H. G. Wells
–Hay
un hombre en esa tienda –dijo el doctor– que ha estado en el País de las Hadas.
–¡Tonterías! –dije, y me di la vuelta para mirar la
tienda.
Era la típica tienda de pueblo con oficina de correos,
hilos telegráficos en las cornisas, cacerolas de zinc y cepillos en el
exterior, y botas, telas y latas de conserva en el escaparate.
–Hábleme de eso –dije, tras una pausa.
–No estoy muy enterado –dijo el doctor–. Es el típico
palurdo, se llama Skelmersdale. Pero la gente de aquí le cree a pies juntillas.
Después de un rato volví sobre el tema.
–No sé nada –dijo el doctor– y no quiero saberlo. Le
estaba curando un dedo que se había roto en un partido de criquet cuando me
topé con esa estupidez. Eso es todo. Al menos, esto le muestra la clase de
gente con la que tengo que tratar. ¡Imposible meter a gente así las nuevas ideas
sanitarias!
–Muy cierto –dije en tono amable.
El doctor siguió hablándome del asunto de las
alcantarillas de Bonham. Cosas de este tipo, creo, son adecuadas para ocupar
las cabezas de los funcionarios médicos de sanidad. Intenté ser lo más
comprensivo posible, y cuando llamó a la gente de Bonham “burros”, yo le dije
que eran unos “malditos burros”, pero ni siquiera esto lo calmó.
Tiempo después, al final del verano, mientras
terminaba el capítulo sobre patología espiritual que, en mi opinión, era más
difícil de escribir que de leer, un apremiante deseo de reclusión me condujo a
Bignor. Me alojé en una granja y poco después, buscando tabaco, me encontré de
nuevo junto a aquella tienda. “Skelmersdale”, me dije al verla, y entré.
Me atendió un joven bajo, pero de buena planta, tez
clara y suave, dientes pequeños y sanos, ojos azules y maneras lánguidas. Lo examiné
con curiosidad. Salvo un toque de melancolía en su expresión, nada en su
persona estaba fuera de lo común. Estaba en mangas de camisa y llevaba
arremangado el delantal de tendero y un lápiz detrás de una inofensiva oreja.
Una cadena de oro, de la que colgaba una guinea retorcida, cruzaba su chaleco.
–¿Nada más, señor? –preguntó, inclinándose sobre la
cuenta.
–¿Es usted Mr. Skelmersdale?
–Sí, señor –dijo sin levantar la vista.
–¿Es verdad que usted ha estado en el País de las
Hadas?
Me miró un instante frunciendo las cejas y con
semblante ofendido y exasperado.
–¡Oh! ¡Cállese! –dijo.
Y después de un momento de hostilidad en el que
permanecimos mirándonos, siguió haciendo la cuenta.
–Cuatro, seis y medio –dijo tras una pausa–. Gracias,
señor.
Así, de este modo tan poco propicio, comenzó mi
relación con Mr. Skelmersdale.
Sin embargo conseguí su amistad a través de penosos
esfuerzos. Lo volví a ver en el bar del pueblo, donde una noche, después de
cenar, fui a jugar billar y a mitigar el riguroso retiro que me era tan útil
para trabajar durante el día. Logré jugar con él y conversar. Me di cuenta de
que el único tema que había que evitar era el del País de las Hadas. Hablando
de cualquier otra cosa se mostraba abierto y afable de modo poco común, pero lo
habían molestado con aquel tema, que era un tabú manifiesto. En el bar, y en su
presencia, sólo una vez oí una alusión a su experiencia y fue hecha por un
granjero contra el que jugaba y que iba perdiendo. Mr. Skelmersdale hizo diez
carambolas seguidas, lo que para la gente de Bignor era una jugada
extraordinaria.
–¡Cuidado con lo que haces! –dijo su adversario–.
Esos churros te salen porque te ayudan las hadas.
Mr. Skelmersdale lo miró fijamente un instante con el
taco en la mano, lo tiró al suelo y salió del bar.
–¿Por qué no lo deja en paz? –dijo un respetable
anciano que había estado disfrutando del partido, y ante el murmullo general de
desaprobación, al campesino se le borró de la cara la sonrisa que le había
producido su ocurrencia.
Yo aproveché la oportunidad.
–¿Qué broma es esa –dije– sobre el País de las Hadas?
–No bromee sobre el País de las Hadas; al menos no
con el joven Skelmersdale –dijo el respetable anciano mientras bebía.
Un hombre pequeño de mejillas sonrosadas se mostró
más comunicativo.
–Se dice, señor –dijo–, que las hadas lo cogieron en
el monte Aldington y lo retuvieron allí unas tres semanas.
Y con esto la reunión se fue animando. Una vez que
una oveja había dado el primer paso, las otras estaban listas para seguirla, y
en poco tiempo pude formarme una idea general del caso Skelmersdale.
Anteriormente, antes de ir a Bignor, había estado en una tienda del mismo
estilo en Aldington Corner y allí sucedió la historia, cualquiera que fuera
ésta. Por lo que me contaron, estaba claro que se había quedado hasta tarde en
el monte, que había desaparecido de la vista de los hombres durante tres
semanas y que había vuelto con “los puños de la camisa tan limpios como cuando
salió” y los bolsillos llenos de polvo y ceniza. Volvió en un estado de
depresión melancólica del que emergió lentamente y durante días no quiso dar
cuenta del lugar donde había estado. La muchacha de Clapton Hill con la que
estaba comprometido intentó sonsacárselo y rompió con él, en parte porque se
negó a revelárselo y en parte porque, como ella decía, él le disgustaba
totalmente. Y cuando algún tiempo después reveló descuidadamente a alguien que
había estado en el País de las Hadas y quería volver allí, el asunto se
difundió y el humor rural entró en juego, por lo que abandonó bruscamente su
situación y se fue a Bignor huyendo del revuelo. Pero en cuanto a lo que había
ocurrido en el País de las Hadas, ninguno de ellos sabía nada. Los hombres que
estaban reunidos en el bar del pueblo perdieron la serenidad y se comportaron
como una jauría que pierde el rastro. Unos decían una cosa y otros lo
contrario.
Cuando consideraban este prodigio se mostraban
ostensiblemente críticos y escépticos, pero pude ver que se traslucía mucha
credulidad a través de sus reservas cautelosas. Adopté una postura de interés
inteligente, teñido de una duda razonable sobre la totalidad de la historia.
–Si el País de las Hadas está dentro del monte
Aldington –dije–, ¿por qué no cavan allí?
–Es lo que digo yo –dijo el joven campesino.
–Muchos han intentado cavar en el monte Aldington una
y otra vez –dijo solemnemente el anciano respetable–. Pero hasta hoy ninguno ha
venido a decir lo que ha encontrado en sus excavaciones.
La unanimidad del vago ambiente de credulidad que me
rodeaba era más bien impresionante. Sentí que seguramente debía haber algo en
el origen de tal convicción, y la aguda curiosidad que ya sentía por los hechos
reales del caso se despertó con nitidez. Si alguien podía revelar los hechos
reales, éste era el mismo Mr. Skelmersdale; me esforcé, por tanto, con más
asiduidad todavía en borrar la mala impresión que había dejado en él la primera
vez y en ganar su confianza hasta el punto de que me hablara espontáneamente de
todo ello. En este empeño tenía una ventaja social. Al ser una persona afable,
sin empleo aparente, que llevaba un traje de tweed y pantalones cortos, fui
catalogado en Bignor como un artista, y en el singular código social dominante
de Bignor, un artista ocupa una posición considerablemente más alta que un
dependiente de ultramarinos. Mr. Skelmersdale, como muchos de su clase, es algo
snob. Me había dicho “CÁLLESE” sólo porque había sido provocado de forma brusca
y excesiva y, además, estoy seguro, se arrepintió en seguida; yo sabía que le
agradaba que lo vieran paseando por el pueblo conmigo. En el momento oportuno
aceptó con agrado mi invitación a fumar una pipa y tomar un whisky en mis
habitaciones; y como, gracias a un feliz instinto, yo sospechaba que en todo
esto se mezclaban desdichas amorosas y sabía que las confidencias llaman a las
confidencias, le hablé sugestivamente de mi pasado real y ficticio. Fue después
del tercer whisky de la tercera de estas visitas cuando rompió el hielo por su
propia voluntad a propósito de un comentario sobre un pequeño amor que me
conmovió y me abandonó en mi adolescencia.
–Fue lo mismo que me pasó a mí en Aldington –dijo–.
Es eso precisamente lo extraño. Al principio, yo era indiferente y era ella
quien quería; después, cuando ya era demasiado tarde, fui yo, por decirlo de
alguna manera, el que quería.
Me abstuve de responder a esta alusión: así, poco
después, hizo otra, y en poco tiempo dio a entender claramente que de la única
cosa que quería hablar era de aquella aventura del País de las Hadas que había
guardado herméticamente tanto tiempo. Como ven, había caído en la trampa, y de
ser sólo un semi-incrédulo más, un desconocido que pretende ser gracioso, me
había convertido, gracias a mis confidencias insistentes e impúdicas, en su
posible confidente. Lo había picado el deseo de dejar ver que él también había
vivido y experimentado muchas cosas; la fiebre se había apoderado de él.
Al principio su narración era ciertamente confusa, y
mi impaciencia por aclarar ciertos puntos con unas cuantas preguntas precisas
era sólo igualada y vencida por mi preocupación por no llegar a dicha situación
demasiado pronto. Pero en una o dos reuniones el fundamento de su confianza
quedó bien establecido. Creo que me hice con casi todos los datos y aspectos de
la historia desde el principio hasta el final; y, en efecto, escuché muchas
veces casi todo lo que Mr. Skelmersdale, con su limitada capacidad de
narración, podía contar. Y, de este modo, llego al relato de su aventura y la
reconstruyo de nuevo en su totalidad. Si realmente sucedió, la imaginó, la soñó
o se le ocurrió en un trance alucinatorio extraño, es algo sobre lo que no
quiero pronunciarme. Pero no consideraré ni por un momento que la haya
inventado. El hombre cree simple y honestamente que todo sucedió tal como lo
cuenta; es, evidentemente, incapaz de una mentira tan elaborada y coherente, y,
además, encuentro una buena confirmación de su sinceridad en el hecho de que
las sencillas mentes rurales, aunque a menudo están dotadas de una aguda
penetración, le crean. Él lo cree, y nadie puede presentar una prueba que
falsifique su creencia. En cuanto a mí, transmito su historia con este apoyo;
soy ya un poco viejo para dar justificaciones o explicaciones.
Dice que fue a dormir una noche al monte Aldington
alrededor de las diez, es muy posible que fuera la noche de San Juan, aunque él
nunca pensó en la fecha y no estaba seguro si fue una semana antes o después.
Era una noche hermosa y serena y la luna se elevaba en el horizonte. Me he
tomado la molestia de visitar este monte tres veces desde que la historia
creció al amparo de mi persuasión; en una de aquellas visitas la luna aparecía
en el crepúsculo estival: tal vez una noche similar a la de su aventura. Júpiter
se mostraba grande y espléndido por encima de la luna; por el norte y el
noroeste, el cielo aparecía verde y brillante sobre el sol ya oculto. El monte
se levanta yermo y desnudo bajo el cielo, pero rodeado de matorrales espesos a
corta distancia; cuando ascendía por el monte había conejos espectrales o casi
invisibles que respingaban y corrían sin parar. Sólo en la cima del monte, y en
ninguna otra parte, se oía un zumbido turbulento de moscas. El monte es, creo,
un montículo artificial, el túmulo de algún gran caudillo prehistórico, y
seguro que ningún hombre ha escogido un panorama tan vasto para una sepultura.
Hacia el este se ve, a lo largo de las colinas, hasta Hythe; y de allí, a
través del canal, hasta donde las grandes luces blancas de Gris Nez y Boulogne
pestañean, brillan y desaparecen a treinta millas de distancia, o quizá más.
Hacia el oeste yace el profundo valle del Weald, visible hasta Hindhead y la
colina de Leith, mientras que el valle del Stour extiende sus elevaciones por
el norte hasta las colinas interminables, más allá de Wye. Toda la llanura de
Romney yace a sus pies, extendiéndose hacia el sur. Dymchurch, Romney, Lydd,
Hastings y su colina están a media distancia, y las colinas se multiplican
vagamente más allá de donde Eastbourne abraza Beach Head.
Y sobre este paisaje, Mr. Skelmersdale erraba turbado
por su primer disgusto amoroso, y como él mismo decía: “sin que le preocupara
hacia dónde se dirigía”. Se sentó para meditar y, allí, malhumorado y afligido,
le sorprendió el sueño. Así fue como las hadas se apoderaron de él.
La pelea que lo había trastornado se debía a algún
conflicto trivial entre él y la chica de Clapton Hill con la que estaba comprometido.
Ella era hija de un granjero, decía Mr. Skelmersdale, y “muy respetable”: sin
duda un excelente partido para él. Sin embargo, tanto la chica como su amante
eran muy jóvenes y poseían ese recelo mutuo, esa crítica intolerante y afilada,
esa ansia irracional de una belleza perfecta que la vida y la prudencia apagan
en poco tiempo felizmente. No tengo idea del motivo exacto de la pelea. Ella
pudo decirle que le gustaban los hombres con polainas cuando él no las llevaba,
o él pudo decirle que le gustaba más con otro tipo de sombrero; pero, empezara
como empezara, llegaron, tras una serie de torpezas, a la amargura y las lágrimas.
Sin duda ella terminó llorosa y humillada, y él deshecho y deprimido. La chica
se marchó haciendo odiosas comparaciones, con serias dudas sobre si lo quiso
realmente alguna vez y con la certeza clara de que nunca lo volvería a querer.
Y con estos pensamientos en su espíritu se fue afligido hacia el monte de
Aldington, y luego, tal vez después de mucho tiempo, cayó dormido sin
explicación alguna.
Al despertarse se encontró en el césped más blando
sobre el que jamás había dormido y bajo la sombra de árboles tan oscuros que
tapaban el cielo por completo. Al parecer, en el País de las Hadas el cielo
está siempre oculto. A excepción de una noche en que las hadas estuvieron
bailando, Mr. Skelmersdale, durante el tiempo que estuvo con ellas, nunca vio
una estrella. Y en cuanto a esa noche, dudo si se encontraba en el mismo País
de las Hadas o en otro sitio, tal vez donde se levantan los cercos y los juncos,
en los bajos prados cercanos a la vía del ferrocarril de Smeeth.
Pero, a pesar de todo, había luz bajo esos árboles y,
sobre las hojas y el césped, brillaban abundantes luciérnagas, relucientes y
hermosas. La primera sensación que tuvo fue que era pequeño; la siguiente, que
estaba rodeado por gente aún más pequeña. Por alguna razón, según dice, no se
sorprendió ni se asustó, sino que se incorporó pesadamente y alejó el sueño de
sus ojos. Rodeándolo por completo se encontraban los elfos risueños que lo
habían capturado y conducido al País de las Hadas mientras dormía desamparado.
Tan vago e imperfecto es su vocabulario, tan poca
atención prestó a los pequeños detalles, que me ha sido imposible colegir qué
aspecto podrían tener estos elfos. Iban vestidos con algo muy ligero y bonito
que no era lana, ni seda, ni hojas, ni pétalos de flores. Cuando despertó y se
sentó, los elfos empezaron a rodearlo; de pronto, desde un claro y a través de
una avenida de luciérnagas descendió, con una estrella en la frente, el hada
que constituye el personaje principal de su historia y de su memoria. De ella
he reunido más datos. Vestía ropa verde transparente y su pequeño talle estaba
ceñido por un ancho cinturón de plata. Sus cabellos ondulaban hacia atrás, a
ambos lados de su frente, formando bucles caprichosos, aunque no demasiado
descuidados, y lucía una diadema pequeña engastada con una sola estrella sobre
la frente. Sus mangas estaban abiertas de tal forma que dejaban vislumbrar los
brazos; creo que el hada exhibía algo el cuello, pues Mr. Skelmersdale hablaba
de la belleza de su cuello y de su barbilla. Un collar de coral ceñía su blanca
garganta y sobre el pecho llevaba prendida una flor del color del coral. Tenía
las líneas suaves de un niño en el mentón, el cuello y las mejillas. Deduzco
que sus ojos eran de un marrón encendido, muy tiernos, suaves y puros. Se puede
ver por estos detalles cuántas veces ha aparecido esta señorita en el recuerdo
de Mr. Skelmersdale. Intentó expresar ciertas cosas y no pudo; “su manera de
moverse” dijo varias veces, e imagino la alegría recatada que irradiaba esta
señorita.
En compañía de esta persona encantadora, como huésped
y compañero escogido, Mr. Skelmersdale empezó a conocer los secretos del País
de las Hadas. Ella lo acogió con mucho gusto y cierto afecto; imagino que ella
estrecharía su mano entre las suyas mientras se le iluminaba la cara. Después
de todo, hace diez años, Mr. Skelmersdale pudo haber sido un joven muy
atractivo. Entonces ella cogió su brazo y luego, supongo, lo llevó de la mano
por el claro que iluminaban las luciérnagas.
Es imposible saber, a partir de la estructura
desarticulada de la narración de Mr. Skelmersdale, cómo ocurrió todo con
exactitud. Ofrecía cuadros imperfectos y fugaces de rincones y hechos extraños,
de lugares donde había muchas hadas juntas, de “hongos que brillaban con luz
rosada”, de la comida de las hadas, de la que sólo sabía decir: “¡Tendría que
haberla probado usted!”, y de la música de las hadas –“como una cajita de
música”– que nacía de flores que se mecían. Había un gran espacio abierto donde
las hadas montaban en “cosas” y corrían, pero no se puede saber lo que Mr.
Skelmersdale quiso decir con “estas cosas en las que montan las hadas”. Tal vez
eran larvas o grillos o los pequeños escarabajos que nos esquivan tan a menudo.
Había un lugar donde el agua se esparcía y crecían ranúnculos gigantescos;
allí, en la época cálida, las hadas se bañaban juntas. Jugaban, bailaban y los
elfos hacían la corte entre la espesura de los musgos. No cabe la menor duda de
que el Hada pretendía a Mr. Skelmersdale, como tampoco de que el joven opuso
resistencia. Llegó un momento, en efecto, en que ella se sentó en un banco
junto a él, en un lugar apartado y silencioso, “inundado de aroma de violetas”
y le habló de amor.
–Cuando su voz bajó y se convirtió en un susurro –dijo
Mr. Skelmersdale–, cuando pasó su mano sobre mi mano y se acercó de esa manera
tierna y afectuosa, hice lo que pude para no perder la cabeza.
Parece que sólo hasta cierto punto no perdió la
cabeza, desgraciadamente. Vio “cómo soplaba el viento”, y así, sentado en un
lugar inundado de aroma de violetas, con su piel junto a la del Hada adorable,
Mr. Skelmersdale le manifestó suavemente ¡que estaba comprometido!
Ella le dijo que lo quería muchísimo, que era un muchacho
encantador y que le daría cualquier cosa que le pidiera, incluso el deseo de su
corazón.
Skelmersdale, que intentó evitar mirar a sus labios
cuando se abrían y cerraban, preparó el terreno para la pregunta más íntima
diciendo que le gustaría tener suficiente capital para montar una tienda. Sólo
le gustaría sentir, dijo, que tenía dinero suficiente para hacer eso. Imagino
una pequeña sorpresa en esos ojos marrones cuando dijo esto, pero, a pesar de
todo, se mostró comprensiva y le hizo muchas preguntas sobre la tienda,
riéndose todo el tiempo. Mr. Skelmersdale hizo una relación completa de su
noviazgo y le contó todo sobre Millie.
–¿Todo? –dije.
–Todo –dijo Mr. Skelmersdale–; quién era, dónde
vivía, le conté todo sobre ella. Sentí un inexplicable deber de hacerlo.
“Cualquier cosa que quieras la tendrás –dijo el Hada–.
Es como tenerlo ya. Sentirás que tienes el dinero, tal como deseas. Y ahora,
sabes… debes darme un beso”.
Mr. Skelmersdale fingió no oír la última parte de sus
palabras y le dijo que era muy amable. Que él no merecía que ella fuera tan
amable y…
De pronto, el Hada se acercó a él y le susurró:
“¡Bésame!”.
–Y la besé locamente –dijo Mr. Skelmersdale.
Me han dicho que hay besos y besos, y éste debió de
ser muy diferente de las ruidosas muestras de afecto de Millie. Había algo
mágico en ese beso; seguramente marcó un punto decisivo. De cualquier forma,
éste es uno de los pasajes que le pareció importante describir con mayor
extensión. He intentado narrarlo bien, he intentado desenredarlo de las
insinuaciones y gestos con que llegó hasta mí, pero no me cabe ninguna duda de
que fue muy diferente de como lo he contado, mucho más bello y tierno, bajo la
suave luz filtrada y entre el silencio conmovedor de los claros del bosque de
las hadas. El Hada le preguntó más detalles sobre Millie: si era hermosa, y
cosas así, muchas veces. Imagino que cuando respondió a la pregunta sobre la
belleza de Millie, él dijo que “era perfecta”. Y entonces, o en una ocasión
parecida, el Hada le dijo que se enamoró de él cuando dormía a la luz de la
luna y que, al no saber nada de Millie, lo había llevado al País de las Hadas
pensando que tal vez se enamorara de ella. “Pero ahora sé que no puedes –dijo
ella–, así que te quedarás un poco más conmigo y después debes volver con
Millie”. Él ya estaba enamorado del Hada y, a pesar de estas palabras, por pura
inercia de su espíritu persistió en la actitud que ya había adoptado. Me
imagino a Mr. Skelmersdale sentado, estupefacto entre todas esas cosas hermosas
y relucientes y hablando de Millie, de la pequeña tienda que pensaba montar, de
la necesidad de comprar un caballo y un carro… Y este estado absurdo de cosas
debió prolongarse durante días y días. Me parece ver a esta señorita flotando
sobre él y tratando de divertirlo, demasiado delicada para comprender su
complejidad y demasiado tierna para dejarlo ir. Como si estuviera hipnotizado,
iba con ella de un lado para otro, ciego a todas las cosas del País de las
Hadas, excepto a la maravillosa relación que mantenía. Es difícil, es imposible
ofrecer en un libro el efecto de la ternura radiante del Hada que brillaba a
través de la selva de frases toscas e imperfectas del pobre Mr. Skelmersdale.
Para mí, al menos, brilló intensamente a través del desorden de su narración
como una luciérnaga en una maraña de hierbajos.
Debió pasar mucho tiempo mientras todo esto sucedía –ya
dije que una vez bailaron bajo la luz de la luna en los cercados que tachonaban
los prados cercanos a Smeeth–, pero un buen día las cosas tocaron a su fin.
Ella lo llevó a una gran caverna, iluminada “por una extraña luz roja”, donde
había cofres apilados, copas, cajas de oro y un enorme montón de algo que a
todos los sentidos de Mr. Skelmersdale les pareció oro acuñado. Había pequeños
gnomos entre estos tesoros, que saludaron al Hada cuando llegó y permanecieron
a su lado. Y de pronto ella se volvió hacia él con una mirada refulgente.
“Ya es hora –dijo ella– de que te deje ir; has sido
muy amable por estar conmigo tanto tiempo. Debes volver con tu Millie. Debes
volver con tu Millie y, tal como te prometí, te darán tu oro”.
–No pudo sostener la respiración –me dijo Mr.
Skelmersdale–. Entonces tuve un sentimiento extraño… –añadió, y se tocó el
pecho– como si me desmayara. Empalidecí y me estremecí… incluso entonces no
pude decir una palabra.
Hizo una pausa.
–Ya –dije.
La escena estaba más allá de su capacidad de
descripción. Pero sé que ella lo despidió con un beso.
–¿Y usted no dijo nada?
–Nada –dijo–. Me quedé como una vaca atiborrada. Se
volvió a mirarme solo una vez, sonriente y llorosa –pude ver cómo le brillaban
los ojos– y luego se fue; y en torno a mí, sus pequeños compañeros estaban muy
ocupados llenándome de oro las manos, los bolsillos y cualquier sitio que
encontraban.
Fue en ese momento cuando desapareció el Hada y Mr.
Skelmersdale comprendió realmente todo. De pronto empezó a desembarazarse del
oro que lo obligaban a coger y les gritó que no le dieran más.
–No quiero su oro –les dije–. Todavía no he acabado.
No me voy. Quiero hablar con el Hada otra vez. Empecé a correr tras ella, pero
los gnomos me echaron para atrás. Sí, clavaron sus manitas en mi cintura y me
hicieron retroceder a empujones. Siguieron dándome más y más oro, hasta que
empezó a correr por debajo de los pantalones y rebosaba en mis manos. “No
quiero su dinero –les dije–, sólo quiero hablar con el Hada otra vez”.
–¿Y habló con ella?
–Terminé peleándome.
–¿Antes de verla?
–No la llegué a ver. Cuando me libré de ellos, no la
vi en ninguna parte.
Así que salió corriendo de la cueva rojiza en su
busca. Recorrió una gruta larga y después salió a un espacio grande y desolado
donde una multitud de fuegos fatuos volaba de aquí para allá. Los elfos
danzaban burlonamente a su alrededor y los pequeños gnomos, que habían salido
de la cueva en su persecución con puñados de oro, lo lanzaban contra él al
tiempo que gritaban: “¡Amor de hadas, oro de hadas! ¡Amor de hadas, oro de
hadas!”.
Cuando oyó estas palabras, Mr. Skelmersdale sintió el
temor de que todo hubiera terminado; alzó la voz y la llamó por su nombre, y de
pronto echó a correr por la pendiente que sale de la boca de la caverna, a
través de un lugar cubierto de espinas y zarzas, llamándola en voz alta
repetidas veces. Los elfos danzaban indiferentes a su alrededor, pellizcándolo
y picándolo; los fuegos fatuos giraban en torno a él y se abalanzaban contra su
cara y los gnomos lo perseguían gritándole y arrojándole el oro de las hadas.
Cuando corría en medio de este tropel singular que lo aturdía, se hundió
inesperadamente en un pantano hasta las rodillas; de pronto se encontró entre
raíces retorcidas, su pie quedó atrapado en una, tropezó y cayó…
Cayó y rodó, y en ese instante se encontró tumbado en
el monte Aldington, completamente solo bajo las estrellas.
Se incorporó con fuerza en seguida, dijo, y descubrió
que estaba frío y entumecido, y su ropa humedecida por el rocío. La primera
palidez de la aurora y un viento helado surgieron a la vez. Pudo haber pensado
que todo había sido un sueño de una vividez extraordinaria hasta que metió la
mano en el bolsillo y lo encontró atiborrado de ceniza. Entonces supo con
certeza que era el oro de las hadas que le habían dado los gnomos. Todavía
podía sentir los pellizcos y pinchazos, aunque no tenía ningún cardenal. De esta
manera, y tan bruscamente, Mr. Skelmersdale volvió del País de las Hadas al
mundo de los hombres. Incluso entonces, creyó que todo había sido cuestión de
una noche, hasta que llegó a la tienda de Aldington Corner y descubrió, en
medio del asombro general, que había estado fuera tres semanas.
–¡Señor! ¡Menudo apuro pasé! –dijo Mr. Skelmersdale.
–¿Y eso?
–Cuando tuve que explicarlo. Supongo que usted nunca
ha tenido que explicar una cosa así.
–Nunca –dije.
Y se explayó hablando de la reacción de esta persona,
de aquella… Evitó pronunciar un nombre durante un rato.
–¿Y Millie? –dije por fin.
–No tenía ninguna gana de verla –dijo.
–Me figuro que ella habría cambiado.
–Todo el mundo había cambiado. Todos habían cambiado
para siempre, ¿sabe? Me parecían más grandes y bastos. Y sus voces más fuertes.
¿Por qué el sol, cuando salía por la mañana, me hería los ojos?
–¿Y Millie?
–No quería ver a Millie.
–¿Y cuándo la vio?
–Me encontré con ella el domingo cuando salía de la
iglesia. “¿Dónde has estado?”, me preguntó. Vi que iba a haber bronca, pero me
daba igual. Me dio la impresión de que me había olvidado de ella incluso cuando
me estaba hablando. No significaba nada para mí. No llegaba a entender qué
había visto en ella, o a qué se habría debido mi atracción. A veces, cuando
estaba ausente, volvía a pensar algo en ella; pero nunca cuando estaba
presente, pues entonces aparecía la otra y la oscurecía… De cualquier forma, esto
no le rompió el corazón.
–¿Se casó? –pregunté.
–Se casó con un primo –dijo Mr. Skelmersdale, y
meditó un rato con la mirada puesta en el dibujo del mantel.
Cuando volvió a hablar, quedó claro que su antigua
novia había desaparecido por completo de su espíritu y que la conversación le
había traído de nuevo la imagen del Hada, que triunfaba en su corazón. Se puso
a hablar de ella… y pronto empezó a revelar cosas extrañas, secretos de amor
insólitos que sería desleal repetir aquí. Pienso, en efecto, que la cosa más
extraordinaria de todo fue escuchar, cuando terminó su relato, a este pequeño
tendero acicalado, con su vaso de whisky junto a él y un puro entre los dedos,
confesar, todavía con dolor, aunque mitigado por el tiempo, el insaciable deseo
amoroso que en poco tiempo se había adueñado de él.
–No podía comer –dijo–, no podía dormir. Me
equivocaba en los pedidos y daba mal el cambio. Ella estaba presente noche y
día sin dejar de atraerme un instante. ¡Oh! ¡Yo la deseaba, Señor! ¡Cuánto la
deseé! Casi todas las noches iba al monte y daba vueltas y vueltas, rogándoles
que me dejaran entrar. Gritaba. A veces estallaba en sollozos. Me sentía
estúpido y miserable. Me decía sin cesar que había sido una ilusión. Y todos
los domingos por la tarde subía allí, hiciera buen tiempo o no, aunque yo sabía
tan bien como usted que era inútil durante el día. Intenté dormir allí.
Se interrumpió de pronto y decidió beber un trago de
whisky.
–Intenté dormir allí –dijo, y podría jurar que sus
labios temblaron–. Intenté dormir allí una y otra vez. Y, ¿sabe, señor? No
pude… nunca. Creo que si me hubiera dormido, habría pasado algo… Pero me
echaba, me incorporaba, y no podía… porque pensaba en ello, porque lo deseaba
ardientemente. Era el ansia… Lo intenté…
Resopló, bebió convulsivamente el whisky que le
quedaba, se levantó de repente y empezó a abrocharse la chaqueta, mirando y
juzgando, mientras tanto, las reproducciones baratas que estaban junto a la
repisa de la chimenea.
La libreta donde apuntaba los pedidos del día
sobresalía con rigidez del bolsillo de la chaqueta. Cuando terminó de
abrocharse todos los botones se pasó la mano por el pecho y se volvió hacia mí
bruscamente.
–Bueno –dijo–, me tengo que ir.
Había algo en sus ojos y en su actitud que me resulta
demasiado difícil expresar con palabras.
–Uno empieza a hablar… –dijo finalmente en la puerta,
sonrió con tristeza, y así desapareció de mi vista.
Y esta es la historia de Mr. Skelmersdale en el País
de las Hadas, tal como me la relató.
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