Edmond Hamilton
1. Vida lentificada
El muerto estaba de pie en un pequeño claro iluminado
por la luna en mitad de la jungla, donde Farris lo había encontrado. Era un hombrecillo
aceitunado vestido con una tela de algodón blanca. Un miembro típico de las tribus
laosianas de aquella tierra de nadie, en plena Indochina. Estaba de pie sin sostenerse
en sitio alguno, con los ojos abiertos, la mirada fija al frente sin parpadear y
un pie ligeramente levantado del suelo, y no respiraba.
–¡Pero no puede estar muerto! –exclamó Farris–. Los muertos
no aparecen de pie en plena selva.
Piang, el guía, lo interrumpió. Aquel engreído nativo
de Annam había perdido toda su autosuficiencia desde el mismo instante en que se
apartaron del sendero, y aquel muerto inmóvil y en pie había completado su desmoralización.
Desde que los dos hombres habían penetrado dando traspiés
en aquel bosquecillo de árboles de algodón y casi habían tropezado con el muerto,
Piang no había dejado de barbotear palabras inconexas con aire asustado, sin dejar
de señalar la figura, absolutamente inmóvil. Ahora, por fin, Farris lo oyó decir
con claridad:
–¡Ese hombre está hunati! ¡No lo toque! ¡Tenemos que irnos
de aquí, entramos en un rincón malo de la selva!
Farris no se movió. Llevaba demasiados años como buscador
de árboles de teca para ser del todo escéptico a las supersticiones del sudeste
asiático pero, por otra parte, sentía cierta responsabilidad para con el hombre.
–Si no está muerto, como dices, seguro que le sucede algo
y necesita ayuda –sentenció.
–¡No, no! –insistió Piang–. ¡Está hunati! ¡Vámonos de
aquí en seguida!
Pálido de terror, el guía echó un vistazo a la arboleda
iluminada por la luna. Se encontraban en una meseta baja donde la jungla era más
monzónica que tropical. Los grandes árboles de algodón y los ficus estaban menos
ahogados aquí por los matorrales y los zarcillos, y a través de mortecinos pasillos
que se abrían entre las plantas podían divisarse, al fondo, unos gigantescos banianos
que se alzaban como señores oscuros de aquel silencio plateado. El silencio. El
silencio era demasiado total para ser del todo normal. Hasta ellos llegaba el débil
jolgorio de los pájaros y los monos procedente de la espesura, más allá de la arboleda
y, por un instante, escucharon el rugido de un tigre traído por el eco desde las
colinas laosianas. Sin embargo, la meseta en que se encontraban y la espesura que
la circundaba permanecían en total silencio. Farris se acercó al nativo, inmóvil
y con la mirada fija, y le tocó suavemente la muñeca, delgada y de piel obscura.
Durante unos instantes, fue imposible localizarle el pulso. Por fin, notó un latido,
una pulsación increíblemente lenta.
–Un latido cada dos minutos –murmuró Farris–. ¿Cómo diablos
puede mantenerse con vida?
Observó con atención el pecho desnudo del hombre. Vio
que se alzaba, pero con tal lentitud que el ojo apenas podía captar el movimiento.
Permaneció expandido dos minutos y luego, con igual lentitud, empezó a bajar otra
vez. Farris se sacó del bolsillo una linterna e iluminó los ojos del individuo.
Este no reaccionó al estímulo, al menos al principio. Después, lentamente, sus párpados
se contrajeron hasta cerrarse; tras permanecer cerrados unos instantes, volvieron
a abrirse a la misma velocidad casi inapreciable.
–Parpadeó… ¡pero con una lentitud cien veces mayor de
lo normal! –exclamó–. El pulso, la respiración, los reflejos… todos le funcionan
cien veces más lentamente de lo normal. Ese hombre ha sufrido una conmoción o bien
está drogado.
Entonces advirtió algo que le produjo un ligero escalofrío.
El ojo del individuo parecía estar volviéndose hacia él con infinita lentitud y
su pie levantado se había alzado un poco más. Como si estuviera caminando, pero
a un ritmo cien veces más lento de lo normal. Aquello era espantoso. Pero a continuación
llegó hasta Farris algo todavía más espeluznante. Un ruido… el sonido de una ramita
al quebrarse. Piang exhaló el aire en un silbido de puro miedo y señaló hacia la
arboleda. Farris miró hacia allí bajo la luz de la luna. A unos cien metros había
otro nativo. También permanecía inmóvil, pero tenía el cuerpo inclinado hacia delante
con el ademán de un corredor repentinamente congelado. Y, bajo sus pies, había crujido
la ramita que habíamos oído.
–Adoran a los grandes, ¡por el Cambio! –dijo mi guía annamés
con un ronco tono de pavor en la voz–. ¡No debemos entremeternos!
Lo mismo decidió Farris. Aparentemente, se había metido
en algún extraño rito mágico de la jungla, y ya había tenido suficientes experiencias
con los nativos asiáticos como para no desear intervenir en sus misteriosas religiones.
Él estaba en aquel rincón perdido, en la parte más oriental de Indochina, para dedicarse
al comercio de madera de teca. Y ya tendría suficientes dificultades en aquella
inexplorada tierra de nadie para, además, buscarse problemas con las tribus. Aquellos
extraños hombres, entre vivos y muertos, víctimas de una droga o de una enfermedad,
no debían correr peligro si otros hombres de su tribu estaban cerca para vigilarlos.
–Sigamos –asintió Farris lacónicamente.
Piang encabezó la marcha en el descenso desde la meseta
cubierta por la selva. El guía cruzó la espesura como un ciervo asustado hasta que
fueron a dar de nuevo al camino.
–Este es… el camino al puesto avanzado del gobierno –dijo,
con gran alivio–. Debimos perdemos en la hondonada de ahí atrás. No me había adentrado
tanto en Laos más que un par de veces.
–Piang, ¿qué es hunati? ¿Y ese cambio que has mencionado?
El guía se puso inmediatamente mucho más serio.
–Es un ritual de adoración.
Después, recuperando en parte su habitual charlatanería,
añadió:
–Esos hombres de las tribus son muy ignorantes. No han
estado en la escuela de la misión, como yo.
–¿Adoración a qué? Los grandes, dijiste antes. ¿Quiénes
son?
Piang se encogió de hombros e improvisó una mentira.
–No lo sé. En toda la gran selva hay hombres que se pueden
volver hunati, se dice. Yo no sé cómo.
Mientras avanzaba, Farris se puso a pensar. Había notado
algo misterioso en aquellos hombres. Una especie de suspensión animada, pero no
del todo. Más bien una increíble lentificación de la actividad. ¿Qué debía haberla
causado? ¿Y cuál podía ser su propósito?
–Supongo que cualquier tigre o serpiente dará buena cuenta
de un hombre en ese estado.
Piang hizo un enérgico gesto de negativa con la cabeza.
–No. El hombre que está hunati está a salvo… Al menos
de los animales. Ningún animal lo tocará.
Farris quedó asombrado. ¿Se debería quizás a que su extrema
inmovilidad hacía que los animales no se fijaran en él? Finalmente, supuso que era
parte de las creencias de aquel culto a la naturaleza regido por el miedo. Aquel
tipo de animismo era frecuente en esta parte del mundo, y no era difícil comprender
la razón, se dijo Farris con cierta aprensión. Aquí, en la selva tropical, la naturaleza
no era la diosa sonriente de las tierras templadas. Era algo que no se amaba, sino
que se temía. ¡Y bien que lo sabía! Había estado dos días en la jungla laosiana
desde que dejara el curso del alto Mekong, cuando había calculado que en un día
alcanzaría su objetivo: el puesto de investigación botánica del gobierno francés.
Se quitó de encima unas hormigas aladas que intentaban picarle la nuca bañada en
sudor y lamentó no haberse detenido al caer el sol. Sin embargo, el mapa mostraba
que estaban a pocos kilómetros del puesto y habían seguido, sin calcular que Piang
perdería el camino, y casi debería haber contado con ello, se dijo Farris, pues
este no era sino un sinuoso sendero que daba vueltas y revueltas en la pendiente
de la meseta, cubierta de densa maleza. Los ficus de treinta metros, los palos de
Campeche para tintes y los árboles de algodón tamizaban la luz de la luna. El sendero
se retorcía constantemente para evitar los impenetrables infiernos de bambú o para
vadear pequeños arroyos, y la espesura de los zarcillos y lianas tenían una diabólica
habilidad para enganchar a uno en la oscuridad. Farris se preguntó si no habrían
perdido el camino otra vez. y se preguntó también, no por primera vez, por qué habría
dejado Estados Unidos para meterse en el asunto de la teca.
–Ahí está el puesto –dijo de repente Piang, con manifiesto
alivio.
Frente a ellos, en la ladera cubierta por la jungla, había
un saliente plano. Allí brillaba una luz, procedente de las ventanas de un bungalow
de bambú irregularmente construido. Farris se dio plena cuenta del cansancio que
había acumulado cuando cubrió los últimos metros del camino. Se preguntó si encontraría
allí una cama decente y qué tipo de persona sería el tal Berreau para haber escogido
enterrarse en aquel puesto de investigación botánica perdido de la mano de Dios.
La casa de bambú estaba rodeada de gráciles palos de Campeche de gran talla, pero
la luz de la luna ponía a la vista un jardín alrededor del edificio, circundado
por un seto bajo de sapán. De la galería a oscuras surgió una voz que sorprendió
a Farris. Era una voz de muchacha que hablaba en francés.
–¡Por favor, André! ¡No vuelvas con eso! ¡Es una locura!
Una voz de hombre respondió con aspereza:
–Lys, tais-toi!
Je reviendrai…
Farris carraspeó diplomáticamente y luego dijo, en dirección
a la oscura galería:
–¿Monsieur Berreau?
Se hizo un silencio total. Después, la puerta de la casa
se abrió y la luz procedente del interior bañó a Farris y al guía. En el umbral,
Farris vio a un hombre de unos treinta años, en ropa interior y con la cabeza descubierta,
de enjuta y rígida figura. La muchacha no era más que algo borroso bajo el súbito
resplandor. Farris subió los escalones.
–Supongo que no tienen muchos visitantes. Me llamo Hugh
Farris. Tengo una carta para usted del Bureau de Saigón.
Hubo una pausa. Después, el hombre dijo:
–Si quiere pasar, M’sieur Farris…
En la salita iluminada por la luz, de paredes de bambú,
Farris dirigió una rápida mirada a la pareja. A sus expertos ojos, Berreau parecía
un hombre que hubiera permanecido demasiado tiempo en los trópicos: sus rasgos finos
y rubios estaban deslucidos por el clima corrosivo y sus ojos tenían un aire inquieto
y febril.
–Lys, mi hermana –dijo, al tiempo que asía la carta de
manos de Farris.
La sorpresa de este aumentó. Hasta aquel momento, había
supuesto que la muchacha era su esposa. ¿Por qué querría una muchacha tan joven
enterrarse en aquella espesura? No le sorprendió, en cambio, que esta tuviera un
aire desgraciado. Debía ser bastante bonita, pensó, de no ser por aquella mirada
de nervioso desconsuelo.
–¿Quiere beber algo? –preguntó ella. Después, dirigiendo
una mirada breve y nerviosa a su hermano, le dijo–: Así, ¿ya no te irás, André?
Berreau volvió el rostro hacia el bosque iluminado por
la luna, y una tensión ansiosa, de codicia, se formó en sus mejillas. A Farris le
causó sobresalto, pero el francés volteó rápidamente.
–No, Lys. Sírvenos algo, por favor, y dile a Ahra que
atienda al guía.
Leyó la carta con rapidez mientras Farris se hundía con
un suspiro en una silla de mimbre. Desde ella, alzó la mirada con ojos cansados.
–Así que viene por teca, ¿no?
Farris asintió.
–Sólo para encontrar los árboles y sacarles unas tiras
de corteza. Después tienen que pasar unos años antes de talarlos, ¿sabe?
–El comisario dice que debo prestarle toda mi colaboración.
Explica la necesidad de abrir nuevas zonas de explotación de madera de teca.
Dobló lentamente la carta. Farris comprendió que, evidentemente,
aquello no le gustaba al hombre, pero obedecería las órdenes.
–Haré cuanto pueda por ayudarlo –prometió Berreau–. Supongo
que querrá contratar a algunos nativos. Los conseguiré.
Un extraño velo pareció nublarle los ojos al añadir:
–Pero por aquí hay algunos bosques que no sirven para
la explotación forestal. Ya hablaremos de esto más adelante.
Farris, sintiéndose más exhausto por momentos tras la
larga travesía, agradeció el vaso de ron con soda que Lys le tendía.
–Tenemos una pequeña habitación libre. Creo que estará
cómodo allí –murmuró.
Farris le dio las gracias.
–Estoy tan cansado que podría dormir sobre un tronco.
Tengo los músculos tan rígidos que yo mismo parezco un hunati.
El vaso de Berreau cayó al suelo con un súbito estrépito.
2. La brujería de la ciencia
El joven francés hizo caso omiso de los fragmentos de
cristal y avanzó rápidamente hacia Farris.
–¿Qué sabe usted de los hunati? –preguntó en tono áspero.
Asombrado, Farris advirtió que las manos del hombre temblaban.
–No sé nada, salvo lo que vi en la jungla. Topamos con
un hombre inmóvil bajo la luz de la luna que parecía muerto, pero no lo estaba.
Simplemente, parecía increíblemente lentificado. Piang me dijo que estaba hunati.
Un destello cruzó la mirada de Berreau.
–¡Sabía que se iba a convocar el Rito! –exclamó–. Y los
otros han llegado…
Se palpó. Era como si la falta de costumbre de tener extraños
cerca le hubiera hecho olvidar por un instante la presencia de Farris.
Lys bajó su rubia cabeza y apartó la mirada de Farris.
–¿Qué decía usted? –preguntó el estadunidense.
Sin embargo, Berreau se había puesto en tensión y volvía
a escoger sus palabras.
–Las tribus laosianas tienen unas creencias muy extrañas.
Un poco difíciles de comprender. He tenido ocasión de ver algunas brujerías muy
raras en mis viajes por Asia, pero esto es increíble.
–Es ciencia, no brujería –corrigió Berreau–. Ciencia primitiva,
nacida hace mucho tiempo y transmitida por tradición oral. El hombre que vio en
la jungla estaba bajo la influencia de un producto químico que no se encuentra en
nuestra farmacopea, pero que no es menos potente.
–¿Quiere usted decir que esas tribus tienen un fármaco
que lentifica los procesos vitales hasta reducirlos a esa increíble lentitud? –preguntó
Farris con aire escéptico–. ¿Algo que nuestra ciencia moderna desconoce?
–¿Tan extraño le parece? Recuerde, M’sieur Farris, que
hace un siglo una vieja campesina inglesa curaba las enfermedades cardiacas con
una flor, el digital, hasta que un médico estudió su remedio y descubrió la digitalina.
–Pero, ¿por qué iba a querer vivir tan despacio un laosiano
de estas tribus? –inquirió Farris.
–Porque ellos creen que pueden comunicarse con algo mucho
más grande que ellos mismos –respondió Berreau.
–M’sieur Farris –interrumpió Lys–, debe de estar muy cansado.
La cama ya está preparada.
Farris vio el temor nervioso de su rostro y comprendió
que la muchacha quería poner fin a la conversación. Antes de abandonarse al sueño
estuvo pensando en Berreau. Había algo extraño en aquel tipo. Le había parecido
demasiado entusiasmado con el asunto aquel de los hunati. Sin embargo, aquella increíble
e inexplicable lentificación del ritmo vital del ser humano era lo bastante extraño
para trastornar a cualquiera. ¿Qué dioses podían ser tan extraños que el hombre
tuviera que vivir cien veces más lento de lo normal para comunicarse con ellos?
A la mañana siguiente, desayunó con Lys en la amplia galería. La muchacha le dijo
que su hermano ya había salido.
–Después lo llevará al poblado del valle para buscar a
sus trabajadores –le informó.
Farris advirtió en su rostro la leve sombra de la infelicidad.
Lys miraba en silencio hacia el gran océano verde de la jungla que se extendía más
allá de la meseta en cuya ladera se encontraban.
–¿No le gusta la selva? –preguntó Farris.
–La odio –dijo ella–. Una se asfixia aquí.
Farris le preguntó por qué no se iba, y ella se encogió
de hombros.
–Lo haré pronto. Es inútil quedarse. André no regresará
conmigo. Ha estado aquí cinco años –continuó–, demasiado tiempo. Cuando vi que no
regresaba a Francia, vine para llevármelo, pero no quiere irse. Ahora tiene vínculos
aquí.
Volvió a quedar en silencio. Farris se abstuvo, discretamente,
de preguntarle a qué vínculos se refería. Quizás hubiera alguna mujer annamesa detrás,
aunque Berreau no parecía de aquel tipo de hombres. El día empezó su tarea de convertirse
en pegajosamente tropical, y transcurrieron las horas cálidas y tranquilas de la
mañana. Farris, tumbado en una silla y descansando a gusto, aguardó a que volviera
Berreau. Pero este no regresó, y cuando la tarde empezó a difuminarse, Lys se puso
más y más nerviosa. Una hora antes del atardecer, salió a la galería vestida con
unos pantalones y chaqueta.
–Voy al poblado; volveré pronto –dijo a Farris.
La muchacha mentía muy mal. Farris se puso en pie.
–Vas por tu hermano. ¿Dónde está?
En el rostro de Lys se reflejaron la inquietud y la duda.
Finalmente, permaneció en silencio.
–Créeme, quiero ser un amigo. –dijo Farris con suavidad–.
Tu hermano está mezclado en algo aquí, ¿verdad?
Ella asintió, con el rostro blanco como la cera.
–Por eso no ha querido volver a Francia conmigo. No puede
decidirse. Es como un horrible vicio que lo tuviera fascinado.
–¿De qué se trata?
–No puedo decirlo –replicó ella con un gesto de la cabeza–.
Espera aquí, por favor.
Farris la vio partir y advirtió que se encaminaba ladera
arriba, en lugar de descender. Iba hacia la parte alta de la meseta cubierta por
la jungla.
Llegó a su altura con rápidas zancadas.
–No puedes subir sola a la jungla, para buscarlo a ciegas.
–No lo busco a ciegas. Creo saber dónde está –susurró
Lys–. Pero tú no debes ir allí. A los nativos no les gustaría.
Farris comprendió al instante.
–¿Es esa arboleda de la meseta, donde encontramos a los
hunati?
El silencio de la muchacha fue elocuente.
–Vuelve al búngalo –dijo él–; yo lo encontraré.
Lys no estaba dispuesta a hacerlo. Farris se encogió de
hombros y empezó a avanzar.
–Entonces iremos juntos.
Ella titubeó, pero al fin continuó. Subieron la ladera
de la meseta y cruzaron la jungla.
El sol poniente enviaba dardos y flechas de oro fundido
por las rendijas del enorme dosel de follaje bajo el que avanzaban. El denso verde
de la selva exhalaba cálidos y olorosos efluvios. Hasta los pájaros y monos estaban
silenciosos a aquella hora sofocante.
–¿Está metido tu hermano en esos extraños ritos de los
hunati? –preguntó Farris.
Lys alzó la vista como para lanzar una inmediata negativa,
pero volvió a bajar los ojos.
–En cierto modo, así es. Su pasión por la botánica lo
llevó a interesarse por ello, y ahora está metido hasta el cuello.
Farris estaba sorprendido y confuso.
–¿Cómo puede el interés por la botánica llevar a un hombre
a ese loco ritual a base de drogas o lo que sea?
La muchacha no respondió a eso. Avanzó en silencio hasta
que alcanzaron la parte alta de la meseta. Una vez allí, se volvió para susurrar:
–Ahora debemos guardar silencio. No nos conviene que nos
vean aquí.
La arboleda que cubría la meseta estaba dividida por las
barras horizontales de la roja luz del crepúsculo. Los grandes árboles de algodón
y los ficus eran pilares que sostenían una inmensa nave catedralicia de un verde
cada vez más oscuro.
Un poco más adelante se alzaban los banianos enormes,
como monstruos que ya había visto a la ida a la luz de la luna. Aquellos árboles
empequeñecían cuanto había a su alrededor, como enormes torres infinitamente longevas
e infinitamente majestuosas.
Farris vio de repente a un nativo laosiano, una pequeña
figura oscura, diez metros delante de él. Había otros dos, a cierta distancia. y
todos estaban allí totalmente quietos, mirando en otras direcciones.
Reconoció en ellos a los hunati. Hombres en aquel extraño
estado de vida lentificada, retardada hasta extremos increíbles en sus procesos
vitales. Farris notó un escalofrío y murmuró por encima del hombro:
–Será mejor que regreses al búngalo y esperes.
–No –susurró ella–. Ahí está André.
Farris se volvió, sobresaltado. Entonces, también él vio
a Berreau.
Su cabeza rubia descubierta, su rostro enjuto y blanco,
como una máscara, congelado en una postura bajo una gigantesca higuera a unos treinta
metros a la derecha.
¡Hunati!
Aunque Farris lo había pensado, no por ello se sentía
menos sorprendido.
Tampoco era que considerara a los nativos como seres inferiores.
Lo más extraño para él era que, apenas unas horas antes, había estado hablando con
un Berreau absolutamente normal. ¡Y ahora lo encontraba así!
Berreau permanecía de pie en una posición ridícula que
recordaba las “estatuas vivientes” de la antigüedad. Un pie ligeramente levantado,
el cuerpo algo inclinado hacia delante y los brazos un poco alzados.
Al igual que los nativos lentificados de delante, Berreau
estaba vuelto hacia el rincón más alejado de la arboleda, donde se alzaban los gigantescos
banianos.
Farris le tocó el brazo.
–Berreau, tiene que despertar de esa pesadilla.
–No sirve de nada hablarle –susurró la muchacha–. No te
escucha.
No, no escuchaba. Estaba viviendo a un ritmo tan lento
que ningún sonido tenía sentido para él. Su rostro era una máscara rígida, con los
labios ligeramente entreabiertos para respirar y la mirada fija al frente. Lenta,
muy lentamente, los párpados se cerraron y cubrieron aquellos ojos de mirada fija,
antes de volver a abrirse en un parpadeo infinitamente lentificado.
El movimiento, el pulso, la respiración… todo cien veces
más lento de lo normal.
Estaba vivo, pero no en forma humana. En absoluto en forma
humana…
Lys estaba tan anonadada como Farris. Más tarde, este
se dio cuenta de que, hasta aquel instante, no debía haber visto nunca a su hermano
en aquel estado.
–Tenemos que llevarlo al búngalo como sea –murmuró la
muchacha–. ¡No puedo dejarlo otra vez aquí fuera días y días!
Farris agradeció el pequeño problema práctico que le permitió
apartar sus pensamientos de aquel horror inmóvil, congelado, aunque fuera sólo por
un instante.
–Podemos improvisar una camilla con nuestras chaquetas
–dijo–. Cortaré un par de palos.
Los dos bambúes, pasados por las mangas de ambas chaquetas,
resultaron una parihuela de fortuna que dejaron en el suelo.
Farris alzó a Berreau. El cuerpo de éste estaba rígido,
con los músculos tensos en un esfuerzo no menos potente porque fuera infinitamente
lento.
Depositó al francés en la camilla y miró a la muchacha.
–¿Me ayudas a llevarlo? ¿O vas por un nativo?
Ella movió la cabeza en actitud negativa.
–Los nativos no deben enterarse de esto. André no pesa
mucho.
Era cierto. Pesaba muy poco, como si estuviera consumido
por la fiebre, aunque el horrorizado Farris sabía que no era la fiebre lo que lo
afectaba.
¿Por qué saldría a la jungla un joven botánico civilizado
y empezaría a tomar una asquerosa droga primitiva que lo lentificaba hasta dejarlo
en un estado de helado estupor? No tenía sentido.
Lys condujo su parte de la carga viviente bajo la mortecina
luz de la luna en completo silencio. No dijo nada, ni siquiera cuando, de trecho
en trecho, depositaron el cuerpo del muchacho en el suelo para tomarse un descanso.
Una vez llegaron al búngalo y lo depositaron en la cama,
la muchacha se derrumbó en una silla y ocultó el rostro entre las manos.
Farris le habló dándole unos ánimos que él mismo no tenía.
–No te preocupes. Ahora lo cuidaremos. Pronto lo sacaremos
de esto.
Ella movió la cabeza con gesto de negativa.
–¡No! ¡No intentes despertarlo! Tiene que hacerlo por
sí mismo, y le llevará muchos días.
“De ningún modo”, pensó Farris. Él tenía que buscar la
madera de teca, y necesitaba que Berreau lo ayudara a contratar la mano de obra.
Entonces, el abatimiento de la pequeña figura de la muchacha lo emocionó. Se acercó
y suavemente la golpeó en el hombro.
–Está bien, te ayudaré a cuidar de él. Veremos de meterle
un poco de sentido común para hacerlo regresar a Francia. y ahora veamos qué hay
de cena.
Lys encendió una lámpara y salió. Farris escuchó que llamaba
a los sirvientes.
Miró a Berreau y volvió a sentirse mal. El francés yacía
en la cama con la mirada fija en el techo. Estaba vivo, respiraba… sin embargo,
su retardado ritmo vital lo distanciaba de Farris tanto como pudiera hacerlo la
muerte.
No. No del todo. Lenta, tan lentamente que apenas alcanzaba
a detectar el movimiento, los ojos de Berreau se volvían hacia la figura de Farris.
Lys entró de nuevo en la sala. Seguía en silencio, pero
Farris empezaba a conocerla mejor y, por su expresión, supo que estaba asombrada.
¡Los criados se han ido! ¡Ahra, y las muchachas… y también
tu guía! Deben de habernos visto traer a André.
Farris la comprendió.
–¿Entonces nos han dejado porque hemos traído de vuelta
a un hombre que está hunati?
–Todos los nativos temen ese rito –asintió ella–. Se dice
que sólo algunos se dedican a ello, pero todos le tienen un temor reverencial.
Farris dedicó un instante a maldecir en voz baja al desaparecido
annamés que lo había llevado hasta allí.
–Piang se ha largado como un conejo asustado. Un buen
comienzo para el trabajo que tengo que hacer aquí.
–Quizás habría sido mejor que te fueras con él –murmuró
Lys, titubeante. A continuación, añadió en clara contradicción con lo anterior–:
No, no puedo tomarme la situación con heroísmo. ¡Quédate conmigo, por favor!
–Por supuesto –asintió él–. No puedo regresar río abajo
e informar que no he cumplido mi encargo por culpa de…
Farris se detuvo, pues la muchacha no lo escuchaba. La
mirada de Lys estaba fija en un punto más allá de donde él se encontraba.
Precisamente, en la cama donde habían depositado a Berreau.
Farris se volvió en redondo. Mientras ellos conversaban, Berreau se había estado
moviendo, en un intento por levantarse. Tardó minutos en levantar el cuerpo, con
una lentitud dolorosa e interminable.
Casi imperceptiblemente, su pie derecho empezó a levantarse
del suelo. Estaba empezando a andar, sólo que a una velocidad cien veces más lenta
de lo habitual.
Berreau pretendía encaminarse hacia la puerta. Lys lo
contemplaba con unos ojos llenos de ansiedad y lástima.
–Intenta regresar a la arboleda –dijo–. Y seguirá intentándolo
mientras siga estando hunati.
Farris levantó a Berreau del suelo sin ningún problema
y lo devolvió a la cama.
Sintió en la frente un sudor frío.
¿Qué había en aquella meseta que atraía a los adoradores,
sumergidos en un extraño trance de vida lentificada?
3. Impía atracción
–¿Cuánto tiempo permanecerá en ese estado? –preguntó a
la muchacha, volteando hacia ella.
–Mucho –respondió ella, apesadumbrada–. Tardará semanas
hasta que se le pase el hunati.
A Farris le disgustó la perspectiva, pero no podía hacer
nada.
–Bien, cuidaremos de él. Los dos juntos.
–Uno de nosotros tendrá que estar vigilándolo en todo
momento, porque intentará volver a la jungla.
–De momento, ya has tenido suficiente –dijo Farris–. Yo
lo vigilaré esta noche.
Así lo hizo. No sólo aquella noche, sino las siguientes.
Los días se transformaron en semanas. Los nativos siguieron evitando la cabaña y
las únicas caras que vio durante ese tiempo fueron la de la pálida muchacha y la
del hombre que vivía de aquel modo tan diferente al de los seres humanos.
Berreau no cambió. No parecía dormir, ni necesitar alimento
o bebida. No cerraba nunca los ojos, salvo para efectuar sus lentísimos parpadeos.
No dormía ni dejaba de moverse. Siempre estaba en acción,
aunque fuera en aquel extraño tempo terriblemente lento que apenas podía distinguirse
a simple vista.
Lys tenía razón. Berreau pugnaba por regresar a la jungla.
Quizá viviera cien veces más lento de lo normal, pero de algún modo seguía consciente
y no dejaba de intentar volver a la arboleda silenciosa y prohibida donde lo habían
encontrado.
Farris se cansó de devolver a la cama la figura inmóvil
como una estatua y, con el permiso de la muchacha ató a Berreau por los tobillos.
Ello no mejoró demasiado las cosas. En cierto modo, resultaba todavía más perturbador
estar sentado junto al lecho iluminado y contemplar la lenta pugna de Berreau por
liberarse.
La angustiosa lentitud de cada movimiento hacía que los
nervios de Farris se crisparan. Pensó en administrarle a Berreau algún sedante para
mantenerlo dormido, pero no se atrevió.
Había observado en el antebrazo de Berreau una pequeña
incisión manchada de una sustancia verde y pegajosa. Junto a ella había varias cicatrices
de incisiones anteriores. Farris desconocía qué tipo de loca droga había sido inoculada
a aquel hombre para convertirlo en hunati, y no se atrevió a buscar un antídoto.
Finalmente, una noche, Farris alzó la mirada de un ejemplar
antiguo de L’Illustration,
aburrido de tanto releerlo, y se puso en pie con un respingo.
Berreau todavía estaba acostado en la cama, pero acababa
de parpadear. Lo había hecho a la velocidad normal, y no con la lentitud de aquellas
últimas semanas.
–¡Berreau! –dijo rápidamente Farris–. ¿Se encuentra bien,
por fin? ¿Puede oírme?
Berreau lo miró con aire frío y poco amistoso.
–Sí, lo oigo, Farris. ¿Puedo preguntarle por qué se ha
entremetido en esto?
Farris se quedó sorprendido. Llevaba tanto tiempo haciendo
de enfermero que había llegado a considerar inconscientemente al otro como un enfermo
que le estaría agradecido por sus desvelos. Sin embargo, ahora advertía que Berreau
estaba lleno de una fría irritación y, por otra parte, en absoluto agradecido.
El francés estaba liberándose los tobillos. Aunque sus
movimientos eran temblorosos, consiguió ponerse en pie con normalidad.
–¿Y bien? –insistió.
Farris se encogió de hombros.
–Su hermana había salido a buscarlo, y yo la ayudé a traerlo
hasta aquí. Eso es todo.
Berreau pareció un poco sorprendido.
–¿Lys ha hecho eso? ¡Es una transgresión del rito! ¡Puede
traerle problemas! –dijo Berreau.
El resentimiento y la crispación hicieron que las bruscas
palabras de Farris parecieran brutales.
–¿Por qué se preocupa ahora de Lys, si lleva meses torturándola
con sus experiencias sobre la brujería nativa?
Berreau no le contestó con acritud, como Farris esperaba,
sino que asintió pesadamente.
–Es cierto. Eso es lo que he hecho con Lys.
–¿Por qué lo hace, Berreau? –exclamó Farris–. ¿A qué viene
ese asunto impío de los hunati que tanto lo atrae? ¿Por qué quiere vivir cien veces
más lento de lo normal?, ¿qué consigue con ello?
El francés lo contempló con ojos demacrados.
–Cuando uno está hunati, entra en un mundo extraño. Un
mundo que existe a nuestro alrededor a lo largo de toda la vida, pero que jamás
comprendemos ni experimentamos.
–¿Qué mundo?
–El mundo de las hojas verdes, de las raíces y las ramas
–respondió Berreau–. El mundo de la vida vegetal, que nunca llegamos a comprender
por la diferencia que existe entre su ritmo vital y el nuestro.
Un tanto vagamente Farris empezó a entender.
–¿Quiere decir que este cambio hunati le permite vivir
al mismo ritmo que las plantas?
–Sí –confirmó Berreau–. y esa simple diferencia de ritmos
vitales es el umbral a un mundo desconocido e increíble.
–Pero… ¿cómo?
El francés señaló la incisión de su antebrazo, a medio
curar.
–Es la droga. Un producto nativo que lentifica el metabolismo,
el ritmo cardíaco, la respiración, los mensajes nerviosos, todo el funcionamiento
corporal. Se basa en la clorofila. La sangre verde de la vida vegetal, el complejo
químico que permite a las plantas asimilar la energía directamente del sol. Los
nativos la preparan a partir de hierbas, según un método propio que desconozco.
–Nunca habría dicho que la clorofila pudiera tener efecto
en un organismo animal –afirmó Farris, incrédulo.
–Esta afirmación demuestra que sus conocimientos de bioquímica
están caducos –replicó Berreau–. En marzo de 1948 dos químicos de Chicago se dedicaron
a la producción o extracción de grandes cantidades de clorofila y anunciaron que
la inoculación de esta en perros y ratas parecía prolongar en gran medida la vida
al modificar la capacidad de oxidación de las células. Prolongar la vida, sí. ¡Pero
lentificándola! Un árbol vive más que un hombre porque no vive tan de prisa. Se
puede conseguir que un hombre viva tanto y tan lentamente como un árbol mediante
la inoculación del adecuado compuesto clorofílico en su sangre.
–A eso es a lo que se refería al decir que los pueblos
primitivos se anticipan a veces a descubrimientos científicos modernos, ¿verdad?
Berreau asintió.
–Esta solución clorofílica hunati puede ser un secreto
antiquísimo. Creo que siempre ha sido conocido por algunos hombres entre los pueblos
primitivos que habitan las selvas del planeta –con la mirada perdida, y en tono
sombrío, añadió–: La adoración a los árboles, la dendrolatría, es tan antigua como
la raza humana. El Árbol Sagrado de Sumeria, los bosques de Dodona, los robles de
los druidas, el árbol Ygdrasil de los nórdicos, incluso nuestro árbol de Navidad…
Todos ellos parten de la adoración primitiva a ese otro tipo de vida extraño que
comparte la Tierra con nosotros. Creo que siempre ha habido adoradores secretos
que han mantenido el conocimiento de la pócima que les permitía conseguir una comunión
total con ese otro tipo de vida, adecuándose durante un tiempo a su lento ritmo
vital.
–Pero, ¿cómo se introdujo usted en ese extraño culto?
–preguntó Farris con aire asombrado.
El francés se encogió de hombros.
–Los seguidores del culto sentían gratitud hacia mí porque
había salvado la jungla de un posible peligro de muerte.
Avanzó unos pasos hacia un rincón de la sala en donde
había instalado un laboratorio de botánica y tomó un tubo de ensayo. Estaba lleno
de unas minúsculas esporas, como polvo, de un color verde grisáceo, casi leproso.
–Esta es la plaga birmana, que ha arruinado bosques enteros
al sur del Mekong. Es un peligro mortal para los árboles tropicales. Estaba empezando
a penetrar en territorio laosiano, pero yo les enseñé a las tribus el modo de combatirlo.
En recompensa, la secta secreta de los hunati me hizo uno de ellos.
–Sigo sin entender cómo un hombre con educación europea
ha podido caer en esas estúpidas ceremonias y rituales –insistió Farris.
–Dieu, ¡estoy tratando de hacérselo entender! ¡Intento
decirle que fue mi curiosidad como botánico lo que me llevó a entrar en el rito
y a tomar la pócima! –Berreau continuó sin detenerse–. ¡Pero usted es como Lys,
no entiende nada! ¡No puede comprender lo maravilloso, lo extraño y lo bello de
llevar ese otro tipo de vida!
Algo en el rostro arrebatado y pálido de Berreau, en sus
ojos hechizados, puso a Farris la piel de gallina. Las palabras del francés habían
parecido alzar por un instante un velo, convirtiendo algo cotidiano y familiar en
una vaga y terrible amenaza.
–¡Escuche, Berreau! Tiene que cortar con esto y marcharse
de aquí en seguida.
El francés sonrió melancólicamente.
–Lo sé. Muchas veces me lo he dicho, pero no me voy. ¿Cómo
puedo abandonar el paraíso de un botánico?
Lys había entrado en la sala y miraba con languidez a
su hermano.
–André –suplicó–, ¿no quieres abandonar esto y volver
conmigo a casa?
–¿O está demasiado hundido en este nefasto vicio para
tener en cuenta si a su hermana se le rompe el corazón? –añadió Farris.
–¡Son un par de puritanos! ¡Me tratan como a un toxicómano
sin conocer la maravillosa experiencia que acabo de tener! He estado en otro mundo,
en una tierra extraña que nos rodea cada día de nuestras vidas y que ni siquiera
vemos, y pienso regresar allí una y otra vez.
–¿Volverá a usar ese fármaco de clorofila para entrar
en ese estado? –interrogó Farris, furioso.
Berreau asintió, desafiante.
–¡No! –exclamó Farris–. ¡De ningún modo! De lo contrario,
saldremos a buscarlo y lo traeremos aquí otra vez. Una vez esté hunati, quedará
indefenso ante nosotros.
–¡Tengo un modo de evitar que lo hagan! ¡Sus amenazas
son peligrosas! –replicó el francés, furioso.
–¡No tiene cómo! –contestó de inmediato Farris–. Una vez
esté ralentizado en ese otro tiempo vital, queda a merced de la gente normal. No
lo amenazo, Berreau, ¡sólo intento salvarle la salud mental!
Berreau salió de la sala sin responder. Lys miró al estadunidense
con lágrimas en los ojos.
–No te preocupes por eso –la confortó Farris–. Se repondrá
pronto.
–Me temo que no –musitó la muchacha–. Se ha convertido
en una locura en su cerebro.
Interiormente, Farris asintió. Fuera cual fuese la atracción
por ese mundo desconocido que había llevado a Berreau a entrar en aquel cambio de
ritmo vital, ahora había hecho presa en él y en su razón hasta límites que parecían
irrecuperables.
Un escalofrío recorrió a Farris: hombres que vivían al
mismo ritmo de las plantas, pasando del plano de la vida animal a otro tipo de vida
y de mundo extrañamente distinto.
Aquel día el búngalo estaba sumido en un opresivo silencio:
los sirvientes se habían ido, Berreau estaba encerrado en su laboratorio y Lys deambulaba
de un lado a otro con tristeza en la mirada.
Sin embargo, Berreau no intentó salir, pese a que Farris
había estado esperándolo, dispuesto a un enfrentamiento. Por la tarde, Berreau pareció
volver a sus investigaciones. Ayudó a Lys a preparar la cena.
Sentado a la mesa, el francés casi parecía alegre. Demostraba
un febril buen humor que no convenció a Farris. De común acuerdo, ninguno de los
tres mencionó lo que tenían más presente en sus mentes.
Cuando Berreau se retiró a dormir, Farris le dijo a Lys:
–Vete a la cama; últimamente has dormido muy poco y te
caes de sueño. Yo vigilaré.
En su habitación, Farris sintió que también a él lo invadía
el sopor. Se incorporó de la silla, luchando contra la pesadez que lo impulsaba
a cerrar los párpados.
Entonces, de pronto, lo comprendió.
–¡Narcóticos! –exclamó, y notó que su voz era apenas un
susurro–. ¡Nos ha puesto algo en la cena!
–Sí –dijo otra voz lejana–. Sí, Farris.
Berreau había entrado. Parecía un gigante a los ojos vidriosos
de Farris. Al acercarse más a él, Farris vio en su mano una aguja de la que goteaba
una sustancia verde y viscosa.
–Lo lamento, Farris –Berreau estaba subiéndole la manga
y Farris no podía hacer nada para impedirlo–. Lamento hacerles esto a usted y a
Lys, pero de lo contrario se entremeterían. y éste es el único modo en que no podrán
hacerme volver.
Farris notó el pinchazo de la aguja. Fue lo último que
sintió antes de quedar inconsciente a causa del narcótico.
4. Mundo increíble
Farris se despertó y, durante un confuso momento, se preguntó
qué lo había sobresaltado tanto. Entonces se dio cuenta.
Era la luz del día. Se apagaba y encendía cada pocos minutos.
La oscuridad nocturna llenaba la habitación y, de pronto, había un repentino estallido
de la aurora, un breve periodo de luz brillante, y de nuevo la noche.
Iba y venía, se iluminaba y oscurecía cada pocos instantes
mientras él contemplaba el fenómeno. Parecía el latir lento y estable de un gigantesco
pulso, sístole y diástole de luz y obscuridad.
¿Días reducidos a minutos? ¿Cómo podía ser? Y entonces,
mientras acababa de despertar, lo recordó.
–¡Estoy hunati! ¡Me ha inyectado esa substancia clorofílica
en las venas! –exclamó.
Sí, ahora él también estaba hunati. Vivía a un ritmo cien
veces más lento de lo normal.
Y por eso los días y las noches parecían transcurrir cien
veces más deprisa de lo normal. ¡Desde que había despertado, habían pasado ya varios
días! Se puso en pie, tambaleándose. Al hacerlo, tocó la pipa que estaba sobre el
brazo del asiento. La pipa no cayó al suelo. Desapareció al instante y, en el momento
siguiente, estaba en el suelo.
–Se ha caído, pero tan rápido que no he alcanzado a verlo.
Farris sintió que su cerebro reaccionaba al impacto de
algo sobrenatural. Se descubrió temblando intensamente. Luchó por sobreponerse.
Aquello no era brujería. Era una ciencia secreta y demoniaca, pero no sobrenatural.
Él se sentía tan normal como siempre. Sólo lo que lo rodeaba, sobre todo el rápido
cambio de noches y días, le daba a entender que estaba cambiando.
Escuchó un grito y salió a toda prisa de la sala del búngalo.
Lys llegó corriendo hasta él. Todavía llevaba la chaqueta y los pantalones, señal
evidente de que había estado excesivamente preocupada por su hermano para acostarse
del todo. Y en su rostro había una expresión de terror.
–¿Qué ha sucedido? –gritó–. La luz…
Farris la tomó por los hombros.
–Lys, no pierdas la calma. Lo que sucede es que ahora
también nosotros estamos hunati. Fue tu hermano. Nos puso un narcótico en la cena
y después nos inyectó ese compuesto de clorofila.
–Pero ¿por qué? –sollozó Lys.
–¿No lo comprendes? Él quería volverse hunati otra vez
y regresar a la jungla. y si nosotros seguíamos normales, podíamos atraparlo y traerlo
de regreso. Para evitarlo, nos cambió también a nosotros.
Farris fue a la habitación de Berreau. Allí confirmó sus
sospechas: el francés no estaba.
–Iré tras él –dijo secamente–. Tiene que volver, porque
estoy seguro de que tiene un antídoto para esta maldita droga. Tú espera aquí.
Lys se asió a él.
–¡No, aquí sola, de esta manera, me volvería loca!
Farris advirtió que la muchacha estaba al borde de la
histeria. No le extrañaba. El lento latido de los días y las noches bastaba por
sí solo para desequilibrar la razón de cualquiera.
–Está bien –accedió–. Pero aguarda un momento.
Volvió a la habitación de Berreau y tomó un gran machete
filipino, denominado bolo, que había visto apoyado en un rincón. Entonces vio otra
cosa, algo que brillaba a la luz titilante, sobre la mesa del laboratorio del botánico.
Farris se lo llevó al bolsillo. Si no conseguía hacer volver a Berreau por la fuerza,
la amenaza de aquel objeto quizá sirviera para convencerlo.
Él y Lys corrieron a la galería y bajaron la escalera.
Entonces se detuvieron, pasmados.
La gran jungla que se alzaba ante ellos era ahora una
visión de pesadilla. Se agitaba y extendía con una vitalidad no terrestre; las grandes
ramas se aplastaban y se enroscaban unas con otras luchando por la luz mientras
los zarcillos se retorcían entre aquellas a increíble velocidad, en un crujiente
rugido de vida vegetal exuberante y agitada. Lys palideció.
–¡La selva ha cobrado vida!
–Es la misma de siempre –la animó Farris–. Somos nosotros
los que hemos cambiado. Ahora vivimos con tal lentitud que las plantas parecen moverse
de prisa.
–¡Y André está ahí metido! –gritó ella, con un estremecimiento.
Por fin, el valor volvió a sus pálidas facciones–. Pero no tengo miedo –añadió.
Iniciaron la marcha por la jungla hacia la meseta de los
árboles gigantescos. En aquel mundo increíble reinaba una sensación tremenda de
irrealidad. Farris notó la diferencia en sí mismo. No tenía sensación alguna de
lentificación. Sus propios movimientos y percepciones le parecían normales. Lo único
que sucedía era, simplemente, que a su alrededor la vegetación tenía una salvaje
movilidad que, por su rapidez, parecía propia de animales. Las hierbas crecían bajo
sus pies como pequeñas espadas verdes alzándose hacia la luz. Los capullos se hinchaban,
estallaban, extendían al aire sus brillantes pétalos, esparcían su fragancia… y
morían. De cada brote surgían nuevas hojas para vivir su breve e intenso momento,
antes de amarillear y caer. La selva era un calidoscopio de colores en constante
cambio, desde el verde pálido al marrón amarillento, que formaba pequeñas y rápidas
olas conforme sus componentes nacían o morían.
Sin embargo, aquella vida de la jungla no tenía nada de
pacífica o serena. Hasta entonces, a Farris le había parecido que las plantas de
la tierra existían en una plácida inercia absolutamente distinta a la vida animal,
que constantemente cazaban o eran cazados. Ahora comprendía lo equivocado que había
estado. Cerca de ellos, un almez tropical crecía junto a un helecho gigante. Como
un pulpo, los zarcillos del primero se enroscaron alrededor del helecho, que se
agitó. Sus frondas dieron violentas sacudidas mientras sus tallos pugnaban por liberarse.
Sin embargo, los aguijones de los zarcillos le causaron rápidamente la muerte.
Las lianas reptaban como grandes serpientes entre los
árboles, rodeando los troncos y enterrando sus hambrientas raíces parásitas en la
corteza viva de los mismos. Y los árboles las combatían. Farris vio cómo las ramas
se sacudían y golpeaban las lianas asesinas; era como la lucha de un hombre contra
una gigantesca pitón. Sí, era muy parecido. Porque los árboles, las plantas, tenían
conciencia. De un modo extraño, muy diferente, pero eran tan conscientes como sus
hermanos más rápidos. Cazadores y cazados. Lianas estranguladoras, orquídeas hermosas
y mortíferas que eran como cánceres corroyendo troncos sanos, hongos que se arrastraban
como lepra: eran los lobos y chacales de aquel mundo vegetal.
Incluso entre los árboles, Farris observó el desarrollo
de una lucha sorda e interminable por la existencia. Los árboles de algodón y los
bambúes y ficus… también ellos conocían el dolor, el temor y la amenaza de muerte.
Podía escucharlos. Con sus nervios aurales amortiguados
hasta una receptividad increíble, escuchó la voz de la jungla, la auténtica voz
que no tenía nada que ver con el familiar sonido del viento en las ramas. Era la
voz primordial del nacimiento y la muerte que hablaba ya mucho antes de que el hombre
apareciera en la Tierra, y que seguiría hablando mucho después de que desapareciera.
Al principio sólo había notado un enorme rugido crujiente. Ahora distinguía diversos
sonidos: los agudos gritos de la hierba y de los brotes de bambú al surgir de la
tierra, el jadeo y el gemido de las ramas enzarzadas y agonizantes, la risa de las
hojas jóvenes allá en lo alto, el susurro furtivo de los zarcillos. Y casi alcanzaba
a oír pensamientos que hablaban dentro de su mente. Los remotos pensamientos de
los viejos árboles.
Farris sintió una terrible amenaza, y no quiso escuchar
los pensamientos de los árboles. La lenta y constante pulsación de luz y obscuridad
prosiguió. Días y noches corrían a tremenda velocidad sobre los hunati.
Lys, a su lado, tambaleándose por el camino, emitió un
grito de terror. Un zarcillo negro serpenteante había surgido de entre los árboles
y se lanzaba sobre ella con la rapidez de una cobra, enroscándose hábilmente para
rodear su cuerpo. Farris blandió su machete y lo dejó caer sobre la planta. Sin
embargo, esta volvió a la carga, creciendo con asombrosa rapidez y alargando el
extremo hacia él. Descargó otro golpe, horrorizado, y empujó a la muchacha hacia
delante, por la ladera de la meseta.
–¡Tengo miedo! –gimió ella–. ¡Puedo oír los pensamientos…
los pensamientos de la selva!
–Es tu imaginación –replicó él–. ¡Ignóralos!
¡Pero él también los escuchaba! Muy leves, como sonidos
en el límite de la capacidad auditiva. Le pareció que a cada minuto –a cada día
reducido a un aparente minuto– podía entender con más claridad los impulsos telepáticos
de aquellos organismos que tenían una vida consciente propia, paralela a la humana
pero prohibida eternamente a éste, salvo cuando el hombre estaba hunati. Le pareció
que el humor de la jungla había cambiado; que tras el daño producido al zarcillo
se había percatado de su presencia. Como una multitud llevada por la ira, los árboles
que los rodeaban se volvieron amenazadores. Un gruñido y un murmullo surgió entre
ellos.
Las ramas golpearon a Farris y a la muchacha, las lianas
se cernieron sobre ellos con sus ciegas cabezas y su gracia serpenteante. Los arbustos
y zarzas se clavaron en sus carnes con crueldad, extendiendo sus espinosas ramas
para desgarrarlos. Los delgados árboles jóvenes los azotaron como látigos, y las
cañas de bambú, de rapidísimo crecimiento, intentaron bloquear su avance, mientras
vibraban golpeándose unas con otras, como si estuvieran furiosas.
–¡Es nuestra imaginación! –le aseguró a la muchacha–.
Como la jungla vive al mismo ritmo que nosotros, nos parece que sabe de nuestra
presencia.
¡Tenía que creérselo él mismo, era imprescindible!
–¡No! –gritó Lys–. ¡No! La jungla sabe que estamos aquí.
Un acceso de pánico amenazó con romper el autocontrol
de Farris, mientras el salvaje rugido de la selva aumentaba. Echó a correr, arrastrando
con él a la muchacha, cubriéndola del ataque de la enfurecida jungla con su cuerpo.
Siguieron adelante, internándose en la impresionante arboleda sobre la meseta, bajo
el latir del transcurso de los días y las noches.
Ahora, los árboles les parecían gigantes en plena lucha;
los grandes árboles de algodón y los ficus se golpeaban mutuamente con estrépito
mientras sus ramas pugnaban por alcanzar el cielo despejado y azul, como dos gigantescos
combatientes cubiertos de hojas bajo los cuales los dos seres humanos eran unos
pigmeos.
Sin embargo, los arbustos y árboles menores de la jungla
que quedaban bajo su posición seguían lanzando con malicia sus zarcillos y sus lianas
hacia ellos, y desgarraban a los humanos con las espinas. La mente enfebrecida de
Farris volvió a captar, con más nitidez y limpieza, el leve impacto de unos impulsos
telepáticos incomprensibles. Después, amortiguando todos aquellos pensamientos mortecinos
y enfurecidos, llegaron otros avasalladores, dominantes, de una acusada majestuosidad,
unas voces silenciosas, intensas, potentes y extrañas como la voz de una tierra
primordial.
–¡Deténganlos! –parecían repetir en la mente de Farris–.
¡Deténganlos! ¡Mátenlos! ¡Ellos son nuestros enemigos!
Lys emitió un tembloroso grito:
–¡André!
En aquel instante, Farris lo vio. Berreau estaba delante
de ellos, de pie a la sombra de los monstruosos banianos. Tenía los brazos alzados
hacia los impresionantes colosos, como si los adorara. Sobre él se cernían los gigantes
verdes, dominando toda la jungla.
–¡Deténganlos! ¡Mátenlos!
Las majestuosas voces mentales resonaban ahora tan alto
que la mente de Farris apenas podía escuchar nada más. Cada vez estaba más cerca
de ellos… más… Entonces lo comprendió, aunque su mente se negaba a reconocer que
así era. Supo de dónde partían aquellas voces, y por qué Berreau adoraba a los banianos.
Naturalmente que eran como dioses, aquellos colosos verdes que habían vivido eras,
cuyos brazos alcanzaban el cielo y cuyas raíces aéreas caían y se extendían y se
agarraban como cientos de manos… Violentamente, Farris intentó apartar de sí el
pensamiento. Él era un hombre, de un mundo humano, y no debía adorar a dioses extraños.
Berreau se había vuelto hacia ellos. Los ojos del francés
estaban rojos de furia, y Farris, antes incluso de que Berreau dijera una palabra,
se dio cuenta de que este se había vuelto loco.
–¡Váyanse los dos! –ordenó–. ¡Han sido unos estúpidos
al venir por mí! ¡Mientras venían han matado, y la jungla lo sabe!
–¡Escuche, Berreau! –gritó Farris–. ¡Olvide esta locura
y regrese con nosotros!
Berreau emitió una carcajada espeluznante.
–¿Es una locura que los Señores descarguen ahora sus palabras
encolerizadas sobre ustedes? Sé que pueden escucharlas en sus cerebros, pero tienen
miedo de escuchar. ¡Hace bien en tener miedo, Farris! Lleva muchos años sacrificando
árboles, igual que acaba de descargar ese machete, y la jungla sabe que es su enemigo.
–¡André!
Lys, con el rostro semienterrado entre las manos, estaba
sollozando. Farris sintió que la mente se le rompía bajo el impacto de aquella escena
de locura. El latir incesante y acelerado de la luz y la oscuridad, el crujir y
gemir de la jungla viva a su alrededor, los zarcillos que se extendían como áspides,
las ramas que los golpeaban y los banianos gigantes meciéndose airados sobre ellos…
–¡Este es el mundo donde el hombre pasa toda su vida y
jamás llega a ver o sentir! –gritaba Berreau–. He venido a él una y otra vez. ¡Y
en cada ocasión he oído con más claridad la voz de los Mayores! Son las criaturas
más antiguas y poderosas de nuestro planeta. Hace tiempo, el hombre lo sabía y las
adoraba por la sabiduría que podían conceder. Sí, las adoraba como a Ygdrasil, y
al Roble del Druida, y al Árbol Sagrado. Pero el hombre moderno ha olvidado esta
otra tierra. ¡Todos menos yo, Farris… todos menos yo! Encontré en este mundo una
sabiduría como jamás podría soñar. ¡Y la estúpida ceguera de ustedes no va a arrancarme
de su lado!
Farris comprendió que era demasiado tarde para hacer entrar
en razón a Berreau. El francés había frecuentado y profundizado en exceso aquella
otra tierra, tan extraña para la humanidad como si se encontrara en el otro extremo
del universo. Precisamente por temor a ello, Farris había llevado en el bolsillo
de su chaqueta el objeto que recogiera en el laboratorio de Berreau. Aquello era
lo único que podía obligar a Berreau a obedecerlo. Farris lo extrajo del bolsillo
y lo sostuvo en alto para que el francés pudiera verlo.
–¡Ya sabe qué es esto, Berreau! ¡Y ya sabe qué puedo hacer
con ello si me obliga!
En los ojos de Berreau hubo un destello de tremendo temor
al reconocer el pequeño tubo de ensayo de su propio laboratorio.
–¡La plaga birmana! ¡No sería capaz, Farris! ¡No sería
capaz de dejar eso suelto aquí!
La furia, el odio y el temor se fundieron en la mirada
de Berreau al contemplar el inocente tubo de ensayo tapado con un corcho que contenía
el polvillo gris verdoso.
–¡Lo mataré por esto! –añadió el francés, con los dientes
apretados.
Lys emitió un grito. Unas lianas negras habían reptado
hasta ella mientras la muchacha ocultaba el rostro entre las manos. Ahora, las lianas
se habían enroscado a sus piernas como serpientes agitadas y ahora tiraban de ella
para derribarla al suelo. La jungla pareció emitir un rugido de triunfo. Los zarcillos,
ramas, zarzas y plantas trepadoras se alzaron hacia ellos. Las extrañas voces telepáticas
latieron en sus mentes, mortecinamente atronadoras.
–¡Mátenlos! –decían los árboles.
Farris se lanzó contra la masa de lianas y zarzas, descargando
su machete sobre ellas. Cortó los zarcillos que retenían a la muchacha y las ramas
que los azotaban furiosamente a ambos. Entonces, desde atrás, Berreau descargó un
golpe furioso sobre el codo de Farris e hizo caer el machete de su mano.
–¡Ya le dije que no matara, Farris, se lo dije!
–¡Mátenlos! –latió el pensamiento telepático de los árboles.
Sin apartar la mirada de Farris, Berreau dijo a su hermana:
–¡Huye, Lys! Sal de la jungla. Este asesino debe morir.
Al mismo tiempo que lo decía, se lanzó sobre Farris, pálidas
sus facciones y con los puños cerrados. El estadunidense tuvo que retroceder unos
pasos y tropezó con un baniano gigante. Los dos hombres cayeron al suelo, agarrados
el uno al otro. Los zarcillos se lanzaron inmediatamente hacia ellos, rodeándolos
y dificultando sus movimientos hasta dejarlos inmovilizados.
Entonces la jungla emitió un chillido. Un grito a la vez
telepático y audible, cargado de terror. Una expresión de extraña agonía más allá
de todo lo humano. Las manos de Berreau soltaron el cuello de Farris. El francés,
confundido con su rival entre los zarcillos y zarzas, alzó la mirada con aire horrorizado.
Entonces Farris se dio cuenta de lo sucedido. El pequeño
tubo de ensayo, el contenedor de la plaga, se había roto sobre el tronco del baniano
cuando Farris se golpeó con él. Y aquella pequeña mancha de hongos verdegrisáceos
corría ahora por la jungla como si fuera un incendio. La plaga, aquel asesino de
otra zona selvática muy alejada, se propagaba con asombrosa y terrible rapidez.
–Dieu! –gritó
Berreau–. Non… non…!
Incluso en condiciones normales, las plagas de hongos
parecen extenderse con rapidez. Ahora, lentificados como estaban Farris y los dos
hermanos, los hongos parecían un furioso fuego mortífero. La mancha de la epidemia
cubría los troncos, las ramas y las raíces aéreas de los majestuosos banianos, engullendo
sus hojas, sus brotes y sus esporas. Los hongos corrían triunfalmente por el suelo,
sobre lianas, hierbas y arbustos, consumiendo otros árboles y aprovechando las aéreas
lianas. Y atacó también a los zarcillos que mantenían medio inmovilizados a los
dos hombres. Zarzas y lianas se agitaron en furiosas agonías hasta quedar rígidas
y secas.
Farris sintió el húmedo y frío hongo colársele en la boca
y en las fosas nasales y notó la tensión de unos cables acerados que aplastaban
la vida en su interior. Entonces, el mundo pareció oscurecer… Entonces, una cuchilla
de acero silbó y refulgió, y la presión disminuyó. Llegó a sus oídos la voz de Lys,
cuya mano intentaba arrancarlo de las lianas rígidas y agonizantes que había conseguido
cortar parcialmente. Farris se encontró libre, por fin.
–¡Mi hermano! –gimió la muchacha.
Farris utilizó el machete para abrirse paso entre la densa
masa de zarcillos moribundos que se agitaban como serpientes, rodeando todavía a
Berreau. Por fin, mientras apartaba las plantas, pudo ver el rostro del francés.
Tenía un color rojo púrpura, rígido, y con la mirada fija y apagada. Las poderosas
lianas se habían enroscado alrededor de su cuello hasta estrangularlo. Lys se arrodilló
a su lado, llorando desconsoladamente. Sin embargo, Farris hizo que se pusiera de
pie.
–¡Tenemos que salir de aquí! Está muerto… pero nos llevaremos
el cuerpo.
–No –sollozó ella–. Déjalo aquí, en la jungla.
Los ojos muertos del francés contemplando la muerte de
aquel mundo vivo y extraño cuya frontera había cruzado ahora definitivamente. Sí,
a Farris le pareció un simbolismo adecuado. Al alejarse con Lys del lugar, a través
de la jungla que se agitaba enfurecida en sus estertores agónicos, a Farris se le
encogió el corazón. A su alrededor, cada vez a mayor distancia, la muerte verdegrisácea
se extendía por la verde espesura. Y, cada vez más débiles, llegaban hasta ellos
los extraños gritos telepáticos que Farris nunca estaría seguro de haber escuchado
en realidad.
–¡Morimos, hermanos! ¡Morimos!
Entonces, cuando a Farris le parecía que su salud mental
cedería bajo el peso de aquella extraña agonía, se produjo un repentino cambio.
El latir de los días y las noches alternados se hizo más lento, y cada periodo de
luz y de oscuridad fue haciéndose más y más prolongado… Farris recuperó la conciencia
tras un periodo de confusa semiinconsciencia. Él y la muchacha estaban de pie, tambaleándose
bajo un brillante sol en la jungla agostada por la plaga.
Y dejaron de estar hunati. Aquel fármaco clorofílico había
perdido fuerza en sus organismos y, por fin, habían regresado al ritmo normal de
la vida humana. Lys alzó la vista, confusa, hacia la jungla que ahora parecía estática,
apacible, inmóvil… y en la que la plaga verdegrisácea avanzaba ahora con tal lentitud
que resultaba imposible apreciarlo a simple vista.
–Es la misma jungla, y sigue agonizando, consumiéndose
–murmuró Farris con voz ronca–. Pero ahora vivimos otra vez a la velocidad normal
y no podemos apreciarlo.
–¡Vámonos, por favor! –jadeó ella–. ¡Vámonos de aquí en
seguida!
Tardaron una hora en regresar al búngalo y recoger todo
lo que podían transportar. Por fin, tomaron el sendero hacia el Mekong. El atardecer
los vio salir de la zona consumida por la epidemia, ya avanzada la marcha hacia
el río.
–¿Acabará realmente con toda la jungla? –susurró la muchacha.
–No. La jungla se defenderá, frenará y vencerá a esa plaga
de hongos. Tardará muchos años, décadas incluso, según nuestro ritmo vital. Sin
embargo, para ellos, para los árboles, la fiera lucha sigue desarrollándose en cada
instante.
Y mientras continuaban su avance, a Farris le pareció
que en su mente aún latía débilmente, procedente de la zona que dejaban atrás, aquel
extraño y lacerante gemido telepático.
–¡Morimos, hermanos!
No volvió la vista atrás, pero se dio cuenta de que jamás
podría volver a aquella selva ni a ninguna otra, que su profesión había terminado,
y que nunca más volvería a matar un árbol.
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