Gabriel Impaglione
Lapidario Guzmán ni abrió la boca. La noche se hizo un muro sin límites alrededor
y si algo hubiera sucedido luego, no sé, no quiero ni imaginármelo, pero… una gota
del vaso de Sisemio, por ejemplo, deslizando su azafrán hasta la tierra, o el aliento
haciéndose espada en el aire, el tiempo –ese frágil soplo a veces– se habría partido
en tantos infinitos paisajes, que hoy la historia sería diferente.
Los jueves a la tarde vestía su guardapolvo azul y entraba
al galpón de las estrufallas. Encendía la luz negra y se dejaba llevar por el largo
corredor mirando una a una las celdas pequeñas y malolientes.
En el final del húmedo pasillo una enorme biblioteca
desierta custodiaba el escritorio de metal sobre el que se apilaban carpetas, cartuchos
del 14 y la tímida constelación de botones rojos del tablero de seguridad de las
jaulas.
Sentado, reposaba las piernas en una pequeña banqueta
azul mientras afuera la noche comenzaba lentamente su gobierno implacable. Así sus
cuatro noches mensuales, percibiendo el seseo de los machos dormidos, el áspero
roce de las patas escamosas en los acorazados cuerpos.
Cada tanto una luméndrola trazaba su hilo de baba fosforescente
en la sombra y al segundo, inexorablemente, el chasquido, un gemido después casi
imperceptible, y más tarde el sordo estertor del final. Y las endiabladas mandíbulas
de alguna estrufalla rechinando en el saboreo agridulce, bañadas de cierta baba
brillante que se evaporaba de a poco hasta no ser sino una sombra más en el sopor
de la oscuridad.
La rutina de los jueves por la noche. Gino intentó cierta
vez combatir la elástica constitución de las horas instalando un pequeño televisor
en el escritorio. A la mañana siguiente lo encontraron paralizado, casi verde, con
los ojos desorbitados y extrañas palabras inconclusas prendidas de la boca.
Se lo anticiparon, pero él no entendía mucho de esas
cosas. Pensó que sólo eran justificativos para exigirle más y más atención, para
tenerlo en un filo de tensión casi insoportable. No fue capaz, en su ceguera, de
entender por qué las guardias un día a la semana, y que cada noche otro como él
cumpliera la tediosa rutina de esperar el amanecer detrás del escritorio, en la
oscuridad, en completo silencio, con una escopeta de dos caños siempre a mano y
el inyectable de efecto súbito para estirar por unas horas sus posibilidades de
supervivencia. “Rayos catódicos, rayos ultravioletas, luz intensa: peligro inminente”
le habían repetido varias veces aquella primera noche.
Cuando entonces le preguntaron por su experiencia, la
rica historia de Gino en los suburbios abandonados, sus andanzas por los graves
galpones del ferrocarril y la derruida zona industrial bastaron para ganarse el
puesto.
Otros tiempos. Las estrufallas no habían evolucionado
todavía, se arrastraban como babosas gigantes por los ángulos sombríos, cazando
luméndrolas y pequeños escorpiones de aceite, y nada hacía prever que la nueva especie
alcanzara semejante desarrollo. La mutación, repetía casi kafkianamente un viejo
profesor universitario de Biología.
Gino no entendía de mutaciones, nuevas especies, apocalipsis
y largas caravanas de sobrevivientes hundiéndose en el sur ignoto, y ya de tan depredado
casi inhabitable.
Él se había negado a abandonar su territorio, su vastedad
de rincones, la intrincada red de pasadizos y refugios. Después de aquella luz enceguecedora
y el viento de piedra que arrasó los primeros barrios, luego de la nieve roja cuando
ya todos los rumores habían sucumbido, su piel de rabiosa corteza era suficiente
protección ante mordeduras de frío y alimañas.
Con las semanas adquirió un sentido auditivo envidiable
para captar el mínimo roce de una presa sobre cualquier superficie. Luego le llegó
como un don maravilloso el olfato más agudo, bestial, exacto que pueda imaginarse.
Mientras todo parecía suspendido en el tiempo, e iban
y venían hombres embutidos en trajes especiales, Gino perseguía su almuerzo mirando
a la distancia a los grupos empeñados en la reconstrucción de lo posible.
Fue acercándose de a poco, hasta que alguien ganó su
confianza, y luego otro, y terminó colaborando en un escuadrón de gente como él,
hechos a las nuevas circunstancias.
La primera estrufalla evolucionada lo acorraló una mañana
en un corredor de la Superintendencia del Ambiente, donde desmontaban artefactos
eléctricos. Alcanzó a hundirle un destornillador en el pecho antes que la bestia
le llegara al cuello. Allí supo que la historia no sería la misma.
Entonces, durante las guardias, muy luego, cuando aquel
contrato, la escopeta de dos caños estaba siempre a mano.
Pero no entendía demasiado. No alcanzaba a comprender
el porqué de las celdas, la obsesión imbécil de mantener vivos los últimos ejemplares
de la especie.
En lo que fue el centro de la ciudad el vértigo de los
andamios aceleraba día y noche la nueva geografía. Dentro del perímetro enrejado
crecían jaulas gigantescas y laberínticas galerías cerradas. En uno de los pabellones
se expondrían las bestias, detrás de triples cristales de máxima seguridad.
Él no entendía ciertas cosas.
Fue un jueves, tal vez entre sueños avanzada la noche,
de una fosforescencia a otra en el galpón a oscuras. Comenzó a verse estrufalla,
último eslabón de la evolución mutante, fiera descompuesta en tantas otras versiones
cada vez más monstruosas.
Y un relámpago de idea que lo fulminó detrás del escritorio,
con las piernas abatidas en la banqueta azul y todos esos cartuchos del 14 frente
a las narices.
Rascó la piel casi fósil de su mano izquierda y encendió
todas las lámparas.
Un gemido, primero, después el creciente bramido de
las criaturas que lo empujó a la escopeta.
Pulsó la cerradura electrónica de cada una de las celdas
desde el tablero del escritorio y esperó, con la vista en ningún lugar, el rumor
compacto de las pisadas sobre el pasillo.
Fue la lucha por una luméndrola, el forcejeo silencioso,
un estampido luego. Y la boca chorreándole una baba fosforescente.
Más tarde otro silencio, diverso, espeso, maloliente,
niebla en el galpón vacío, alrededor de las huellas compactas perdiéndose en la
noche.
Tal vez como una lenta caravana de sombras inexplicables
siguiendo a respetuosa distancia al macho alfa de brazo armado.
Y muy después los gritos entre quejidos y plegarias,
lejos, por los andamios.
Lapidario, Sisemio y los otros dos operarios de la grúa,
casi sin respirar, vieron la carnicería desde la altura. Esperaron tres días entre
una nube de carroñeros y todos los inexplicables porqués a mansalva. Fue Lapidario
quien les narró la historia de la hecatombe a los tres jóvenes aterrorizados.
Lapidario fue memoria de una humanidad arrasada lentamente,
gota a gota cayendo a los cursos de agua desde los tubos del apocalipsis. Y después
la bomba… y después…
La patrulla allá abajo les dio coraje para descender
a lo que quedaba del infierno.
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