Miguel de Unamuno
Lo más hermoso de la ciudad de Ciamaña –nombre que los eruditos locales interpretaban
como contracción de Ciudad magna–, lo primero que de ella se mostraba al visitante
forastero era el Casino; y lo más hermoso del Casino, el jardín; y lo más hermoso
del jardín, aquel estanque de su centro, rodeado de árboles tranquilos –no los sacudían
ni aun mecían los vientos–, que se miraban en las quietas aguas. Para los poetas
casineros cimañenses el mayor regalo era sentarse en las tardes serenas del otoño
junto al estanque, a ver en el cristal terso de su sobrehaz reflejarse el follaje
ya enrojecido de los árboles sobre el reflejo del azul limpidísimo del cielo. Sólo
por gozar de tal delicia valía vivir en Ciamaña.
No había más que una cosa que perturbara tan apacible
manera de vivir. Eran los mosquitos, que en el estío y aun en la otoñada molestaban
a los socios del Casino de Ciamaña. El gabinete de lectura tenía que mantenerse
cerrado durante esa época del año. Los que iban al delicioso jardín tenían que irse
provistos de un abanico, y no para darse aire, sino para espantar mosquitos. Hubo
quien propuso que en el gabinete de lectura se proveyese a cada pupitre con un mosquitero,
y que así los lectores leyesen dentro de una especie de jaula de tul. Hasta que
llegó uno con el remedio, y fue que se poblase el estanque de ranas.
–No hay como las ranas –decía– para acabar con los mosquitos.
Estos ponen sus huevecillos en el agua estancada y en ésta nacen, crecen y se crían
las larvas de los mosquitos. Y como las ranas se alimentan de esas larvas, acaban
con los mosquitos. En otras partes mantienen camaleones a ese efecto. Y desengáñense
ustedes, para combatir el paludismo, la malaria, mejor que plantar eucaliptos –¡como
si se fuese a coger los mosquitos con liga!– es poblar las charcas y los estanques
y los remansos de los ríos con ranas que se coman las larvas del anofele, mosquito
portador de la malaria.
Y así es como se criaron ranas en el hermoso estanque
del hermoso jardín del hermoso Casino de la hermosa ciudad de Ciamaña. Con gran
encanto y regocijo de los poetas y sus similares. Porque los poetas casineros ciamañeses
eran batracófilos, amantes de las ranas. No que les gustase comérselas, sino verlas
estarse posadas a la orilla del estanque o sobre una boya flotante o saltar y oírlas
croar. El más inspirado de esos poetas aseguraba que nunca componía mejor sus odas
y elegías y madrigales que haciéndolo, de día, al pie de un olivo y al arrullo –así
le llamaba él, arrullo– de los chirridos de las cigarras, y de noche, junto al estanque
del Casino y al arrullo –arrullo también éste– de los croídos de las ranas. Como
que compuso un libro titulado: Chirridos diurnos y croídos nocturnos. Lo
de croído, de croar, como silbido y chirrido de silbar y chirriar, era palabra que
él inventó. Y seguían al poeta todos los espíritus de la naturaleza soñadora y romántica.
Los soñadores soñaban mejor oyendo croar a las ranas, y por eso eran batracófilos.
Pero frente a los soñadores estaban los dormidores,
los que querían dormir y no soñar, los espíritus prácticos, y a éstos les molestaba
el croar de las ranas mucho más que el zumbar de los mosquitos y aun las picaduras
de éstos. Y como eran espíritus científicos no se dejaban convencer, a falta de
suficiente prueba estadística y comparativa, de que las ranas acabasen con los mosquitos.
Que si éstos faltaban desde que había ranas podía ser otra causa intercurrente.
Así es que los dormidores o espíritus científicos se declararon batracófobos. Había
además los ajedrecistas a quienes las ranas molestaban más que los mosquitos, al
revés de los lectores, a quienes éstos molestaban más que aquéllas. Los ajedrecistas
eran, pues, batracófobos y los lectores batracófilos.
–Además –exclamaba don Restituto, caudillo de los batracófobos–,
el croar de la rana es un ruido ordinario, campesino, rústico, impropio y hasta
indigno de una ciudad. Y de una ciudad como Ciamaña. ¡Que nos moleste y no nos deje
dormir el ruido de los tranvías eléctricos o el del ferrocarril, pase! ¡Pero el
de las ranas!… ¡Es un ruido rural, rural!, ¡y no civil! ¡La rana es un animal rústico!
–¡Un animal elegantísimo! –gritaba don Erminio, el poeta
de los croídos–. Los dibujantes japoneses, que no son ranas, le han tomado no pocas
veces de modelo. Y aquí tiene usted a don Ceferino, que a pesar de ser un hombre
de ciencia, tiene un cubo con ranas en el balcón de su alcoba.
–Las tengo como barómetro –dijo don Ceferino para sincerarse–.
Como me dedico a la meteorología, las tengo con una escalenta que sale del agua
y así me pronostican el tiempo.
–¡Sí es así… pase! –dijo don Restituto–, pero…
Cada día se tramaban disputas de éstas entre batracófilos
y batracófobos. Y las disputas degeneraron en vías de hecho. Los batracófobos perseguían
a las ranas y los batracófilos se ponían a defenderlas. Una vez que aquéllos persiguieron
a una rana por el jardín le dieron caza y luego muerte, los otros, los batracófilos,
que eran los más, la hicieron embalsamar y la colocaron como trofeo en el salón
de sesiones. En cuanto entrada ya la noche empezaban las ranas a croar, gritaban
los unos: ¡que se callen!, y los otros; ¡que canten! Y alguna vez vinieron unos
y otros a las manos.
Y había los que sin importárseles un comino de la discordia
se dedicaban a enzarzarlos. Uno de ellos imitaba a maravilla el croído de la rana
y se complacía en lanzarlo en toda ocasión. Los batracófilos se dedicaron a aprender
a croar.
Las sesiones de las juntas generales eran frecuentes
y tumultuosas, versando siempre sobre el problema batrácico. Algunas veces acabaron
a los gritos de: “¡Viva la ciencia! ¡Abajo el arte!”, de un lado, y “¡Viva el arte!
¡Abajo la ciencia!”, del otro. Pues se llegó, ¡oh ironía de la lógica de las pasiones!,
a identificar la batracofilia con el sentido artístico y la batracofobia con el
científico y a hacerlos incompatibles uno con otro.
En una de las sesiones se levantó, por fin, un ecléctico,
un conciliador, y dijo:
–Señores socios; todo puede conciliarse. La rana tiene
un valor científico. Sirve para experiencias de fisiología. Traigamos microscopios
y otros aparatos técnicos y déjesenos sacrificar un número de ranas a la ciencia
a cambio de que las otras croen libremente.
–¡Jamás, jamás, jamás! –exclamó don Erminio el poeta–.
¡Rebajar las ranas a servir de elemento de investigaciones! ¡Como si fuesen cochinos
conejillos de Indias!… ¡Jamás! ¿Ranas experimentales? ¡Nunca! Antes consentiríamos
en matarlas para comernos sus ancas.
–Es decir –dijo don Restituto con ironía–, ¿que las
ranas puede uno comerlas pero no dedicarlas a que colaboren en la ciencia?
–Sí –replicó el otro–, ¡es más noble ser comido que
no servir de anima vilis para la investigación científica! Prefiero que me
hagan picadillo y me engullan unos caníbales a no caer en manos de antropólogos
que me hagan cisco para estudiarme. ¡Abajo la ciencia!
–¡Abajo la ciencia! –gritaron los batracófilos. Y algunos
de ellos se pusieron a imitar el croído.
Las elecciones de junta directiva solían ser reñidísimas.
Había, como es natural, la candidatura batracófila y la batracófoba y una de conciliación,
amén de no pocas combinaciones entre ellas. Unos y otros se dedicaban a buscar socios
por toda la ciudad, a reclutarlos. Y acabó toda Ciamaña por dividirse en dos grandes
bandos. Y cada uno tuvo sus dos órganos en la prensa, uno serio y otro satírico.
Los dos serios se llamaban El batracio y El antibatracio y los satíricos
La rana y El mosquito. Cuando un grupo de batracófilos se encontraba
con uno de batracófobos imitaba el croído diciendo: ¡ero, ero, ero! y éstos le contestaban
imitando el zumbar del mosquito con un ¡iii! Y se venían a las manos. Cada batracófilo
tenía en el balcón de su casa un cubo con ranas. Los otros, en cambio, más sesudos,
no criaban en las suyas mosquitos.
Llegó, por fin, aquella histórica sesión de la junta
general en que se resolvió la discordia. Duraba ya tres horas y don Erminio, el
poeta de los croídos de una parte, y don Restituto, el científico de las estadísticas
de la otra, no cejaban en sus respectivos campos.
–Antes que sin ranas prefiero que desaparezca el estanque
–exclamó por fin el poeta–. ¡O con ranas o nada!
Y no hubo quien se escandalizase de esta terrible perspectiva
de la desaparición del estanque, orgullo del jardín que era el orgullo del Casino,
orgullo de Ciamaña. A tal punto de exasperación habían llegado los ánimos.
–Y yo –afirmó don Restituto resueltamente– prefiero
que desaparezca el estanque a no verlo con ranas. ¡O sin ranas o nada!
Y entonces don Sócrates, el filósofo –acaso se dedicó
a la filosofía para honrar su nombre–, que hasta entonces se había mantenido neutral,
se levantó y dijo así:
–Ha llegado la hora, señores socios, de que intervenga
la filosofía, que sintetiza el arte y la ciencia. Estamos ya de acuerdo todos, batracófilos,
batracófabos y neutrales. ¡O con ranas o nada!, han dicho los unos; ¡o sin ranas
o nada!, han replicado los otros. Y estos dos dilemas tienen, señores, un término
común. Ese término común es: ¡nada! Estamos todos de acuerdo en la nada dilemática.
Es el triunfo de la dialéctica. ¡Suprimamos, pues, el estanque! –y se sentó.
–¡A suprimirlo! –gritaron los unos.
–¡A suprimirlo! –contestaron los otros a gritos.
Así es cómo se quitó del hermoso jardín del hermoso
Casino de la hermosa ciudad de Ciamaña el estanque que lo hermoseaba.
Pero desde entonces andan los casineros cimañenses tristes
y cariacontecidos; la vida parece haber huido del Casino; su jardín es un cementerio
de recuerdos; todos suspiran por los tiempos heroicos de las luchas entre batracófilos
y batracófobos. Ahora es cuando de veras les molestan los mosquitos y eso que no
hay ya estanque. Pero volverán a ponerlo, ¡alabado sea Dios! Y volverán las luchas
batrácicas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario