H. G. Wells
Si se debe dar o no crédito a la historia de Gottfried Plattner, es una
buena cuestión por lo que respecta al valor de la evidencia. Por una parte,
contamos con siete testigos –para ser del todo exactos, contamos con seis pares
y medio de ojos y un hecho innegable– y por la otra contamos con –¿cómo
diríamos?– prejuicios, sentido común e inercia de opinión. Jamás hubo siete
testigos con una apariencia más sincera, y jamás hubo un hecho más innegable
que la inversión de la estructura anatómica de Gottfried Plattner y jamás
existió una historia más absurda que la que tuvieron que contar. Y la parte más
descabellada de la historia de la digna contribución de Gottfried (pues él
mismo es uno de los siete). ¡No quiera Dios que yo, impulsado por mi pasión
hacia la imparcialidad, me vea inducido a alentar la superstición llegando a
compartir así el sino de los patrones de Eusapia! Francamente, estoy convencido
de que hay algo distorsionado en este asunto de Gottfried Plattner, pero debo
reconocer con la misma franqueza, que ignoro cuál es el elemento
distorsionador. Me ha sorprendido el crédito concedido a esta historia en los
ambientes más inesperados y autorizados. Lo mejor para el lector, en cualquier
caso, será que yo la cuente sin más comentarios.
A pesar de su nombre, Gottfried Plattner es un
libre ciudadano inglés. Su padre era un alsaciano que vino a Inglaterra en los
años sesenta, casó con una respetable muchacha inglesa de antepasados nada
excepcionales, y murió, tras una vida saludable y sin peripecias (dedicada
principalmente, según tengo entendido, a la colocación de pavimentos de
parquet), en 1887. Gottfried tiene veintisiete años de edad.
En virtud de su herencia trilingüe, es profesor de
Lenguas Modernas en una pequeña escuela privada del sur de Inglaterra. Ante el
observador casual, él es singularmente similar a cualquier otro profesor de
Lenguas Modernas de cualquier otra pequeña escuela privada. Su indumentaria no
es ni especialmente costosa ni demasiado a la moda, pero por otra parte tampoco
es demasiado barata ni usada; su complexión resulta insignificante tanto por su
estatura como por su porte. Quizá uno pudiera reparar en que, como en la
mayoría de la gente, su cara no es absolutamente simétrica, siendo su ojo
derecho un poco mayor que el izquierdo y su mandíbula una pizca más fuerte en
el lado derecho. Si usted, como cualquier persona descuidada, tuviera que
desnudarle el pecho para sentir latir su corazón, lo encontraría más o menos
similar al corazón de cualquier otro.
Pero en este punto usted y el observador
experimentado acabarían por tomar diferentes derroteros. Si usted no hallara
nada raro en ese corazón, el observador experimentado lo hallaría de muy
distinta manera. Y una vez que le fuera señalada, usted también percibiría la
peculiaridad fácilmente. Y es que el corazón de Gottfried Plattner late en el
lado derecho de su cuerpo.
Ahora bien, no es que ésta sea la única
singularidad de la estructura de Gottfried, si bien es la única que llamaría la
atención de una mente no experimentada. Un detenido sondeo de la ubicación
interna de los órganos de Plattner, por parte de un conocido cirujano, parece
apuntar hacia el hecho de que todas las demás partes asimétricas de su cuerpo
se hallan análogamente desplazadas. El lóbulo derecho de su hígado está en el
lado izquierdo y el izquierdo en el derecho; en tanto que sus pulmones también están
análogamente contrapuestos. Y lo que es aún más singular: a menos que Gottfried
sea un actor consumado, deberíamos creer que su mano derecha se ha vuelto
recientemente izquierda. Desde los acontecimientos que estamos a punto de
considerar (tan imparcialmente como sea posible), él ha experimentado la mayor
dificultad en escribir, excepto de derecha a izquierda, a través del papel, con
la mano izquierda. Es incapaz de lanzar nada con la mano derecha, y a la hora
de las comidas se queda perplejo entre el cuchillo y el tenedor y sus ideas
sobre las normas de la carretera (es ciclista) se hallan aún sumidas en una
peligrosa confusión. Y no existe ni la más leve prueba que nos indique que
Gottfried hubiera sido zurdo antes de estos sucesos.
Hay, no obstante, otro hecho extraordinario en esta
absurda cuestión. Gottfried exhibe tres fotografías suyas. Lo tenemos a la edad
de cinco o seis años mientras acerca unas piernas regordetas en dirección
nuestra, por debajo de una levita escocesa, frunciendo el ceño. En esa
fotografía su ojo izquierdo es un poco mayor que el derecho y su mandíbula una
pizca más marcada en el lado izquierdo. Justo lo contrario que en sus actuales
condiciones de vida. La fotografía de Gottfried a los catorce años parece estar
en contradicción con estos hechos, pero esto ocurre porque se trata de una de
aquellas fotografías baratas “Gem” que estaban entonces en boga, tomadas
directamente sobre metal y que, por consiguiente, invertían las cosas
exactamente igual que lo hubiera hecho un espejo. La tercera fotografía le
representa a la edad de veintiún años y confirma el testimonio de las
anteriores. Parece existir aquí una evidencia, del más alto valor
confirmatorio, de que Gottfried ha intercambiado su lado izquierdo con el derecho.
Sin embargo, cómo un ser humano pueda ser cambiado de ese modo, de no ser por
un fantástico e inútil milagro, resulta extremadamente difícil de sugerir.
Es indudable que, en cierto sentido, estos hechos
podrían resultar explicables bajo la suposición de que Plattner hubiera
emprendido una elaborada mistificación fundándose en el desplazamiento de su
corazón. Las fotografías pueden ser retocadas y la zurdería, imitada. Pero el
carácter de este hombre no se presta a ninguna de dichas teorías. Es tranquilo,
práctico, discreto y cabalmente sano según los cánones de Nordau. Le gusta la
cerveza y fuma con moderación, da su paseo cotidiano para hacer ejercicio y posee
un saludable y alto concepto del valor de su enseñanza. Tiene una buena, aunque
no educada voz de tenor, y disfruta cantando arias de carácter festivo y
popular. Es amante de la lectura, aunque no de forma morbosa (principalmente
ficción impregnada de un optimismo vagamente piadoso), duerme bien y sueña
raras veces. Es, efectivamente, la última persona que podría desarrollar Una
fábula fantástica. En verdad, lejos de imponerle al mundo esta historia, se ha
mostrado singularmente reticente en la materia. Responde a las indagaciones con
cierto cautivador… retraimiento, por así decirlo, que desarma a los más
suspicaces. Parece sinceramente avergonzado de que algo tan insólito le haya
ocurrido a él.
Hay que lamentar que la aversión de Plattner a la
idea de la disección post mortem pueda posponer, tal vez para
siempre, la prueba definitiva de que el lado izquierdo y el derecho de la
totalidad de su cuerpo han sido transpuestos.
De ese hecho depende principalmente la credibilidad
de su historia. No hay forma de coger a un hombre y removerlo en el espacio,
tal y como la gente corriente entiende el espacio, que dé por resultado el
intercambio de sus lados. Hagáis lo que hagáis, el derecho sigue siendo el
derecho y el izquierdo, el izquierdo.
Eso se puede hacer con una cosa perfectamente fina
y plana, por supuesto. Si tuvierais que recortar una figura de papel, cualquier
figura con un lado derecho y uno izquierdo, podríais intercambiar los lados
simplemente levantándola y dándole la vuelta. Pero con un sólido es diferente.
Los teóricos matemáticos nos dicen que la única manera de intercambiar el lado
derecho y el izquierdo de un cuerpo sólido es quitándolo limpiamente del
espacio tal y como lo conocemos (es decir, quitándolo de una existencia ordinaria)
y dándole la vuelta en alguna parte fuera del espacio. Esto es un poco
abstruso, no hay duda, pero cualquiera que tenga los más mínimos conocimientos
de la teoría matemática, puede garantizar al lector que es verdad. Por ponerlo
en lenguaje técnico, la curiosa inversión de los lados derecho e izquierdo de
Plattner es la prueba de que él se trasladó de nuestro espacio a lo que se
denomina Cuarta Dimensión y regresó de nuevo a nuestro mundo. A menos que
optemos por considerarnos víctimas de una elaborada e inmotivada maquinación,
casi nos vemos obligados a creer que ha ocurrido esto.
Eso en cuanto a los hechos tangibles. Vamos ahora
con el relato de los fenómenos que concurrieron en su desaparición temporal del
mundo. Plattner, al parecer, en la Sussexville Proprietary School, no solo
desempeñaba el cargo de profesor de Lenguas Modernas, sino también de química,
geografía mercantil, teneduría de libros, taquigrafía, dibujo y cualquier otra
asignatura adicional que suscitara directamente la atención de los caprichos de
los volubles padres de los muchachos. Sabía poco o nada de estas variadas
asignaturas, pero en la secundaria, a diferencia de la escuela pública o
primaria, los conocimientos en el profesor no son, muy acertadamente, de ningún
modo tan necesarios con un elevado talante moral y un tono caballeroso. En
química era especialmente deficiente, no conociendo, decía él, nada a excepción
de los Tres Gases (sean lo que fueran estos Tres Gases). Como, no obstante, sus
alumnos empezaban por no saber nada y recababan de él toda su información, esto
no le causó, ni a él ni a nadie, el más mínimo inconveniente durante varios
trimestres. Y entonces llegó a la escuela un chiquillo de nombre Whibble que,
al parecer, había sido educado por algún malévolo pariente en la costumbre de
hacer preguntas. Este chiquillo atendía a las clases de Plattner con marcado y
sostenido interés y, a fin de mostrar su fervor por la materia, en varias
ocasiones llevó a Plattner unas sustancias para analizar. Plattner, halagado
por esta prueba de su capacidad de despertar interés y confiando en la
ignorancia del muchacho, las analizó y llegó incluso a emitir algunos juicios
generales sobre su composición.
Más aún, se sintió tan estimulado por su alumno que
llegó a hacerse con un tratado de química analítica y a estudiarlo durante su
turno de guardia en las horas de estudio vespertinas. Y se sorprendió al
descubrir que la química era una materia realmente interesante.
Hasta aquí la historia es absolutamente tópica.
Pero ahora aparece en escena el polvo verdoso.
La fuente de ese polvo verdoso, lamentablemente,
parece haberse perdido. El señorito Whibble cuenta la historia tortuosa de
haberlo encontrado dentro de un paquete en una calera abandonada junto a las
colinas. Si se hubiera podido acercar enseguida una cerilla a ese polvo, habría
sido una cosa excelente para Plattner y, posiblemente, para la familia del
señorito Whibble. Lo que sí es cierto es que el joven caballero no lo llevó a
la escuela en un paquete, sino en un frasco corriente de ocho onzas, graduado,
para medicinas, y taponado con papel de periódico masticado. Se lo dio a
Plattner al término de las clases de la tarde. Cuatro muchachos habían sido
retenidos en la escuela después de las oraciones con el fin de completar unos
deberes descuidados, y Plattner los vigilaba en la pequeña aula donde se daban
las clases de química. El equipo para la enseñanza práctica de la química en la
Sussexville Proprietary School, al igual que en la mayoría de las escuelas
privadas de este país, se caracterizaba por una severa simplicidad. Se
conservaba en un armario situado en un entrante de la pared y que tenía
aproximadamente la misma capacidad que un baúl corriente de viaje. Plattner,
aburrido de su pasiva tarea de vigilancia, parecía haber acogido la
intervención de Whibble con su polvo verde, como una agradable diversión y,
abriendo el armario, procedió inmediatamente a sus experimentos analíticos.
Whibble se sentó a mirarle, afortunadamente para él, a una distancia
prudencial. Los cuatro bribones, fingiendo estar profundamente absortos en su
trabajo, le miraban furtivamente con el más vivo interés. Porque incluso dentro
del límite de los Tres Gases, las prácticas de química de Plattner, resultaban,
según tengo entendido, temerarias.
Todos se muestran prácticamente unánimes en sus
relatos sobre la actuación de Plattner.
Vertió un poco de polvo verde en una probeta y
trató la substancia con agua, ácido clorhídrico, ácido nítrico y ácido
sulfúrico sucesivamente. Al no obtener ningún resultado, vació otro poco (casi
medio frasco en realidad) sobre una plancha de pizarra y acercó una cerilla.
Sujetó el frasco de medicinas con la mano izquierda. La substancia empezó a
despedir humo y a licuarse y luego… explotó con una violencia ensordecedora y
un relámpago cegador.
Los cinco muchachos, al ver el relámpago y
presagiando la catástrofe, se arrojaron bajo los pupitres, y ninguno de ellos
resultó seriamente herido. La ventana salió despedida hasta el campo de juegos
y la pizarra fue derribada de su caballete. La pizarra quedó pulverizada. Del
techo cayó un poco de enlucido. Ni el edificio de la escuela ni los accesorios
sufrieron ningún otro daño y los muchachos, al principio, al no ver a Plattner
por ninguna parte, se imaginaron que había caído al suelo y que yacía fuera de
su vista bajo los pupitres. De un salto, salieron de sus sitios para acudir en
su ayuda y se quedaron estupefactos al no encontrar más que un espacio vacío.
Aún confundidos por la súbita violencia de la explosión, se precipitaron hacia
la puerta abierta bajo la impresión de que él debía haber quedado herido y que
debía haber salido corriendo del aula. Pero Carson, que era el primero, casi
tropezó en el umbral con el director, el señor Lidgett.
El señor Lidgett es un hombre corpulento, colérico,
con un solo ojo. Los muchachos le describen entrando a trompicones en el aula y
vociferando alguna de esas interjecciones mitigadas que los maestros de escuela
irritables acostumbran a utilizar, por miedo de no caer en lo peor.
“¡Córcholis!” dijo. “¿Dónde está el señor Plattner?” Los muchachos concuerdan
en que éstas fueron sus palabras exactas. (“Haragán”, “Pisaverde” y “Córcholis”
se encuentran, al parecer, entre la pequeña moneda corriente del comercio escolar
del señor Lidgett.)
¿Dónde está el señor Plattner? Esa era una pregunta
que iba a repetirse muchas veces en los días inmediatos. Parecía realmente como
si esa desmedida hipérbole, “pulverizado por la explosión”, se hubiera cumplido
por una vez. De Plattner no quedaba ni una sola partícula visible; ni una sola
gota de sangre y ni un jirón de ropa. Al parecer su existencia había sido
apagada de un soplo, limpiamente, sin dejar ningún rastro. ¡No quedaban de él
ni sus cenizas!, por citar una expresión proverbial. La evidencia de su
absoluta desaparición, como consecuencia de aquella explosión, es un hecho
indudable.
No es necesario extendernos aquí sobre la conmoción
suscitada en la Sussexville Proprietary School, en Sussexville y en otras
partes, por este acontecimiento. Es muy posible, en verdad, que los lectores de
estas páginas puedan recordar haber oído alguna versión remota y atenuada de
esa conmoción durante las últimas vacaciones de verano. Por lo que parece,
Lidgett hizo todo cuanto estuvo en su mano para sofocar y minimizar la
historia. Instituyó una penalización de veinte líneas para quien hiciera alguna
mención del nombre de Plattner entre los muchachos, y declaró en el aula que
estaba perfectamente al tanto del paradero de su ayudante. Temía que la
posibilidad de que tuviera lugar una explosión, explicó, a pesar de las
elaboradas precauciones tomadas para minimizar la enseñanza práctica de la
química, pudiera dañar la reputación de la escuela, como también podría dañarla
toda misteriosa propiedad en la desaparición de Plattner. Y efectivamente, hizo
todo cuanto pudo para que la concurrencia pareciera lo más corriente posible.
Concretamente, sometió a los cinco testigos oculares del lance a un
interrogatorio tan minucioso, que empezaron a dudar de la simple evidencia de
sus sentidos. Pero, a pesar de estos esfuerzos, el relato, en una versión
magnificada y distorsionada, causó tal sensación en el distrito que numerosos
padres retiraron a sus hijos con plausibles pretextos. No menos notable en la
cuestión es el hecho de que un gran número de personas del vecindario soñaron
con Plattner en unos sueños vividos durante el período de agitación que
precedió a su regreso, y que estos sueños poseían una curiosa uniformidad. En
casi todos Plattner fue visto, a veces solo, a veces en compañía, vagando por
una fulgurante iridiscencia. En todos los casos su rostro estaba pálido y
fatigado y, en algunos, gesticulaba hacia el soñador. Uno o dos de los
muchachos, evidentemente bajo el influjo de una pesadilla, imaginaron que
Plattner se acercaba a ellos a una notable velocidad y parecía mirarlos
fijamente a los mismísimos ojos.
Otros huyeron, junto con Plattner, de la
persecución de vagas y extraordinarias criaturas de forma globular. Pero todas
estas fantasías quedaron olvidadas en interrogantes y especulaciones cuando, el
miércoles de la semana posterior al lunes de la explosión, Plattner regresó.
Las circunstancias de su regreso fueron tan
singulares como las de su partida. Tratando de integrar, en la medida de lo
posible, el esbozo algo colérico del señor Lidgett con las vacilantes
manifestaciones de Plattner, resultaría que en la tarde del miércoles, hacia la
hora del crepúsculo, el primero de estos caballeros, tras dar por finalizado el
estudio vespertino, se hallaba atareado en su jardín, recogiendo y comiendo
fresas, una fruta a la que es desmedidamente aficionado. Es un jardín grande de
los de antaño y, afortunadamente, al abrigo de las miradas indiscretas, gracias
a una alta tapia de ladrillo rojo recubierta de hiedra. Precisamente mientras
se hallaba inclinado sobre una planta especialmente prolífica, hubo un
relámpago en el aire y un batacazo sordo; y antes de que pudiera mirar a su
alrededor, un cuerpo pesado chocó contra él violentamente desde atrás. Fue
arrojado hacia adelante aplastando las fresas que tenía en la mano y con tanta
fuerza que su sombrero de copa (el señor Lidgett sigue apegado a los más viejos
cánones de los uniformes escolares) se encasquetó violentamente sobre su frente
y casi sobre un ojo. Este pesado misil que pasó rozando su costado
desplomándose en posición sedente entre las plantas de las fresas resultó ser
nuestro señor Plattner, largo tiempo perdido, en un estado extremadamente
desmañado. Estaba sin cuello y sin sombrero, con la ropa blanca sucia, y había
sangre en sus manos. El señor Lidgett estaba tan indignado y sorprendido que se
quedó a cuatro patas y con el sombrero encasquetado sobre su ojo, mientras
reconvenía a Plattner con vehemencia por su irrespetuosa e inexplicable
conducta.
Esta escena tan poco idílica completa lo que yo
llamaría la versión exterior de la historia de Plattner –su aspecto esotérico–.
Huelga entrar aquí en todos los detalles de su despedida por parte del señor
Lidgett. Dichos detalles, con todos los nombres y fechas y referencias, podrán
encontrarse en el informe más pormenorizado de estos sucesos que fue depositado
en la Sociedad para la Investigación de Fenómenos Anormales. La singular
transposición de los lados derecho e izquierdo de Plattner apenas fue observada
durante el primer día, o poco más, y luego se apreció, por primera vez, en
relación con su inclinación a escribir de derecha a izquierda en la pizarra.
Más que ostentarla, él ocultó esta curiosa circunstancia confirmatoria, pues
consideraba que afectaría desfavorablemente a sus esperanzas de encontrar un
nuevo empleo. La descolocación de su corazón fue descubierta algunos meses
después, cuando tuvo que sacarse una muela bajo anestesia. Él, entonces, de muy
mala gana, permitió que le hicieran un precipitado reconocimiento quirúrgico
con vistas a un breve informe publicado en el Journal of Anatomy. Aquí se agota
la exposición de los hechos materiales y podemos pasar a considerar ahora el
relato de Plattner sobre esta cuestión.
Pero antes debemos diferenciar claramente entre la
porción de la historia que precede y la que viene después. Todo cuanto he
narrado hasta aquí se basa en tales pruebas que incluso un abogado criminalista
las aprobaría. Todos los testigos aún están vivos; el lector, si así le place,
puede salir mañana mismo a cazar a los chicos, e incluso a desafiar los
terrores del temible Lidgett y proceder a interrogar, tender trampas y efectuar
comprobaciones a su antojo; Gottfried Plattner, en persona, con su corazón descolocado
y sus tres fotografías, están a su disposición. Puede considerarse probado que
él desapareció durante nueve días como consecuencia de una explosión; que
regresó casi con la misma violencia, en circunstancias cuya naturaleza encocora
al señor Lidgett, cualesquiera que sean los detalles de aquellas
circunstancias; y que regresó invertido, del mismo modo que un reflejo es
devuelto por un espejo. La consecuencia de este último hecho, como ya hice
notar, es que Plattner debió encontrarse, con toda seguridad, durante aquellos
nueve días, en un estado de existencia más allá del espacio. La evidencia de
estas aseveraciones es, en verdad, mucho más sólida que aquella con la que se
ahorca a muchos asesinos. Pero por su propio relato acerca de dónde había estado,
aun con sus confusas explicaciones y detalles poco menos que antinómicos, solo
contamos con la palabra del señor Gottfried Plattner. Yo no deseo
desacreditarla, pero debo señalar (cosa que tantos escritores de oscuros
fenómenos psíquicos dejan de hacer) que aquí estamos pasando de lo que es
prácticamente innegable, a ese campo en el que todo hombre razonable tiene
derecho a creer o rechazar, según le convenga. Las manifestaciones anteriores
lo hacen plausible; su discordancia con la experiencia común lo inclina hacia
lo increíble. Preferiría no influir en el juicio del lector ni en un sentido ni
en otro, sino simplemente contar la historia tal y como Plattner me la contó a
mí.
Me hizo este relato, puedo asegurarlo, en mi casa
de Chislehurst; y en cuanto me hubo dejado aquella tarde, me fui a mi estudio y
lo puse todo por escrito tal y como lo recordaba. Más tarde, tuvo la amabilidad
de leer una copia mecanografiada de modo que su exactitud sustancial resulta
innegable.
Él afirma que en el momento de la explosión pensó
claramente que había resultado muerto. Notó que sus pies eran arrancados del
suelo siendo lanzado hacia atrás con violencia. Es un hecho curioso para los
psicólogos que él pensara con claridad durante su vuelo hacia atrás y se
preguntara si iría a chocar contra el armario de química o contra el caballete
de la pizarra. Sus talones golpearon la tierra y él se tambaleó yendo a caer
pesadamente en posición de sentado sobre algo blando y consistente. Por un momento
la sacudida le dejó aturdido. Al instante percibió un intenso olor a cabellos
chamuscados y le pareció oír la voz de Lidgett preguntando por él.
Comprenderéis que durante cierto tiempo su mente permaneciera muy confusa.
Al principio tuvo la clara impresión de que aún se
encontraba en el aula. Advirtió con toda claridad la sorpresa de los muchachos
y la entrada del señor Lidgett. Se muestra totalmente seguro a este respecto.
No oyó sus comentarios pero lo atribuyó al efecto ensordecedor del experimento.
Las cosas que le rodeaban parecían curiosamente oscuras y desvaídas, pero su
mente lo explicó por la obvia aunque errónea idea de que la explosión había
engendrado un ingente volumen de humo oscuro. Las figuras de Lidgett y de los
muchachos se movían por la oscuridad tan tenues y silenciosas como fantasmas.
Plattner aún sentía en el rostro el calor punzante
de la llamarada. Se sentía “totalmente atontado”, por decirlo con sus mismas
palabras. Parece que sus primeros pensamientos definidos fueron para su
incolumidad personal. Pensó que tal vez había quedado ciego o sordo. Se palpó
los miembros y la cara con cautela. Luego sus percepciones se hicieron más
claras y se quedó asombrado al echar de menos los viejos pupitres familiares y
demás muebles del aula a su alrededor. En su lugar solo había formas oscuras,
inciertas y grises. Luego ocurrió algo que le hizo gritar fuertemente y
despertar a una actividad instantánea sus aturdidas facultades. ¡Dos de los
muchachos, gesticulando, habían pasado limpiamente a través de su cuerpo, uno
tras otro! Ninguno de los dos había manifestado tener la más mínima conciencia
de su presencia. Es difícil imaginar la sensación que experimentó. Habían
avanzado contra él, afirma, con una fuerza no mayor que la de una ráfaga de
niebla.
Lo primero que pensó Plattner después de aquello
fue que estaba muerto. Sin embargo, al haber sido criado de acuerdo con unos
principios cabalmente sólidos en estas materias, estaba un poco sorprendido de
encontrarse aun dentro de su cuerpo. Su segunda conclusión fue que él no estaba
muerto sino que lo estaban los demás: que la explosión había destruido la
Sussexville Proprietary School y a todos sus ocupantes excepto a él. Pero eso
también resultaba escasamente satisfactorio. No tuvo más remedio que regresara
su atónita observación.
Todo cuanto le rodeaba estaba extraordinariamente
oscuro: al principio le pareció que todo era totalmente negro como el ébano. En
lo alto, sobre su cabeza, había un firmamento negro. El único toque de luz en
la escena era una débil luminosidad verdosa en el límite del cielo, en una
dirección en la que sobresalía un horizonte de negras colinas onduladas. Ésta,
he dicho, fue su impresión al principio. A medida que sus ojos se iban
acostumbrando a la oscuridad, empezó a distinguir en el ambiente nocturno circundante
una débil calidad de diferentes coloraciones verdosas. Sobre este fondo, el
mobiliario y los ocupantes del aula parecían delinearse como espectros
fosforescentes, lánguidos e impalpables. Alargó la mano y la hundió sin
esfuerzo en la pared del aula junto a la chimenea.
Se describe a sí mismo haciendo denodados esfuerzos
para llamar la atención. Gritando a Lidgett e intentando asir a los muchachos
mientras iban de acá para allá. Solo desistió de sus intentos cuando entró en
el aula la señora Lidgett por quien él, en calidad de Director Adjunto, sentía
natural aversión. Dice que la sensación de estar en el mundo sin ser, no
obstante, parte de él, resultaba extraordinariamente desagradable. Comparó sus
sentimientos, no sin razón, con los de un gato que contempla a un ratón a
través de una ventana. Cada vez que hacía un movimiento para comunicarse con el
mundo borroso y familiar que le rodeaba, encontraba una invisible e
incomprensible barrera que le impedía el contacto.
Dirigió entonces su atención a su entorno sólido.
Encontró el frasco de medicina aún intacto que contenía el resto de polvo verde
en su mano. Se lo metió en el bolsillo y empezó a palpar a su alrededor. Al
parecer, estaba sentado sobre un peñasco rocoso recubierto de musgo
aterciopelado. Era incapaz de ver el oscuro paisaje que le rodeaba porque la
imagen desvaída y nebulosa del aula lo emborronaba, y sin embargo, tenía la
sensación (debida tal vez al viento frío) de que se encontraba cerca de la
cresta de una colina y que bajo sus pies se abría un escarpado valle. El fulgor
verde en el límite del cielo pareció crecer en amplitud e intensidad. Se puso
de pie, frotándose los ojos.
Parece que dio algunos pasos, bajando por la
escarpada pendiente y luego tropezó, se cayó casi y volvió a sentarse sobre un
peñasco a contemplar el alba. Se dio cuenta de que el mundo que le rodeaba
estaba absolutamente silencioso. Estaba tan inmóvil como oscuro y aunque había
un viento frío que soplaba hacia lo alto de la colina, el crujir de la hierba,
los suspiros de las ramas que habrían debido acompañarlo, estaban ausentes. Por
consiguiente, pudo oír, aunque no pudiera ver, que la ladera sobre la que se
encontraba, era rocosa y desolada. El verde se volvía cada vez más luminoso y
mientras tanto un rojo-sangre desvaído, transparente, se mezclaba aunque sin
mitigarlas, con la negrura del alto cielo y la desolación de las rocas
circundantes. Teniendo en cuenta lo que sigue, me inclino a pensar que aquella
luz rojiza pudo haber sido un efecto óptico debido al contraste. Algo negro
fluctuó momentáneamente contra el lívido amarillo-verdoso de la parte baja del
cielo y entonces la fina y penetrante voz de una campana surgió del negro
abismo que tenía ante sí. Una expectativa abrumadora iba creciendo con el
crecer de la luz.
Es probable que transcurriera una hora o más
mientras él estuvo allí sentado y esa extraña luz verde se volvía cada vez más
luminosa y se difundía lentamente, con flameantes apéndices, hacia lo alto, en
dirección al cenit. A medida que crecía, la visión espectral de nuestro mundo
se hizo, relativa o absolutamente, más lánguida. Probablemente las dos cosas,
porque la hora debió ser aproximadamente la de nuestro atardecer terreno. A
medida que desaparecía su visión de nuestro mundo, Plattner, con unos pocos pasos
cuesta abajo, había atravesado el suelo del aula y parecía encontrarse ahora
sentado en el aire, a media altura, en el aula más grande de la planta baja.
Vio claramente a los internos, pero mucho más débilmente de lo que había visto
a Lidgett. Estaban haciendo sus deberes vespertinos y reparó con interés en que
varios estaban haciendo trampas con sus problemas de geometría porque
consultaban un formulario cuya existencia él jamás había sospechado hasta
entonces. A medida que pasaba el tiempo se fueron desvaneciendo
progresivamente, con la misma progresión con la que iba creciendo la verde luz
del alba.
Mirando hacia el fondo del valle, vio que la luz se
había deslizado a lo largo de sus laderas rocosas y que la profunda negrura del
abismo estaba ahora quebrada por un diminuto resplandor verde, como la luz de
una luciérnaga. Y casi inmediatamente el perfil de un inmenso cuerpo celeste,
de un verde llameante, surgió sobre el fondo de las ondulaciones basálticas de
las colinas lejanas, y las monstruosas masas rocosas a su alrededor aparecieron
demacradas y desoladas, envueltas en luz verde y en profundas sombras rojizas.
Empezó a distinguir un vasto número de objetos esféricos que flotaban en el
aire como flota el escardillo del cardo sobre la tierra alta. Ninguno de ellos
se encontraba más cerca de él que el lado opuesto del valle. Abajo, la campana
vibraba cada vez más rápida, con una especie de impaciente insistencia y varias
luces se movían aquí y allá. Los muchachos, atareados en sus pupitres, ahora
eran casi unas siluetas imperceptibles.
Esta extinción de nuestro mundo, al levantarse el
sol verde de este otro universo, es un punto curioso sobre el que Plattner
insiste. Durante la noche del Otro Mundo resulta difícil moverse debido a la
intensidad con la que son visibles las cosas de este mundo. Si este es el
motivo, se convierte en un enigma explicar por qué, en este mundo, nosotros no
alcanzamos a vislumbrar nada del Otro Mundo. Quizás se deba a la relativamente
intensa iluminación de este mundo nuestro. Plattner refiere que la luminosidad
máxima del mediodía del Otro Mundo no llega a alcanzar ni con mucho la claridad
de una noche de luna llena de este mundo, mientras que su noche es de un negro
profundo. En consecuencia, la cantidad de luz, incluso de una habitación oscura
corriente, es suficiente para hacer invisibles las cosas del Otro Mundo, y por
el mismo principio, esa débil fosforescencia solo es visible en la oscuridad
más profunda. Después de contarme su historia, he intentado ver algo del Otro
Mundo sentándome de noche, y durante largo tiempo, en la cámara oscura de un
fotógrafo. He visto efectivamente las formas confusas de pendientes y rocas
verdosas, pero debo reconocer que las vi solo de una manera muy confusa. Puede
que el lector sea, posiblemente, más afortunado. Plattner me ha dicho que desde
que volvió, ha visto y reconocido lugares del Otro Mundo en sus sueños, pero
esto se debe, seguramente, a su recuerdo de estas escenas. Parece muy posible
que personas dotadas de una insólita sensibilidad visual puedan vislumbrar, de vez
en cuando, algo de este extraño Otro Mundo que hay a nuestro alrededor.
Sin embargo, esta es una digresión. Cuando salió el
sol verde, se hizo perceptible en el valle una larga calle de negros edificios,
si bien solo de un modo oscuro e indistinto; y tras cierta vacilación, Plattner
empezó a bajar gateando por la escarpada pendiente en dirección a ellos.
La bajada fue larga y extremadamente fastidiosa, no
solo por ser extraordinariamente abrupta sino también por la inestabilidad de
los cantos que estaban esparcidos por toda la superficie de la colina. El ruido
de su descenso, de vez en cuando sus tacones levantaban chispas de las rocas,
parecía ahora el único sonido del universo porque la campana había dejado de
tañer. Mientras se acercaba, percibió que los diferentes edificios poseían una
extraña semejanza con tumbas, mausoleos y monumentos, con la única salvedad de
que todos eran uniformemente negros en vez de ser blancos como la mayoría de
los sepulcros. Y luego vio, agolpadas fuera del edificio más grande, una serie
de figuras descoloridas, redondeadas, de color verde pálido, muy al estilo de
la gente que sale de la iglesia. Éstas se dispersaron en distintas direcciones
alrededor de la calle ancha del lugar, algunas tomando por callejones laterales
y reapareciendo sobre la escarpada pendiente de la colina, otras entrando en
algunos de los pequeños edificios que flanqueaban el camino.
Al ver estas cosas que flotaban hacia arriba en
dirección suya, Plattner se detuvo, con los ojos abiertos. No iban andando y
carecían realmente de miembros; y tenían la apariencia de cabezas humanas bajo
las cuales se bamboleaba un cuerpo de renacuajo. Estaba demasiado asombrado por
su extrañeza, demasiado lleno de extrañeza, para sentirse realmente alarmado
por ellas. Fueron a su encuentro delante del viento frío que soplaba cuesta
arriba, como pompas de jabón empujadas por la corriente. Y al mirar a la más
próxima de las que se le estaban acercando, vio que se trataba realmente de una
cabeza humana, si bien con ojos singularmente grandes y exhibiendo tal
expresión de angustia y de zozobra, como jamás había visto antes en un
semblante mortal. Advirtió con sorpresa que no se volvió a mirarle, sino que
parecía estar contemplando y siguiendo algo invisible que se movía. Por un
momento se quedó perplejo y luego se le ocurrió que esta criatura estaba
contemplando con sus enormes ojos algo que estaba sucediendo en el mundo que
acababa de dejar. Se acercó a él cada vez más, pero estaba demasiado anonadado
para gritar. Cuando estuvo junto a él emitió un sonido muy débil y quejumbroso.
Luego le dio en el rostro un golpecito suave –su tacto era muy frío– y pasó
delante de él subiendo hacia la cresta de la colina.
Por la mente de Plattner cruzó como un relámpago la
extraordinaria convicción de que esta cabeza poseía un fuerte parecido con
Lidgett.
Luego volvió su atención hacia las otras cabezas
que ahora trepaban por la ladera como un tupido enjambre. Ninguna mostró la más
mínima señal de reconocerle. Es más, una o dos se acercaron a su cabeza y a
punto estuvieron de seguir el ejemplo de la primera, pero él se escabulló de su
camino con una convulsión. En la mayoría de ellas vio la misma expresión de
vano pesar que había visto en la primera y oyó los mismos débiles sonidos de
desdicha. Una o dos lloraron y otra, que rodaba velozmente cuesta arriba, tenía
una expresión de furia diabólica. Pero otras estaban frías y varias tenían en
los ojos una mirada de complacido interés. Una, al menos, se hallaba casi en un
éxtasis de felicidad. Plattner no recuerda haber encontrado otras semejanzas en
todas las que vio en ese momento.
Durante varias horas quizás, Plattner contempló
esas extrañas cosas mientras se dispersaban por las colinas y solo mucho tiempo
después de que hubieran dejado de salir de los negros edificios apiñados en la
garganta, reanudó su escalada hacia abajo. La oscuridad a su alrededor aumentó,
hasta tal punto, que tuvo dificultades para pisar firme. En lo alto, el cielo
tenía ahora un color verde pálido brillante. No sentía ni hambre ni sed. Más
tarde, cuando las sintió, descubrió un frío riachuelo que fluía en el centro de
la garganta y encontró que el extraño musgo que cubría los cantos, cuando la
desesperación le impulsó a probarlo, era comestible. Anduvo a tientas por entre
las tumbas que bajaban a lo largo de la garganta, buscando vagamente algún
indicio que explicara estas inexplicables cosas. Al cabo de mucho tiempo, llegó
a la entrada del gran edificio (de donde habían salido las cabezas), el cual
parecía un mausoleo. En su interior encontró un grupo de luces verdes que
ardían sobre una especie de altar de basalto y una cuerda de campana que
colgaba desde lo alto de un campanario en el centro del lugar. Una inscripción
de fuego, con letras que le eran desconocidas, corría alrededor de la pared.
Mientras se estaba preguntando todavía el significado de estas cosas, oyó el
ruido de fuertes pisadas cuyo eco se iba alejando calle abajo. Volvió a salir
corriendo a la oscuridad, pero no pudo ver nada. Se le ocurrió tirar de la
cuerda de la campana y finalmente decidió perseguir a aquellos pasos. Pero
aunque corrió lejos, jamás logró alcanzarlos y de nada sirvieron sus gritos. La
garganta parecía extenderse a lo largo de una distancia interminable. Todo su
recorrido era tan oscuro como una noche de estrellas terrenal, mientras la
horrible luz verde del día se recostaba a lo largo del borde superior de sus
precipicios. Ahora ya no estaba ninguna de esas cabezas abajo. Al parecer, se
hallaban solícitamente ocupadas a lo largo de las pendientes superiores.
Levantando la vista, las vio deslizarse de acá para allá, algunas se
balanceaban sin moverse de su sitio, otras volaban velozmente por el aire. Dijo
que le recordaban a “grandes copos de nieve”; solo que estos eran negros y
verdes pálidos.
Plattner declara haber pasado la mayor parte de
siete u ocho días persiguiendo a aquellos recios pasos uniformes a los que
jamás alcanzó, caminando a tientas en nuevas regiones de esta interminable
zanja del diablo, gateando hacia arriba y hacia abajo por esas despiadadas
alturas, vagando entre las cumbres y contemplando aquellas caras a la deriva.
No había llevado la cuenta, dice. Si bien en una o dos ocasiones había reparado
en unos ojos que le observaban, no había cruzado palabra con ningún ser vivo.
Dormía entre las rocas de la pendiente. En la garganta las cosas terrenales
eran invisibles porque, desde el punto de vista terrenal, se encontraba
demasiado enterrado. En las alturas, tan pronto como hubo empezado el día
terrenal, el mundo le resultaba visible. Algunas veces se encontraba tropezando
en las oscuras rocas verdes o deteniéndose al borde de un precipicio, mientras
a su alrededor se tambaleaban los verdes ramales de las veredas de Sussexville;
o, de nuevo, le parecía estar andando por las calles de Sussexville u
observando, sin ser visto, los asuntos privados de alguna familia. Y así fue
como descubrió que a casi todos los seres humanos de nuestro mundo, les
pertenecían algunas de estas cabezas flotantes y que todas las personas del
mundo son observadas intermitentemente por estos seres desencamados y
desvalidos.
¿Qué es lo que son… estos Observadores de los
Vivos? Plattner jamás lo comprendió. Pero dos de ellos, que pronto le habían
encontrado y seguido, se asemejaban al recuerdo que tenía de su padre y de su
madre en la infancia. De vez en cuando otras caras volvían sus ojos hacia él;
unos ojos como los de las personas muertas que habían influido en él o le
habían perjudicado o ayudado en su juventud y madurez. Cada vez que le miraban,
Plattner se sentía subyugado por un extraño sentido de la responsabilidad. Se aventuró
a hablar a su madre; pero ella no le respondió. Le miró a los ojos con
tristeza, resolución y ternura, y también con cierto reproche.
Él se limita a contar su historia: no se esfuerza
en explicarla. A nosotros no nos queda más que hacer conjeturas sobre quiénes
puedan ser estos Observadores de los Vivos o, si son realmente los Muertos, por
qué deberían observar tan de cerca y tan apasionadamente un mundo que han
abandonado para siempre. Podría ser –y a mí me parecería justo– que cuando
nuestra vida ha concluido, cuando el bien o el mal ha dejado de ser una
alternativa para nosotros, tuviéramos que presenciar aún el desarrollo de la serie
de consecuencias de nuestras obras. Si las almas humanas continúan existiendo
después de la muerte, entonces no hay duda de que también persisten los
intereses humanos después de la muerte. Pero eso no es más que una mera
suposición mía sobre el significado de lo que hemos visto. Plattner no ofrece
ninguna interpretación porque a él nadie le dio ninguna. Es bueno que el lector
lo comprenda con claridad. Día tras día, con la cabeza dándole vueltas, vagó
por ese mundo iluminado de verde fuera del mundo, fatigado, y, hacia el final,
débil y hambriento. De día –es decir, nuestro día terrenal– la visión espectral
del viejo decorado familiar de Sussexville, que se extendía a su alrededor, le
fastidiaba y le preocupaba. No podía ver dónde ponía los pies, y de tanto en
tanto, con un toque gélido, una de estas Almas Observadoras iba a dar contra su
cara. Y después de oscurecido, las multitudes de estos Observadores que le
rodeaban, y su resuelta aflicción, confundían su mente de forma indecible. Le
consumía un gran anhelo de regresar a la vida terrenal que estaba tan cerca y,
sin embargo, tan remota. La naturaleza no terrenal de todo cuanto le rodeaba le
producía una zozobra mental decididamente dolorosa. Sus propios seguidores
particulares le preocupaban lo indecible. Por mucho que les gritara para que
desistieran de mirarle fijamente, que les increpara, que se alejara
precipitadamente de ellos, permanecían siempre mudos y resueltos. Por mucho que
corriera sobre ese accidentado terreno, ellos seguían su destino.
Al noveno día, hacia el atardecer, Plattner oyó
acercarse los pasos invisibles, lejos, en el fondo de la garganta. En ese
momento se encontraba vagando por la ancha cresta de la misma colina sobre la
que había caído al entrar en este su extraño Otro Mundo. Se volvió para
refugiarse corriendo en la garganta, tanteando apresuradamente su camino, pero
le detuvo la visión de lo que estaba ocurriendo en una habitación de una calle
secundaria, junto a la escuela. Conocía de vista a las dos personas que se hallaban
dentro. Las ventanas estaban abiertas, las persianas subidas y la puesta de sol
resplandecía claramente dentro del cuarto, de modo que trascendió, con gran
nitidez al principio, una habitación vívidamente oblonga que resaltaba como la
imagen de una linterna mágica sobre el fondo del paisaje negro y del alba verde
e intensa. La habitación estaba iluminada, además de por la luz del sol, por
una vela recién encendida.
Sobre la cama yacía un hombre flaco, apoyando la
horrible lividez de su pálida cara sobre la revuelta almohada. Sus manos
apretadas estaban levantadas por encima de su cabeza. Una mesilla junto a la
cama sostenía unos frascos de medicinas, unas tostadas y agua, y un vaso vacío.
De vez en cuando los labios del hombre flaco se entreabrían para sugerir una
palabra que no podía articular. Pero la mujer no se daba cuenta de que él
quería algo, porque estaba en el rincón opuesto de la habitación, ocupada sacando
papeles de una anticuada cómoda. Al principio la escena era realmente vivida,
pero a medida que el verde amanecer iba creciendo en luminosidad, se volvía más
tenue y cada vez más transparente.
Mientras el eco de los pasos se iba acercando más y
más, esos pasos que resuenan tan fuerte en aquel Otro Mundo y tan
silenciosamente en éste, Plattner percibió a su alrededor una gran multitud de
rostros borrosos que se iban reuniendo, saliendo de la oscuridad y observando a
las personas de la habitación. Jamás había visto antes a tantos Observadores de
los Vivos.
Una multitud solo tenía ojos para el doliente, otra
multitud, con infinita angustia, observaba a la mujer, mientras buscaba, con
mirada codiciosa, algo que no podía encontrar. Se agolparon alrededor de
Plattner, atravesaron su campo visual y le golpearon en la cara mientras el
ruido de sus vanas lamentaciones le envolvía aturdiéndole. Ya solo veía con
claridad de vez en cuando. Otras veces las imágenes palpitaban oscuras, a
través del velo de verdes reflejos que cubría sus movimientos. En la habitación
debía estar todo muy quieto y Plattner dice que la llama de la vela exhalaba
una línea de humo perfectamente vertical, pero en sus oídos cada pisada y sus
ecos resonaban como el golpear de un trueno. ¡Y las caras! Especialmente dos,
junto a la de la mujer; también una de otra mujer, blanca y de rasgos
transparentes, una cara que podría haber sido una vez fría y dura pero que
ahora aparecía suavizada por una pincelada de sabiduría extraña a la tierra. La
otra podía haber sido la cara del padre de la mujer. Parecía que ambos estaban,
sin lugar a dudas, absortos en la contemplación de algún acto de aborrecible
bajeza, que ya no podían impedir, tampoco poner en guardia contra él. Detrás
había otros, maestros quizá, que habían enseñado mal, amigos cuya influencia había
fracasado. ¡Y encima de este hombre también había una multitud, pero nadie que
diera la impresión de ser pariente o maestro! ¡Caras que podían haber sido
antes vulgares pero que ahora estaban purificadas por la fuerza del dolor! Y en
primera fila una cara, la cara de una muchacha, ni enojada ni compungida sino
simplemente paciente y fatigada y, por lo que le pareció a Plattner, a la
espera de consuelo. Su capacidad de descripción le había fallado al recordar a
esta multitud de lívidos semblantes. Al sonar la campana se reunieron. Los vio
a todos en el espacio de un segundo. Al parecer, había caído en tal estado de
excitación, que sus dedos inquietos sacaron involuntariamente de su bolsillo el
frasco del polvo verde, sosteniéndolo delante de él.
Pero de eso él no se acuerda.
Bruscamente los pasos cesaron. Esperó el siguiente
y hubo silencio y luego, repentinamente, surcando la inesperada quietud como
una hoja afilada y fina, había llegado el primer tañido de la campana. Ante
eso, las caras de la multitud habían ondeado de acá para allá y a su alrededor
se había levantado un lamento más fuerte. La mujer no oyó; ahora estaba
quemando algo en la llama de la vela. Al segundo tañido, todo se oscureció y un
hálito de viento, frío como el hielo, sopló a través de la hueste de observadores.
Se arremolinaron a su alrededor como un torbellino de hojas secas en primavera,
y al tercer tañido algo se extendió a través de ellos hasta la cama. Sabéis lo
que es un rayo de luz. Esto era como un rayo de tinieblas y, volviendo a
mirarlo, Plattner vio que se trataba de la sombra de un brazo y de una mano.
El sol verde ya estaba alto en el horizonte de
aquellas desolaciones y la visión de la habitación era muy débil. Plattner pudo
ver que el blanco de la cama forcejeaba presa de convulsiones; y que la mujer
miró a su alrededor volviéndose asustada.
La nube de observadores se levantó en el aire como
una humareda de polvo verde delante del viento, y se deslizó rápidamente hacia
el templo al fondo de la garganta. Entonces, súbitamente, Plattner comprendió
el significado de la sombra negra del brazo extendido sobre su hombro y cerrado
sobre su presa. No tuvo el valor de volver la cabeza para ver a la Sombra
detrás del brazo. Con un esfuerzo violento y tapándose los ojos, se puso a
correr, dio tal vez veinte zancadas, luego resbaló en una piedra y cayó. Cayó
hacia adelante sobre sus manos y el frasco se hizo pedazos y estalló en el
momento en que él tocaba el suelo.
Al cabo de un momento se encontró, aturdido y
sangrando, sentado cara a cara con Lidgett, en el viejo jardín cercado de
detrás de la escuela. Aquí termina la narración de las experiencias de
Plattner. Me he resistido, creo que con éxito, a la predisposición natural de
un escritor de ficción a adornar esta clase de incidentes. En la medida de lo
posible, he contado las cosas en el mismo orden en que Plattner me las contó a
mí. He evitado cuidadosamente todo intento de estilo, efecto o construcción.
Hubiera sido fácil, por ejemplo, elaborar la escena del lecho de muerte con
alguna clase de trama que hubiera podido involucrar a Plattner. Pero aparte de
lo censurable que resultaría falsificar una historia de tan extraordinaria
autenticidad, unos artificios tan trillados habrían estropeado, en mi opinión,
el peculiar efecto de este mundo oscuro, con sus lívidas iluminaciones verdes y
sus Observadores flotantes de los Vivos, el cual, aunque invisible e
inaccesible para nosotros, subyace sin embargo a nuestro alrededor.
Queda añadir que hubo efectivamente una muerte en
Vincent Terrace, justo detrás del jardín de la escuela y, por lo que se pudo
probar, en el mismo momento del regreso de Plattner. El difunto era un
recaudador y agente de seguros. Su viuda, mucho más joven que él, se casó el
mes pasado con cierto señor Whymper, un cirujano veterinario de Allbleeding.
Dado que una parte de la historia relatada aquí ha circulado oralmente en
varias versiones por Sussexville, ella ha consentido en que yo utilizara su
nombre, con la condición de que yo diera a conocer con claridad que ella
desmiente, resueltamente, hasta el último detalle del relato de Plattner acerca
de los últimos momentos de su marido. Que ella no quemó ningún testamento,
dice, aunque Plattner jamás la acusó de hacerlo; que su marido solo había hecho
un testamento, y eso justo después de su boda. Claro que, para un hombre que
jamás lo había visto, la descripción que hizo Plattner del mobiliario de la
habitación resultaba curiosamente detallada.
Debo insistir sobre una cosa, aun a riesgo de
resultar tedioso por repetido, para que no pueda parecer que favorezco el punto
de vista crédulo y supersticioso. La ausencia del mundo durante nueve días de
Plattner es, en mi opinión, un hecho probado. Pero eso no prueba su historia.
No resulta nada inconcebible que incluso en el espacio exterior puedan ser
posibles las alucinaciones. Que el lector tenga eso, al menos, claramente
presente.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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