Augusto Roa Bastos
El primer desprendimiento de tierra se produjo a unos tres metros, a sus
espaldas. No le pareció al principio nada alarmante. Sería solamente una veta blanda
del terreno de arriba. Las tinieblas apenas se pusieron un poco más densas en el
angosto agujero por el que únicamente arrastrándose sobre el vientre un hombre podía
avanzar o retroceder. No podía detenerse ahora. Siguió avanzando con el plato de
hojalata que le servía de perforador. La creciente humedad que iba impregnando la
tosca dura lo alentaba. La barranca ya no estaría lejos; a lo sumo, unos cuatro
o cinco metros, lo que representaba unos veinticinco días más de trabajo hasta el
boquete liberador sobre el río.
Alternándose en turnos seguidos de cuatro horas, seis
presos hacían avanzar la excavación veinte centímetros diariamente. Hubieran podido
avanzar más rápido, pero la capacidad de trabajo estaba limitada por la posibilidad
de desalojar la tierra en el tacho de desperdicios sin que fuera notada. Se habían
abstenido de orinar en la lata que entraba y salía dos veces al día. Lo hacían en
los rincones de la celda húmeda y agrietada, con lo que si bien aumentaban el hedor
siniestro de la reclusión, ganaban también unos cuantos centímetros más de “bodega”
para el contrabando de la tierra excavada.
La guerra. civil había concluido seis meses atrás. La
perforación del túnel duraba cuatro. Entre tanto, habían fallecido, por diversas
causas, no del todo apacibles, diecisiete de los ochenta y nueve presos políticos
que se hallaban amontonados en esa inhóspita celda, antro, retrete, ergástula pestilente,
donde en tiempos de calma no habían entrado nunca más de ocho o diez presos comunes.
De los diecisiete presos que habían tenido la estúpida
ocurrencia de morirse, a nueve se habían llevado distintas enfermedades contraídas
antes o después de la prisión; a cuatro, los apremios urgentes de la cámara de torturas;
a dos, la rauda ventosa de la tisis galopante. Otros dos se habían suicidado abriéndose
las venas, uno con la púa de la hebilla del cinto; el otro, con el plato, cuyo borde
afiló en la pared, y que ahora servía de herramienta para la apertura del túnel.
Esta estadística era la que regía la vida de esos desgraciados.
Sus esperanzas y desalientos. Su congoja callosa, pero aún sensitiva. Su sed, el
hambre, los dolores, el hedor, su odio encendido en la sangre, en los ojos, como
esas mariposas de aceite que a pocos metros de allí –tal vez solamente un centenar–
brillaban en la Catedral delante de las imágenes.
La única respiración venía por el agujero aún ciego,
aún nonato, que iba creciendo como un hijo en el vientre de esos hombres ansiosos.
Por allí venía el olor puro de la libertad, un soplo fresco y brillante entre los
excrementos. Y allí se tocaba, en una especie de inminencia trabajada por el vértigo,
todo lo que estaba más allá de ese boquete negro.
Eso era lo que sentían los presos cuando escarbaban
la tosca con el plato de hojalata, en la noche angosta del túnel.
Un nuevo desprendimiento le enterró esta vez las piernas hasta los riñones.
Quiso moverse, encoger las extremidades atrapadas, pero no pudo. De golpe tuvo exacta
conciencia de lo que sucedía, mientras el dolor crecía con sordas puntadas en la
carne, en los huesos de las piernas enterradas. No había sido una simple veta reblandecida.
Probablemente era una cuña de tierra, un bloque espeso que llegaba hasta la superficie.
Probablemente todo un cimiento se estaba sumiendo en la falla provocado por el desprendimiento.
No le quedaba otro recurso que cavar hacia adelante
con todas sus fuerzas, sin respiro; cavar con el plato, con las uñas, hasta donde
pudiese. Quizá no eran cinco metros los que faltaban, quizá no eran veinticinco
días de zapa los que aún lo separaban del boquete salvador de la barranca del río.
Quizá eran menos, sólo unos cuantos centímetros, unos minutos más de arañazos profundos.
Se convirtió en un topo frenético. Sintió cada vez más húmeda la tierra. A medida
que le iba faltando el aire, se sentía más animado. Su esperanza crecía con la asfixia
Un poco de barro tibio entre los dedos le hizo prorrumpir en un grito casi feliz.
Pero estaba tan absorto en su emoción, la desesperante tiniebla del túnel lo envolvía
de tal modo, que no podía darse cuenta de que no era la proximidad del río, de que
no eran sus filtraciones las que hacían ese lodo tibio, sino su propia sangre brotando
debajo de las uñas y en las yemas heridas por la tosca. Ella, la tierra densa e
impenetrable, era ahora la que, en el epílogo del duelo mortal comenzado hacía mucho
tiempo, lo gastaba a él sin fatiga y lo empezaba a comer aún vivo y caliente. De
pronto, pareció alejarse un poco. Manoteó al vacío. Era él quien se estaba quedando
atrás en el aire como piedra que empezaba a estrangularlo. Procuró avanzar, pero
sus piernas ya irremediablemente formaban parte del bloque que se había desmoronado
sobre ellas. Ya ni las sentía. Sólo sentía la asfixia. Se estaba ahogando en un
río sólido y oscuro. Dejó de moverse, de pugnar inútilmente. La tortura se iba transformando
en una inexplicable delicia. Empezó a recordar.
Recordó aquella otra mina subterránea en la guerra del Chaco, hacía mucho
tiempo. Un tiempo que ahora se le antojaba fabuloso. Lo recordaba, sin embargo,
claramente, con todos los detalles.
En el frente de Gondra, la guerra se había estancado.
Hacía seis meses que paraguayos y bolivianos, empotrados frente a frente en sus
inexpugnables posiciones, cambiaban obstinados tiroteos e insultos. No había más
de cincuenta metros entre unos y otros.
En las pausas de ciertas noches que el melancólico olvido
había hecho de pronto atrozmente memorables, en lugar de metralla canjeaban música
y canciones de sus respectivas tierras.
El altiplano entero, pétreo y desolado, bajaba arrastrado
por la quejumbre de las cuecas; toda una raza hecha de cobre y castigo, desde su
plataforma cósmica bajaba hasta el polvo voraz de las trincheras. Y hasta allí bajaban
desde los grandes ríos, desde los grandes bosques paraguayos, desde el corazón de
su gente también absurda y cruelmente perseguida, las polcas y guaranias, juntándose,
hermanándose con aquel otro aliento melodioso que subía desde la muerte. Y así sucedía
porque era preciso que gente americana siguiese muriendo, matándose, para que ciertas
cosas se expresaran correctamente en términos de estadística y mercado, de trueques
y expoliaciones correctas, con cifras y números exactos, en boletines de la rapiña
internacional.
Fue en una de esas pausas en que en unión de otros catorce voluntarios, Perucho
Rodi, estudiante de ingeniería, buen hijo, hermano excelente, hermoso y suave moreno
de ojos verdes, había empezado a cavar ese túnel que debía salir detrás de las posiciones
bolivianas con un boquete que en el momento señalado entraría en erupción como el
cráter de un volcán.
En dieciocho días los ochenta metros de la gruesa perforación
subterránea quedaron cubiertos. Y el volcán entró en erupción con lava sólida de
metralla, de granadas, de proyectiles de todos los calibres, hasta arrasar las posiciones
enemigas.
Recordó en la noche azul, sin luna, el extraño silencio
que había precedido a la masacre y también el que lo había seguido, cuando ya todo
estaba terminado. Dos silencios idénticos, sepulcrales, latentes. Entre los dos,
sólo la posición de los astros había producido la mutación de una breve secuencia.
Todo estaba igual. Salvo los restos de esa espantosa carnicería que a lo sumo había
añadido un nuevo detalle apenas perceptible a la decoración del paisaje nocturno.
Recordó, un segundo antes del ataque, la visión de los
enemigos sumidos en el tranquilo sueño del que no despertarían. Recordó haber elegido
a sus víctimas, abarcándolas con el girar aún silencioso de su ametralladora. Sobre
todo, a una de ellas: un soldado que se retorcía en el remolino de una pesadilla.
Tal vez soñaba en ese momento en un túnel idéntico pero inverso al que les estaba
acercando al exterminio. En un pensamiento suficientemente extenso y flexible, esas
distinciones en realidad carecían de importancia. Era despreciable la circunstancia
de que uno fuese el exterminador y otro la víctima inminente. Pero en ese momento
todavía no podía saberlo.
Sólo recordó que había vaciado íntegramente su ametralladora.
Recordó que cuando la automática se le había finalmente recalentado y atascado,
la abandonó y siguió entonces arrojando granadas de mano, hasta que sus dos brazos
se le durmieron a los costados. Lo más extraño de todo era que, mientras sucedían
estas cosas, le habían atravesado recuerdos de otros hechos, reales y ficticios,
que, aparentemente no tenían entre sí ninguna conexión y acentuaban, en cambio,
la sensación de sueño en que él mismo flotaba. Pensó, por ejemplo, en el escapulario
carmesí de su madre (real); en el inmenso panambí de bronce de la tumba del poeta
Ortiz Guerrero (ficticio); en su hermanita María Isabel, recién recibida de maestra
(real). Estos parpadeos incoherentes de su imaginación duraron todo el tiempo. Recordó
haber regresado con ellos chapoteando en un vasto y espeso estero de sangre.
Aquel túnel del Chaco y este túnel que él mismo había
sugerido cavar en el suelo de la cárcel, que él personalmente había empezado a cavar
y que, por último, sólo a él le había servido de trampa mortal; este túnel y aquél
eran el mismo túnel; un único agujero recto y negro con un boquete de entrada pero
no de salida. Un agujero negro y recto que a pesar de su rectitud le había rodeado
desde que nació como un círculo subterráneo, irrevocable y fatal. Un túnel que tenía
ahora para él cuarenta años, pero que en realidad era mucho más viejo, realmente
inmemorial.
Aquella noche azul del Chaco, poblada de estruendos
y cadáveres había mentido una salida. Pero sólo había sido un sueño; menos que un
sueño: la decoración fantástica de un sueño futuro en medio del humo de la batalla
Con el último aliento, Perucho Rodi la volvía a soñar;
es decir, a vivir. Sólo ahora aquel sueño lejano era real. Y ahora sí que avistaba
el boquete enceguecedor, el perfecto redondel de la salida.
Soñó (recordó) que volvía a salir por aquel cráter en
erupción hacia la noche azulada, metálica, fragorosa. Volvió a sentir la ametralladora
ardiente y convulsa en sus manos. Soñó (recordó) que volvía a descargar ráfaga tras
ráfaga y que volvía a arrojar granada tras granada. Soñó (recordó) la cara de cada
una de sus víctimas. Las vio nítidamente. Eran ochenta y nueve en total. Al franquear
el límite secreto, las reconoció en un brusco resplandor y se estremeció: esas ochenta
y nueve caras vivas y terribles de sus víctimas eran (y seguirán siéndolo en un
fogonazo fotográfico infinito) las de sus compañeros de prisión. Incluso los diecisiete
muertos, a los cuales se había agregado uno más. Se soñó entre esos muertos. Soñó
que soñaba en un túnel. Se vio retorcerse en una pesadilla, soñando que cavaba,
que luchaba, que mataba. Recordó nítidamente el soldado enemigo a quien había abatido
con su ametralladora, mientras se retorcía en una pesadilla. Soñó que aquel soldado
enemigo lo abatía ahora a él con su ametralladora, tan exactamente parecido a él
mismo que se hubiera dicho que era su hermano mellizo.
El sueño de Perucho Rodi quedó sepultado en esa grieta
como un diamante negro que iba a alumbrar aún otra noche.
La frustrada evasión fue descubierta; el boquete de
entrada en el piso de la celda. El hecho inspiró a los guardianes.
Los presos de la celda 4 (llamada Valle-i), menos el evadido Perucho Rodi,
a la noche siguiente encontraron inexplicablemente descorrido el cerrojo. Sondearon
con sus ojos la noche siniestra del patio. Encontraron que inexplicablemente los
pasillos y corredores estaban desiertos. Avanzaron. No enfrentaron en la sombra
la sombra de ningún centinela. Inexplicablemente, el caserón circular parecía desierto.
La puerta trasera que daba a una callejuela clausurada, estaba inexplicablemente
entreabierta. La empujaron, salieron. Al salir, con el primer soplo fresco, los
abatió en masa sobre las piedras el fuego cruzado de las ametralladoras que las
oscuras troneras del panóptico escupieron sobre ellos durante algunos segundos.
Al día siguiente, la ciudad se enteró solamente de que
unos cuantos presos habían sido liquidados en el momento en que pretendían evadirse
por un túnel. El comunicado pudo mentir con la verdad. Existía un testimonio irrefutable:
el túnel. Los periodistas fueron invitados a examinarlo. Quedaron satisfechos al
ver el boquete de entrada en la celda. La evidencia anulaba algunos detalles insignificantes:
la inexistente salida que nadie pidió ver, las manchas de sangre aún frescas en
la callejuela abandonada.
Poco después el agujero fue cegado con piedras y la
celda 4 (Valle-i) volvió a quedar abarrotada.
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