Jorge Ibargüengoitia
Todo empezó con una obra
de caridad: Visitar a los enfermos. Mi amigo Willert estaba enfermo de anginas y
varias personas fuimos a visitarlo. Durante esa visita nos bebimos la famosa botella
de ron que estuvo a punto de causar la muerte de Willert. Pero eso no es lo importante;
lo importante es que los visitantes éramos el arquitecto Boris Gudonov, Rita su
esposa, Blanca y yo. Boris Gudonov es el villano de esta historia, Blanca y yo fuimos
sus víctimas. Rita y Willert no son más que comparsas.
No
importa lo que bebimos, ni lo que comimos, ni de lo que hablamos. Lo que importa
es que Blanca tenía unos muslos fenomenales, que no bebía una gota y que a cierta
hora se puso de pie y dijo:
–Tengo
que irme.
–Yo
te llevo –dijo Boris Gudonov.
La
llevó a su casa en el coche y tardó tres horas en regresar.
Cuando
Boris volvió, Rita, Willert y yo estábamos completamente borrachos, pero recuerdo
muy bien, sin temor a equivocarme, que Boris se acercó y me dijo al oído.
–No
le digas a Rita, pero acabo de acostarme con Blanca.
Esa
fue la segunda vez que la vi. Antes de conocer a Blanca alguien me la había descrito
como “una mujer bellísima, enamorada de imposibles”. Cuando la conocí estaba vestida
de color de rosa fuerte y sentada junto a un joven tímido.
“Este
es uno de los imposibles”, pensé.
Me
decepcionó mucho. El rosa le quedaba muy mal.
Tenía
el pelo lacio y muy mal cortado y la piel del color de la cáscara de la chirimoya.
Meses
después del episodio en casa de Willert, la encontré en una fiesta en casa de Boris
Gudonov. Estaba sentada en un sofá, con tres borrachos alrededor empeñados en tocarle
los muslos; tenía una discusión sobre costumbres cristianas.
Blanca
era muy católica y los borrachos eran ateos y querían hacerla entrar en razón.
Tomé
un almohadón y se lo puse sobre las piernas, para protegerla de aquellas palpaciones.
Ella me miró sorprendida y agradecida.
–¿Quién
se lleva a Blanca? –preguntó Rita, cuando dieron las doce de la noche.
Los
tres borrachos, Boris Gudonov y yo ofrecimos llevarla. Blanca se fue conmigo, a
pesar de que yo era el único que no tenía coche, ni dinero para el taxi.
Cuando
caminábamos por la Colonia Narvarte, le dije que me había dado cuenta de que ella
era tímida.
Con
eso la conquisté.
–Quisiera
verte, para tomar un café y platicar contigo –dije. Quería hacer una cita para otro
día porque esa noche no tenía para el hotel.
A
ella le pareció muy bien. Nos sentamos al pie de una verja y ella empezó a hablar
de la “comprensión”. Es decir, de lo maravilloso que es cuando dos almas se entienden.
Pero las nuestras no se entendieron, porque yo estaba pensando en la cama y ella
en el matrimonio.
Al
día siguiente fuimos a caminar un rato y después entramos en un restaurante a tomar
café. Ella me relató, de una manera abstracta, sus amores imposibles. Yo le dije
mi edad y le pregunté la suya.
–Tengo
dos años más de los que parece.
Había
lloviznado y cuando salimos del restaurante hacía fresco. Le puse mi impermeable
encima y le dije:
–Bueno,
ahora vamos a hacer el amor.
Ella
me miró llena de desencanto.
–Eso
sí que no.
–Entonces
no perdamos el tiempo –le dije.
Tomamos
un camión que la dejaba cerca de su casa.
–Parecemos
un matrimonio –me dijo cuando nos sentamos–, que ha ido al cine y que ahora regresa
a su casa a merendar café con leche y pan.
Después
se fue taciturna, pensando, quizá, que yo era “como los demás”.
Tres
días después se me ocurrió hacer otro intento y la llamé por teléfono. Ella me contestó
con la rapidez y la sofocación de quien ha esperado tres días una llamada.
–¿Qué
haces? –le pregunté.
–Voy
a la Merced –me contestó.
La
acompañé a la Merced a comprar pescado, pollo y melones. Cuando tomamos el camión
de regreso ya éramos novios.
Al
entrar en su casa le toqué las nalgas, causando la hilaridad de unos niños que vivían
allí cerca. Ella me miró con reproche.
–¿Por
qué eres así?
En
la casa no había nadie, pero la vi tan nerviosa que no insistía.
–¿Quieres
agua de limón? –me preguntó.
Cuando
le dije que sí, cogió un vaso que estaba ya servido y abandonado en una mesa y lo
metió en el refrigerador, para que se enfriara.
Fuimos
a la sala. Había un televisor, un cenicero de porcelana que figuraba una casita
con chimenea funcional y varios retratos al óleo de Blanca: de huipil, de tehuana
y experimentando la tragedia del Valle del Mezquital.
–Eres
de la raza opresora –me dijo.
Fui
su novio durante dos o tres semanas. Iba por ella a la Universidad, porque estaba
estudiando para trabajadora social. Caminábamos largas horas y después nos sentábamos
en un parque, porque yo no tenía dinero para más. Un día quise convidarle unos sopes,
pero cuando supo que eran a peso, le pareció un despilfarro y me llevó arrastrando
hasta la esquina.
–No
gastes en mí –me dijo.
Y
no comimos sopes.
Una
tarde, estábamos sentados en una placita que hay en San Ángel, sin decir nada. Cuando
pasó un camión haciendo mucho ruido, me dijo.
–Se
rompió el hechizo.
No
le contesté.
Estaba
tan resignada a pasar miserias a mi lado, que hasta yo empecé a creer que acabaríamos
casándonos.
Blanca
vivía con su padre, que era jefe de algún archivo, su madre, que era una abnegada
mujer mexicana, la esposa abandonada de un hermano de Blanca, las seis hijas de
este matrimonio y un hermano soltero.
Cuando
me conocieron, el día en que vimos en la televisión una película argentina, la madre
dijo, según Blanca, que era “de confianza”, pero el resto de la familia pensaba
que “todos los hombres son muy malos, ofrecen muchos regalos, etc.” Esto me lo contó
Blanca, porque yo no les oí decir más que “buenas noches”.
–Yo
sé que en el fondo eres bueno –me decía Blanca.
Una
noche que estábamos platicando en el jardín que quedaba fuera de su casa, llegó
el hermano soltero, entró sin saludarme, subió a su cuarto y a los cinco minutos
abrió la ventana con mucha violencia, para que supiéramos que era hora de despedirse.
–Me
gustas tanto –me dijo un día–, que si pasara junto a mí Rock Hudson, ni lo miraría
siquiera.
Me
sentía obligado a casarme con ella, porque ella creía que iba a casarme con ella.
–Si
esto se acabara –me dijo durante uno de nuestros paseos vespertinos–, me daría mucha
tristeza.
Y
no se hubiera acabado, si no hubiera sido por lo que pasó en el bar “Del paseo”.
La
cosa fue así: un día tuve dinero y la invité a tomar la copa. Ella pidió un vermuth
batido que le duró toda la tarde. Cuando se lo terminó, me dijo cómo iban a llamarse
nuestros hijos.
–El
primero, Ernesto, el segundo, Juan, el tercero, Esteban, por san Esteban. Y las
mujercitas… etcétera.
Se
apagó la luz en el hostal. Cuando íbamos a salir, nos dieron una vela y bajamos
doce pisos alumbrándonos con ella. Al llegar a la calle, le dije:
–Esto
no puede seguir así.
Pero
así como antes no había entendido que lo que yo quería era acostarme con ella, no
entendió entonces que no quería casarme con ella. Explicarle que no iba a haber
matrimonio me tomó tres sesiones mortales. Le dije que necesitaba libertad, le dije
que tenía dos amantes de las que no quería prescindir, le dije que nunca iba a tener
dinero para casarme. En la tercera sesión me dijo:
–Si
necesitas libertad y dos amantes y no tienes dinero, vamos a seguir como tú quieras.
Si
por allí hubiera empezado, si me hubiera dicho eso al salir del restaurante, después
de tomar café, aquella vez que lloviznó, ahora estaríamos casados.
Pero
lo dijo demasiado tarde.
–Blanca,
lo que quiero es no seguir de ninguna manera.
Durante
meses, Blanca anduvo lloriqueando y contándole a mis amigos que yo la había abandonado.
Después
se le pasó, porque no le faltaban oportunidades. Durante una época trató de regenerar
a uno de aquellos tres borrachos del sofá; después estuvo, durante años, a punto
de casarse con un americano.
Hace
poco, el borracho a quien Blanca no pudo regenerar y que seguía borracho, me dijo:
–Cuando
Blanca y yo éramos amantes, me decía que a ti te había querido mucho y que nunca
le hiciste nada.
Me
di cuenta de que me había convertido en otro de “los imposibles”. Me puse furioso.
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