas vivamente:
se exhibían. Empecé a sangrar.
–Basta de fotografías.
–Pero la Prensa Asociada.
–¡Basta! Quítenles las cámaras. Luego les serán devueltas.
Y para ocultarme me volvió a tirar al suelo.
Tengo que pensar en otra cosa… no, en ella no… Paris-Match…
La Prensa Asociada. Ahora se darán el baño de compadecerme… la espalda, la espalda,
la espalda se me rompe y no puedo moverme; no, es más bien el hombro el que ya…
“comunista… vendido… iluso… enemigo del orden… unos cuantos golpes no le harán daño
si sirven para que comprenda al fin… aunque es lamentable tener que llegar a presenciar…
pero así son ellos, pueblos, razas, que jamás entenderemos”; no, jamás, para eso
tendrían que vernos a nosotros probar el látigo en la carne de sus hijos… toman
las fotos y se van, huyen de imaginar siquiera lo que ahora va a suceder… el viejo
rito… no puedo mover ni un dedo… el sol me hincha más las manos… ¡No, mis hijos
no! …y ella… ¡que destruyan esas fotografías! Si las ven nunca jamás podrán; todos
nosotros hemos visto azotar a nuestros padres, los hemos visto morir colgados, desangrándose…
todos, todos… o quemados vivos, como en Norteamérica… por el mismo delito… no soy
el primero ni el último, y sin embargo.
Esta vez el tirón en el pelo me dolió más: llaga sobre
llaga. Y con la contorsión violenta el hombro hinchado casi me hizo gritar… la espalda…
las manos… El camión había vuelto a caminar. Abrí los ojos. Ahí estaban, muchos,
miles, silenciosos. Un niño gritó “¿quién es?”, y lejos vi en la cara inexpresiva
de una mujer arrugada correr las lágrimas. Luego los uniformes limpios de los soldados
de las Naciones Unidas, la mirada vacía, la misma mirada de cuando presentan armas…
no, tengo que sostener hasta el final mi seguridad en que sí ven, sienten, sí son
hombres como yo, como nosotros. Me enderezo y los miro de frente: todavía pueden
ayudarnos, llevarse esta imagen a sus casas, a sus tabernas, a sus países, y entender…
hay uno que cierra los ojos… ese uno, tal vez…
Hemos llegado. Lo sé. Oigo cómo rechinan los goznes.
Y ellos, los míos, se han detenido a distancia. Posiblemente esperan una palabra,
y me gustaría consolarlos. Ellos son mi pueblo; todo esto y lo que vendrá, será
por ellos, pero no puede decirse. Intento ponerme de pie para mirarlos mejor, por
última vez, para que se miren en mí y se reconozcan; no puedo, el cuerpo me traiciona.
Es tarde ya, la puerta se ha cerrado y mi obligación con ellos ha concluido. Me
he quedado solo.
Echado sobre las losas frías, ya sin ataduras, trataba
de reconocer mi cuerpo y probaba con prudencia, casi con temor, mis músculos, mis
huesos. Lo peor era pensar. Necesitaba dormir, desde hacía años no había dormido
como los demás, y ahora, antes de enfrentarme a lo que venía, era necesario recobrar
mis fuerzas de animal, de hombre. Pero no, se sabe desde siempre que hay que velar
y meditar, y saberlo e imaginarlo todo, y tener miedo y esperar.
Me encontraron sentado, con la espalda muy derecha apoyada
en la pared. No creo que sospecharan el dolor que su esfuerzo me costaba. Los conocía
desde hacía mucho. El oficial belga me miraba con esa terrible mirada sin significado
que sólo pueden conseguir voluntariamente los que tienen los ojos azules. El otro
debía de sonreír, pero no me volví hacia él.
–Siento mucho que nos hayamos vuelto a encontrar en
esta circunstancia, tan diferente… pero como hombre de Estado usted sabe muy bien
que la política y la guerra producen con frecuencia estos incidentes lamentables
y ajenos a nuestras voluntades personales…
Seguía hablando, y era curioso ver cómo lo único que
se movía en su rostro era el grueso bigote rubio. ¿Por qué venía? Y acompañado de
varios blancos…
–…sabe usted perfectamente que aunque militamos en bandos
contrarios, siento por usted una estimación y hasta, por qué no decirlo, admiración.
Por eso he venido, a reiterarle mi amistad y ofrecerle a nombre de mi gobierno todas
las garantías.
Se oyó una carcajada. Era el otro. Entre risotadas fue
diciendo:
–¿De qué está hablando? ¿Qué garantías, cuál gobierno?…
Pero ¿no se da cuenta de que a quien tiene delante es al autor de la independencia
de este país, y que se trata de un asunto en el que no pueden mezclarse los extranjeros?
Era por esto. El belga fingió estupor y confusión.
–Perdón, es verdad, no sé cómo pude… pero personalmente,
si en algo puedo servirle, si necesita usted alguna cosa que yo pueda…
–Agua.
Ahora sí su azoramiento fue sincero. Hizo una señal
a alguien de su comitiva y se me quedó mirando como si por primera vez se diera
cuenta de mi condición verdadera. Su cara se contrajo levemente y parpadeó. Todos
me observaban sin recato, como a un ejemplar extraordinario. Era peor que los golpes.
–Aquí está el agua.
Y me tendió un vaso grande, bien lleno, en un platito
blanco. Tomé el vaso con dificultad porque los dedos tumefactos y raspados no me
obedecían fácilmente. Sentí las miradas en mi mano. Me llevé el agua a los labios
casi con disciplina, no quería que notaran la necesidad, la avidez. Mi boca hinchada
y rota apenas resistía el leve peso. Tomé el primer sorbo: fresca, limpia. El segundo…
y el fuete se estrelló contra el vaso, contra mi mano, contra mi cara. Rojo, todo
rojo, y el vaso en el suelo. El belga seguía con el platito en la mano. El otro
dijo:
–No te preocupes por un poco de agua. Esta noche te
invito a una fiesta.
A media tarde vinieron y me lavaron, me pusieron ropa
de campaña nueva. Todo en silencio. Me dejaron a solas ante una charola con agua
y comida. Comí y bebí pero el estómago se me contraía dolorosamente. El miedo es
como una enfermedad a la que el cuerpo se entrega aunque queramos detenerlo.
El otro entró. La misma sonrisa de siempre.
–Demos un paseo. Te sentará bien.
Todo aquello correspondía con su ser primitivo y bestial.
Algo terrible se escondía en ese aire refinadamente sádico, algo que era también
un esfuerzo, un homenaje.
Íbamos acompañados por una elegante comitiva de oficiales
que caminaba unos pasos detrás de nosotros. Salimos por corredores oscuros a un
patio inmenso que debía de estar en la parte trasera del edificio. Debían de ser
por lo menos tres mil metros cuadrados de piso encementado. Tres tapias, y por el
otro lado la construcción. Primero caminamos a todo lo largo del edificio, a pocos
metros de las paredes, y él fue señalándome tranquilamente con su fuete las dependencias
y oficinas que había en los pisos superiores, como se hace con un visitante distinguido.
Costos, tiempo, utilidades, proyectos, todo me fue explicado mientras dábamos vuelta
al cuadrilátero. El sol se ponía cuando regresamos al punto de partida.
–Ah, me olvidaba, ¿ves esas ventanitas que hay a ras
del piso? Son los sótanos, en fin, las prisiones. Ahí están encerrados unos doscientos
o trescientos partidarios tuyos. Un poco maltrechos, pero todos con ojos. Te han
visto, y ahora saben que hemos firmado una sentencia gracias a la cual serán fusilados
esta misma noche. Así me evitaré que tengan ganas de gritar o de huir.
Intenté correr hacia el centro, hacia donde pudiera
ser visto, tal vez escuchado, pero al primer paso un golpe seco en la nuca me derribó.
Agua fría en la cara, y un dolor intenso, un zumbido.
Me pusieron de pie. El hombro otra vez…
–No hemos terminado el recorrido, y para la fiesta es
aún temprano.
Volvimos a los corredores, yo casi no veía. Ante una
puerta había una larga fila de soldados. Sus caras hoscas, tristes o brutales no
me dijeron nada. Entramos.
A la escasa luz que venía de no sé dónde, vi a un soldado
desnudo de la cintura para abajo, que jadeaba y se retorcía sobre un jergón.
–¡Levántate!
El soldado pareció no oír.
–¡Levántate! –y lo golpeó con el fuete en la nuca, en
los riñones. El soldado se fue.
No puedo describirla. Los pequeños senos, el vientre,
los brazos, la boca. Mordida, arañada, desgarrada, tirada en un gran charco de sangre.
–¿La conoces?
Tenía los ojos cerrados.
–¿No? Es la hija de tu mejor amigo. “La flor de la tribu”
decías tú mismo que era… si la has llevado en los brazos… Trece años y tan hermosa…
¡Ah! Ya veo que te acuerdas.
Me abalancé sobre él, ciego, enloquecido. No llegué
a tocarlo, me sujetaron por los brazos, y el maldito hombro… Desde el suelo dije,
casi sin voz:
–Está agonizando.
–Por supuesto. Lleva muchísimas horas en esto. Pero
expirará así, debajo de un soldado. Luego le mandaré el cadáver a su padre.
Me incorporé y quedé arrodillado muy cerca de ella.
Abrió los ojos: todo lo que en el mundo pueda llamarse pureza estaba en esos ojos.
Me miró como desde muy lejos y poco a poco, con lentitud increíble, me fue reconociendo.
“Gracias”, creo que dijo.
–Es tu amigo, tu queridísimo amigo, por culpa del cual
estás aquí.
Pareció no escuchar, sus ojos luminosos continuaron
mirándome con una dulzura que estaba más allá del pasado, del presente y de la muerte.
Siguen y seguirán mirándome para siempre.
–Desnúdenlo.
Y su carcajada de nuevo. Los otros lo imitaron. Las
risotadas resonaban en el cuarto lóbrego y mal iluminado.
–Azótenlo.
Atado contra la pared, suspendido casi en el aire, con
aquel hombro que dolía cada vez más.
–No, deja, lo haré yo mismo. Uno… dos… tres…
–Miren cómo se retuerce, cómo tiembla todo…
Cuatro… cinco…
“Tengo que pensar en otra cosa… no, en nada de esto…
en otra cosa”.
Ocho… nueve… diez…
“El río… mi hijo… ella cuando… ¡no!, ¡no!, duele más,
duele mucho, más que los azotes, pero yo lo sabía, lo escogí… lo sabía… lo escogí…
y la pequeña no lo escogió y a pesar de eso… No puedo más… hay que cerrar los ojos
y dejar que esto pase, y después, al otro lado… nunca he podido pensar en eso, me
restaba fuerzas, pero hoy, en este momento… el otro se ríe, cuánto disfruta, cómo
goza, es mejor así, esto lo entiendo: la venganza, el odio. Es mejor que Auschwitz,
porque aquello nunca hubiera podido entenderlo: abstracto, frío, aséptico. Caminar
hacia los hornos, morir de hambre o torturado, sin lástima, sin odio personal… arquitectos
serios que extienden planos para ganar un concurso de hornos crematorios…”
–Sesenta y siete, sesenta y…
“el odio de una persona, una… tener un nombre… el odio
también calienta…”
–Ochenta y dos…
“un niño se tropieza y cae, la madre sale de la choza
‘¿te has lastimado?’… Auschwitz… es mejor esto… bañarse en el río bañado… me odia
a mí… es también un negro… ‘¿te lastimaste?’…”
–Suéltenlo, llévenselo. Desmayado no me divierte, y,
además, estoy cansado.
Después, un guardia joven, subrepticiamente, le dio
a beber un poco de agua. Tenía miedo, era casi un niño. No dijo ni una palabra,
aunque sus labios se movieron, temblaron.
Un gran resplandor atravesó sus párpados hinchados,
intentó incorporarse pero no podía. Estaba echado de espaldas contra el piso y la
sangre coagulada, como un cemento lo mantenía pegado, inmóvil. Tragaba sangre continuamente,
no sabía de dónde, de la nariz, de la boca, pero todo era tan remoto, tan confuso…
Una gran congoja. La celda estaba a oscuras, debió soñar el resplandor. Hay sombras,
se acercan, “ya no”, se asustan, se agazapan, pero están ahí, acechantes, esperando
un descuido, ¿a quién llamar? Están allí y no puede nada contra ellas, ¿a quién
nombrar? La sangre se ha coagulado, no sigue manando; el dolor está en todos los
poros del cuerpo, pero nadie lo azuza ya. Sigue la deuda con la pequeña… por eso
prefería tener los ojos cerrados… pero su padre no los verá, no verá más que lo
que le han hecho, no lo que ella alcanzó… hay un misterio, tendría que pensar mejor,
con más claridad… pero en la oscuridad, en el tiempo, ahora mismo, se oyen pasos…
¡es demasiado pronto! No puede más, quisiera gritar, pedir piedad, se estremece,
se encoge, se desprende de sus ataduras de sangre con un rugido sordo, el cuerpo
se rebela y se hiere a sí mismo en su irracional huida hacia lo imposible: todo
lo que quiere es ponerse de costado, las rodillas en la barbilla, los brazos intentando
rodear las piernas… los pasos, cientos de pasos, ¿gemidos?, ¿son suyos?… Sí, son
suyos. El brazo cuelga del hombro, muerto ya, y una rodilla no puede doblarse, no
obedece ni al instinto de encogerse, de desaparecer… el resplandor otra vez, hay
que abrir los ojos otra vez, concentrarse… abrir los ojos… poco a poco puede irse
dando cuenta… es una celda, la de la pequeña, ya se la llevaron… puede ser una celda
igual… y el resplandor insoportable entra por la ventana… el patio, la luz viene
del patio… se oye una voz, la misma, pero infernalmente fuerte, ampliada, que lo
penetra todo.
–Y ahora, aunque no podáis verlo, vuestro jefe presenciará
la ejecución –y la risa, la misma risa golosa y satisfecha. De diez en diez, contra
el paredón del fondo.
“No… no… no valgo tanto… Hay que arrastrarse, enderezarse.
Lo único que puedo hacer es mirarlo, mirarlos morir.” No es el dolor el que lo detiene,
son los huesos rotos, la sangre perdida. Lo peor es ponerse de pie al llegar al
ventanuco… el brazo… la pierna… la espalda. El patio intensamente iluminado, y ellos
que se arrastran silenciosos hacia el paredón. Sin manos, se las han cercenado,
sin… es demasiado. Se lo habían contado, lo había leído, lo creía, pero igual, no
podía ser… No sucede en esta noche, ha sucedido siempre, en todo el mundo, no se
ha interrumpido jamás… primero hay que quitarles el valor y la fe, dejarlos como
bestias heridas, animales solos y sin pensamiento, para enfrentarlos luego así a
la muerte, a la muerte que descansa a las fieras martirizadas, sin pasado, sin porvenir,
sin nombres… y él los ha arrastrado hasta allí… él, con sus manos ha hecho las heridas…
verdugo y depositario de todo esto, de todos los minutos de horror y crueldad que
corren subterráneamente por la tierra y por el tiempo, que no cesan, que palpitan
sin interrupción desde antes de que el hombre tenga memoria, que son la primera
memoria del niño, la angustia intolerable que se ahoga en el amor… ya se ha intentado
agotarlos, morir de una vez, morir por los otros …no ha sido inútil, pero para él
es distinto: son otros los que mueren por él… él no es la víctima… la víctima… Morirán,
seguirán muriendo… La primera descarga, los primeros diez… marionetas… basura que
se hace a un lado con las botas: …el horror silencioso… entonces sucede.
–¡Viva el primer ministro!
Y la descarga. Creen en él… es peor, mucho peor que
si lo hubieran traicionado, lo hace más responsable y más inútil. Esa fe por encima
de toda razón lo arroja sin piedad a su solitaria, finita, insuficiente, herida
condición de hombre… los consuela que los mire. Sí, el otro encontró el tormento
adecuado. Él que ha vivido para los demás no teme morir por los demás, teme que
mueran por él… Han comenzado a cantar, su vieja canción… todos, todos… la canción
es más fuerte que las descargas. Ya no los ponen contra el paredón, los ametrallan
en grupos, solos, por todas partes… terminan con ellos en un momento. La última
palabra de la canción, la última nota, se va disolviendo, y él no quiere que termine,
la retoma de la boca desconocida y moribunda para darle nuevo aliento en la suya.
No puede: le habían cortado la lengua.
Cuando vienen por él, sabe lo que le espera, pero se
aferra a la idea de que sus ojos, arrancados y muertos, seguirán mirando a los hombres
con la mirada que heredaron de una niña sangrante. Quiere intentar una vez más,
solo y confuso, la solución.
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