Milia Gayoso Manzur
La latona verde se desbordó bajo la ducha y el agua
cayó formando pequeñas cascadas que se deslizaron por las patas de la silla
hasta el piso rústico de cemento. Ursulina cerró la llave del agua y sacudió la
latona para volcar el exceso de agua. Metió la mano adentro para probar la
temperatura y tuvo que agregar agua fría porque la encontró muy caliente.
El
pequeño remoloneaba abrazado a un perro azul de peluche y no daba señales de
querer levantarse. “No insistas, no quiero verlo, no quiero verlo, no quiero
verlo”, la voz retumbaba en sus oídos. “No quiero verlo”. Ursulina tomó al bebé
en brazos y lo llenó de besos a la par que lo desvestía. Lo dejó chapotear en
el agua durante un buen rato hasta que finalmente lo sacó y lo envolvió en una
sábana vieja, provocando su llanto. Lo vistió con su ropa más linda, la babucha
azul y la remera con patitos, le puso talco y lo besó interminablemente en la
cabeza, en las manitos gordas, en los pies. Le dio el frasco con talco para que
jugara mientras ella continuaba con los preparativos.
Se
duchó con agua fría y metió la cabeza bajo la canilla como queriendo limpiarla
por fuera y por dentro… Se secó con cuidado, despacio, presionando la piel con
la toalla y se puso un vestido viejo pero bonito. Preparó la merienda para los
dos, la del bebé salió aguada porque se acabó la leche en polvo, para ella hizo
un café negro bien cargado.
Del
cajón del ropero sacó un estuche de madera que en otro tiempo había servido
como envase de un pan dulce de Navidad. En la caja ordenadamente apiladas se
encontraban varias cajitas y sobres con pastillas: solpan, frisium, ansietil,
valium. Eran restos que fue acumulando con el tiempo, así como se fueron
acumulando sus penas y frustraciones. Tomó algunos y los curubicó sobre la mesa
presionando con un cuchillo, una vez convertido en polvo, los vertió dentro de
la mamadera y la agitó con fuerza para que se derritieran las pastillas.
Años atrás,
cuando una amiga intentó suicidarse, el médico que la atendió le había
comentado que como mínimo se necesitan cien miligramos para morir. Se puso a
sumar: diez pastillas de seis miligramos, cinco de tres, ocho de cinco… pero
finalmente descargó todas en su mano izquierda y las fue tomando con el café,
de a dos, de tres… El bebé comenzó a llorar de nuevo. Ursulina agarró la
mamadera y fue con el niño hasta el sillón de mimbre para dársela.
Acercó
el chupón a la boca del bebé que succionó con ganas su extraña merienda, con
sabor a poca leche, tristeza y muerte. Ursulina no lloró porque se le habían
agotado las lágrimas y sólo le quedó una sensación de sequía en los ojos, la
garganta y el corazón. “No quiero verlo, no es mi hijo, no quiero verlo”, la
frase volvió a su memoria. El bebé dejó un momento la mamadera para sonreírle a
su madre que lo apretó contra su pecho. “No quiero verlo, no voy a ayudarte,
¿por qué tengo que ayudarte?”. Moviendo los pies hamacaba el sillón lentamente.
En el fondo de la mamadera se veían las partículas que no se derritieron. “No
quiero verlo”. El bebé se durmió con el chupón en la boca mientras a Ursulina
le llegaba un cansancio recargado de otros viejos cansancios que la fue
sumiendo en la inconsciencia. Después de algún momento, el sillón de mimbre se
fue quedando quieto y los dos se durmieron.
A las cuatro y
media de la tarde del día siguiente, diez vecinas llorosas y niños que portaban
rústicas coronitas de helechos y malvones, llevaban en silencio un cajoncito
blanco cubierto de sinias amarillas… y en el hospital para indigentes una mujer
casi esquelética, casi demente, lloraba sin consuelo.
(Tomado
de www.cervantesvirtual.com)
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