Juan Carlos Onetti
Casi en el mediodía, el
hombre me rociaba de arena, empujando con el pie desnudo. Me volvía, medio dormida,
desperezándome a la sombra de la cara inclinada y sonriente. El hombre cambiaba
o alteraba un poco, con frecuencia, sus mallas de baño. Pero la aguda cara permanecía
igual e incomprensible, sonriéndome. La cara recordaba con intensidad a un animal
conocido. Y, al mismo tiempo, siguiendo sin esfuerzo las líneas del rostro había
allí una expresión de inteligencia humana y maliciosa.
Sólo
a fines de abril, lejos, en un otoño destemplado, pude comprender cuán semejante
era la cara a la de un fauno pequeño y jovial.
Extendida
en la hondonada llena de hierbas, no podía divisar los extremos del hotel y las
rocas. La playa se reducía a un triángulo cuyas puntas se clavaban con firmeza en
el horizonte.
Una
mañana el mar era azul, grave, alzando repentinas olas contra la arena. Las tres
muchachas iban paseando por la orilla, despacio. Sólo me llegaban las risas, sin
concierto, menudas risas líquidas, con la misma música que hacían las aguas al amanecer,
en la lejana punta rocosa.
Nada
más que a una hora, en el alba, podía escucharse la música. Desde cualquier punto
en que me colocara, la sentía acercarse oblicuamente, nerviosa, con el mismo andar
soslayado de los caballos de raza que paseaban por la arena en el alba.
Los
colores de las mallas de las tres muchachas aparecían, en el sol enfurecido, fríos
y extraños. Azul oscuro las de los dos extremos, pantalones azules y camisilla blanca
vestía la más alta, que iba a largos pasos entre las amigas, desprendiéndose un
trecho, alcanzada en seguida.
Hubiera
querido vestir a las muchachas con naranjas y amarillos, rojos violentos. Pero luego
descubrí que los graves azules de las mallas y la blancura de la camisilla se correspondían
con el mar, en una réplica amistosa que sólo muchachas en la mañana podían dar.
Las vi, al regreso, pasear por la orilla de diminuta y mansa ola, con el sonido
de las risas, manchas de agua y de luz en los pies descalzos, que empujaban e iban
formando con los colores de sus trajes.
Desde
la carpa del club alemán, próxima e invisible, llegó una voz masculina. Arrulló,
alegre y misteriosa, una risa de mujer. Y en seguida entre carcajadas:
–¡No
miréis donde el sol no miró!…
Podía
imaginarme sola hasta las diez. Por el camino retorcido entre tamarices se acercaban
pasos y una voz sajona. Desembocaban a mi derecha y tomaban posesión de su pedazo
de playa, clavando una enorme sombrilla de colores. El hombre era rubio o canoso,
atlético, con una risa que quería decir: “Lindo, a la mañana, en la playa, el aire
y el sol, ¿eh?”. Su risa terminaba siempre en pregunta, levemente. La mujer no contestaba.
Desnudaba al niño y le azuzaba después para que la persiguiera, gateando. Llevaba
pantalones cortos, blancos sobre la malla, y anteojos oscuros. Avanzaba en línea
recta hacia el mar, las manos en la espalda. Era visible su fe en el alma del agua.
Avanzaba, siempre recta, hasta la orilla para saludar el mar y tributarle alguna
cosa.
Una
vez el hombre llamó a la mujer de pantalones blancos: “Tuca”. Era cercano el mediodía
y las gaviotas, al sonar el nombre, iniciaron el vuelo de reconocimiento, chillando
sobre el pedazo desierto de playa.
Cuando
llegaba el momento de tostarme la espalda, buscaba despedirme de la playa con una
rápida mirada. Una nueva y poderosa sabiduría mandaba ahora en mi cuerpo y era forzosa
la obediencia. Quedaba con la cara escondida entre los codos, pasando en seguida
al mundo de los filosos pastos amarillos y las hormigas. Pero nunca pude comprender
la actividad de los insectos, sus carreras indecisas, eternamente buscando. Les
sonreía, soplando unos pocos granos de arena para cubrirlos y verlos resucitar,
a la tercera tentativa, de entre los muertos.
Atrás
y arriba mío el mar resoplaba, más fuerte entonces, balanceando y hundiendo las
insignificantes voces humanas que buscaban reconstruir para mí la playa perdida.
Y, cuando no era posible soportar el sol en los hombros y en los riñones, una sombra
venía de cualquier parte.
–¿Dormía?
Yo
levantaba entonces la mejilla arenosa para saludar. Todas las tardes, al anochecer
había olvidado la cara del vecino de playa. Ahora, en la mañana, volvía a conocerla.
La risa, alargándole los ojos, prometía revelar la clave del rostro, el signo que
permitiría recordarlo siempre.
–¿Cómo
se siente hoy?
Yo
me sentía siempre bien, aunque un poco menos cuando él se acercaba. Lo veía como
a un mensajero de mil cosas que me molestaba recordar. Llegaba siempre el momento
en que, estirado, apoyado el cuerpo en los codos, el hombre sonreía a su propio
pie en movimiento y murmuraba:
–¿Sabe
lo que me dice en la carta de hoy?
–¿Eduardo?
¡Una carta por día! A veces pienso que usted las inventa.
–Si
quiere verlas… De lejos, claro. No todo es hablar de usted.
–No.
Ni de lejos. ¿Pero no es posible que entienda lo que significa no tener relación
con nadie? Hombre o mujer, en ninguna parte del mundo. No hay nada más que la playa
y yo.
–Gracias.
–Bah.
Usted no existe, como individuo. Está en la playa simplemente.
–Bueno.
¿No piensa escribirle más?
–No
puedo. Mire: soy feliz. ¿Qué puedo decirle a Eduardo?
Él
hacía una mueca de burla y se callaba. Antes de irse, insistía:
–Claro
que Eduardo es inteligente y puede comprenderlo. Pero usted ya está bien. Tendrá
que volverse. Si se fabrica complicaciones por adelantado…
Lo
despedía moviendo la mano y volvía a echarme.
Recién
una mañana en que la sombrilla de colores fue clavada más temprano, pude conocer
el secreto de la mujer de los pantaloncitos blancos. Caminaba hacia el mar, como
siempre, con las manos unidas en la espalda. Segura de la soledad en aquella hora,
se hizo traición: la vi ofrecer al mar las piernas, el movimiento de las piernas
en marcha. En cuatro patas, el niño se había detenido y contemplaba inmóvil, con
un pequeño y confuso espanto, los pasos de su madre. Comprendí la calidad marina
de aquellos pasos, un poco entrecortados, repentinamente veloces, con la marcha
disparada de los crustáceos. Suspendidos, en suaves movimientos donde participaba
la totalidad de las piernas, como curvas de peces en luz. Acariciando con calma
el aire, hasta no ser más que un puro contacto. Y en seguida el mar rodeaba las
piernas, trepando, y era allí donde se quebraba con más fuerza, con un ronquido
de bestia que reconoce después de olfatear.
Recuerdo
que tuve desde entonces un gran cariño por la marcha de aquellas piernas flacas.
Había
presentido, anteriormente, aquella libertad, el sentimiento de libertad que me llenaba
la playa en las mañanas iluminadas.
Era
como si alguno, diestramente, aflojara todas mis ligaduras. Me sentía instalada
en un tiempo remoto, segura en mi tierra despoblada, antes de la tribu y los primeros
dioses.
Una
embarcación pasaba entre la isla y el horizonte. Oía a un pájaro picotear la madera
de un árbol. Aquella mañana, la última, me dijo el hombre:
–Hola.
Estaba dormida, ¿eh? Bien, distinguida y apreciada señorita… Sucede que… La carta
de hoy…Ultimátum, damisela. Inaplazable. Se le da plazo para telefonear hasta la
una. Puede hacer lo que quiera. ¿Se fijó en las nubes a la izquierda? Tormenta.
Lo dice un viejo lobo de mar. Le debe quedar una media hora de plazo. Estoy seguro
de que se va a arrepentir. De todos modos, ya está curada. Día más o menos, tendrá
que volver. ¿Entonces? Ya relampaguea del lado del hotel. No le conviene resfriarse.
Se
levantó riendo, mirando las nubes que se acercaban. Antes de irse volvió a sonreírme.
En la cara, entonces, no tuvo más que una expresión de burla mezquina, un desprecio
agresivo. Estaba segura de que iba a telefonear a Eduardo.
Me
levanté un poco después, envolviéndome en la bata. Recuerdo haber mirado el cielo
oscurecido y, en seguida, la playa. Mi mirada fue sostenida y devuelta por el mar,
la orilla húmeda y lisa, la mujer de los pantalones blancos, el niño, los pastos
humildes y alargados. Todo aquello, tan antiguo y tercamente puro, todo aquello
que me había alimentado con su sustancia, día tras día.
Mientras
esperaba la comunicación en la cabina del teléfono, ya en el hotel, oía el ruido
de los truenos y los primeros golpes de agua en las vidrieras. La voz de Eduardo
empezó a repetir, lejana: “Hola, hola… ¿Quién? Hola…”. Detrás de la voz, más allá
del rostro que la voz formaba, imaginé percibir el zumbido de la ciudad, el pasado,
la pasión, el absurdo de la vida del hombre.
Desde
el coche, yendo a la estación, derrumbada entre maletas, busqué el pedazo de playa
donde había vivido. La arena, los colores amigos, la dicha, todo estaba hundido
bajo un agua sucia y espumante. Recuerdo haber tenido la sensación de que mi rostro
envejecía rápidamente, mientras, sordo y cauteloso, el dolor de la enfermedad volvía
a morderme el cuerpo.
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