María Eugenia Olguín Mejía
Todas las noches llegaba empapado y con el cuerpo humedecido y rígido por
el continuo goteo del cielo. Cuando cerraba la puerta tras de sí, extendía su sonrisa
común y satisfactoria; aunque este gesto se repitiera, daba seguridad al pequeño
hijo que lo esperaba con las uñas ansiosas.
Fructuoso corrió a los brazos de su padre. Entonces
giraron y giraron con muchas carcajadas y recorrieron la casa hasta la última recámara.
Ahí descansaron jadeantes y se dejaron caer en la enorme cama de colcha espumosa
y púrpura.
Fructuoso esperaba siempre la llegada del padre, como
quien espera un premio que se sabe se recibirá, pero que se ignora en qué consiste.
Todo era contento cuando la oscuridad embellecía la
fuerte cabaña donde Jerónimo y su hijo Fructuoso se guarecían de la interminable
lluvia de todos los días en ese bosque estrecho donde únicamente crecían líquenes
y enredaderas de florecitas voraces con dientes glotones y ávidos de cualquier cosa
que se moviera. Jerónimo conocía los viejos trucos de las plantas que tupían los
bosques alrededor de su casa; sabía que aquellas enemigas vigilaban y sorprendían
a todo incauto visitante. Conocía las estrategias necesarias para defenderse y salir
y entrar sin ser mordido y reducido a girones marchitos por los mañosos salvajes.
Sin embargo, también conocía la necesidad diaria de ir por el alimento para que
subsistiera su casa.
Esta no sería como las otras noches a su llegada, cuando
Fructuoso lo esperaba adormecido, agotado por la falta de alimento. Ahora su hijo
irradiaba vida; exhalaba mucho vigor y, además Jerónimo traía una presa grande para
el festín: una vaca desmembrada que viva, había sido enorme.
Esta noche verdaderamente era distinta a otras. Jerónimo
se dirigió a la entrada donde había dejado descansando el paquete alimenticio. Fructuoso
ya no aguardó más a que su padre terminara de abrir el paquete y se lanzó sobre
la carne aún enrojecida por la sangre fresca. Enseguida absorbió toda la sangre
del alimento crudo, mientras su padre mordisqueaba la carne. Todavía tenía hambre
el pequeño insaciable y el apacible padre casi terminaba con los despojos del animal.
Pero, repentinamente el brazo derecho de Jerónimo cayó con suavidad sobre el festín
del suelo y Fructuoso no esperó más: se volcó sobre él y lo comió; chupó luego,
deteniéndolas con sus alas membranosas, velludas y negras, las arterias enrojecidas
que pendían del hombro de su amado padre.
La sala se volvió roja de tanta sangre y algunos charcos
escurrieron a la puerta de la entrada; por una rendija se colaron hasta el bosque
y la tierra mojada se hizo roja. Las flores temieron cuando supieron de la insaciable
sed del vampirito. No obstante, tú despertaste entonces bañado en sudor y con el
corazón punzante.
Ya era de día y te levantaste de un sobresalto; hiciste
tu rutina y no meditaste en los hijos que devoran a sus padres…
El día se hizo tarde y saliste de la oficina al gran centro comercial que
se encuentra a un lado. Ahí tu ansiedad se convirtió en un corazón de chocolates
que guardaste en el asiento trasero de tu automóvil. Te comiste a Jerónimo con toda
su hambre y su sangre, en tanto regalabas a tu novia el corazón de chocolates de
cereza en un café íntimo, romántico, atestado de humo, sudor, perfumes y voces oscuras
y murmurantes. Ella, sonriente, platicaba sus planes sobre la escuela, su graduación
y la boda.
Todo se volvió 14 de febrero en el bullicio penumbroso
del tráfico y con tu máscara de San Valentín acudieron al autocinema, a la última
función. La cinta era de esas antiguas: “El conde Yorga”… Cuando te enteraste sentiste
escalofrío y te sudaron las manos. Ante esa reacción tu novia sonrió y se te acurrucó
muy sensual, insinuante; esperaba tus besos y tus manos deseosas y burdas… Y tú
te dejaste llevar; aunque al cerrar los ojos, mirabas el mar de sangre en el bosque
empapado; la sangre de tu padre… “¡No te cases! ¿Por qué eres tan mediocre? Deberías
titularte primero, pero, claro que ya te embruteció esa muchachita tonta”… Preferiste
ahogar para la cama tu crimen oculto.
En el día tus vampiros descansan entre tu cerebro y
tu pecho agitado. Tú no cavilas nada, pero tampoco puedes defecar tu culpa. Sigues
el camino socialmente delineado. Pese a que el sueño se repite muchas veces, te
casas; tu esposa ya no se gradúa porque espera un hijo, fruto de los autocinemas,
y tú temes…
A los prematuros seis meses de la boda esperas ansioso;
fumas tu enfisema latente hasta que la enfermera te dice que “señor Jerónimo García,
puede usted pasar a ver a su esposa; acaba de tener un hombrecito, pero todo salió
bien”.
Te vas del hospital porque afuera te esperan unos amigos
que te van a festejar por ser padre afortunado. Al día siguiente corres al cuarto
401 (piso de Ginecobstetricia), y te encuentras a tu mujer regordeta y con la cara
hinchada; la rodean tu suegra y una de tus cuñadas, quienes te reclaman porque no
apareciste en el hospital y “¡tu pobre mujer pariendo sola!”. Pero tú estabas muy
nervioso y sólo fuiste a enterarte que el parto salió normal. Tenías miedo de encontrar
otra cosa… Ahora la enfermera te enseña rápidamente al recién nacido y se retira
para llevarlo a donde están los otros bebés. Tú la persigues porque ni siquiera
te dejó verle bien la cara. En el pasillo el niño levanta el rostro, te sonríe con
su boquita abierta… Deja ver sus prominentes caninos y te susurra: “Papi… llámame
Fructuoso”.
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