Thomas Burke
El hombre alto, parado en el césped alrededor de la casa de campo, miró por
un instante a la casa, y asintió:
–Parece ser la casa perfecta para un fin de semana.
Precisamente del tamaño justo para nosotros, y fácil de organizarse. Creo que nos
divertiremos mucho.
El hombre que lo acompañaba estuvo de acuerdo:
–Sí, lo tiene casi todo. Bonito panorama aquí. El arroyo
allá. El bosque a la izquierda. Buena vecindad.
–Sí, el pueblo es interesante. Aunque la gente es un
poco reservada.
–Cosas de los campesinos. Apenas hemos estado aquí dos
horas, somos extraños. Quizá la tierra tenga algo que ver en ello. Hay tierras que
hacen taciturna a la gente; otras, las hacen alegres; otras, irritables.
Sus esposas aparecieron, juntas, a la entrada de la
casa.
–¿Por qué no se van por ahí a dar una vuelta, a explorar?
No hay nada que hacer aquí. La criada dejó todo listo. Sólo tendremos que calentar
la comida. La cena será a las ocho.
El hombre alto:
–¡Bien! ¿Qué te parece, Mac? ¿Damos una vuelta a ver
qué hallamos?
Mac asintió, y juntos salieron a la vereda. A la derecha
quedaba el pueblo. Ya lo habían visitado una hora antes. Torcieron a la izquierda.
Aquí la vereda no era sino pasto surcado por huellas de ruedas y caballos. A juzgar
por su amplitud, en un tiempo debió haber sido una carretera en forma. El pasto
en sus orillas era de un verde más oscuro.
Era un camino retorcido y en ningún punto se podía observar
más allá de cien metros. Los arbustos a los lados eran tupidos y no dejaban ver
el panorama.
–Casi como una barda –observó el hombre alto–. ¿A dónde
irá a dar? ¿Tendremos que regresar por el mismo camino?
Siguieron caminando un rato a lo largo de la vereda
ondulada, y de repente el hombre alto exclamó:
–¡Ah! ¡El oasis! ¡Veo un letrero! Ojalá no sea un espejismo
del desierto. Pero estoy seguro de haber visto el letrero, allá atrás de aquella
vuelta.
Al llegar a la curva, una expresión de agrado iluminó
su cara:
–¡Henos aquí! ¡Ya me imaginaba que no me había equivocado!
En cuanto que estamos en Derbyshire, habremos de probar la buena cerveza del lugar.
¡Vamos aprisa, amigo!
El interior de la taberna estaba un tanto maltratado
por el agua y por el viento; era poco acogedor; pero al fin y al cabo, era una taberna.
Hacía muchos años que necesitaba una buena capa de pintura. Sus puertas y ventanas
tenían un aspecto decaído. Sobre la puerta y su exterior, de piedra, se extendían
grandes manchas negras. Tenía un letrero semiborrado: “La Pluma Blanca”.
Los dos hombres se detuvieron. El alto y parlanchín
observó:
–¡Hmm! ¡No parece una de esas tabernas de tarjeta postal!
Pero bueno, eso no importa. Puede ser que su atractivo lo tenga por dentro. He conocido
varias así. Y, en fin, es la única, de modo que…
Entraron. Vieron que adentro no había ninguna compensación
por lo de afuera. Penetraron a un salón oscuro y silencioso, con piso de madera.
Contenía lo que es de costumbre: bancas viejas, algunas viejas mesas de tres patas,
una vieja y ancha chimenea con las cenizas del último invierno, y un olor fuerte
de vejez. No había nada gris allí: sin embargo, la sensación general era gris. El
cantinero, tras la barra, era un hombre de facciones pesadas y ojos sin lustre.
Precisamente el tipo de hombre que no debiera tener a su cuidado una cantina. Su
apariencia física sugería el porqué de ese aire de desconsuelo y abandono que colgaba
sobre todo el ambiente. Una lámpara con pantalla iluminaba un pequeño círculo sobre
el mostrador. El resto del cuarto era una muselina de sombras que desfiguraba las
cosas más comunes.
Pidieron su bebida, y el cantinero les sirvió sin saludarlos
siquiera. La cerveza era buena. Bebieron, mirando a su alrededor. Fue cuando, habiéndose
ajustado sus ojos a la penumbra interior, pudieron notar un cierto movimiento entre
las sombras. Mirando con más atención, pudieron ver que el cuarto, que habían creído
vacío, tenía gente. Una media docena de figuras pálidas estaban sentadas entre las
bancas y las sillas. No había dos que se sentaran juntas. Cada una estaba aparte,
encerrada en sí misma.
Eran hombres de apariencia ordinaria, en ropas rotas
y sucias, pero su silencio y su actitud los hacía parecer extraordinarios.
Las horribles figuras provocadas en una pesadilla, o
que se sueñan bajo la influencia de una droga, no son capaces de helar en tal forma
la mente humana, como la visión de un hombre común y corriente, en una actitud o
estado extraordinario.
Así es que estas figuras mudas y solitarias afectaron
a nuestros dos visitantes más que lo hubiera podido hacer una visión de vicio o
violencia. Algo en su peculiar orden sugería que estaban sentados así en virtud
de alguna razón especial. Era como si se hubiesen colocado en el escenario de un
teatro, y esperaran que se alzara el telón. El silencio del lugar, interrumpido
solamente por el golpear de la espita en el barril de cerveza, tuvo también su efecto,
y cuando el hombre alto y parlanchín quiso hablar, no salió de su boca más que un
murmullo. Tocó a su amigo:
–¡Raro lugar éste, Mac! Debe haber una puerta escondida…
–¿Por qué?
–Bueno, pues no he visto que entre nadie, pero hubiera
jurado que hace un minuto en ese rincón no había sino cuatro personas.
–Eran cuatro, es cierto.
–Bueno, ahora son seis. Y hay dos más tras nosotros,
que antes no estaban ahí.
–Sí.
–Y en este momento ya hay tres.
Mac volteó y pudo ver que su amigo tenía razón. También
pudo ver que todos estos hombres se estaban haciendo señas entre sí. Vio una cabeza
en asentimiento, y otra, respondiendo. Los dos amigos observaron entonces el silencioso
mensaje que se estaba transmitiendo a lo largo del salón, en signos de cabeza. Era
como si una hilera de títeres se hubiera puesto en movimiento. Parecía como si esta
gente se conociera: sin embargo, se sentaban aparte y no se comunicaban más que
con señas.
Violentamente, asentó su vaso sobre el mostrador. Pensó
que iba a hacer un ruido intempestivo, y con toda intención lo hizo tratando de
dar un poco de vida al lugar. Pero, quizá por la forma del cuarto, el caso es que
sólo produjo un ruido seco, afelpado, y nadie se dio cuenta de él.
Su amigo volteó hacia él:
–¿Habrá por aquí algún asilo de sordomudos? Quizás estos
sean de esos… –miró al cantinero–. Los clientes por aquí son muy silenciosos, ¿verdad?
El cantinero siguió callado, con la mirada perdida.
Fue mientras aceptaba un cigarro de la cajetilla que
Mac le ofreció, cuando se dio cuenta de que el silencio estaba siendo roto con suavidad.
Primero creyó que era el ruido de una cortina pesada, al abrirse. Luego se dio cuenta
de que era un murmullo. Un murmullo pasaba de silla a silla y de banca a banca;
en una ocasión pudo entenderlo:
–¡Es él! ¡Es él! –decían.
Vio que Mac también lo había oído y, al volverse hacia
las bancas destrozadas, sus ojos se encontraron con los de todos los hombres puestos
sobre ellos. Le pareció, al primer vistazo, que todos lo miraban a él, pero, al
fijarse, vio que en realidad miraban a Mac. Los hombres, al darse cuenta de que
eran observados, asumieron de nuevo una pose indiferente.
Mac recogió su vaso y lo apuró.
–¿Listo?
–Listo.
Salieron de las sombras al sol coloreado en el poniente.
Anduvieron unos cuantos pasos al aire libre. El hombre alto se detuvo y exclamó
expresivamente.
–¡Dios!
Respiró hondamente. Luego añadió:
–Me gustaría enseñarles este lugar a esos imbéciles
escritores que describen las viejas tabernas pueblerinas, con su amable compañía,
y las rudas voces, y todo eso.
Mac asintió:
–Después de todo, no podemos quejarnos. La casa de campo
es casi perfecta, tendremos que acomodarnos a la taberna. ¡Pero qué agujero! Y no
solamente oscuro y sucio. Hay algo más ahí. Debemos investigar nuevamente. Debe
haber alguna razón para que, en un país tan hermoso como este, haya un lugar así.
Algo debe haber tras todo esto. ¿Y por qué me miraron tanto?
–Dios lo sabe. Pero tenían el aspecto de no interesarse
en nada, menos en un hombre común y corriente como tú. Quizá te vieron en el pueblo,
y pensaban darte esa típica bienvenida escocesa: “¡Hola, un fuereño! ¡Tírale medio
ladrillo a la cabeza!”
–¡Humm! ¡Bueno, hemos visto cosas curiosas en Inglaterra,
pero esa ha sido la más rara!
***
El sábado siguiente Mac invitó:
–¿No vas conmigo a la taberna?
–Esta tarde no. Tengo seis o siete cartas que escribir
y quiero quedar libre para mañana. Ve tú.
–Bueno. Quiero volver a verla. Hay algo en ella que
me fascina.
–Pero no te tardes. Tengo hambre y no quiero esperarte.
–No te preocupes. También yo tengo hambre. Ya vuelvo.
Mac salió a la puerta así que el otro se acomodaba ante
una mesa. Al pasar por la ventana abierta, oyó a su amigo que le preguntaba:
–¿Qué fecha es?
–30 de abril.
Y salió por la vereda.
Se cenó tarde. Lo esperaron
hasta las nueve y media, y no llegó.
–Supongo que al fin logró hacer hablar a esos tipos
y ahora no se puede desprender. Y no está bien que Ethel vaya por él. Qué es eso
de que la mujer vaya a sacar de la taberna al marido: “Ya, maridito, vente conmigo,
¡anda!” Nos daría mala fama en nuestro primer fin de semana.
Ethel servía la sopa.
–¡Oh, ya vendrá! Ya lo ha hecho antes. Cuando encuentra
un “local interesante”, como los llama, se olvida del tiempo.
Pero no llegó. Dejaron la puerta abierta hasta la una
de la mañana, y como aún no aparecía, se acostaron.
–A lo mejor se emborrachó con uno de esos sordomudos.
Mañana se nos aparece con dolor de cabeza.
Pero no volvió. El trío en la casa de campo jamás volvió
a ver a Mac.
A eso del mediodía su amigo salió a buscarlo al pueblo
y a la taberna. Precisamente al salir de la reja se encontró con el viejo que habían
contratado para que limpiara el jardín.
–Buenos días. ¿No ha visto por ahí a mi amigo?
–¿Su amigo?
–Sí, el que vino conmigo. Usted lo vio ayer.
–Lo vi… ¿qué parecía?
–Chaparro, corpulento. Pelo rojo. Anteojos de carey.
–¡Ah! Él… no, no lo he visto. Ya lo recuerdo… escocés,
¿no? Eso pensé.
–Sí, es escocés. Pues ayer en la tarde salió rumbo a
la taberna, esa que queda allí. Iba a volver en una hora. No ha vuelto. Pensé que
quizá usted habría sabido algo de él.
–No… no lo he visto.
–Iba yo ahorita a la taberna a ver si estuvo allí. Quizá
usted hubiera estado allí anoche, y lo hubiera visto.
Y, dando media vuelta a la izquierda, inició el camino,
pero el viejo lo detuvo.
–Por aquí, señor.
–No. Por aquí. La taberna está por allá, por este rumbo.
–Quiere usted decir por acá.
–No, por aquí.
–Quiere usted decir por acá. “El Hombre Verde”, saliendo
del pueblo.
–No, por aquí –apuntó a la izquierda.
El viejo se le quedó mirando.
–No conozco ninguna taberna por ahí.
–¿No? Parece que no conocen su propio país. A veces
sucede que el fuereño encuentra lo que pierde el lugareño.
El viejo dudaba. Se frotaba la barba. Por un momento
pareció que iba a decir algo, pero se quedó callado. Estaba tratando con un londinense.
Gente rara, estos londinenses. Decían las cosas al revés de lo que querían decir,
y lo llamaban “ingenio”. Jugaban juegos tontos llamados “tomarse el pelo”. A veces
no estaban bien de la cabeza. Este parecía uno de ellos.
–No conozco ninguna…
–Ah, pero yo sí. Precisamente en este momento voy a
buscar allí a mi amigo. Puede usted venir conmigo, si quiere, para que se convenza.
Y probaremos la cerveza. Es buena.
–Iré, pero…
Fueron. Caminaron por la vereda tortuosa. El jardinero
seguía con la mirada perpleja, pero no decía nada. Así llegaron al roble entre cuyas
ramas habían divisado el letrero de “La Pluma Blanca”.
–En la siguiente vuelta –observó el hombre.
Y llegaron a la siguiente vuelta. El hombre miró a su
alrededor. Nada.
–¡Qué raro! Debe ser a la otra vuelta.
Y siguieron a la otra vuelta, hasta encontrar el fin
de la vereda, que entroncaba en una carretera. El hombre alto era ahora el perplejo.
–¡No pudimos haberla pasado!
–No señor, no la pasamos.
–Pero si la recuerdo, de este lado del roble –dio algunos
pasos por la vereda–. Sí, de este lado del roble. Precisamente opuesta a este claro
en el bosque. Podría jurar que… y estoy seguro de que en ningún momento nos desviamos
de la vereda. ¡Qué diablos pasa!
–Nunca ha habido taberna por este rumbo. Ni hay hasta
que se llega al “León de Oro”, a cuatro millas de aquí.
–¡Pero, hombre! ¡Si bebimos cerveza en esta taberna!
Era un lugar raro y melancólico.
–Pues en toda mi vida no ha habido taberna. Ni en la
vida de mi padre. Pero sí recuerdo que mi abuelo me contaba una cosa. Él me dijo
que por aquí hubo, en tiempos de su abuelo, una taberna.
–¡¿Qué?!
–Sí, que aquí hubo una taberna. Y recuerdo que contaba
que se había quemado. Era algo que tenía que ver con la historia, con no sé qué.
Hace como doscientos años. No sé exactamente qué, pero creo que fue cosa de una
guerra. Y muchos escoceses vinieron por aquí, y uno de ellos traicionó a los otros.
Y la gente incendió la taberna, y todos se quemaron vivos. Todos menos el que los
traicionó. Y los que se quemaron, lo maldijeron cuando se estaban muriendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario