Carlos de Bella
Y el Señor los reunió y
les dijo:
–Id a la Tierra y ayudad allí a las iglesias más
necesitadas en el trabajo que les encarguen. Sois jóvenes, fuertes e
inteligentes, podréis hacer todo cuanto os pidan y ello será hecho en mi
nombre.
Entonces sonaron las trompetas y un mil
quinientos quince ángeles partieron del cielo hacia sus destinos terrenales,
sonriendo y deseándose suerte unos a otros.
El protagonista de esta historia se dirigió hacia
la iglesia de Montserrat en una ciudad del sur llamada Nuestra Señora de los
Buenos Aires, o algo así.
Cuando llegó a sus puertas el ángel plegó sus
alas, cambiando túnicas por ropas terrestres que le habían proveído.
El templo estaba vacío. Se sentó en uno de los
bancos finales de frente al altar y miraba todo como si recién lo viera. Y así
era.
¿Dónde estaban los fieles? ¿Y los padres
responsables de la Iglesia? Todas preguntas sin respuestas.
El segundo día ayudó a una anciana a subir las
escaleras, ésta recién aceptó al mirarle a los ojos pues su primera reacción
fue de rechazo.
La mayoría de los fieles eran mujeres, él les
sonreía, algunas rehuían la mirada, otras apretaban más firmemente la cartera y
unas pocas le saludaban.
Por la tarde, cuando nadie podía verle, sopló el
polvo de los bajorrelieves, quitó telarañas y ahuyentó murciélagos.
Al cuarto día hubo sol y se sentó a sólo dos
escalones de la acera. Pasaba mucha gente presurosa, alguna le miraba, otras
nada.
Y entonces esa noche, Ángel se quedó a ver el
show donde los cinco jóvenes, de a uno por vez y ahora vestidos, uno de
explorador, otro de militar, aquél de encapuchado repetían los pasos y
movimientos del ensayo, con la particularidad que paulatinamente iban
perdiendo, o mejor dicho, despojándose de sus ropas hasta que sólo quedaban en
minúsculo slip, el cual tardaban muchísimo más en quitarse, pese a los pedidos
frenéticos de la concurrencia. Cuando llegaba ese momento, en un abrir y cerrar
de ojos, se cubrían la entrepierna con un casco, sombrero u otro adminículo y
desaparecían en un apagón de luces. Allí tronaban los aplausos. Entre joven y
joven aparecía Lulú enfundada en un vestido rojo cantando algunas cosas entre
graciosas y soeces que la gente festejaba ruidosamente.
Y tal lo dicho y que además también estaba
escrito, no fue un escándalo sino un suceso glamoroso.
Aplaudieron a rabiar, primero el público, Lulú,
Luis y los jóvenes que compartían el show. A medida que fueron cayendo las
túnicas el clima fue subiendo de tono, así como los gritos de los espectadores,
antes de deslizar desde su cintura la última túnica, Ángel desplegó las alas,
eso produjo el paroxismo, finalmente la dejó caer y mimando aquello que veía
hacer a sus compañeros, con ambas alas cubrió su entrepierna. Allí se apagaron
las luces y estallaron los aplausos.
Pasados los segundos de besos, abrazos y gritos,
Ángel ya nuevamente vestido dijo:
–Bueno, me debo ir, hasta
mañana.
–¡Ni se te ocurra faltar! después de esto va a
haber un lleno total.
–¿Cómo carajo hará lo de
las alas? –preguntó Luis.
–Será un trasplante, ¿no, bebé?
Pero la pregunta de Lulú quedó sin respuesta pues
Ángel ya había subido las escaleras.
Y llegó y pasó el sexto día y también el séptimo
y en ninguno de estos descansó, pues eran sábado y domingo y había que hacer el
show.
Sí pudo hacerlo en los posteriores pues el local
volvía a abrir sus puertas el próximo jueves. En realidad regresó a su rutina
de las escaleras de la iglesia, algunos feligreses ya le saludaban, esto era
todo un avance.
El que también había cambiado de humor era el
cura regordete y junto con el consabido plato de sopa había ofrecido un vaso de
vino; la modificación se había producido debido a un puñado de billetes no
habitual en la caja de la limosna. Jamás se enteraría quien los introdujo y el
origen de los mismos.
En ese momento como si se hubiera abierto un
postigo, las nubes se corrieron levemente y una luz que no era la del sol
ilumino la escena. Si Ángel y Lulú hubieran elevado los ojos hubieran visto al
Señor mirando atentamente a ambos. Pero ello no ocurrió.
En ese momento Ángel elevo su vista hacia el
cielo y entonces escuchó la voz del Señor.
–Hijo, mañana será tu último trabajo allí. En el
mismo momento en que dejes caer la última túnica, sobre ti lloverá polvo de
estrellas y volverás a casa.
–Mi señor, ya estaba haciendo esto con mucho
gusto.
–Lo sé. Es suficiente.
Y todo ocurrió así como estaba escrito, pero hubo
una pequeña alteración.
Cuando las luces quedaron prendidas no hubo
lluvia de estrellas ni ninguna otra.
Ángel con su mejor sonrisa, plegó primero el ala
derecha con la que cubría su trasero y luego, muy lentamente, la izquierda
descubriendo su entrepierna y en ese momento el público, Lulú, Luis, los
muchachos e incluso… Ángel, vieron con sorpresa que desde ese lugar oculto y
entre breves plumillas blancas crecía un miembro masculino nunca antes
imaginado.
Entonces, por un solo minuto, se apagaron las
luces no sólo allí sino en toda la Tierra, al tiempo que el Altísimo sonreía
complacido y uno de los mil quinientos quince ángeles regresaba a casa.
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