Manfred George
Pedro contuvo una sonrisa cuando notó cómo su esposa, revisando el pequeño
montón de sobres a su lado, sobre la mesa en la que desayunaban, rápidamente lo
acomodaba de nuevo, después de haber sustraído con sigilo una carta. Ella miró fugazmente
a su marido, que aparentemente estaba entretenidísimo hurgando noticias en el voluminoso
Times.
Ella respiró más tranquila, bebió aprisa su té y se
incorporó, excusándose por tener que dar ciertas órdenes especiales a la cocinera
antes de que ésta se fuera al mercado.
Pedro se levantó a su vez, retirándose a la veranda
de su bella mansión en Surrey. El pasto estaba aún húmedo con el rocío que brillaba
bajo el sol tierno como un tapete verde cubierto de diamantes.
Aún era temprano, y así tuvo oportunidad de cavilar
sobre el experimento que había iniciado, con repentino impulso, sin considerar los
resultados psicológicos que podría traer. Para ver si sus teorías se confirmaban,
prudentemente regresó al comedor, donde, avergonzado en su interior, pero como un
muchacho de escuela, espió por detrás de la puerta que daba a la sala, donde estaba
su esposa.
Ella leía una carta junto a la ventana, su rostro inclinado.
Su cabello, medianamente largo, cubría sus sienes y la mitad de sus mejillas, y
este desarreglo casual le daba un no sé qué de dulce encanto. Sus labios, semiabiertos
como los de una muchacha leyendo un libro interesante, murmuraban quedamente las
palabras. Cuidadosamente Pedro se retiró, sintiéndose un poco a disgusto.
En el pasillo recogió su sombrero, su bastón, y salió
por la puerta principal. En el camino a la estación, reflexionó sobre el origen
de su experimento.
Ana y él habían ido al Teatro Princess, y después de
la función habían decidido ir a cenar a Cecil’s. Había notado cuán indiferente y
automática era la conversación de su mujer. A veces ella ponía tan poca atención
a sus palabras, que ni siquiera contestaba. Primero él se figuró que quizá tendría
dolor de cabeza. Pero un rato después, poco antes de que regresaran a su casa, el
joven Charley Crawford, un futuro brillante abogado, se les había acercado un momento,
y habían tenido un rato amable de grata conversación sobre los acontecimientos del
día.
Durante el trayecto a la casa, ella se había puesto
más alegre y hasta comunicativa. Habló del viaje que habían pensado hacer en el
otoño, sugirió una comida en la casa a la cual deberían invitar a algunos amigos
íntimos, y en los intervalos de su charla murmuraba algún trozo de sus canciones
favoritas. A la luz de los automóviles con los cuales se cruzaban, él pudo notar
que el aburrimiento había desaparecido de sus ojos. Sin embargo, poco después de
haber llegado a la casa, ella había tornado a su espíritu apático y cansado.
Él sabía, con entera seguridad, que no había nada entre
su esposa y el joven estudiante de leyes, de manera que tuvo que admitir el hecho
de que solamente el haberse encontrado con alguien agradable, había animado y divertido
a su mujer.
Cualquier sospecha estaba fuera de discusión. Ella tenía
cuarenta años, tres hijos, el menor de los cuales tenía ya casi once, y durante
la última década en su vida de casados, nada fuera de lo ordinario había ocurrido.
Ni una sola gran alegría, ni un solo gran dolor había turbado la pacífica vida de
la familia en esa bella, sobria mansión en Surrey.
Cierto día él la encontró sentada ante su escritorio,
contemplando fijamente un calendario. Cuando él se acercó, ella alzó el rostro,
y estaba triste.
–Bueno, Ana. ¿Qué te pasa?
En lugar de contestarle, ella solamente señaló el 1939
impreso en pequeñas figuras sobre el nombre del mes.
–¡Ya hace algunos meses que estamos en 1939, Ana! –dijo
él–. ¿Hay algo malo en este año, que te entristece así?
Ana se levantó de la silla, se acercó a la ventana,
y se quedó contemplando el jardín. Después, sacudiendo lentamente la cabeza, con
una mirada de desamparo que no puede ser descrita, se volvió y dijo:
–¡Piénsalo, Pedro! ¡Dentro de diez años todo esto habrá
desaparecido!
–¿Qué es lo que habrá desaparecido?
–¡Pues… pues todo!
Ella hizo un gesto vago, y se hundió en un sillón, cubriéndose
la cara con las manos… pero no lloró. Después alzó el rostro, mirándolo a él, sin
verlo. Pedro notó cómo esa mirada que no veía flotaba sobre él, para disolverse
luego nuevamente en una actitud de desamparo y desconsuelo.
Pedro se estremeció y huyó. ¡Comprendió! Pudo medir
la hondura de sus temores, y el amor que le tenía a su mujer le hizo sentir su sufrimiento.
Con el corazón entristecido, se fue al jardín a meditar. Ese momento que él siempre
había temido, estaba ya allí. Era el momento cuando una mujer, aparentemente despertada
por una nadería, recoge e inspecciona cuidadosamente el balance de su vida. Entre
más tranquila y fácil ha transcurrido la vida de un hombre y una mujer, menos permanece
para ella, cuando no ha tenido nunca iniciativa y se ha dejado llevar por los acontecimientos.
Los sentidos adormecidos y los deseos reprimidos, al acercarse la vejez, se despiertan
violentamente al revisar el balance de la vida.
Pedro pasó una mano por sus cabellos, sin propósito
alguno, y suspiró. Ya lo esperaba, pero lo había impresionado. Pero Ana hallaría
en él fuerte y fiel compañero. No quería jugar ese juego peligroso en el cual la
victoria del hombre significa el que la mujer pierda toda esperanza y toda felicidad.
¿No podría él revivir el fuego? ¿No podría él hacer que Ana, una vez más, hallara
gozo en su espíritu, que aún tanto prometía?
Pero tendría que actuar con mucho cuidado. Pensó que
para un carácter como el de Ana, no sería la realidad, sino la ilusión, la que proporcionaría
el impulso. Y así fue como Pedro había decidido una semana antes, después de dudarlo
mucho, mecanografiarle una carta, en papel comprado ex profeso, y en la cual un
ficticio Jaime Novarre le decía, en palabras corteses, respetuosas, pero cálidas,
que la había conocido una tarde, en Londres, y que consideraría un gran honor que
ella contestara su carta, cuando menos para convencerlo de que él no la había ofendido
con su impertinencia al atreverse a escribir.
Había pasado una semana antes de que Pedro hallara una
carta para él en la ventanilla de la oficina postal.
La respuesta de Ana a Jaime era corta, casi irónica
y negativa, pero entre líneas pudo entender que la puerta estaba abierta para una
correspondencia ulterior. Y así fue como ese día, la segunda carta de Jaime Novarre
había llegado a manos de su mujer. Pedro se había entregado por completo a su papel,
y en esta ocasión había dado más rienda a los sentimientos de Jaime Novarre. Estaban
ahora expresados con más fuerza, acercándose al espíritu de Ana tan honrada y certeramente
que estaba seguro de que Ana quedaría convencida de su sinceridad.
Todo esto pasó por su mente mientras el tren lo llevaba
a su trabajo en Londres. Tenía una sonrisa de satisfacción, como si hubiera hecho
una obra buena, cuando llegó a su oficina.
Era su costumbre telefonear a su casa, durante el curso
de la tarde, para avisarle a su mujer en cuál tren llegaría. Esta vez recibió la
sorpresa de que el sirviente le dijera que la señora había ido a Londres y que no
regresaría sino después de la cena. Al cavilar sobre el mensaje, recordó vagamente
algo de compras que su mujer tendría que hacer. Pedro cenó con algunos amigos, y
tomó el tren de las nueve y quince. Al salir de la estación, volteando a la izquierda,
vio a Ana poniendo una carta en el buzón de la esquina. Ella se sobresaltó al verlo,
pero él fingió no haber reparado en ella. Ana recobró el ánimo, desapareciendo en
la sombra, mientras él disminuía el paso para darle tiempo de llegar primero a la
casa.
Al llegar, ella le contó que las compras y las visitas
del día le habían dado dolor de cabeza, por lo que se acostaría ya. Él sonrió, pero
no pudo deshacerse de una sensación de inquietud. Dos hechos importantes aumentaron
su nerviosismo. El correo, que usualmente estaba acomodado prolijamente sobre su
mesa, estaba ahora desperdigado sobre el papel secante, y las flores en su buró
estaban marchitas, sus hojas caídas, por falta de cuidado.
Al día siguiente inquirió, algo tembloroso, si en la
ventanilla de correo había alguna carta para la persona con las iniciales J. N.
Abrió la carta en la cual Ana, cauta y lista como era, se mantenía aún a cierta
distancia, pero en la cual pudo notar tal sentimiento de desesperación, que sintió
un golpe que lo hizo quedarse en el correo para leer ahí mismo la carta por segunda
vez.
Dicha carta había sido escrita por una mujer terriblemente
decepcionada de la vida; esto no lo decía claramente, pero lo sugería entre líneas.
Expresaba sin embargo una esperanza, aún muy lejana y opaca, pero de tal intensidad
como Pedro nunca hubiera sospechado. Se sintió miserable e infeliz, y aunque él
mismo había ahondado en los secretos de su mujer, se sintió traicionado. Pensó en
sí mismo como en un hombre que, caminando por una carretera conocida, de repente
se ve ciego. Pero ahora decidió romper, a toda costa, la oscuridad.
Sentía tal prisa que, aunque estaba muy cerca de su
despacho, tomó una hoja de papel especial y lo puso en la máquina, y pronto las
teclas estaban golpeando una confesión salvaje y sin riendas de Jaime Novarre, en
la cual él se atrevía a analizar los sentimientos de su amada. A propósito escogió
los colores más negros. Escribió posando como un amante comprensivo y de sensibilidad,
sobre la amargura que debía haberle causado a Ana el casamiento con un hombre que,
aunque demasiado decente para herir voluntariamente, no gozaba ya de intimidad y
confianza. Sí, había veces en que sólo a fuerza se reprimía una actitud de abierta
hostilidad. En tales casos, a la mujer le faltaba el valor para reconocer ante sí
la verdad. Pero uno podía entender eso, pues era como una costumbre, existiendo
el lazo de los hijos y quizá también por algo de benevolencia. Todo lo que uno hacía
era cerrar los ojos y dejar que la vida pasara por encima. Pedro continuaba en este
tenor, dejándose llevar por su amor, por su ira, por su vanidad lastimada. La carta
era tan real para él mismo, que su mano temblaba al firmar el nombre del ficticio
amante que él había creado.
Pedro había llegado a la más cruel de las hipersensibilidades,
que lo capacitaban para entender a Ana como un libro abierto. ¡No perdió detalle!
Sus momentos ausentes, su irritación para responder a sus preguntas, las cartas
faltas de entusiasmo que ella escribía a los niños internos en el colegio. Todo
esto era para él una agonía. Tampoco dejó de percibir esa mirada soñadora con la
que sorprendía a Ana viéndose en el espejo, cada vez con más frecuencia.
Casi no pudo esperar el tiempo necesario para regresar
al correo por la respuesta. La primera vez que fue no había nada, ni los dos días
siguientes. Ya comenzaba a tildarse de estúpido, maldiciendo su imaginación, odiándose
a sí y a su mente analítica, que lo había impulsado a iniciar el ridículo experimento.
Por fin recibió una carta. Solamente había ido al correo
para asegurarse, pues, dentro de sí, consideraba concluido el asunto. Había planeado
llevar a Ana a la Riviera, como compensación de su pecado… pero cuando abrió la
carta y leyó las primeras líneas, comenzó a temblar tan violentamente que tuvo que
sentarse. Ana se excusaba por la tardanza en contestar, diciendo que había necesitado
poner en orden sus ideas sobre la situación. La última carta de Jaime había llegado
certeramente al fondo. Ahora sí podía creer en la sinceridad de sus sentimientos.
Una persona que podía en tal forma describirla a ella y a sus sensaciones y deseos,
tan detalladamente, no podía estar siguiendo la aventura de un encuentro casual.
La descripción que Jaime hacía de su vida de casada y de sus sentimientos hacia
su esposo eran de una dolorosa exactitud. Ella no podía negar aquello que él había
adivinado tan claramente.
Seguían unas cuantas líneas en las cuales ella escribía
con tristeza de la vida de Pedro y de la suya propia, terminando por preguntar por
qué Jaime, que había iniciado la correspondencia, nunca le había dado su dirección.
La carta estaba firmada: “Afectuosamente suya, Ana Myroem”.
Cuando Pedro abandonó la oficina de correos, se sentía
vacilar, y tuvo que apoyarse en una puerta. Pudo entrar a una cantina, escoger un
rincón quieto y pedir un brandy. Dos largas horas permaneció contemplando en silencio
la mesa. Las vetas en la cubierta de mármol danzaban ante sus ojos, formando las
figuras más fantásticas. Era incapaz de pensar coherentemente. A la hora de cerrar,
tuvieron que avisarle. Murmuró una excusa, dejó propina extra y tomó un taxi a la
estación. Una vez en Sutton, caminó a su casa, pero cada paso le parecía inútil.
Todas sus ideas estaban concentradas en esa palabra: “Final”.
Estaba tan apático que hasta la indiferente Ana lo notó.
Contestó evasivamente a sus preguntas y obtuvo una rencorosa satisfacción al notar
que a su mujer le era suficiente. Hasta eso, ella parecía contenta, un tanto nerviosa
y expectante.
Al día siguiente, después de la comida, salieron al
jardín, como era costumbre que lo hicieran todos los domingos. Ana cortó algunas
flores, cantando suavemente. Él intentó iniciar una conversación, pero siempre las
palabras se le ahogaban en la garganta. Sin decir nada, regresaron a la casa. Ana
se excusó y se retiró a su cuarto. Pedro se fue a la biblioteca para arreglar algunos
libros y papeles. Leyó algunas cartas, pero cuando las volvió a colocar en sus sobres,
se dio cuenta de que no sabía lo que había leído. Arriba, Ana dormía con un aire
de infantil alegría y esperanza. ¿Qué hacer? Esta pregunta la llevó clavada Pedro
durante los días siguientes. No podía contestar la siguiente carta con el nombre
de Jaime Novarre. ¿Confesaría todo? ¿Actuaría como si el tal Jaime Novarre realmente
existiera, y él lo hubiera descubierto todo? o, de otro modo, ¿dejaría que la aventura
de Ana terminara por sí sola, por falta de combustible del cual nutrirse?
No podía decidir, y antes de que se diera cuenta, una
semana había transcurrido. Una tarde Ana le dijo:
–Pedro, quisiera hablar contigo.
Él se volvió hacia ella y se estremeció al ver su cara.
Tenía una expresión de contento reprimido, y también de temor. Adivinó que algo
inesperado iba a suceder.
Ella se sentó en una silla frente a él, y con el abrecartas
comenzó a dibujar líneas inciertas sobre la mesa.
–Bueno, dime –respondió él–, ¿qué es?
–Es algo muy serio, Pedro. ¡Conocí a otro hombre!
Las manos de Pedro apretaron los brazos de su sillón.
Ahora su engaño había asumido las proporciones de una catástrofe. Decidió inmediatamente
decírselo todo, pero ella, con un gesto de la mano, contuvo las palabras en su boca.
–Se llama Jaime Novarre. ¡Apuesto a que simpatizarías
con él!
Pedro examinaba cuidadosamente su cara.
–¿Me simpatizaría? ¿Qué quieres decir? ¿Qué parecido
tiene y dónde lo conociste?
–Fue una cosa rara. Parece que él me conoció en Londres.
Después me escribió, y finalmente nos conocimos.
Sorprendido, Pedro brincó. Casi gritó:
–¿Tú qué? ¿Lo conociste?
–Sí, claro, lo conocí.
Pedro no sabía qué contestar. Cubrió su rostro con las
manos. Era tarde. La luz no estaba encendida aún. Los libros y los cuadros estaban
hundidos en la sombra. La silueta de Ana contra la luz de la ventana parecía una
cosa irreal. Hizo un gesto con la mano hacia ella y dijo:
–¿Dices que conociste a Jaime Novarre? Pero si eso es
imposible. ¡No entiendo!
–No estuvo bien que no te lo dijera antes. Pero tú me
comprenderás. Este hombre me escribió algunas cartas después de que me vio en algún
lado en Londres. Debo admitir que se las contesté. Lo hice porque la voz en ellas
me conmovió. Era de una calidad inspiradora de confianza, tal como no la había conocido
antes. Un día fue… fue bastante explícito al narrarme sus sentimientos… yo…
Pedro vio cómo Ana, demasiado honesta para mentir, y
demasiado conmovida para continuar, terminó con un gesto de la mano.
–…de todos modos, la correspondencia cesó algo bruscamente,
y como yo quería conocer a la persona que me había escrito, lo busqué.
–¿Lo buscaste? –tartamudeó Pedro. Con fuerza oprimía
las manos una contra la otra para reprimir el temblor que sacudía todo su cuerpo.
–Sí, lo busqué. Él nunca me había dado su dirección,
pero la hallé pronto en el directorio. Sólo había dos Novarre. Uno era un coronel
retirado, el otro un artista, un pintor. Solamente el pintor podía haber sido, en
cuanto que el sello del correo en las cartas coincidía con el rumbo en que vive.
Por cierto, es cerca de tu oficina.
–De mi oficina… –repitió mecánicamente Pedro.
–Tomé las cartas y lo fui a ver. Primero se hizo como
que esto lo sorprendía mucho, hasta llegó a negar que él fuera la persona. Pero
cuando le mostré las cartas y lo forcé a leerlas, no tuvo más remedio que admitirlo.
Pedro se incorporó violentamente, y tomó a Ana de los
hombros:
–¿Qué admitió?
–Que él había escrito las cartas y que me ama.
Pedro se quejó:
–¡Villano, villano!
–No tienes derecho a hablar así de Jaime Novarre. Tú
y yo hemos vivido tanto tiempo juntos que ya debes saber que nunca actúo impulsivamente
o sin reflexionar. Nos hemos prometido decirnos todo, sin reservas. ¿Preferirías
que te engañara? Nuestro pasado tiene tanto valor para mí, que yo no lo mancharía
como otras mujeres, que se divierten a espaldas de sus maridos. Yo hablo en serio.
Nuestro futuro está en juego. Tenemos que hallar una solución. ¡Yo amo a Jaime Novarre!
Durante dos días con sus noches Pedro luchó consigo
tratando de decidir si decirle o no la verdad a su mujer. Pero Ana nunca le perdonaría
ese hecho, o su propio error, y nunca olvidaría haber sido atrapada. Él había jugado
con el destino, y el destino lo había aplastado. Permaneció en silencio, y una tarde
apretó la mano de Ana, asintiendo calladamente. Era señal de que había accedido.
***
Cuando Pedro conoció a Jaime Novarre lo saludó con respeto. Nunca más se
hablaron, porque Pedro en parte temía y en parte respetaba al hombre que, dos días
antes del matrimonio, había ido a pedirle, con voz entrecortada por la emoción,
y por la mujer que ambos amaban, su palabra de honor de que nunca le diría a su
esposa cómo había podido ganar su amor sólo por un estúpido accidente…
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