Robert Walser
Hay
mañanas en los talleres de zapatería, mañanas en las calles y mañanas en los
montes, y puede que estas últimas sean, casi con certeza, lo más bello que existe
en el mundo, aunque una mañana en un Banco dé mucho más que pensar,
decididamente. Supongamos que sea un lunes por la mañana, sin duda la más
matinal de todas las mañanas de la semana; el olor del lunes por la mañana se
distribuye perfectamente en los departamentos de contabilidad de las grandes
instituciones bancarias.
En
una de esas salas suele haber diez y quince hileras de escritorios con pasillos
para pasar revista, y en cada escritorio doble trabaja un par de personas. Se
suele hablar de pares de zapatos, ¿por qué no sería correcto hablar, en ciertos
casos, de pares de personas? En un punto más elevado de la sala se halla el
escritorio del jefe. El jefe de sección es una especie de grueso saco con una
cara monstruosa sobre las espaldas. La cara, que encaja directamente en el
tronco sin necesidad del añadido de un cuello, es de un rojo ígneo y parece
estar siempre nadando. Son las ocho y diez; el jefe Hasler sobrevuela el local
con unas cuantas miradas dirigidas para controlar si ya están todos. Faltan
dos, y son una vez más, cómo no, Helbling y Senn.
En
ese momento crucial entra precipitadamente, tosiendo y jadeando, el contador Senn,
un hombre macilento y espigado. Hasler conoce esa tos, es simple y llanamente
una forma de pedir excusas. Cuando la gente es demasiado orgullosa y testaruda
para abrir la boca y disculparse como es debido, suele toser. Con frenética
celeridad hunde Senn la nariz en sus libros y hace como si ya llevara varias horas
absorto en su trabajito. Han vuelto a pasar diez minutos. Son las ocho y veinte.
“Algo francamente inaudito”, piensa Hasler, y en ese momento entra Helbling.
Totalmente
“alunesado”, pálido y con expresión confusa, vuela como una flecha a su puesto.
Claro que… al menos hubiera podido disculparse. Arriba, en el estanque de Hasler
–me refiero al cerebro– emerge como una rana verde la siguiente idea: “Francamente,
eso ya se pasa de castaño oscuro”. Se dirige en silencio hacia Helbling, se para
detrás de él y le pregunta por qué no puede llegar a la hora, como los demás. Es
algo que, francamente, lo llena de asombro. Helbling no repica palabra, se ha
acostumbrado hace ya tiempo a dejar sin respuesta las preguntas de su jefe. Hasler
regresa a su casi atalaya, desde la cual dirige el departamento de contabilidad.
Las
ocho y media. Helbling saca su reloj de bolsillo para comparar su cara con la
del gran reloj de la oficina. Suspira, sólo han transcurrido diez pequeños,
minúsculos, delgados, tiernos y puntiagudos minutos, y ante él tiene varias
gruesas y corpulentas horas. Intenta probar si es capaz de hacerse a la idea de
que ahora debe trabajar. La prueba falla, pero al menos ha modificado un poco
la cara del reloj. Se han desvanecido otros cinco gráciles y entrañables
minutos. Helbling ama los minutos que han transcurrido, pero odia, en cambio,
los que aún han de venir y los que le dan la impresión de no querer avanzar
como es debido. Querría pegarles a esos minutos perezosos. Mentalmente muele
los minuteros a golpes. Al horario no se atreve a mirarlo, pues tendría motivos
para temer que se desmayaría.
En
fin, una mañana en un Banco, un mundo entre escritorios. Afuera brilla el sol.
Pero ahora Senn se acerca a la ventana, ya tiene bastante, como suele decirse,
y con un brusco gesto de protesta abre los dos batientes para que entre aire. Que
el tiempo no estaba como para abrir ventanas, observó Hasler a Senn desde lo
alto. Éste se vuelve y dirige a su jefe unas palabras que sólo podría
permitirse un empleado o funcionario con muchos años de servicio. Pero Hasler
ya está hasta las narices y pide al otro que no emplee “ese tono”. Con ello se
zanja el incidente, la ventana vuelve a cerrarse suavemente hasta la mitad, Senn
murmura unas palabras para sus adentros y la paz reina un rato.
Las
nueve menos cinco. Con qué horrible lentitud pasa el tiempo para Helbling. Se
pregunta por qué no podrían ser ya las nueve, sería al menos una hora, tras lo
cual habría aún más que suficiente. Se ensaña con esos cinco minutos hasta que
al final pasan y el reloj da las nueve. Cada campanada del engranaje es acompañada
por un suspiro de la boca de Helbling. Éste se saca el reloj del bolsillo, que
también marca las nueve, y esta doble confirmación lo entristece. “La verdad es
que no debería mirar tanto el reloj, no debe ser muy sano”, piensa mientras se
acaricia el bigote. Esto lo advierte uno de sus colegas, el Meier del campo,
que se vuelve hacia el Meier de la ciudad y le dice en voz baja: “¿No es una
vergüenza que Helbling está otra vez matando el tiempo?”. Al oír esta
observación susurrada, un rectángulo de cabezas gira en dirección al bigote que
está siendo alisado. No se le escapa este movimiento a Hasler, quien no tarda
en advertir lo que ocurre, se dirige en silencio al puesto de Helbling y, para
variar, vuelve a pararse detrás de él.
–¿Qué
está usted haciendo, Helbling?
Y
el muy sinvergüenza tampoco responde esta vez. “Tenga la bondad de contestarme
cuando le pregunto algo. ¡Vaya comportamiento el suyo! Primero llega con media
hora de retraso (Helbling dice: ‘No es cierto –y quiere proseguir–: sólo he
llegado veinte minutos tarde’), luego se queda pensando si debe o no trabajar,
y por último hasta quiere protestar. Esto no puede seguir así. Enséñeme lo que
ha hecho”. Y Hasler examina más con la barbilla que con los ojos lo que Helbling
acaba de hacer. Ve tres cifras y el esbozo de una cuarta. ¿Eso es todo? Helbling
dice que tenía las mejores intenciones de trabajar, pero que mientras no tenga
plumas en buen estado le resultará difícil hacerlo. Pues entonces que trate de
agenciarse unas plumas, si no le parece mal. Puro pretexto. Y Hasler vuelve
nadando a su fortín. Al llegar allí, saca una manzana del escritorio y se monta
un segundo desayuno. Helbling aprovecha la ocasión para “ir rápidamente al
servicio”. El Meier del campo hace notar a sus colegas la “salida” de Helbling.
Trece
minutos enteros –se los calcularon con rigurosa exactitud– permaneció fuera Helbling.
Durante todo ese tiempo, unos diez colegas mayores y menores se acercaron, por
turno, al escritorio del ausente para observar las tres cifras que constituían
su trabajo. Un instante después, todo el departamento de contabilidad se había
enterado de que Helbling podía poner a punto tres cifras en una hora; el Meier del
campo fue de escritorio en escritorio divulgando la noticia. Uno va “afuera”
para ver qué está haciendo “él”. Más tarde “él” vuelve a entrar.
Entretanto
son las nueve y media. Desde fuera llega una bella y límpida voz femenina hasta
la sala, al parecer es una cantante que está ensayando. Sí, en las proximidades,
quizás a dos casas de distancia rumbo a la estación, podría ser. Algunos
empleados enderezan la pluma y se abandonan al placer de escuchar. Helbling
también parece ser amante de la música. Además bosteza varias veces. Un segundo
después se acaricia la mejilla con la palma de la mano para matar otro poco de
tiempo. Las caricias duran casi cinco minutos enteros. “Ahora se está
acariciando”, murmura el Meier del campo al oído del Meier de la ciudad. “Estupenda
voz la de fuera”, opina Glauser, uno de los que trabajan. La voz de la cantante
provoca cierto revuelo en la sala. Hasta el jefe de la correspondencia, Steiner,
se pone a escucharla, lo cual no es poco. Sobre esos rellanos de escalera que
son los labios de Hasler brilla un resto del jugo de manzana como cera amarilla
sobre escaleras auténticas, y él se lo seca con un pañuelo de cuadraditos rojos.
“¡Qué hermosa voz llega de fuera! ¡Allí afuera están el aire y la naturaleza!” Así
piensa el pequeño Glauser, que tiene talento poético. Helbling se dirige al
escritorio de Glauser con la clarísima intención de matar más tiempo con el
paseíto. Después de todo, a Glauser también le gusta el cotilleo, aunque sea un
ambicioso que todo el tiempo se esfuerza por complacer a Hasler. Con un par de
miradas éste hace volver a Helbling a su puesto de trabajo, pero ya se han extinguido
otros doce minutos. También el canto se ha extinguido.
Toda
aquella gente en la sala no sabe lo que se agita allá abajo, en la calle. Y las
olas en el lago cercano, ¿qué hacen?, y el cielo, ¿qué aspecto podrá tener? Sólo
Senn, el hirsuto y crítico revolucionario, fácilmente proclive a la protesta,
se permite sacar un momentito su cabeza al aire fresco. Pero es castigado con
un sonido sibilante y prolongado que sale de la cabina del capitán: “¡Habrase
visto!”. Hasler sacude su parque público o cabeza en señal de desaprobación
tras lo cual Senn, para hacerle otra jugada a Hasler, empieza a raspar sus
libros con el cuchillo raspador, cosa que el jefe odia a muerte.
¡Las
diez! “Apenas la mitad”, piensa Helbling con la sensación de reprimir una gran
dosis de melancolía. Le entran ganas de chillar en ese mismo instante. ¿Haría
bien en ir de nuevo “al lavabo”? No se atreve. Más bien se agacha como si
hubiera dejado caer algo, lo cual no es cierto en absoluto. En esa posición
arqueada permanece cuatro largos minutos, como si aquel lapso temporal fuera el
necesario para atarse los zapatos o recoger un lápiz. Está de un humor atroz.
Empieza a imaginar que son las doce. Cuando dieran las doce dejaría caer la
pluma como un peón caminero su pala, y pondría pies en polvorosa, ¡qué delicia!
Y mientras se entrega así a sus fantasías, Hasler, para variar, se ha deslizado
por detrás para observarlo de cerca.
–¿Qué
está usted haciendo?
–Ahora
mismo estoy clasificando el material del “extranjero”.
–Creo
que, francamente, en vez de clasificarlo es más bien usted quien está en el
“extranjero”. Y si no se pone a trabajar ahora mismo, tomaré otro tipo de
medidas. A ver si se avergüenza y hace un esfuerzo. Si todas mis amonestaciones
no sirven para nada, hablaré con el señor director. Vaya con mucho cuidado. Y
dese por enterado.
Y
el caballo de mar vuelve a tumbarse en su banco de arena. La sala entera está
agradablemente animada; un conflicto Helbling-Hasler trae siempre consigo un
anhelado cambio de aire. Helbling se dirige hasta donde está el Meier del campo
y le ruega que lo ayude a controlar las cifras. Acabado el control (¡ojalá
saltaran ahora las venas del mundo!), son ya las diez y media. Una solemne
banda de instrumentos de metal pasa por la calle; todo el mundo corre a las
ventanas, es el cortejo que acompaña al cementerio los restos de un ex
consejero federal. Hasta el jefe de la correspondencia, insensible a la mayoría
de los acontecimientos, se ha incorporado bruscamente para mirar abajo. Este
incidente supone quince minutos abonados en cuenta. Ya son las once menos cuarto.
Helbling está medio loco, apoya a cada rato la frente contra el borde del
escritorio y se humedece la nariz con tinta para poder consumir tiempo
limpiándosela. Se han pulverizado otros diez minutos y ya sólo quedan cuatro
encantadores minutillos hasta las once. Esos cuatro minutos transcurren como en
un compás de espera, uno tras otro. A las once en punto Helbling sale
“nuevamente” al lavabo. Que el muy cara dura ha vuelto a ir al servicio, se oye
en el centro de la sala. Once y cuarto, once y veinte, once y media.
El
pequeño Glauser dice entonces a Senn que ya son las once y media y, según acaba
de advertir, Helbling aún no ha escrito una sola raya. El Meier del campo se
acerca a Hasler para informarle que aquel día tiene que salir media hora antes
por un recado urgentísimo. Helbling se ha girado y presta oído a la
conversación. Envidia atrozmente al Meier del campo. Desde la calle llega un
ruido de coches que pasan muy de prisa; frente a la sala aparece, en el vano de
una ventana, la figura de un criado de casa señorial que está limpiando una
alfombra. Helbling se pasa un buen cuarto de hora mirando en esa dirección. Para
ponerse a trabajar es ya, en su opinión, demasiado tarde. Senn se dispone a
levar anclas y Helbling observa cómo su compañero se dispone a alzar el vuelo. A
las doce menos dos minutos varios empleados se ponen el sombrero y se cambian
de chaqueta; Helbling ya está en la calle. Hasler se marchó cinco minutos antes.
La mañana ha sido superada.
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