Gabriel Colipán Martínez
Levitaba
a un centímetro del suelo nocturno. No había persona alguna en aquel angosto
camino de tierra, y la luna creciente proyectaba un débil velo blanquecino a
través de las nubes. El frío se paseaba
en su carruaje de viento en silbidos imperceptibles. En la noche, la paz gobernaba en
sombrío silencio.
En la periferia de la ciudad, un bosque se
alzaba hacia las montañas, y debido al constante y caótico crecimiento urbano, las
casas emplazadas estaban amontonadas y pobremente separadas por caminos de tierra
de no más de cinco metros de ancho. A esas altas horas de la madrugada, todo ser humano dormía
e ignoraba a la pequeña criatura flotante a las afueras de sus humildes hogares,
pero para los animales, su cuerpo, aunque pequeño, no pasaba desapercibido.
Era una criatura pequeña, de no más de
quince centímetros de altura. Su cabeza era un óvalo que acababa en punta
y estaba adornado
por dos agujeros amarillentos a modo de ojos. Su cuerpo
levitante
era nada más que un vestido rojo que se ondulaba con su avance y con el viento,
cual pétalos.
Algunos perros, olvidados en sus estrechos
patios delanteros, lo miraban flotar a través de las rejas. No ladraban. En
estricto rigor, su presencia no era una amenaza.
Debía lograr su cometido antes de la mañana.
Si el sol lo tocaba, se desarmaría, dejando pétalos marchitos en el suelo y a
las pesadillas libres para que encuentren su camino de vuelta.
Sentía todo en su diminuto interior y
debía alejar esos sentimientos de su origen, tan lejos como fuera posible, pero
su avance era lento y torturante.
Hasta
sus ojos evidenciaban el abrumador peso de la negatividad que su existencia
representaba. Incluso los perros lo veían y le tenían la compasión suficiente
para no ladrarle. Con todo, la oscuridad y el frío de la noche hacían de su figura
una silueta fúnebre.
En ese caminar entre miradas caninas, el
viento apresuró su paso y, en su urgencia inesperada, trajo el aroma del bosque
en su coche de brisas. La esencia de la tierra mezclada con la humedad verde propia de la frondosidad forestal lo envolvió. Giró en sí mismo, como una bailarina víctima del suave
empuje de su pareja, y acabó dando cara a las montañas a lo lejos. Levantó su triste
mirada y supo adónde ir. Su único objetivo para existir era inamovible, y la luna, las nubes y el viento lo
sabían. Haciendo su parte del trato natural, este último le indicó la dirección
con claridad absoluta. Con la luna como única acompañante, cargó con la pesadilla
y siguió con su levitación con ojos cabizbajos.
***
La
pantalla del televisor se oscureció en un pestañeo, pero sus infantiles ojos siguieron
pegados a ella. En el sombrío espejo artificial, tres siluetas se dibujaban, la
más pequeña a la izquierda de las otras dos.
–No te preocupes, ¿sí? –dijo su mamá a su lado.
–Sí, Ash –coincidió su padre del otro lado
del sillón–. Es sólo una película. No sucedió en verdad.
–Pero… –balbuceó la niña viendo la escena
en su mente, tan real como los adultos reflejados en el televisor.
Un pensamiento cruzó su mente: sus padres
cubiertos de nieve.
–Intentemos algo –comenzó su madre. Ashley
despegó la mirada del televisor y miró a su mamá–. Te acompañaremos a tu habitación
y estaremos contigo hasta que te duermas. Mañana despertarás y te olvidarás de esto.
Alicia sonreía sólo
como una madre sabe hacerlo. Samay, su papá, miraba la escena,
enternecido. La niña
dudó unos segundos
antes de asentir en silencio. Los tres se levantaron del sillón y caminaron
por el pasillo. Al llegar a la habitación, la niña
se vistió con su pijama y se metió debajo de las sábanas.
–Bien, pequeña –sonrió su papá, quien se sentó y comenzó a acariciar una de sus piernas por sobre el cobertor. Su mamá se apoyó en el marco de su ventana, no sin antes dejarla entreabierta. Ashley amaba dormir con aire limpio–. Estaremos
contigo.
No nos
iremos a
ningún lado.
Pero la imagen
perduró
en su infantil mente: Alicia y Samay cubiertos de nieve en la cima de una montaña olvidada por Dios. Su expresión la delató ante los ojos de su mamá.
–Hija
–murmuró
Alicia al tiempo que se acercaba y se sentaba
frente a Samay–, ¿por qué no nos cuentas qué es lo que te da miedo?
La pequeña
estaba cubierta hasta el pecho y con sus brazos sobre las frazadas. Cada una de
sus manos envolvía a una de las de ellos. Se sentía valiente, pero aun así negó
con la cabeza.
–Si lo
hablas –comenzó su papá, agitando
suavemente su pequeña mano–, te ayudará a entenderlo mejor, y cuando
entiendes algo, sea
lo que sea, puedes
perderle el miedo.
Ashley lo
observó desde la almohada y arqueó su
ceño con un suspiro.
***
Las
brisas que revoloteaban debajo de sus pétalos le decían que ya había llegado a su destino, por lo que levantó la mirada
una segunda vez. El bosque
estaba protegido
por una cerca de madera
destruida casi en su totalidad. No era difícil deducir que un sinnúmero de niños
y niñas entraba todos los días a aquel lugar a divertirse o a escalar los
árboles más pequeños, y que una simplona reja
como esa jamás los hubiera sobrevivido.
Ayudado por el viento, flotó por entre los barrotes chuecos y se
adentró hasta llegar a los árboles.
Se detuvo frente a uno escalado con enredaderas, cuyos colores se intensificaban
con los rayos de la luna. Aquí sería el lugar en el que acabaría con el pesar de
la niña, con el miedo que gobernaba su mente y sus sueños. Aquí la liberaría tanto
a ella como a sí mismo. Ése sería su hogar, su lecho de muerte.
Se acercó al tronco hasta que éste cubrió
toda su visión. La
enredadera lucía como un pequeño bosque de hojas, como un frondoso arbusto
vertical. El carruaje de brisas sopló a su alrededor y su delicado cuerpo
comenzó a levitar. Los tallos se torcían en ramas espirales que se aferraban al
tronco con una seguridad envidiable. Cuando vio asidero seguro, la corriente de
aire lo dejó sobre un tallo que asomaba un incipiente pecíolo a la altura
adecuada. La tristeza,
el miedo y la congoja lo motivaban a la muerte en un avance lento y seguro que
culminaría en meros instantes.
Al acercarse a la pequeña protuberancia verdosa,
ésta comenzó a alargarse y a
acercarse a él. Lejos de tener miedo, la esperó y cerró los ojos mientras ésta se
envolvía en su cuello. Ya no había vuelta atrás. La planta comenzó a absorber la
oscuridad de sus pensamientos, provocando
que muchos otros pecíolos comenzaran
a aparecer
a su alrededor. Tenía los ojos cerrados mientras
aquella ramita flexible lo sujetaba, y mientras repasaba los momentos que antecedieron
al sueño de Ashley.
–Tengo miedo –había comenzado Ash luego de
su suspiro. Ambas manos empuñaron las de sus padres con una firmeza que distaba
mucho de ser delicada–. No quiero que se mueran.
En la enredadera él vio al hombre arquear su
ceño en un gesto de pregunta, una sonrisa incrédula, una mirada dubitativa. La
mujer habló lo que él expresaba.
–¿Que nos muramos? Hija, eso no va a pasar.
La película se había tratado de un pedazo de
papel que era atrapado por una corriente de aire y que, por ello, flotaba por
pueblos y ciudades, siendo testigo de distintos eventos e historias. A medida que
la película avanzaba, estas historias se iban tatuando en ella. Para cuando
acabó, el otrora pedazo de página se había convertido en un libro, el cual acabó
en la montaña más alta de los Andes, sepultado en la nieve.
En una de las historias, el pedazo de
papel había sido atrapado en las ramas de uno de los árboles que adornaban el
jardín de una mansión. A través de las ventanas, el pedazo de papel presenció
la historia de una anciana, quien era dueña de la construcción y vivía sola, llorando
la pérdida de su marido día a día. Cuando dormía, se sacudía en su cama a causa
de las pesadillas. Hasta que un día despertó y suavemente se sentó en ella. Luego
de unos segundos, la mujer sonrió y se tendió nuevamente en el colchón. Su risa
comenzó a asomarse por las paredes. Pero las paredes no eran las únicas
testigos de la risa de la anciana. Su voz empezó a ser escuchada por los
vecinos. Durante la noche, uno de ellos fue a hablar con la anciana y, al no
recibir respuesta más que la risa que reverberaba en las murallas se contactó
con la policía. Al llegar, estos tampoco fueron atendidos por la mujer, quien, desde
que había comenzado a reír, no se movía de su cama e ignoraba cualquier
contacto humano.
Más temprano que tarde, y cansados de sus
risas enfermas, algunos vecinos se agruparon y llegaron a la casa para obligar
a la anciana a salir. Uno de los jóvenes que estaba en la turba logró escalar a
una de las ventanas, sólo para descubrir que la anciana durmiente en realidad
estaba muerta.
Las ideas e
imágenes del filme se repasaban en su mente con recelo,
como si ninguna imagen quisiera ser parte de la otra, escenas inconexas con
ideas incoherentes para una mente infantil. Tanto así que la pequeña Ashley tuvo que tragar saliva
antes de intentar explicarse.
–Si mueren los olvidaré y no quiero que
acaben como el libro –murmuró debajo de las sábanas–. No quiero que nadie se
olvide de ustedes.
Aunque Samay y Alicia levantaron sus ceños
en sorpresa, la confusión en sus miradas no se difuminó por completo.
La muerte de la anciana había caído
suavemente en su mente de niña, dejando un tatuaje oscuro, sí, pero sin fórmula
definida. Cuando la película terminó, y el libro, sepultado con él, ambas ideas
se mezclaron y lanzaron a la mente de la niña en un vaivén de reflexiones que
ni ella podía entender. El miedo que sentía era una mezcla de muerte y olvido.
Cuando el filme acabó y Alicia apagó el
televisor, la silueta de sus padres quedó impresa en el monitor. Fue ahí cuando
la imagen de Samay y Alicia se volvió parte de una confusa ecuación que gatilló
una ansiedad desorientadora. La angustia alimentó su extravío, y su imaginación
se dejó llevar por la imagen de sus padres y por la mezcla de estos con los
factores sin resolver: la muerte, el miedo y el olvido.
Ahora, al intentar explicarse, pudo verbalizar esos sentimientos de
la limitada manera que sus recursos mentales se lo permitían. Con eso, sus padres lograron
entender un poco mejor a la pequeña. Y
si bien es cierto que ni ella entendía muy bien lo que le ocurría, la ahorcada
criatura con el vestido de pétalos, sí.
–Bueno
–asintió
su papá. Un
hilo de confusión se filtró en su palabra, haciéndola parecer casi
una pregunta–. Tú no nos olvidarás, ¿o sí?
La niña negó
con la cabeza.
–Entonces
no tienes nada de que preocuparte –sonrió su mamá, cogiéndole la mano en alto y con
delicadeza.
Ante el cariñoso
gesto,
la niña cerró sus párpados y se comenzó a tranquilizar.
Abrió los ojos. El pecíolo que se encerraba en su cuello seguía apretando. Se sacudió, pero no logró
escapar.
La energía
que
se le
había
arrebatado se había ido a los
frutos
que crecían a su alrededor en medio de su forcejeo; frutos rojos como él, pero fallecidos y con cuerpos que no eran
más
que vestidos colgando de gruesos pecíolos: copihues por montones.
No obstante, la muerte era lo que lo alejaría del sufrimiento por el cual había nacido, por el cual había
comenzado su viaje que culminaría en una muerte que prometía ser
tan cruel como sanadora. Pero, en
el recuerdo, la
niña ya estaba perdiendo aquel miedo y, por
lo tanto, él también.
Ashley se
estaba tranquilizando gracias al amor y la preocupación de sus
padres, lo cual había gatillado algo en la
criatura enredada. Sus deseos de que la enredadera lo absorbiera hasta
consumirlo por completo habían sido reemplazados por algo más. Algo que lo hacía sentir… único.
Esto no sucedía. No debía
suceder. La idea era que del evento a la pesadilla no hubiera nada más que
tormento. Tormento inacabable que sólo moriría junto a él en medio de un bosque
bajo la luna. El nexo de aquello que causa la pesadilla y la pesadilla como tal
debía
perdurar, pero ahora que los padres dieron paz a una niña atormentada,
aquel nexo se comenzó a desvanecer.
La pesadilla ocurriría de igual forma, pero
con menos poder a causa del amor paternal entregado antes del sueño. En este
momento ya no había miedo ni incertidumbre en Ashley. En el nexo no había
energía castigadora y pesadillesca, sino apoyo y tranquilidad. La muerte ya no
era deseable.
Mientras se sacudía en medio de las ramas
de un árbol perdido, y su cuerpo se sentía invadido por choques de tristeza, desesperación
y fatal amor, la criatura encerrada seguía reviviendo la escena.
–Sí –continuó el papá. Sus palabras no eran
más que susurros lejanos–. No te preocupes por eso, Ash. Te amamos y sabemos que tú también a
nosotros. No
nos olvidarás, eso tú
lo sabes, así que no tienes por
qué preocuparte.
Su mamá se acercó a ella y, con un beso en
la frente, le susurró:
–Mientras tú nos recuerdes, nosotros
seguiremos con vida.
–Te queremos –sonrió el hombre a su lado, besándole la mano.
Ashley sonrió totalmente tranquila y
preparada para dormir. Sus padres se quedaron con ella unos momentos, y luego de
asegurarse de que estaba completamente dormida, asintieron y se fueron a
acostar.
***
Luego
de unas horas de tranquilidad, las imágenes irrumpieron nuevamente y Ashley comenzó a apretar los ojos en medio de una pesadilla.
El sueño era intenso e imparable en su terror y, en el entretanto de la agonía
onírica, la criatura con cabeza ovalada y ojos tristes se arrastró desde la almohada
a la ventana entreabierta y se dejó caer a la calle.
El miedo y la angustia que la niña sentía
en aquel momento era todo lo que la criatura floral sentía. Acarreaba con ello
como un peso mental del cual no se podía deshacer en vida, pero sí en la
muerte; epifanía marcada con otra incógnita, una que flotó a su alrededor en un
aura sombría: ¿cómo acceder a ella? Sin respuesta,
caminó sin rumbo por largos momentos, siendo acosado tanto por la pesadilla que
guardaba como por la mirada de los animales vecinales. Esto hasta que el viento
se hizo cargo y le señaló el camino.
Pero en el viaje por la memoria de la niña,
el miedo había abandonado momentáneamente la mente de ésta y, por ende, también
había abandonado la de la criatura, quien había desistido en su misión. Si sus padres
no hubiesen intervenido con su apoyo incondicional, la paroniria hubiera
sucedido tan pronto la niña hubiese cerrado los ojos, manteniendo el miedo y
las ganas de morir de la criatura en la enredadera. Pero ahora, sin miedo, y
con horas antes de que la pesadilla reaparezca, el pequeño espécimen estaba perdido
en un deseo imbatible: sin miedo, no había razones para morir.
Sin la pesadilla que mantuviera el deseo
letal a flote, se comenzó a sentir vivo. Vivo y atrapado. La enredadera lo sujetaba del cuello y se hacía con su
vitalidad para darle vida
a frutos muy parecidos a él, pero para nada iguales. Él,
en ese intercambio equivalente, se debilitaba. Sus sacudidas no eran
suficientes, jamás lo serían. Sus pétalos rojos se oscurecieron y se
absorbieron en sí mismos. Sus ojos se tornaron oscuros en un gesto de dolor que
le escocía las entrañas. Si bien ahora no era más que un par de pétalos secos, su
vitalidad aún no se acababa, por lo que siguió moviéndose, condenado a intentar
salir de su cautiverio por siempre y sin tener éxito jamás, mientras que los
demás copihues en la enredadera crecían saludables y brillantes ante la luz de
la luna.
Y en medio del testamento al sacrificio de
una pesadilla aletargada, los nuevos copihues nacieron gracias a uno que no
pudo escapar de los tentáculos naturales e inevitables de la muerte.
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