Carlos de Bella
Cuando de pequeño me veía
recluido en cama por aquellos resfríos-catarros-gripes que tradicionalmente me
llegaban junto con los inviernos porteños; los largos días, tardes, noches, se
deslizaban en compañía de la sopa de verduras, el té con limón y miel, el olor
a alcanfor, las masturbaciones adormecedoras y… las manchas. Estaban allí todo
el día, pero las horas del atardecer eran las más propicias; allí en esa lucha
de luces y sombras, donde éstas prevalecían, las manchas de humedad del techo
adquirían formas insospechadas u otras conocidas. Danzaban, retorcían y
estiraban sus músculos; maquillaban o mostraban lavadas sus facciones siempre
cambiantes; sonreían u ocultaban dientes terribles; lívidas o rozagantes. Por
momentos, como si las azotaran furiosos vendavales, formaban velas en
movimiento frenético y casi partían; luego cambiaban a fuegos de artificio. Los
ojos se mareaban de tanto ensueño y lentamente las sombras ganaban la
habitación. La magia quedaba trunca con la entrada de mamá encendiendo el
velador con pantalla de flores rosas y azules. Las manchas fueron compañeras de
mi infancia; las fantasías más locas tomaban el cielorraso como escenario,
algunas de ellas eran recurrentes; cuando las creía perdidas volvían a
aparecer, llenando de alegría mi corazón y estableciendo esa complicidad de las
sociedades íntimas. Había épocas de incertidumbre. Luego de alguna poderosa
lluvia que generalmente se desataba de noche, la mañana siguiente mostraba
alguna transformación sutil de las manchas existentes; al pasar de los días se
podían producir modificaciones tal vez sustanciales de lo conocido. Este
proceso lo vivía sobre ascuas, pues temía la pérdida de alguna de mis fantasías;
esto generalmente no ocurría, incluso podían lograrse cambios favorables con la
aparición de alguna nueva, que ingresaba al olimpo de las favoritas. Había
épocas de peligro latente y angustia contenida después. En la cena familiar
mamá desgranaba por enésima vez su queja sobre la humedad de los techos, ante
ello papá esgrimía la teoría de que en estos meses no podía hacerse nada,
pasada la primavera se ocuparía de ello. Yo suspiraba aliviado. No tomaba
conciencia que el caos estaba cercano cuando trepaba con él a los techos,
considerando una aventura la colocación de la brea en los lugares donde podían
filtrarse las lluvias. A los pocos días un momento terrible, le veía llegar con
brocha gorda nueva y paquete enorme de cal. El fin de semana se parecería al
apocalipsis. El día elegido mis demonios me despertaban temprano. Se corrían
los muebles que podían moverse y los otros se cubrían con sabanas viejas. Me
colocaba en una esquina de la habitación, serio, sin palabras, cabeza vuelta
arriba, nadie reparaba en mí. Veía azorado cómo papá avanzaba inexorable hacia
la zona; el primer pincelazo sólo cubría levemente, el segundo un poco más,
luego otro poco. Lo terrible ocurría a medida que pasaba el tiempo y se iba
secando la cal; las manchas, como si fueran cadáveres, eran sepultadas bajo el
manto blanco.
Pasaba la mano por mi mejilla y se mezclaban las
lágrimas con un salpicón blanco. Esa noche al acostarme cerraba los párpados
con fuerza para resistir la tentación de mirar. Así con los ojos cerrados, en
la retina oscura mi memoria proyectaba las formas de mis fantasías.
Han pasado muchos años. Estoy volando de fiebre,
adormecido entre ésta y los antibióticos; en un respiro de los cólicos que me
impulsan como resortes hacia el baño; no tengo sed aunque debiera beber agua;
no siento ni frío ni calor, igual me tapo hasta la barbilla; trato de
relajarme. Mi vista recorre la habitación de este hotel, antes antigua posta de
camellos en épocas de las caravanas que cruzaban la ruta de la seda; las
últimas horas de la tarde tiñen de lilas angustiados las sombras, entonces
¡allí las descubro!, en aquél ángulo, enfrente a la izquierda de mi cama, allí
están ¡las recupero! El placer que siento es difícil de describir, como si
hubieran reaparecido debajo de la cal, vencedoras. Siempre vencían, se
recuperaban y asomaban triunfantes, espléndidas, hasta que comenzaba a formarse
la nueva protesta de mamá.
Hoy me acompañan, me ayudan, me sostienen; junto
a ellas aparecen retazos de mi infancia; por ellas me olvido como ayer del
resfrío y hoy de los cólicos. Me hacen una mueca divertida, esbozo una sonrisa;
ante un ogro amenazante entrecierro los ojos jugando a que se esfume. Un nuevo
cólico, más agudo, casi me retuerce; ellas no lo dejan. Extienden sus velas
para surcar los mares en el viaje que vendrá. No tengo miedo. Me voy
adormeciendo mientras las sombras se hacen más intensas. Soy muy feliz.
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