Leopoldo Alas “Clarín”
En
la carretera de la costa; en el trayecto de Gijón a Avilés, casi a mitad de
camino, entre ambas florecientes villas, se detuvo el coche de carrera al salir
del bosque de la Voz, en la estrechez de una vega muy pintoresca, mullida con
infinita hojarasca de castaños y robles, pinos y nogales, con los naturales,
tapices de la honda pradería de terciopelo verde oscuro que desciende hasta
refrescar sus lindes en un arroyo que busca deprisa y alborotando el cauce del
Aboño. Era una tarde de agosto, muy calurosa aún en Asturias; pero allí
mitigaba la fiebre que fundía el ambiente una dulce brisa que se colaba por la
angostura del valle, entrando como tamizada por entre ramas gárrulas e
inquietas del robledal espeso de la Voz que da sombra en la carretera en un
buen trecho.
Al detenerse el destartalado vehículo, como
amodorrado bajo cien capas de polvo, los viajeros del interior, que dormitaban
cabeceando, no despertaron siquiera. Del cupé saltó como pudo, y no con pies
ligeros ni piernas firmes, un hombre flaco, de color de aceituna, todo huesos
mal avenidos, de barba rala, a que el polvo daba apariencia de cana, vestido
con un terno claro, de verano, traje de buena tela, cortado en París, y que no
le sentaba bien al pobre indiano, cargado de dinero y con el hígado hecho trizas.
Pepe Francisca don José Gómez y Suárez en el
comercio, buena firma, volvía a Prendes, su tierra, después de treinta años de
ausencia; treinta años invertidos en matarse poco a poco, a fuerza de trabajo,
para conseguir una gran fortuna, con la que no podía ahora hacer nada de lo que
él quería: curar el hígado y resucitar a Pepa Francisca de Francisquín, su
madre.
De la boca del coche sacó el zagal, con gran
esfuerzo, hasta cuatro baúles, de mucho lujo todos y vistosos, y una maleta
vieja, remendada, que Pepe Francisca conservaba como una reliquia, porque era
el equipaje con que había marchado a Méjico, pobre, con pocas recomendaciones,
pocas camisas y pocas esperanzas. Dio Pepe a los cocheros buena propina, y a
una señal suya siguió su marcha el destartalado vehículo, perdiéndose pronto en
una nube de polvo.
Quedó el indiano solo, rodeado de baúles, en mitad de
la carretera. Era su gusto. Quería verse solo allí, en aquel paraje con que
tantas veces había soñado. Ya sabía él, allá desde Puebla, que la carretera
cortaba ahora el Suqueru, el prado donde él, a los ocho años, apacentaba las
cuatro vacas de Francisquín de Pola, su padre. Miraba a derecha e izquierda;
monte arriba, monte abajo, todo estaba igual. Sólo faltaban algunos árboles y…
su madre. Allá enfrente, en la otra ladera del angosto valle, estaba la humilde
casería que llevaban desde tiempos remotos los suyos. Ahora vivía en ella su
hermana Rita, su compañera de llinda, en el Suqueru, casada con Ramón Llantero,
un indiano frustrado, de los que van y vuelven a poco sin dinero, medio
aldeanos y medio señoritos, y que tardan poco en sumirse de nuevo en la
servidumbre natural del terruño y en tomar la pátina del trabajo que suda sobre
la gleba. Tenían cinco hijos, y por las cartas que le escribían conocía el
ricachón que la codicia de Llantero se le había pegado a Rita, y había
reemplazado al cariño. Los sobrinos no le conocían siquiera. Le querían como a
una mina. Y aquélla era toda su familia. No importaba; quisiéranle o no, entre
ellos quería morir: morir en la cama de su madre. ¡Morir! ¿Quién sabía? Lo que
no habían podido hacer las aguas de Vichy, los médicos famosos de Nueva York,
de París, de Berlín, las diversiones del mundo rico, los mil recursos del oro,
podría conseguirlo acaso el aire natal; pobre frase vulgar que él repetía
siempre para significar muchas cosas distintas, hondas complicaciones de un
alma: faltaba vocabulario sentimental y sobraba riqueza de afectos. Lo que él
llamaba exclusivamente el aire natal era la pasión de su vida, su eterno
anhelo; al amor al rincón de verdura en que había nacido, del que le habían
arrojado de niño, casi a patadas, la codicia aldeana y las amenazas del hambre.
Era un chiquillo enclenque, soñador, listo pero débil, y se le dio a escoger
entre hacerse cura de misa y olla o emigrar; y como no sentía vocación de clérigo,
prefirió el viaje terrible, dejando las entrañas en la vega de Prendes, en el
regazo de Pepa Francisca. La fortuna, después de grandes luchas, acabó por
sonreírle; pero él la pagaba con desdenes, porque la riqueza, que procuraba por
instintos de imitación, por obedecer a las sugestiones de los suyos, no le
arrancaba del corazón la melancolía. Desde Prendes le decían sus parientes: “¡No
vuelvas! ¡No vuelvas todavía! ¡Más, más dinero! ¡No te queremos aquí hasta que
ganes todo lo que puedas!” Y no volvía; pero no soñaba con otra cosa. Por fin,
sucedió lo que él temía: que faltó su madre antes de que él diese la vuelta, y
faltó la salud, con lo que el oro acumulado tomó para él color de ictericia.
Veía con terrible caridad de moribundo la inutilidad de aquellas riquezas,
convencional ventura de hombres sanos que tienen la ceguera de la vida
inacabable, del bien terreno sólido, seguro, constante.
Otra cosa amarilla también le seducía a él, le
encantaba en sus pueriles ensueños de enfermo que tiene visiones de vida sana y
alegre. Le fatigaban las idas abstractas, sin representación visible, plástica,
y su cerebro tendía a simbolizar todos los anhelos de su alma, los anhelos de
vuelta al aire natal, en una ambición bien humilde, pero tal vez irrealizable…
La cosa amarilla que tanto deseaba, con que soñaba en Puebla, en París, en
Vichy, en todas partes, oyendo a la Patti en Covent Garden, paseándose en Nueva
York por el Broadway, la cosa amarilla que anhelaba saborear era… un pedazo de
torta caliente de maíz, un poco de boroña (borona), el pan de su infancia, el
que su madre le migaba en la leche, y que él saboreaba entre besos.
“¡Comer boroña otra vez! ¡Comer boroña en Prendes,
junto al llar, en la cocina de casa!” ¡Qué dicha representaba aquellos bocados
ideales que se prometía! Significaba el poder comer boroña la salud recuperada,
las fuerzas devueltas al miserable cuerpo, el estómago restaurado, el hígado en
su sitio, la alegría de vivir, de respirar las brisas de su colina amada y de
su bosque de la Voz.
“¡Veremos!”, se dijo Pepe, plantado en la mitad de la
carretera, cubierto de polvo, rodeado de baúles en que traía el cebo con que
había de comprar a sus parientes, salvajes por el corazón, un poco de cariño, a
lo menos cuidados y solicitud, a cambio de aquellas riquezas que para él ya
eran como cuentas de vidrio.
Tardaba en llamar a los suyos, en gritar: “¡Ah, Rita!”
como antaño, para que acudiesen a la carretera y le subieran a casa el
equipaje… y a él mismo, que, de seguro, sin apoyo no podría dominar la cuesta.
Tardaba en llamar, porque le placía aquella soledad de su humilde valle
estrecho, que le recibía apacible, silencioso, pero amigo; y temía que los
hombres le recibiesen peor, enseñando la codicia entre los pliegues de la
sonrisa obsequiosa con que de fijo acogerían al ricachón sus presuntos
herederos. Por fin, se decidió.
–¡Ah, Rita! –gritó como antaño, cuando llindaba en el
Suqueru y desde el prado pedía la merienda a su hermana, que estaba en casa.
A los pocos minutos, rodeado de Rita, de Llantero, su
esposo, y de los cinco sobrinos, Pepe Francisca descansaba en el corredor de la
casucha en un sillón, de cuero, herencia de muchos antepasados.
Pero el aire natal no le fue propicio. Después de una
noche de fiebre, llena de recuerdos, y del extraño malestar que produce el
desencanto de encontrar frío, mudo, el hogar con que se soñó de lejos, Pepe
Francisca se sintió atado al lecho, sujeto por el dolor y la fatiga. En vez de
comer boroña, como anhelaba, tuvo que ponerse a dieta. Sin embargo, ya que no
podía comer aquel manjar soñado, quiso verlo, y pidió un pedazo del pobre pan
amarillo para tenerlo sobre el embozo de la cama y contemplarlo y palparlo.
“¡Con mil amores!” Toda la boroña que quisiera.
Llantero, el cuñado codicioso, el indiano fallido, estaba dispuesto a cambiar
toda la boroña de la cosecha por las riquezas de los baúles y las que quedaban
por allá.
Rita, como había temido su hermano, era otra. El
cariño de la niñez había muerto; quedaba una matrona de aldea, fiel a su
esposo, hasta seguirle en sus pecados; y era ya como él avarienta, por vicio y
por amor de los cinco retoños. Los sobrinos veían en el tío la riqueza
fabulosa, desconocida, que tardaba en pasar a sus manos, porque el tío no
estaba tan a las últimas como se había esperado.
Atenciones, solicitud, cuidados, protestas de cariño
no faltaban. Pero Pepe comprendía que, en rigor, estaba solo en el hogar de sus
padres.
Llantero hasta disimulaba mal la impaciencia de la
codicia; y eso que era un raposo de los más solapados del concejo.
Cuando pudo, Pepe abandonó el lecho para conseguir,
agarrándose a los muebles y a las paredes, bajar al corral, oler los perfumes
para él exquisitos, del establo, llenos de recuerdos de la niñez primera; le
olía el lecho de las vacas al gozo de Pepa Francisca, su madre. Mientras él,
casi arrastrando, rebuscaba los rincones queridos de la casa para olfatear
memorias dulcísimas, reliquias invisibles de la infancia junto a su madre, su
cuñado y los sobrinos iban y venían alrededor de los baúles, insinuando a cada
instante el deseo de entrar a saco en la presa. Pepe, al fin, entregó las
llaves; la codicia metió las manos hasta el codo; se llenó la casa de objetos
preciosos y raros, cuyo uso no conocían con toda precisión aquellos salvajes
avarientos, y en tanto, el indiano, sentenciado a muerte, procuraba asomar el
rostro a la huerta, con esfuerzos inútiles, y arrancar migajas de cariño del
corazón de su hermana, de aquella Rita que tanto le había querido.
La fiebre última le cogió en pie, y con ella vino el
delirio suave, melancólico, con la idea y el ansia fijas de aquel capricho de
su corazón: comer un poco de boroña. La pedía, entre dientes, quería probarla;
llevábala hasta los labios, y el gusto del enfermo la repelía, pesará a sus
entrañas. Hasta náuseas le producía aquella pasta grosera, aquella masa
viscosa, amarillenta y pesada, que simbolizaba para él la salud aldeana, la
vida alegre en su tierra, en su hogar querido. Llantero, que ya tocaba el fondo
de los baúles y se preparaba a recoger la pingüe herencia, agasajada al
moribundo, seguíale el humor y la manía; y todas las mañanas le ponía delante
de los ojos la mejor torta de maíz, humeante, bien tostada, como él la quería…
Y un día, el último, al amanecer, Pepe Francisca,
delirando, creía saborear el pan amarillo, la “boroña” de los aldeanos que
viven años y años, respirando el aire natal al amor de los suyos; sus dedos, al
recoger ansiosos la tela del embozo, señal de muerte, tropezaban con pedazos de
“boroña” y los deshacían, los desmigajaban… y…
–¡Madre, torta! ¡Leche y boroña, madre; dame boroña! –suspiraba
el agonizante, sin que nadie le entendiera.
Rita sollozaba a ratos, al pie del lecho; pero
Llantero y los hijos revolvían en la salucha contigua el fondo de los baúles y
se disputaban los últimos despojos, injuriándose en voz baja para no resucitar
al muerto.
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