Wyman Guin
Vivían tres de ellos. Docenas de débiles y pequeños mutantes que habrían
vuelto histérico a un zoólogo convencional yacían allí, en el acelerador
metabólico. Sin embargo, vivían tres de ellos. Mi corazón dio un vuelco.
Escuché el rumor de los pies de mi hija en las salas de
los animales y los golpes de sus patines. Cerré el acelerador y me dirigí hacia
la puerta del laboratorio. La niña giró el tirador violentamente, intentando
encontrar una combinación que la abriera.
Abrí la cerradura de la puerta, la sostuve contra su
empuje y me deslicé fuera, de modo que, pese a su curiosidad, no pudiera ver
nada. Bajé la vista hacia ella con indulgencia.
–¿No puedes ajustar tus patines? –pregunté de nuevo.
–Papi, lo he intentado una y otra vez y no puedo ajustar
esta vieja llave lo suficiente.
Seguí observándola.
–¡Papi, no puedo!
–Ajústala lo suficiente.
–¿Qué?
–No puedes ajustar la vieja llave lo suficiente.
–Eso es lo que he dicho.
–Muy bien, pequeña. Siéntate en esa silla.
Me incliné y empujé un zapato dentro de un patín. Encajó
perfectamente. Anudé las correas al tobillo e intenté utilizar la llave para
apretar la grapa.
Al fin tenía volplas. Tres de ellos. Estuve siempre tan
seguro que podría crearlos, que durante diez años los había estado llamando
volplas. No, doce. Eché una ojeada hacia la sala de animales, donde el viejo
Nijinsky asomaba su grisácea cabeza por una jaula. Los llamaba volplas desde el
día en que los prolongados brazos del viejo Nijinsky y los pliegues laterales
de la piel de su primo me habían sugerido la idea de un mutante volador.
Cuando Nijinsky advirtió que lo miraba, inició una
pequeña tarantela alrededor de su jaula. Sonreí con nostalgia cuando los
quintos dedos de sus manos, cuatro veces tan largos como los otros, se
desenroscaron mientras daba vueltas.
Me volví para encajar el otro patín de mi hija.
–¿Papi?
–¿Sí?
–Mamá dice que eres un excéntrico. ¿Es verdad?
–Le hablaré acerca de ello.
–¿No lo sabes?
–¿Entiendes lo que quiere decir esa palabra?
–No.
La alcé de la silla y la puse de pie sobre sus patines.
–Dile a tu madre que éste es mi desquite: yo digo que ella
es guapa.
La niña patinó torpemente entre las hileras de jaulas
desde las cuales los mutantes con piel parda y piel azul –demasiada y demasiado
poca piel, brazos enormemente largos y ridículamente cortos–, la miraron con
rostros simiescos, caninos o roedores. En la puerta que daba al exterior, giró
peligrosamente y me saludó.
Otra vez en el laboratorio, ingresé en el acelerador
metabólico y retiré las agujas intravenosas de mis primeros volplas. Llevé sus
débiles y pequeños cuerpos fuera hasta un colchón de laboratorio, dos hembras y
un macho. El acelerador los había empujado casi hasta la edad adulta en menos
de un mes. Transcurrirían varias horas antes que empezaran a moverse, a
aprender a alimentarse y a jugar, quizá a volar.
Estaba claro que no existía ninguna lucha de mutaciones
dominantes. Los alelos modulantes habían convertido algo monstruoso en un
hermoso ejemplar. Los volplas no eran monstruos agostados por el control de las
radiaciones. Eran preciosas y perfectas criaturas.
Mi esposa intentó también abrir la puerta, pero de forma
más sutil, como si casualmente tocara el picaporte mientras llamaba.
–La comida, querido.
–No te muevas de allí.
También ella atisbó, como lo hacía desde hacía unos
quince años, pero obstruí su campo de visión al deslizarme fuera.
–Vamos, viejo ermitaño. Tengo un ambigú en la terraza.
–Nuestra hija dice que soy un excéntrico. Lo que me
asombra es cómo diablos lo descubrió.
–Sin duda gracias a mí.
–Pero me quieres exactamente lo mismo.
–Te adoro.
–Se puso de puntillas, apoyó sus brazos sobre mis hombros
y me besó.
Mi esposa tenía un ambigú de aspecto realmente delicioso
dispuesto en la terraza. La criada se disponía a colocar en el suelo un
calentador lleno de hamburguesas. Le di un pellizco diciendo:
–Hola, nena.
Mi esposa me miró con desconcertada sonrisa.
–¿Se puede saber qué te pasa?
La criada se refugió dentro de la casa.
Puse una hamburguesa y una rodaja de cebolla sobre un
plato, tomé la salsa y afirmé:
–Llegué a la edad peligrosa.
–¡Oh, válgame Dios!
Unté de salsa la hamburguesa, eché la cebolla encima y la
cerré. Abrí una botella de cerveza y bebí un largo trago. Suspiré, mientras
miraba a través de las onduladas colinas y los robledales de nuestro rancho
hacia el Pacífico. Pensé: “Todo esto y además tres volplas”.
Me limpié la boca con el dorso de la mano y exclamé:
–Sí, señor, la edad peligrosa. Y voy a divertirme,
señora.
Mi esposa suspiró pacientemente.
Me encaminé hacia ella, puse el brazo que sostenía la
botella de cerveza alrededor de su hombro y levanté su barbilla con la otra
mano. El dorado Sol danzó en sus ojos azules. Observé una luz conocida en ellos
y dije:
–Pero tú eres la única que me pone peligroso –la besé
hasta que oí los patines atravesando la terraza y, por el lado contrario, un
galope de caballo hacia la terraza–. Tus labios son deliciosos –murmuré.
–Gracias. También tu eres un perfecto hombre de tu casa.
Nuestro hijo encabritó el nuevo caballo que le acababa de
regalar al cumplir los catorce años y gritó:
–¡Suelta a esa doncella, malvado, o te llenaré de plomo!
Me reí, tomé mi plato y me senté en la silla. Mi esposa
me trajo un poco de ensalada y empecé a comer a dos carrillos mientras miraba
al chico desensillar el caballo y enviarlo con una palmada hacia el prado.
Pensé: “¡Cielos, le daría un ataque si supiese lo que
tengo allí, en el laboratorio! ¡Y a todos ellos!”
El muchacho llevó la silla hasta la terraza y la dejó
caer.
–Mamá, me gustaría nadar antes de comer –y comenzó a
desnudarse.
–Me parece que te conviene, un poco de agua salada te
sentará bien –convino ella, sentándose junto a mí con su plato.
La niña se quitó de un tirón sus patines.
–También yo quiero nadar.
–Muy bien. Pero entra en la casa y ponte el traje de
baño.
–¡Oh, mamá! ¿Por qué?
–Porque yo lo digo, querida.
El chico había cruzado ya la terraza y se arrojó dentro
de la piscina. El refrescante ruido de la zambullida hizo que la niña echara a
correr en busca de su traje de baño.
Miré a mi esposa.
–¿Ocurre algo en particular?
–Pronto será una mujer.
–¿Es esa una razón para llevar ropa? Míralo a él. Ya es
un hombre.
–Bien, si esa es tu opinión, los dos tendrán que empezar
a ir vestidos.
Engullí los restos de mi hamburguesa y los hice bajar con
la cerveza.
–Este lugar se va al Infierno –me lamenté–. Al viejo no
se le permite pellizcar a la criada y los niños no pueden andar desnudos.
Me incliné hacia ella y deposité un sonoro beso en su
mejilla.
–Pese a todo, la comida y la vieja son todavía lo mejor.
–Dime, ¿qué te pasa? Has estado sonriendo como un mico
satisfecho desde que saliste del laboratorio.
–Te lo expliqué…
–¡Oh, otra vez no! Tú fuiste peligroso a cualquier edad.
Me levanté, eché mi plato a un lado y me incliné sobre
ella.
–Exactamente. Y voy a tener una nueva clase de diversión.
Extendió la mano para tomar mi oreja. Contrajo sus ojos e
hizo una mueca de horror fingido.
–Es una broma –le aseguré–. Voy a gastarle una tremenda
broma al Mundo entero. Antes tenía la sensación de haberme equivocado, pero
siempre he…
Retorció mi oreja y contrajo aún más sus ojos.
–¿Cómo?
–Bueno, cuando mi padre comenzaba a extraer su fortuna de
algunos pozos de petróleo de Oklahoma, estuvimos allí. En las afueras encontré
una vez un lecho de piedras planas que escondía una camada de serpientes
negruzcas. Llené un cubo con ellas, lo llevé a la ciudad y lo vertí en la acera
frente a un cine justamente cuando salían los asistentes a la función de la
tarde de Theda Bara. Lo grande fue que nadie me había visto. No podían
comprender cómo tantas serpientes llegaron allí. Aprendí que lo mejor es
permanecer tranquilamente a la expectativa y observar cómo reacciona la gente
ante la sorpresa que se le ha preparado.
Ella soltó mi oreja.
–¿Es esa tu diversión?
–Sí.
Meneó la cabeza.
–¿Dije que eras excéntrico?
Sonreí burlonamente.
–Perdóname si como y me marcho, querida. Algo en el
laboratorio no puede esperar.
El hecho es que guardaba en el laboratorio más de lo que
había pretendido. Había buscado únicamente un mamífero planeador algo más
eficiente que el Planeador Polvoriento de Australia, un marsupial. Pese a la
importancia de las mutaciones, en los últimos años mis animales tenían decidida
apariencia simiesca, una considerable evolución desde las ratas de vertedero
con las que empecé. Sin embargo, mis primeros volplas eran asombrosamente humanoides.
También habían sido infinitamente más rápidos que sus
predecesores en organizar su actividad nerviosa, después de su tranquila
explosión de crecimiento en el acelerador metabólico. Cuando regresé al
laboratorio, ya estaban dando vueltas sobre el colchón y el macho intentaba
ponerse en pie. Era, con escasa diferencia, el más grande y tenía sesenta y cinco
centímetros de alto.
Exceptuando el rostro, el pecho y el vientre, estaban
cubiertos por un vello suave y casi dorado. Donde no existía ese dorado pelaje,
la piel era rosada. Sobre sus cabezas, y a lo largo de los hombros del macho,
se hallaba un mechón de piel tan suave como la de la chinchilla. Los rostros
eran manifiestamente humanoides, aunque los ojos eran grandes y nocturnales. La
proporción entre el cráneo y el cuerpo era similar a la humana.
Cuando el macho extendía los brazos, abarcaba el espacio
de un metro. Extendí sus brazos e intenté provocar que se abriesen los
mástiles. No eran nuevos. Durante años los mástiles habían sido comunes a la
colonia básica y eran el resultado de mutaciones sucesivas, produciendo
aquellos prolongados quintos dedos que aparecieron primero en Nijinsky. Ya no
unido como un dedo, el mástil giraba vivamente hacia atrás y corría a lo largo
de la muñeca casi hasta el codo. Los poderosos músculos de la muñeca podían
lanzarlo hacia afuera y hacia adelante, lo que ocurrió súbitamente cuando
excitaba al volpla macho.
Los mástiles aumentaban su envergadura en veinticuatro
centímetros. Mientras giraban hacia fuera y hacia delante, su piel lateral –hasta
entonces recogida en holgados pliegues– se estiraba en una dorada superficie,
que se extendía desde la punta del mástil hasta su cintura y continuaba con un
ancho de nueve centímetros sus extremidades, en donde se aseguraba al dedo
meñique del pie.
Aquella era, con mucho, la más impresionante superficie
obtenida hasta entonces. Se trataba de una verdadera superficie planeadora,
quizá incluso voladora. Sentí correr un estremecimiento a lo largo de mi
espalda.
A eso de las cuatro de la tarde comencé a suministrarles
alimento sólido y, con los mástiles cerrados, formaban pequeños recipientes y
bebían en ellos de un modo muy parecido al humano. Eran activos, curiosos,
juguetones y decididamente encantadores.
Sus cualidades humanoides parecían ir en aumento. Existía
una curvatura lumbar y nalgas. La zona del hombro y los músculos pectorales
eran fuertes y fuera de proporción, por supuesto, mientras que las hembras sólo
tenían un par de pechos. La barbilla y la mandíbula eran iguales a las humanas,
en vez de simiescas, y el aparato dental resultaba apropiado a su estructura.
Lo que eso presagiaba me produjo una conmoción.
Estaba arrodillado sobre el colchón, sopapeando al macho
como si fuera un pequeño perro, cuando una de las hembras trepó juguetonamente
sobre mi espalda. Extendí la mano, la puse sobre mi hombro y la senté. La
acaricié diciendo:
–Hola, bonita. Hola.
El macho me observó y, sonriendo burlonamente, dijo:
–Hola, hola.
Mientras ingresaba en la cocina, aturdido por el acontecimiento, mi esposa
dijo:
–Guy y Em vuelan hacia aquí para cenar. Ese cohete de Guy
que lanzaron en el desierto ayer resultó un éxito. Arrastró a Guy hasta la Nube
Nueve y quiere celebrarlo.
Bailé una jiga como sólo el viejo Nijinsky hubiera podido
hacerlo… ¡Oh, grande! ¡Oh, maravilloso! ¡Estupendo, Guy! Todo el Mundo alcanza
el éxito. ¡Éxito sobre éxito!
Bailé junto a la mesa de la cocina hasta que la criada
salió precipitada en busca de otro lugar donde refugiarse.
Mi esposa me miró con asombro.
–¿Has estado bebiendo alcohol del laboratorio?
–He estado bebiendo el néctar de los dioses. Hera mía,
estás casada con el mismísimo Zeus. He concebido a unos pequeños griegos
descendientes de Ícaro.
Ella simuló un desesperanzado hundimiento de sus bonitos
hombros.
–¿No te sosegarías con un terrenal martini?
–Me sosegaré, sí. Pero primero un beso divino.
Sorbí mi martini y me repantigué en una silla de la
terraza observando el áureo declinar de la tarde a través de las hermosas
colinas de nuestro rancho. Soñé. Idearía una eufórica serie de palabras
equiparables al vocabulario inglés básico y vivirían en pequeñas casas de árboles.
Les enseñaría leyendas: que habían venido de las
estrellas, que observaron a los primeros hombres rojos y luego a los primeros
hombres blancos penetrar en esas colinas.
Cuando pudieran valerse por sí mismos, los dejaría en
libertad. Existirían colonias volplas a un lado y a otro de la costa antes que
nadie pudiera sospechar nada. Un día, alguien vería un volpla. Los periódicos
se reirían.
Más tarde una persona autorizada encontraría una colonia
y la observaría, hasta concluir: “Estoy convencido que tienen un lenguaje y
hablan inteligentemente”.
El Gobierno lo desmentiría. Los periodistas “fieles a la
verdad” preguntarían: “¿De dónde han venido esos extraños seres?” El Gobierno
admitiría los hechos de mala gana. Los lingüistas estudiarían cuidadosamente y
aprenderían el sencillo lenguaje volpla. Después llegarían las leyendas.
La sabiduría volpla llegaría a ser un culto, y de todas
las formas de comedia, en mi opinión, los cultos son la más divertida.
–Querido, ¿estás escuchándome? –preguntó mi esposa con
inquieta paciencia.
–¿Qué? Sin duda alguna. Desde luego.
–No oíste una palabra. Te limitas a sentarte ahí y a
sonreír burlonamente al vacío.
Se levantó y me sirvió otro martini.
–Toma, quizá esto te tranquilice.
–Esos son probablemente Guy y Em.
Un helicóptero apareció sobre la loma, para luego enfilar
los robledales hacia nosotros. Guy lo posó suavemente sobre el espacio
reservado para el aterrizaje y bajamos para salir a su encuentro.
Ayudé a salir a Em y la abracé. Guy salió, preguntando:
–¿Está funcionando tu televisor?
–No –contesté–. ¿Debería estarlo?
–Es casi la hora de la emisión. Temía que nos la
perderíamos.
–¿Qué emisión?
–La del cohete.
–¿Cohete?
–Por favor, querido –se lamentó mi esposa–. Te expliqué
lo del cohete de Guy. Los periódicos no hablan de otra cosa.
Mientras subíamos a la terraza, se volvió hacia Guy y Em.
–Hoy está completamente ido. Cree que es Zeus.
Pedí a nuestro hijo que empujara el pequeño carro del
televisor a la terraza, mientras yo preparaba martinis para nuestros amigos.
Luego nos sentamos, nos bebimos los combinados, los niños tomaron jugo de
frutas y miramos el programa que Guy había sintonizado.
Un bufón del Tecnológico de California estaba explicando
diagramas de un cohete multifase. Tras una pausa me levanté y dije:
–Tengo algo en el laboratorio que necesito revisar.
–¡Eh! Espera un minuto –objetó Guy–. Va a salir el
lanzamiento en seguida.
Mi esposa me dirigió una mirada; conozco la clase. Me
senté. Luego me levanté, me serví otro martini y renové también el de Em. Volví
a sentarme.
La pantalla mostraba ahora una plataforma de lanzamiento
en el desierto. El propio Guy explicaba que, al oprimir el botón enfrente de
él, la compuerta de la tercera sección del gran cohete se cerraría y, cinco
minutos más tarde, la nave se lanzaría al espacio.
Apretó el botón, y oí a Guy, junto a mí, exhalar un
pequeño suspiro. Observamos cómo se cerraba lentamente la compuerta.
–Tienes un magnífico aspecto –dije–. Un atildado miembro
de las fuerzas de asalto al espacio. ¿A qué estás disparando?
–Querido, ¿te estarás… quieto, por favor?
En la pantalla, el enorme rostro de Guy estaba
explicando, con absoluta seriedad, otros detalles del proyecto y de súbito
comprendí que se trataba de un cohete dotado de instrumentos que pensaban
enviar a la Luna. Emitiría desde allí. Bueno, no estaba nada mal. Comencé a
sentirme un poco avergonzado por el modo en que me había estado portando, tendí
la mano y le di una palmada al viejo Guy sobre el hombro. Durante un segundo,
pensé en hablarle de mis volplas. Fue únicamente un segundo.
Una bola de fuego apareció en la base del cohete.
Milagrosamente, la pesada torre se elevó, por un instante pareció reposar sobre
una llameante columna, luego desapareció.
La emisión volvió a un estudio, donde un locutor explicó
que la película que acababan de mostrar había sido tomada dos días antes. Por
el momento, se sabía que la tercera sección del cohete había alunizado
felizmente en la orilla sur del Mare Serenitatis. Indicó la localización sobre
un gran mapa lunar detrás de él.
–Desde esta posición, el telémetro denominado Cohete
Charlie estará emitiendo datos científicos durante varios meses. Ahora, damas y
caballeros, conectaremos. Atentos al Cohete Charlie.
Un cronómetro apareció en la pantalla y, durante varios
segundos, reinó el silencio.
Escuché murmurar a mi hijo:
–¡Tío Guy, eso es formidable!
Mi esposa dijo:
–Em, creo que voy a desmayarme.
De repente surgió un paisaje lunar en la pantalla, con la
misma apariencia con que siempre han sido descritos. Una voz mecánica
intervino.
–Aquí el Cohete Charlie diciendo “Hola, Tierra” desde mi
posición en el Mare Serenitatis. En primer lugar observaré las montañas
Menelaus durante quince segundos. Luego enfocaré mi cámara sobre la Tierra
durante cinco segundos.
La cámara comenzó a moverse y aparecieron las montañas,
muertas y terriblemente salvajes. Hacia el final del movimiento, la sombra
vertical de la tercera sección brotó en primer término.
Bruscamente la cámara describió una vertiginosa
panorámica, enfocó un momento, y allí estaba la Tierra. Ahora no existía
ninguna Luna sobre California. Eran África y Europa lo que estábamos
contemplando.
–Aquí el Cohete Charlie diciendo “Adiós, Tierra”.
Al terminar la emisión, se desencadenó un pandemónium en
nuestra terraza. El viejo Guy, en el colmo de la felicidad, se secaba las
lágrimas. Las mujeres lo besaban y abrazaban. Todo el Mundo hablaba a la vez.
Utilicé el acelerador metabólico para reducir la gestación de los volplas
a una semana. Luego conseguí que los cachorros llegaran a la madurez en un mes.
Tuve suerte. Por absoluta casualidad, la mayoría de los primeros cachorros
fueron hembras, lo que aceleró las cosas en forma considerable.
La primavera siguiente disponía ya de una colonia de más
de cien volplas y detuve el acelerador. De ahora en adelante podrían tener
niños a su propia manera.
Había creado un lenguaje para ellos, utilizando el inglés
básico como modelo y, durante los meses en que cada hembra estuvo ocupada en el
acelerador metabólico, se lo enseñé a los machos. Lo hablaban lentamente, en
voz alta, pero las ochocientas palabras que lo componían no parecían abrumar ni
un ápice sus pequeños cerebros.
Mi esposa y los niños se fueron a Santa Bárbara para
pasar una semana y aproveché la oportunidad para soltar al más viejo de los
machos y a sus dos hembras fuera del laboratorio.
Los instalé en el jeep junto a mí y los conduje hasta un
pequeño valle a casi una milla detrás del rancho.
Los tres contemplaban asombrados el paisaje y parloteaban
continuamente. Estuve ocupado relacionando sus palabras para “árbol”, “roca”, “cielo”,
con los objetos. Tuvieron una pequeña dificultad con “cielo”.
Hasta que no los saqué al aire, no pude apreciar lo
encantadores que eran. Armonizaban perfectamente con el paisaje de California.
Ocasionalmente, cuando levantaban los brazos, los mástiles se abrían y
extendían sus estupendos planeadores.
Casi dos horas pasaron antes de que el macho consiguiera
elevarse en el aire. Su juguetona curiosidad acerca del Mundo había sido
olvidada momentáneamente y perseguía a una de las muchachas. Como suele
ocurrir, ella estaba ansiosa por ser atrapada y se detuvo bruscamente al pie de
una pequeña loma.
Probablemente pensó en lanzarse hacia ella. Pero cuando
extendió sus brazos, los mástiles se soltaron hacia fuera y sus dorados
planeadores se agitaron en el aire. Se deslizó sobre la hembra en un vuelo
sorprendente. Luego se elevó más y más hasta balancearse en la brisa durante un
largo rato, a diez metros sobre el suelo.
Volvió un rostro implorante hacia mí, profundamente
preocupado, y se deslizó directamente hacia un arbusto. Se inclinó
instintivamente, giró hacia nosotros con un áureo fulgor y se estrelló con
brusquedad sobre la hierba.
Las dos hembras lo alcanzaron antes que yo y le
acariciaron y se agitaron sobre él de suerte que no pude acercarme. De repente
profirió una aguda y pequeña carcajada. Desde entonces todo fue muy divertido.
Aprendieron rápida y brillantemente. No eran voladores,
pero sabían planear y remontarse. No tardaron en trepar ágilmente a los árboles
para lanzarse en bellos planeos durante centenares de metros, inclinándose,
girando y moviéndose en espiral hasta una loma suave.
Me desternillé por anticipado pensando en lo que
sucedería cuando la primera pareja de volplas fuera llevada ante un comisario
de policía o cuando los periodistas del Chronicle se lanzaran a las colinas
para atestiguar su existencia.
Como es lógico, los volplas no deseaban volver al
laboratorio. Existía un pequeño manantial en el lugar que, en un punto
determinado, formaba un estanque. Chapotearon con sus largos brazos dentro de
él y se restregaron mutuamente. Luego salieron, se tumbaron de espalda con los
planeadores extendidos para que se secaran.
Los observé afectuosamente y pensé en la conveniencia de
dejarlos allí. Alguna vez tendrían que valerse por sí mismos. Nada de lo que
pudiera explicarles acerca de la supervivencia los ayudaría tanto como una
pequeña experiencia personal. Llamé al macho para que se acercara.
Vino y se agachó, atentamente, con los codos apoyados
sobre el suelo, las muñecas cruzadas ante su pecho. Fue el primero en hablar.
–Antes de que llegara el hombre rojo, ¿vivíamos aquí?
–Vivían en lugares como éste a todo lo largo de estas
montañas. Ahora quedan muy pocos de ustedes. Como han permanecido mucho tiempo
en mi finca, es natural que hayan olvidado la vida al aire libre.
–Podemos aprender otra vez. Deseamos permanecer aquí –su
pequeño rostro era tan solemne y pensativo que alargué la mano para acariciarle
la cabeza tranquilizadoramente.
Ambos oímos un batir de alas sobre nuestras cabezas. Dos
tórtolas remontaron la corriente y se posaron en un roble en el lado opuesto de
la colina.
–Ahí está tu alimento, si puedes atraparlo –indiqué.
Me miró:
–¿Cómo?
–No creo que puedas alcanzarlas en el árbol. Tendrás que
elevarte y atrapar a una de ellas al vuelo cuando se alejen. ¿Crees que podrás?
Miró lentamente a su alrededor, mientras la brisa jugaba
con las ramas y danzaba a través de la hierba junto a la colina. Parecía como
si el volpla hubiera volado mil años con una ancestral sabiduría.
–Puedo llegar allá arriba. Puedo estar un rato. ¿Cuánto
tiempo permanecerán en el árbol?
–Es probable que no permanezcan mucho tiempo. Mantén tu
vista en el árbol, por si acaso se van mientras subes.
Corrió hacia un roble cercano y trepó hasta la copa.
Luego se lanzó, dirigiéndose hacia la parte inferior del valle, y alcanzó en la
colina una cálida corriente de aire ascendente. En un abrir y cerrar de ojos se
elevó aproximadamente a cuarenta y seis metros. Comenzó a cruzar la loma,
abriéndose de nuevo camino hasta nosotros.
Las dos hembras observaban atentamente. Se acercaron a mí
con asombro, deteniéndose de vez en cuando para mirarlo. Cuando estuvieron a mi
lado, no dijeron nada. Se protegieron la vista de la luz con sus pequeñas manos
y lo contemplaron mientras pasaba exactamente sobre nosotros a unos setenta y
cinco metros. Una de ellas, con los ojos fijos en los remontantes planeos del
macho, me tomó de la manga nerviosamente.
Pasó como un relámpago sobre la corriente y osciló tras
la cima de la colina donde se cobijaban las palomas. Escuché su arrullo desde
el roble. Se me ocurrió que no abandonarían su refugio mientras la silueta
parecida a un halcón del volpla ensombreciera el horizonte.
Quité la mano de la hembra de mi manga y le dije con un
ademán:
–Quiere atrapar un pájaro. El pájaro está en ese árbol.
Tú puedes conseguir que el pájaro vuele para ponerse a su alcance. Mira hacia
aquí –me levanté y encontré un palo–. ¿Puedes hacer esto?
Tiré el palo hacia lo alto de un árbol próximo a
nosotros. Luego le proporcioné otro palo. Lo arrojó mejor de lo que esperaba.
–Bien, bonita. Ahora cruza la corriente, súbete a ese
árbol y tírale un palo. Trepó hábilmente al árbol más cercano y se lanzó a
través de la corriente. Saltó al lado opuesto de la colina y se posó
limpiamente en el árbol donde reposaban las palomas.
Las aves abandonaron el árbol, ascendiendo rápidamente
con sus gráciles aleteos. Miré hacia atrás, imitado por la hembra que
permanecía a mi lado. El volpla cerró a medias sus planeadores y comenzó a
descender. Se convirtió en un dorado destello a través del cielo.
Bruscamente, las palomas detuvieron su ascenso y
descendieron, alejándose con un rápido batir de alas. Vi abrirse un poco uno de
los planeadores del volpla. Viró vertiginosamente en la nueva dirección y bajó
como una flecha.
Las palomas se separaron y comenzaron a zigzaguear hacia
la parte inferior del valle. El volpla hizo algo inesperado, abrió sus
planeadores y descendió bajo el pájaro que perseguía, luego subió rápidamente e
interceptó su vuelo entrecruzado.
Vi cerrarse momentáneamente los planeadores. Después se
abrieron de nuevo y la paloma cayó a plomo a un lado de la colina. El volpla se
posó suavemente sobre ella y se volvió para mirarnos.
A mi lado la hembra comenzó a bailotear, gritando en un
lenguaje incomprensible. La otra, que había levantado los pájaros del árbol,
voló planeando hacia nosotros, gimiendo igual que un azulejo.
Fue la bienvenida de un héroe. Tuvo que regresar
caminando, por supuesto, ya que no podía transportar tal carga en vuelo. Las
hembras corrieron a su encuentro. Tranquilo durante un tiempo, no tardó en
pavonearse como cualquier cazador humano.
Su curiosidad hacia el pájaro fue enternecedora. Hurgaron
en él, maravillados ante sus plumas, y bailaron a su alrededor en un
rudimentario rito de la caza. Mas, al poco rato, el macho se volvió hacia mí.
–¿Comemos eso?
Reí mientras tomaba su pequeña mano de cuatro dedos. En
un lugar arenoso bajo un gran árbol suspendido sobre el riachuelo, encendí una
pequeña fogata para ellos. Aunque eso les maravilló, deseaba enseñarles primero
a limpiar el pájaro. Les mostré cómo ensartarlo y darle vueltas sobre el fuego.
Más tarde, acepté un bocado de su festín. Estuvieron
alegres y extremadamente simpáticos durante la comida.
Cuando tuve que partir, ya era de noche. Les recomendé
vigilancia, mantener bajo el fuego y retirarse al árbol en cuanto algo se
aproximara. El macho me acompañó un trecho cuando me alejé de la hoguera.
–Prométeme que no se irán de aquí hasta que estén
preparados para ello –repetí.
–Nos agrada esto y nos quedaremos. ¿Mañana traerás a
otros de mi especie?
–Sí. Traeré a muchos de tus compañeros, si prometes
continuar en este bosque hasta que se hallen dispuestos.
–Lo prometo –miró al cielo de la noche y, a la luz del
fuego, advertí su asombro–. ¿Dices que vinimos de allí?
–Los viejos de tu especie me lo dijeron así. ¿No te lo
explicaron?
–No puedo recordar a ningún viejo. Explícamelo tú.
–Los viejos me contaron que ustedes llegaron en una nave
desde las estrellas mucho antes que los hombres rojos –en la obscuridad sonreí
al pensar en los suplementos dominicales que los periódicos publicarían dentro
de un año aproximadamente, quizá menos.
Miró al cielo durante mucho tiempo.
–¿Esas pequeñas luces son las estrellas?
–Así es.
–¿Qué estrella?
Eché un vistazo y luego señalé sobre un árbol.
–Desde Venus –comprendí después mi error al citarle un
nombre en inglés–. En tu lenguaje, Pohtah.
Miró durante largo rato y murmuró:
–Venus. Pohtah.
La semana siguiente, llevé todos los volplas a los
robledales. En total ciento siete machos, hembras y cachorros. Sin
premeditación por mi parte, tendían a segregarse en grupos de cuatro a ocho
parejas junto con sus cachorros. Dentro de ellos, los adultos practicaban la promiscuidad,
pero aparentemente sin abandonar el grupo. Éste conservaba pues la apariencia
de una superfamilia y los machos toleraban y cuidaban a todos los niños, sin preocuparse
por la paternidad real.
Hacia fines de semana, estas superfamilias estaban
esparcidas en una extensión aproximada de siete kilómetros cuadrados por el
rancho. Habían encontrado un nuevo bocado exquisito, los gorriones, y los
cazaban fácilmente durante su descanso nocturno. Había enseñado a los volplas a
hacer fuego y a usar hierbas, vides, y matorrales para construir casas de
árboles maravillosamente diseñadas, en las cuales los jóvenes y, a veces, los
adultos dormían entre mediodía y medianoche.
La tarde en que mi familia regresó a casa, una cuadrilla
de trabajadores demolió las salas de los animales y el edificio del
laboratorio. Los vigilantes habían anestesiado a todos los mutantes
experimentales, mientras que el acelerador metabólico y el restante equipo del laboratorio
fueron desmantelados. No quería conservar nada que pudiera relacionar la súbita
aparición de los volplas con mi propiedad. Es evidente que no precisarían más que
algunas semanas para establecer sus medios de supervivencia y desarrollar por
su cuenta una cultura rudimentaria. Después podrían abandonar mi rancho y la
broma seguiría.
Mi esposa bajó del automóvil y miró a los trabajadores
ocupados en torno a las derruidas construcciones y exclamó:
–¿Qué diablos está pasando aquí?
–Terminé mi trabajo y ya no necesitamos el laboratorio.
Voy a escribir un informe acerca de los resultados.
Me miró apreciativamente meneando la cabeza.
–Pensé que era eso lo que te proponías. Pero estaría bien
que lo hicieras de verdad. Sería tu primer libro.
Mi hijo preguntó:
–¿Qué les pasó a los animales?
–Fueron devueltos a la universidad para un estudio más
amplio –mentí.
–Bueno –se dirigió a ella–. No dirás que papá no es un
hombre de decisión.
Veinticuatro horas más tarde no existía el menor indicio
de experimentación animal en todo el rancho.
Excepto los bosques, por supuesto, que estaban llenos de
volplas. Por la noche podía oírlos débilmente cuando salía a sentarme a la
terraza. Mientras surcaban la oscuridad, en lo alto charlaban, reían y a veces
gemían con alado amor. Una noche, una bandada de ellos pasó lentamente ante la
tranquila faz de la Luna llena, pero fui el único en advertirlo.
Cada día visitaba el campo para encontrar al más viejo de
los machos, que aparentemente se había erigido en jefe de todas las familias
volplas. Me aseguró que los volplas permanecerían junto al rancho, si bien se
lamentó que la caza estaba escaseando. Por otra parte las cosas marchaban muy
bien.
Los machos llevaban ahora pequeñas lanzas con punta de
piedra y emplumados mangos, que podían arrojar en vuelo. Las utilizaban por la
noche para abatir a los gorriones en reposo y durante el día para matar su caza
mayor: los conejos.
Las mujeres llevaban plumas de azulejo en la cabeza y los
hombres, penachos de plumas de paloma y a veces pequeñas faldas hechas con
pieles de conejo. Les di algunas instrucciones sobre el particular y les enseñé
a curtir las pieles de conejo y ardilla para sus casas arbóreas.
Éstas eran cada vez más complejas, cuyas paredes y piso
estaban tejidas con gran habilidad, cubiertas por un ajustado techo de paja.
Habían sido convenientemente camufladas por abajo, tal como sugerí.
Aquellas pequeñas criaturas me deleitaban cada día más.
Podía pasearme horas observando a los adultos, machos y hembras, jugando con
los niños o enseñándoles a planear. Me sentaba toda la tarde para contemplar
cómo tejían sus casas arbóreas.
Un día mi mujer me preguntó:
–¿Qué hace en la selva el poderoso cazador?
–Oh, he estado disfrutando de nuestra vida animal.
–Otro tanto hace nuestra hija.
–¿Qué quieres decir?
–Tiene dos de ellos arriba en su cuarto.
–¿Dos qué?
–No lo sé. ¿Cómo los llamas?
Subí los peldaños de tres en tres e irrumpí en la
habitación de mi hija. Estaba sentada sobre su cama, leyendo un libro a dos
volplas. Uno de los volplas sonrió y dijo en inglés:
–Hola, Rey Arturo.
–¿Qué pasa aquí? –pregunté.
–Nada, papi. Sólo leyendo, igual que hacemos siempre.
–¿Igual que siempre? ¿Cuánto tiempo hace que esto ocurre?
–Oh, semanas y semanas. ¿Cuánto tiempo hace que me
visitaste por primera vez, Fuzzy?
El descortés volpla que me había llamado “Rey Arturo”
respondió burlonamente:
–Oh, semanas y semanas…
–Y encima les enseñas a leer en inglés.
–Por supuesto. Son tan buenos alumnos y tan agradecidos.
Papi, no harás que se marchen, ¿verdad? Nos queremos mucho, ¿verdad?
Ambos volplas hicieron vigorosamente un gesto afirmativo
con la cabeza. Se volvió de nuevo hacia mí.
–Papi, ¿sabías que pueden volar? Pueden volar
directamente fuera de la ventana y subir al cielo.
–¿Seguro? –comenté en forma impertinente; miré con
frialdad a los dos volplas–. Hablaré con su jefe.
Cuando llegué abajo, le grité a mi esposa:
–¿Por qué no me dijiste lo que estaba sucediendo? ¿Cómo
permitiste que siguiera sin hablar conmigo?
Su rostro adquirió una expresión desacostumbrada.
–Ahora vas a escucharme. Toda tu vida es un secreto para
nosotros. ¿Por qué tu hija no puede tener un secreto propio?
Se aproximó hacia mí y sus ojos azules lanzaron destellos
de furia.
–La verdad es que no debí explicarte nada. Prometí que no
se lo diría a nadie. ¿Y qué ocurre cuando lo hago? Empiezas a saltar por la
casa como un maniático sólo porque una niña tiene un secreto.
–¡Un bonito secreto! –bramé–. ¿No se te ocurrió que podía
ser peligroso? No conoces la sexualidad de… –di un traspié en medio de un
penoso silencio, mientras ella me obsequió con una indecente sonrisa.
–¿Cómo te volviste tan puritano de repente? Estas
criaturas son dulces y amables, sin mal en sus cuerpos. Sin embargo, no creas
que ignoro lo que paso. Los creaste tú. Así que si sus ideas son indecentes, sé
dónde las adquirieron.
Me lancé fuera de la casa. Hice girar el jeep en el
exterior del patio y me dirigí hacia el bosque. El jefe se había instalado con
perfecta comodidad. Se apoyaba hacia atrás en el gran roble que cobijaba su
vivienda. Ardía una pequeña hoguera y una de las hembras se hallaba asando un
gorrión para él. Me saludó en el lenguaje volpla.
–¿Te das cuenta –declaré abrupta y airadamente–, que hay
dos volplas en el dormitorio de mi hija?
–Desde luego –contestó con calma–. Van allí cada día.
¿Hay algo de malo en eso?
–Les está enseñando las palabras de los hombres.
–Nos explicaste que algunos hombres pueden ser nuestros
enemigos. Estamos ansiosos por conocer sus palabras lo mejor posible para
nuestra protección.
Su mano buscó detrás del árbol y sacó a plena luz del día
un ejemplar del Chronicle, de San Francisco, fuera de su escondite. Lo
mantuvo en alto apologéticamente.
–Lo hemos estado tomando durante algún tiempo desde el
buzón frente a tu casa. Sobre el suelo, extendió el periódico entre nosotros.
Vi por la fecha que era del día anterior.
–Gracias a los dos que van a tu casa, he aprendido las
palabras de los hombres. Como dicen los hombres, puedo “leer” la mayor parte de
esto –afirmó con orgullo.
Me quedé con la boca abierta. ¿Cómo podría conservar el
control de la situación? ¿Parecía razonable que, simplemente con observar y
escuchar a los hombres, los volplas hubiesen aprendido su lenguaje? ¿O les
había enseñado un amigo humano?
Bueno, tendría que sacrificar mi anonimato. Mi familia y
yo habíamos encontrado una colonia de volplas en nuestro rancho y les enseñamos
el inglés. Se me antojó una buena idea porque era la verdad.
El volpla agitó su brazo largo y delgado sobre la primera
página.
–Los hombres son peligrosos. Nos dispararán con sus armas
si abandonamos este lugar.
Me apresuré a tranquilizarlo.
–En absoluto. Cuando los hombres los conozcan, los
dejarán en paz –pese a mi énfasis comprendí por primera vez que el asunto no
sería una broma para los volplas–. Debes dispersar a los tuyos en seguida.
Permanece aquí con tu familia para que sigamos en contacto, pero envía a los
demás a otro sitio –seguí de todas formas.
Meneó la cabeza.
–No podemos abandonar estos bosques. Los hombres nos
dispararían.
Luego me hizo frente y sus ojos nocturnales me miraron
con franqueza.
–Quizá no eres un buen amigo. Tal vez nos has mentido.
¿Por qué dices que deberíamos abandonar este refugio?
–Serán más felices. Habrá más caza.
Continuó observándome fija y directamente.
–Habrá más hombres. Uno disparo ya contra uno de
nosotros. Lo perdonamos y somos amigos. Pero uno de los nuestros murió.
–¿Son amigos de otro hombre? –pregunté, aturdido.
Hizo un gesto afirmativo con la cabeza y señaló hacia la
parte superior del valle.
–Está allá arriba con otra familia.
El jefe volpla tenía la ventaja de planear, pero no pudo
mantener mi paso. Corriendo unas veces, caminando aprisa otras, me abrí camino
delante de él. Mi respiración jadeante se debía menos al esfuerzo que a la
ansiedad de descubrir al desconocido.
Bordeé un recodo del riachuelo y allí estaba mi hijo,
sentado sobre la hierba junto a una fogata, jugando con un bebé volpla y
charlando en inglés con un macho a su lado. Mientras me aproximaba, mi hijo
lanzó al bebé al aire. Los minúsculos planeadores se abrieron y el pequeño
descendió flotando hacia las manos que lo esperaban.
Se dirigió al volpla:
–No, estoy seguro que no vinieron de las estrellas.
Cuanto más lo pienso, más seguro estoy que mi padre…
–¿Qué diablos te propones al decirles eso? –grité a su
espalda.
El macho se sobresaltó. Mi hijo volteó lentamente y me
miró. Luego devolvió el bebé al volpla y se levantó.
–¿No tienes nada que hacer en otra parte? –gruñí.
Había destruido todo mi arsenal de leyendas volpla con
una pequeña duda.
Sacudió la hierba de su pantalón y se enderezó. Su
expresión hizo que mi cólera se desvaneciera.
–Papá, ayer maté a uno de estos seres. Creí que era un
halcón y le disparé mientras cazaba. No lo hubiera hecho si me hubieras
prevenido.
No pude mirarlo. Bajé la vista y mi rostro enrojeció.
–El jefe me dijo que quieres que abandonen el rancho
pronto. ¿Crees que esto va a ser divertido?
Escuché llegar al jefe, que permaneció silencioso a mi
espalda. Mi hijo dijo suavemente:
–No creo que lo sea, papá. Tendrías que haber escuchado
sus gritos cuando le acerté.
Había grandes y negros regueros de hormigas moviéndose en
la hierba. Me pareció percibir un extraño zumbido en el cielo. Alcé mi cabeza y
lo miré.
–Hijo, volvamos al jeep y hablaremos de camino a casa.
–Preferiría caminar.
Saludó al volpla con quien había estado hablando y se
alejó por el robledal. El volpla que sostenía al cachorro me observaba
fijamente. Desde alguna parte, muy lejos del valle, un cuervo graznaba. No miré
al jefe. Me volví, pasé apresuradamente junto a él y me encaminé de nuevo al
jeep, solo. En casa, abrí una botella de cerveza y me senté en la terraza para
esperar a mi hijo. Mi esposa se acercó a la casa con varios ramos de flores del
jardín, pero no me dirigió la palabra. Chasqueó las hojas de la tijera mientras
caminaba.
Un volpla remontó la terraza y se posó en la ventana del
dormitorio de mi hija. Permaneció allí un instante y emprendió nuevamente el
vuelo. No tardaron en seguirle los otros dos volplas que había dejado con mi
hija a primeras horas de la tarde. Los observé con una vaga inquietud, mientras
los tres se alejaban hacia el este, elevándose sin esfuerzo.
Cuando bebí por fin un sorbo de cerveza, estaba casi
caliente. La dejé a un lado. Mi hija salió a la terraza.
–Papi, mis volplas se fueron. Dijeron adiós y ni siquiera
había terminado el programa de televisión. Dijeron que no me volverían a
visitar. ¿Hiciste que se marcharan?
–No. No lo hice.
Me miró con ardientes ojos. Su labio inferior sobresalió
y tembló como una lágrima rosada.
–Papi, lo hiciste –entró en la casa golpeando el suelo
con el pie, sollozando.
¡Dios mío! ¡En unos momentos me había convertido en un
puritano, un asesino y un embustero!
Pasó la mayor parte de la tarde antes que oyese a mi hijo entrar en casa.
Lo llamé, salió y permaneció frente a mí. Me levanté.
–Hijo, no puedo explicarte lo apesadumbrado que estoy por
lo que te ocurrió. Fue culpa mía, en modo alguno tuya. Únicamente espero que
consigas olvidar la pena que te produjo matar a esa criatura. No sé cómo no
preví que esto sucedería. Estaba tan resuelto a asombrar al Mundo entero que yo…
Me detuve. No había nada más que decir.
–¿Vas a obligarlos a que abandonen el rancho? –preguntó.
–¿Después de lo ocurrido? –me horroricé.
–¿Qué piensas hacer con ellos, papá?
–He estado intentando tomar una decisión. No sé qué
resultaría mejor para ellos –miré mi reloj–. Volvamos y hablemos con el jefe.
Sus ojos se iluminaron y me dio unas palmadas sobre el
hombro, de hombre a hombre. Abandonamos la casa, subimos al jeep y me dirigí de
nuevo al valle. El Sol del crepúsculo lanzaba sus postreros fulgores.
Apenas hablamos mientras dejábamos atrás los árboles
sombríos. Me hallaba cada vez más lleno de la inquietud que se había apoderado
de mí cuando los tres volplas dejaron mi terraza y se elevaron suave y
decididamente hacia el este.
Llegamos al campo y no vimos a ningún volpla en las
inmediaciones. El fuego se había consumido hasta convertirse en un rescoldo.
Llamé en el lenguaje volpla, pero no hubo respuesta.
Fuimos de campo en campo y encontramos fuegos apagados.
Trepamos a sus casas y las hallamos vacías. Me sentía enfermo y asustado. Llamé
repetidamente hasta enronquecer.
Al fin, en la obscuridad, mi hijo me tomó del brazo.
–¿Qué vas a hacer, papá?
–Llamar a la policía, a los periódicos y advertir a todo
el mundo –respondí tembloroso.
–¿Dónde crees que fueron
Miré hacia el este, donde las estrellas surgían del gran
desfiladero en las montañas y resplandecían como un profundo cuenco de
luciérnagas.
–Los tres últimos que vi tomaron esa dirección.
Habíamos estado fuera de casa varias horas. Cuando
llegamos a la terraza iluminada, vi la sombra de un helicóptero. Luego
distinguí a Guy sentado cerca de mi esposa, sostenía su cabeza entre las manos.
Em le decía a mi mujer:
–Estaba fuera de sí. El pobre no podía hacer nada. Tuve
que sacarlo de allí y pensé que no les importaría que viniéramos aquí para
estar con ustedes hasta que decidan qué medidas deben tomarse.
Me dirigí hacia ellos.
–Hola, Guy. ¿Qué ocurre?
Alzó la cabeza, luego se levantó y me estrechó la mano.
–Un desastre. El proyecto fracasará y no podemos hacer
nada para evitarlo.
–¿Qué pasó?
–Justamente mientras lo disparábamos…
–¿Disparaban qué?
–El cohete.
–¿Qué cohete?
Guy gimió.
–¡Dios mío! ¡El cohete a Venus!
Mi esposa intervino.
–Le contaba a Guy que no sabemos nada acerca de ello
porque no nos han entregado el periódico en semanas. Me he quejado…
Le hice señas para que se callase.
–Prosigue –pedí a Guy.
–Exactamente cuando oprimí el botón y la compuerta se
cerraba, una bandada de lechuzas rodeó la nave. Revolotearon en torno a la
compuerta y de algún modo lograron abrirla.
Em se dirigió a mi esposa.
–Debían ser un centenar. Fueron llegando y se
introdujeron por ella. Luego comenzaron a arrojar fuera todos los instrumentos
registradores. Los hombres intentaron subir con una escalera mecánica, pero las
lechuzas, o lo que fueran, golpearon al conductor con algo en la cabeza y le
dejaron sin sentido.
Guy volvió su desconsolado rostro hacia mí.
–Luego se cerró la compuerta y no nos atrevimos a
acercarnos a la nave. Suponíamos que despegaría a los cinco minutos, pero no
fue así. Esos malditos bichos han podido…
Hubo un resplandor en el este. Todos nos volvimos para
divisar una fugaz línea dorada que se remontó sobre el negro terciopelo más
allá de las montañas.
–¡Ahí está! –gritó Guy–. ¡Ésa es la nave! –luego gimió–:
Un completo fracaso.
Lo tomé por los hombros.
–¿Quieres decir que no llegará a Venus?
Se desasió de un tirón con desconsuelo.
–Claro que sí. Los mandos automáticos no pueden ser
desviados. Pero el cohete está en camino sin equipo registrador ni televisión a
bordo. Sólo hay un cargamento de lechuzas.
Mi hijo soltó una carcajada.
–¡Lechuzas! Papá podría explicarte una o dos cosas.
Le impuse silencio mirándole con ceño. Se calló y luego
comenzó a bailar por la terraza.
El teléfono sonaba. Mientras me dirigía a la cabina, tomé
a mi hijo por el brazo.
–No digas una sola palabra.
Intentó ocultar la risa.
–Ahí está tu broma, papá. ¿Por qué tengo que decir algo?
Sólo me reiré de cuando en cuando.
–Ahora basta.
–Espera a que alguien desembarque en Venus y encuentre
venusianos con una leyenda acerca de su Gran Padre Blanco de California.
Entonces es cuando hablaré.
La llamada era de un individuo chillón que deseaba hablar
con Guy. Permanecí junto a él mientras escuchaba la excitada voz a través del
hilo telefónico.
Guy exclamó:
–No, no. Los mandos automáticos corregirán la demora en
el despegue. No es eso. Pero el caso es que no hay ningún instrumento… ¿Qué?
¿Qué pasó exactamente? Cálmese. No puedo comprenderlo.
Escuché a Em decirle a mi esposa:
–Y no sabes lo más extraño. Parecía como si aquellos
bichos llevaran algo sobre sus espaldas. Uno de ellos dejó caer su carga. Los
hombres la recogieron y nunca podrías adivinar lo que encontraron… ¡Tres
pajaritos asados estupendamente preparados!
Mi hijo me dio ligeramente con el codo.
–Listas lechuzas. Largo viaje.
Le tapé la boca con la mano. Luego vi que Guy alejaba el
receptor de su oído.
–Acaban de grabar en cinta magnetofónica un mensaje
procedente del cohete. La radio quedó a bordo. Pero no teníamos ninguna
grabación parecida… – balbuceó.
Luego gritó al teléfono:
–¡Póngala otra vez! –y me pasó el receptor.
Durante unos instantes sólo se escuchó un zumbido desde
el receptor. Después surgió una voz clara y suave.
–Aquí el Cohete Harold sin novedad. Aquí el Cohete Harold
diciendo adiós a los hombres.
Hubo una pausa y luego, en lenguaje volpla, habló otra
voz.
–Hombre que nos creaste, te perdonamos. Sabemos que no
vinimos de las estrellas, pero iremos a ellas. Yo, el jefe, te daré la
bienvenida cuando nos visites. Adiós.
Nos hallábamos demasiado excitados para hacer
comentarios. Me sentía lleno de una gran y súbita tristeza.
Permanecí de pie durante mucho tiempo y miré hacia el
este, donde la montaña estrechaba un cuenco de danzantes luciérnagas entre sus
negros senos.
Luego pregunté a Guy:
–¿Cuánto tiempo crees que pasará antes que tengas otro
cohete dispuesto para Venus?
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