Arturo Uslar Pietri
El
día de su muerte no tuvo nada de extraordinario. Se levantó temprano y se puso a recorrer distraídamente aquella
casa súbitamente vacía e irreconocible. Toda la agitación y las presencias que había
traído el entierro de su anciano padre habían desaparecido. Todo parecía más grande
y más extraño. Habían venido hombres y mujeres viejos. Viejos señores y viejas señoras
vestidos de negros trajes inusitados, verdosos del tiempo, cabezas canas o calvas,
rostros arrugados y pasos temblorosos. Con desdentadas bocas y manos huesudas y
nudosas. Con nombres vagamente recordados y reminiscencias de pasados que él no
había conocido o no rememoraba.
Todo aquel corredor,
ahora vacío, se había poblado de filas de gente enlutada que hablaba en voz baja.
En el patio, bajo los copudos árboles y sobre el espeso colchón de hojas secas,
se habían formado grupos. Ahora no había sino la sombra de los árboles y aquel raro
movimiento, como de olas lentas, o de breves colinas que se desplazaban, de los
morrocoyes cubiertos por la hojarasca.
En la galería
grande, tan olorosa a libros viejos, tapiada de anaqueles dispares, de cuyos tramos
desbordaban los volúmenes de colores desvaídos, los paquetes de periódicos viejos
y los flojos cartapacios rellenos de desiguales papeles, habían puesto el velatorio.
Unas viejas primas dirigieron toda la noche el rezo de rosarios y letanías en torno
a la urna de terciopelo negro, cubierta de adornos plateados y rodeada de sus cuatro
candelabros parpadeantes. Mucha gente desconocida o remotamente recordada lo habían
abrazado con apretada efusión. La palabra “pésame” sonaba y resonaba en sus oídos.
“Yo fui muy amigo de su padre”. “Delfín y yo fuimos como hermanos”. “Afortunadamente
usted se llama también Delfín y es como otro él”.
La galería parecía
ahora hueca llena de la luz que entraba del primer patio sin árboles. Paseó lentamente
la mirada por las estanterías. Las dos mesas del medio habían sido removidas para
la ceremonia mortuoria. Ahora parecía una caverna de papeles. Habían dejado los
animales empajados que asomaban por sobre la estantería o por entre los libros.
Un halcón blanco y negro, algunos pájaros de colores, una guacamaya azul y roja
con las largas plumas rotas y apagadas y una ardilla de ojos de vidrio agazapada
en una rama seca. Toda su vida su padre había estado reuniendo libros y viejos periódicos.
Los compraba, se los regalaban los amigos, los buscaba en los remates, en las librerías
de lance y en las particiones de herencia. “¿Qué van a hacer con todos estos papeles
viejos?”, preguntaba. “Si los quiere se los damos”. Regresaba a la casa con el cargamento,
lleno de alegría. Pasaba varios días encerrado hojeándolos y clasificándolos. Él
lo recordaba de su tiempo de niño, cuando la madre estaba viva todavía. Salía de
la galería con un fajo de amarillentos impresos. “Mira lo que he encontrado aquí”.
Era un vetusto número de una desaparecida gaceta donde se publicaba el manifiesto
de protesta de un grupo cívico contra un caudillo del siglo pasado. “Esto no lo
había podido encontrar hasta ahora”. Luego enumeraba historiadores y recopilaciones
conocidas que no mencionaban el documento. “Lo que pasa es que aquí la gente no
se da cuenta de lo que valen estos papeles”. Volvía a la galería y volvía a sumergirse
en su hojear solitario.
Todos aquellos
impresos que estaban allí ahora, tan solos, habían pasado por las manos del viejo.
Habían llenado sus días y sus noches de hallazgos, de aventuras silenciosas, de
ahogadas alegrías y de resucitadas penas. Debieron estar llenos para él de nombres,
de sucesos perdidos, de violencias olvidadas, de rostros y figuras de seres desaparecidos
que no había alcanzado a conocer ni siquiera él, ni aun los más viejos y enclenques
que habían acudido a la casa. Todo aquello había sido la vida de aquel hombre. Sobre
todo desde que murió la madre.
Entonces no quedó
sino aquel recinto de olvidadas cosas donde su padre se perdía como en una navegación
lejana y sin término. El resto de la casa quedaba para el niño y las criadas. Lo
llamaban a las horas de comida. En la mesa hablaba con él, pero aparte de preguntarle
por los estudios o comentarle brevemente algún suceso de actualidad, volvía a recaer
en aquellos ayeres tan alejados y en los borrosos seres que los habían poblado.
“Para Delfín no
había sino sus libros”, le decía una vieja amiga de su madre que había venido al
duelo. “¿Y qué va a hacer usted ahora con todo este montón de libros y con los morrocoyes?”,
le preguntaba otro anciano sin nombre. “Esto vale dinero, ¿sabe?”.
Ciertos olores
y ruidos estaban asociados con su infancia. El ruido de las hojas secas del patio
de los árboles, entre las cuales se desplazaban los morrocoyes. Eran como cortos
chasquidos. Como un frotar de papeles restregados. El olor era el de los libros.
Indefinible. Papel viejo con humedad de musgo y sequedad de polilla. Cada vez que
un olor como aquel le llegaba le venía a la memoria la sala de los libros de su
padre. Cuando había tenido que entrar a un viejo archivo para firmar una escritura
o a una sacristía de pueblos para un sacramento. O aquel olor de la cera de los
cirios del velatorio.
Desde que había
cumplido dieciocho años no había vuelto a vivir en aquella casa. Se había marchado
al interior a trabajar con su tío. Quedó el padre solo en la vieja casa. “¿Por qué
no terminas los estudios?”. Tal vez no quería quedarse solo. “Cuídate mucho, hijo.
Desde niño tú has tenido una salud delicada. Tu pobre madre, ¿te acuerdas?…”. Se
había marchado para no volver sino en cortas ocasiones. A veces ni siquiera llegaba
a la casa pretextando que lo habían invitado unos amigos a quedarse con ellos. Venía
entonces en cortas visitas. Lo encontraba con los libros o poniéndole una lechuga
a alguno de los canarios, cuyas jaulas de alambre y madera, en forma vaga de castillo,
colgaban de la viga baja del corredor sobre el patio primero. No dejaba de establecer
una relación entre aquellas aves de las jaulas y las que estaban disecadas en la
sala de los papeles, tiesas, mustias, polvorientas.
Hablaban un rato
distraídamente, como si no hubieran dejado de verse. Contaba de los canarios, del
libro que estaba hojeando o de la gotera que había empezado a caer en una habitación.
“¿Te vas a quedar?”. “No, esta vez no puedo. Tengo mucho que hacer allá y he venido
para una cosa urgente. Me tengo que ir hoy mismo”. Se sentaban un rato. El gato
gris se levantaba de su rincón y venía a frotarse en sus piernas. “El canario colorado
no quiere cantar. Debe estar enfermo. Hay que ponerle limón en el agua”. El que
estaba enfermo era el viejo. Lo veía más encorvado, más frágil, con su raído saco
demasiado holgado, con sus manos translúcidas y temblorosas. “¿Cómo has estado?”.
Nunca se quejaba. Hacía una mueca de indiferencia y hablaba de otra cosa. Había
encontrado, era ayer, era hacía una semana, un viejo folleto publicado en tiempo
de los Azules. Era la justificación de un general que se había alzado en las provincias
orientales, había sido derrotado y se había refugiado en una Antilla vecina. Su
padre hablaba como de algo de la más inmediata actualidad. “Allí se ve el doble
juego que estaba jugando”. Casi simulaba oírlo. Nada significaban para él aquellos
nombres, ni aquellos sucesos. Su padre leía párrafos del folleto crujiente. Él no
lo seguía. Era como si no oyera aquellas palabras que se fundían en la voz de su
padre y en algún vago gesto de su mano. “Me dejaron solo. Todos los que se habían
comprometido sobre su honor a apoyarme dejaron de cumplir su palabra. Con el puñado
de valientes que me acompañaba tuve que enfrentarme a las fuerzas superiores y veteranas
que la tiranía mandó contra mí. Combatimos con desesperación durante horas hasta
que nos vimos obligados a abandonar el campo. La responsabilidad de ese fracaso
no es mía. La culpa de que la república tenga que seguir soportando al tirano que
la mancilla es de otros. Yo supe cumplir con mi deber”. Su padre seguía leyendo.
Entretanto él pensaba que el viejo estaba muy solo, que algún día, más pronto que
tarde, le daría un susto. Oía lejanamente la voz del padre comentando la lectura.
Hablaba del guerrero derrotado, de sus engaños y andanzas, de lo que había hecho
de mal en algunas ocasiones. Él pensaba por su parte que siempre habría tiempo de
llegar a acompañarlo en caso de gravedad. Ya había tenido varias crisis del corazón
y eran generalmente largas. Empezaba por estar cansado, por respirar con dificultad,
por sentir opresión y dolor en el pecho. Pero era fuerte. Terminaba por reponerse.
¿Por qué no la próxima vez?
Salió de la galería
de los papeles hacia el corredor. Cantaban dos de los canarios. Resonaba mucho más
fuerte el canto en el espacio vacío. ¿Qué iba a hacer con los canarios? Si uno suelta
uno de esos canarios lo condena a perecer. Ya no saben vivir en la naturaleza. Habría
que regalárselos a alguien. Con sus jaulitas en forma de castillo o de capilla.
Una cúpula de alambre y cuatro torrecitas transparentes. Adentro el salto continuo
de la mancha amarilla. Eran canarios alemanes. Su padre los hacía traer y distinguía
con mucha precisión sus voces y sus timbres. Habría que recordarle a la criada que
les pusiera alpiste.
Entró al dormitorio.
Todo estaba igual. La cama de oscura caoba tendida de blanco. La mesa de noche con
el retrato de la madre. El antiguo aguamanil, de madera oscura y tapa de mármol
blanco, con su jarra y su jofaina de porcelana floreada. El inmenso armario de espejo
que remataba en unas volutas enroscadas y el hundido sillón de borrada tapicería,
junto a la lámpara de pie. Olía a limón. Allí había pasado sus últimos días. Una
larga y lenta serie de días que habían ido cambiando de contenido y de ambiente.
Desde que él había llegado llamado por la criada. Lo halló acostado, más tenue y
endeble que nunca. “El médico se ha empeñado en que no me levante”. Sonreía con
una mueca vagamente burlona. “Que bueno que hayas venido”. Estuvieron un largo rato
juntos, él sentado junto al enfermo, entre conversaciones deshilvanadas y silencios.
A ratos le hablaba con desesperanza de su mal. Cada día estaba peor. “Es como un
reloj al que se le acaba la cuerda. Se pone lento, se atrasa, los segundos se hacen
más largos, las campanadas más lentas, hasta que se para”.
Los primeros días
no estaban sino él y el médico. El doctor venía con su maletín, lo auscultaba con
el estetoscopio. “Respire con la boca abierta. Tosa”. Luego le medía la tensión
arterial. Después le indicaba aumentar la dosis de algún remedio. Y al final se
ponían a hablar generalidades. Sin embargo, antes de que se marchara, su padre le
decía: “¿Por qué no aprovechas y te haces examinar con el doctor?”. “¿Sufre usted
de algo?”. Negaba él, pero su padre volvía a insistir. Decía que debía cuidarse
del corazón. Desde niño había tenido ciertas alertas. “Te dejo una mala herencia,
esta enfermedad. Debes cuidarte. Mírame a mí”.
A la salida interrogaba
al médico, que le respondía con gestos de desesperanza. El viejo estaba muy mal.
Podía morir en cualquier momento. Le hablaba de válvulas y arterias. “Sin embargo,
nadie sabe”. Le venían a la memoria las láminas de la circulación de la sangre que
había en los manuales del colegio. Aquellas líneas rojas y envolventes que entraban
y salían de un voluminoso corazón, que no se parecía al corazón de la baraja.
En los días sucesivos
fueron llegando de manera creciente amigos y familiares. “El médico no quiere que
reciba visitas”. De todos modos algunos penetraban hasta el dormitorio y decían
desatinadas cosas. Afirmaciones absurdas de buen parecer, chascarrillos y hasta
recetas de curanderos. Los demás se reunían en el corredor y conversaban sin prisa.
Él iba y venía entre ellos. Era un continuo reconocimiento. “Éste es el hijo de
Delfín”. “¿Tú eres el hijo de Delfín? ¿Cómo va a ser?”. Lo miraban como se mira
un negativo para descifrar una imagen fotográfica. Comparaban en alta voz sus rasgos
con los de su padre. De la comparación pasaban a los recuerdos. Eran recuerdos de
juventud del viejo Delfín. Hablaban como de un hombre distinto al que él había conocido.
De baladronadas y aventuras picarescas. De añejos enamoramientos. De las perdidas
ocasiones en que estuvo a punto de desempeñar importantes funciones en la vida nacional.
“Hubiera sido Ministro entonces, pero…”. Empezaba una larga historia de muchos años
atrás, de cuando él apenas era un niño. Seguía de largo sin oír el final.
A medida que pasaban
los días el número de los visitantes crecía y se hacía más inesperado. Llenaban
el corredor, la sala de los libros y hasta el patio sin árboles. Gente añosa y desconocida.
“Éste es el hijo de Delfín”. Venían los abrazos y las rememoraciones. Unas señoras
de movimientos lentos, muy gordas, con un habla sibilante difícil de entender. “Yo
fui muy amiga de tu madre”.
A ratos iba como
a un refugio al cuarto donde su padre esperaba la muerte. Nunca había habido tanta
gente en aquella casa. No había llegado nunca a pensar que su padre tuviera tantos
amigos y conocidos. Todos los días llegaban otros más desconocidos y más anacrónicos.
¿Dónde y cómo aquel ser solitario y apartado había formado tantas amistades y relaciones?
Nunca lo había visto reunirse con más de una o dos personas a la vez. Tal vez las
había conocido y tratado en otra época de su vida. Cuando él era niño o cuando no
había nacido todavía. O en los largos años últimos en que había vivido en el interior,
lejos de la casa paterna. Pero allí estaban ahora y hablaban de su padre, parecían
interesarse por él. Era como si se le hubiera revelado de pronto, inesperadamente,
la importancia desconocida de aquel hombre junto al que había vivido tantos años
sin darse cuenta. ¿Qué significaba aquello, qué movía a aquella gente?
A veces, con mucho
esfuerzo, su padre le preguntaba por quiénes habían venido. Parecía como si los
esperaba. Él iba nombrando los pocos nombres que había identificado. A cada uno
el moribundo sonreía como con una secreta complacencia. Preguntaba con voz apagadiza:
“¿Y quién más?”. No recordaba más nombres. Le decía que mucha gente, ¡muchísima!
A veces, con esfuerzo,
preguntaba por un nombre. ¿Quién? Entraban en una búsqueda en la que el padre, con
lenta angustia, trataba de recordarle una persona olvidada y hasta desconocida.
“No, ese no. ¿No te acuerdas del marido de Carmela? El tío de los Rodríguez. ¿El
que te regaló hace tantos años aquel caballito de palo?”. Era como un bucear en
agua profunda que extenuaba al enfermo. Finalmente, para cortar la búsqueda, fingía
recordar. “Sí, claro”. No recordaba nada. Podía ser uno cualquiera de aquellos individuos
para él innominados que esperaban en los corredores o algún otro perdido y hasta
muerto.
Algunos de los
visitantes se reunían en la sala de los libros. No faltaban quienes tomaban volúmenes
y viejos periódicos para hojearlos. Entre ellos comentaban en voz baja lo que leían.
Para él no eran sino gentes desconocidas y remotas que hablaban de otras gentes
más desconocidas y remotas. A veces discutían con acritud sobre algún hecho o personaje
a propósito de algo encontrado en un libro. Ocasionalmente él se detenía junto a
ellos y le hacían preguntas sobre el libro que hojeaban o sobre algún otro que debía
estar en alguna parte de la apretada fila de lomos gastados. No sabía. El que sabía
era su padre, el único que conocía con exactitud donde estaba cada tomo, cada folleto,
cada manuscrito. Iba con seguridad hasta el sitio preciso y extraía el libro. Ahora
nadie más podría hacerlo. Ahora para él y para los demás todos aquellos libros se
habían fundido y borrado en una masa uniforme. Habría que hacer un catálogo. Pero
¿para qué? ¿Para quién? Ahora que la casa iba a quedar vacía.
Era lo que pensaba
en los días siguientes, dentro de la casa sola. ¿Qué se podía hacer con aquello?
Él no pensaba ni volver a la ciudad ni menos vivir en aquella casa. Por el momento
se quedaría en el interior. Tenía mucho que hacer todavía. Se vendería la casa.
Debía valer bastante. También vendería los libros y algo darían por los viejos muebles.
Qué iba él a guardar de todo aquel desecho.
A medida que habían
ido pasando los días y que su padre se agravaba el flujo de visitantes había aumentado.
Hubo tardes en que se llenaron las salas, los corredores y los dos patios. Cada
vez eran más y cada vez eran más desconocidos. En la oscura sala que casi nunca
se había abierto estaban las señoras. Conversaban en cerrados grupos. En los corredores
y los patios se esparcían los hombres. Muy pronto faltaron sillas. La mayor parte
de los hombres tenía que permanecer de pie. No llegó a quedar sino una habitación
descongestionada en la casa, la del enfermo. Pero el rumor espeso de las conversaciones
y de alguna voz demasiado alta y destemplada penetraban hasta ella y alcanzaba al
anciano. “¿Cómo que hay mucha gente?” preguntaba más con la expresión que con la
voz. Había que explicarle, con los nombres que podía recordar. Hasta que volvía
a caer en su somnolencia ahogada.
¿De dónde habían
salido tantos amigos de su padre? Nada en su vida o en lo poco que él conocía de
ella, le había hecho sospechar semejante posibilidad. Parecía más bien un hombre
solo y con pocas relaciones, metido en sus papeles, en su rutina, en su aislada
casa. A menos que hubiera hecho tantas amistades y relaciones durante aquellos años
últimos en que él había vivido fuera de la ciudad. Que hubiera ido ganando y sumando
amigos y conocidos hasta aquel momento de revelación de su agonía. Parecía más bien
una vasta ceremonia desorganizada, un bautizo, una graduación, el inesperado nombramiento
de un alto funcionario. “Yo no sabía que el viejo tuviera tantos amigos” le confió
a uno de los desconocidos. “Yo tampoco” le replicó el otro.
Así continuó la
situación hasta culminar en el día del entierro. Había muerto en la mañana. El propio
agonizante lo había anunciado. “No pasaré de hoy”.
Ahora, en la casa
más vacía que nunca, volvía a pensar en aquella hora tan próxima y tan extraña.
Por una serie de vísperas crecientes su padre había llegado al día de su muerte.
Había entrado en él como una estación esperada. Sintiéndolo llegar y hasta midiéndolo
en todo el cambio que en su torno ocurría. Había conocido su día. Tal vez lo había
preparado. Había ido llegando a él como a una culminación. Paso a paso, medidamente.
Había habido más gente que nunca, más espeso rumor de voces, como un coro o como
una marcha. Era él mismo quien había dicho: “Hoy”; “No pasaré de hoy”. No iba a
ser así cuando él muriera. ¿O iba a ser también así? Como los animales por instinto
husmean y reconocen los sitios de peligro él iba igualmente a sentir llegar ese
día. Sería también entre otras gentes extrañas. Muchos que ni siquiera conocía todavía,
amigos que estaba por hallar en los años venideros, hasta una esposa y unos hijos
que podrían surgir en ese futuro impreciso y alejado. ¿Quién sabe cuándo sería y
dónde sería? Estaría viendo y sintiendo todo lo que lo iba a acompañar hasta el
fin. Hasta ese punto en que dejaría de sentir todo. En que ya no sería, sino aquella
cosa incomunicada e incomunicable en que se había convertido su padre después de
expirar.
En esos días finales
de su padre había vuelto a alojarse en su habitación de niño. Le parecía ahora muy
pequeña y estrecha. Apenas quedaban los muebles y algunos cromos en las paredes.
Y aquella ventana que daba al patio trasero desde la que, acodado en el alféizar,
veía moverse entre la hojarasca las masas lentas de los morrocoyes. A veces, entre
las hojas secas, asomaban las espesas conchas con sus cuadros amarillentos y alguna
amorcillada cabeza oscura que parecía pertenecer a otro cuerpo.
Asomado allí sintió
el mareo. Como si fuera a desvanecerse. Un malestar frío que le subía desde adentro.
Era el mismo que había sentido otras veces, el mismo que alarmaba a su padre. “Tienes
que ver eso con cuidado”. Se dirigió tambaleante a la silla y se dejó caer sobre
ella. Cerró los ojos. Un sudor frío le cubría todo el cuerpo y una nausea incontenible
le asomaba a la boca. Se puso a escupir aquella espesa saliva que le fluía sin término.
No se iba a morir
así. Hubiera sido absurdo. Era un hombre joven y tenía toda la vida por delante.
Habría un tiempo para eso más tarde. Mucho más tarde. En los años apenas vislumbrados
de la vejez. Cuando estuviera encanecido y caduco como su padre. Se iba llegando
a la muerte lentamente como a una maduración final. Por pasos, por grados, por lentos
y medidos avances. Así había sido el proceso de su padre. Varios años de sentirse
cada vez más débil y más enfermo. Sucesivos y cortados episodios de gravedad. Días
de cama para luego volver a su rutina ordinaria. Hasta que al fin. Al fin era aquel
remate intenso y medido que había sido la muerte del viejo Delfín. Dentro de muchos
años, en otra casa, en otra ciudad tal vez, en otra hora, rodeado de muchas y nuevas
gentes, vendría ese día para él. Lo iba a sentir venir y presentarse. Se debía sentir
como la llegada de un cambio de clima. Como un anuncio de tiempo de tormenta. El
asalto de un viento frío y húmedo que penetra hasta los huesos.
Esta no podía
ser su hora. Era un malestar pasajero. Como el que había tenido hacía poco más de
un año. Regresaba de un paseo de campo. Le había dado el mismo mareo, el mismo sudor
helado, la misma ansiedad para respirar. Y, antes, otras veces. De adolescente le
había dado el mismo accidente. Su padre se había alarmado mucho. Vino el médico.
Fue entonces cuando le debieron decir que algo malo tenía en el corazón. “No es
nada, hijo. Un pequeño defecto que a lo mejor se corrige solo. Pero tienes que cuidarte”.
La presencia de
esa amenaza lo había acompañado siempre. Cada vez que oía de alguien que había muerto
del corazón pensaba en su caso. “El día menos pensado”. Pero desechaba rápidamente
el frío fantasma.
Ya se le estaba
pasando. Respiraba mejor. Tomó dos o tres inhalaciones profundas. Se secó el sudor
de la frente. “Ya pasó”. Se quedó un largo rato quieto. Luego se enderezó en la
silla. Todo iba bien. No quedaba nada del mareo. “Vamos a esperar un poco”.
Ya estaba oscureciendo
cuando salió de la habitación. La casa estaba sin luces. Fue encendiendo lámparas
a medida que avanzaba por el corredor. La criada lo sintió y vino. “¿A qué hora
quiere comer?”. Comer. No tenía apetito. “Más tarde, dentro de una hora”.
Al día siguiente
iba a partir de regreso. Volvería luego para terminar todos los arreglos sobre la
casa y la herencia. Tal vez podría asociarse con alguien para construir un edificio
moderno en aquel terreno de la vieja casa. Varios apartamentos pequeños. Él mismo
podría reservarse uno para sus venidas a la ciudad. Veía en la imaginación la fachada
lisa y alta con sus filas de ventanas metálicas. Eso no lo hubiera hecho nunca su
padre. Para él una casa era aquella extensión abierta y penumbrosa de alcobas, corredores
y patios. “Ya eso no es posible en esta época”.
Tal vez con una
hipoteca se podría levantar el dinero suficiente para comenzar. Habría que sacar
muy bien las cuentas. Entró a la sala de los libros. Encendió la luz y empezó lentamente
a desfilar frente a los estantes. Iba a tomar un libro para leer esa noche antes
de dormir. Estuvo paseando la mirada por los lomos. Algunos estaban demasiado borrosos
para poder entenderlos. Tomó uno de los más pequeños. “Las aventuras de Telémaco”.
Lo hojeó mientras caminaba.
Era una antigua
edición en fino papel poroso, tenía ilustraciones de héroes griegos y de hermosas
mujeres semidesnudas. Debía ser el mismo que su padre se había empeñado en que leyera
en sus tiempos de colegio. Casi recordaba las frases con que se lo recomendaba y
le insistía en la lectura. Nunca había podido pasar más allá de las primeras páginas.
Pero ahora iba a leerlo.
La criada vino
a llamarlo. Tomó un poco de caldo y no probó más nada. “No tengo apetito”. Luego
se marchó a su habitación. “Apague todo y que pase una buena noche”. Se desvistió
lentamente. Oyó los pasos de la criada que iba apagando luces y cerrando puertas.
Se tendió en la cama y tomó el libro. Abrió la primera página. Más que leer era
casi adivinar: “Calipso no se podía consolar de la partida de Ulises”. Calipso.
Negras antillanas, oleaje de caderas, bocas y ojos blancos, sonsonete de baile.
Estuvo un rato sin leer. Siguió. El dolor brutal le desgarró el pecho. Trató de
incorporarse y recayó precipitado en una oscura profundidad sin término.
(Tomado
de www.literatura.us)
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