Carlos de Bella
Este es el final. No
sabemos cómo comenzó. Tal vez ni siquiera tenga importancia saberlo. Sin
embargo volvemos al principio.
Siempre había escrito fuera de su casa.
En plazas a caballo de bancos de piedra sin
respaldo inclinándose lentísimamente sobre la Palabra, hasta que su espalda se
erguía para vencer la rigidez. En portales abandonados, mientras duraba un rayo
de sol que iluminaba la Palabra de lujos perdidos. A orilla del río, sobre
alguna piedra chata entre los desperdicios que el agua devolvía y allí entonces
su mirada se perdía en la Palabra o en el horizonte.
En su casa solamente leía.
Cuando el invierno tornaba destemplados esos
hábitat recurría a aquellos cafés perdidos que nadie frecuentaba, sentándose a
la mesa más lejana para que la mirada inquisidora del dueño no alcanzara la
Palabra.
Estos lugares se tornaban cada vez más difíciles
de encontrar. Debido a la moda, la modernidad o la tontería, los viejos cafés
se iban transformando hacia una homogeneidad insulsa en la cual la Palabra se
negaba a aparecer.
Así, debía recurrir a caminatas cada vez más
lejanas para tentar nuevos lugares a medida que cerraban otros.
En esa búsqueda de ámbitos propicios una tarde de
sudestada y pese a la mala iluminación, la Palabra apareció gloriosa sobre un
impensado como incómodo banco de iglesia, lugar al que había entrado sólo para
guarecerse de la lluvia.
El problema que producían los cambios sucesivos
de entornos era que sus escritos reflejaban los distintos cambios; así la
atención al leerlos se bifurcaba, derrochaba el esfuerzo y finalmente desistía.
La Palabra siempre estuvo afectada de tiempo y
espacio.
Tenía la certeza de la incertidumbre que aquel
día que encontrara un lugar para sí, no importaría que escribiera en distintos
momentos, pues en él decantaría la unidad y entonces terminaría su obra.
Siempre había consumido droga.
No recordaba desde cuanto tiempo. Ya no tenía
memoria. Tampoco hacía falta para la droga. Sólo necesitaba el dinero.
Su proveedor estaba huidizo en los últimos días.
La policía vigilaba sus pasos.
Hizo un nuevo contacto; este era diferente, no
era de la noche, el próximo encuentro sería por la mañana en los baños de un
burger céntrico.
Esa fue la primera vez.
Se sentó en uno de los bancos laterales a una
mesa demasiado amplia para el solo, sobre la que depositó una bandeja con un
vaso de gaseosa que no bebió, un envoltorio tibio que no abrió y una caja de
cuya boca surgían papas fritas que no comió. Cuando se hubo completado el
recorrido desde su vena hasta su cerebro y su último poro, entonces suspiró,
extrajo su block de papel y comenzó a escribir.
Cada vez cambiaban de lugar.
Siempre era en los baños. Siempre era un burger.
No importaba cuál. Siempre eran horas de poco público.
Ya hacía dos semanas desde la primera vez.
Él repetía la rutina, ordenaba la bandeja que no
tocaría, la depositaba sobre la mesa hasta el momento de irse y entonces la
llevaba hasta la boca que decía GRACIAS en letras rojas donde desaparecía lo no
tocado.
A veces, al formular la próxima cita con su
contacto se adelantaba a éste e indicaba el lugar. En tal burger; aquel cuyos
baños estaban en un entrepiso al cual se accedía por una escalera de metal cuyo
escalón número tres antes del final chirriaba al pisarlo; así avisaba.
El contacto no demostró la sorpresa que sentía.
En su casa además de leer, pensaba.
Trataba de reconstruir qué había pasado con él y
los burgers. No podía. Sólo tenía clara aquella vez inicial donde se sentó,
pues si en ese momento salía a la calle, la dosis que había tomado después de
unos días de abstinencia forzosa lo hubiese volteado.
Desde aquel momento y al conjuro de extraer su
block, la Palabra acudía a la convocatoria, presurosa y puntual cual amante de
primeras citas.
Esa noche mientras leía, la ventana había quedado
entreabierta y la pequeña brisa que se filtraba no era fría; la primavera se
estaría acercando y entonces podría volver a escribir a las plazas, los
portales y la orilla del río.
Se encontraba accidentalmente con su contacto en
convocatorias no propuestas. Casi podría decirse que impensadamente era un
testigo de rutas y horarios de aquel. No reparaba en la clientela pues no se
fijaba en gente que no conocía.
En esta época no compraba mucha droga; necesitaba
dosis más altas en aquellos momentos en que la Palabra no aparecía. En cada día
que pasaba, su contacto reemplazaba la sorpresa por una incipiente
desconfianza.
Una mañana de sol decidió ir a escribir a una
plaza pequeña de canteros escuetos. Se sentó a uno de sus bancos favoritos.
Todavía hacía frío; necesitó subirse las solapas.
El block abanicaba sus hojas al compás del
viento, iban y venían libremente; una ráfaga más fuerte le hizo perder el
equilibrio y cayó desde la falda donde yacía, al suelo.
Una lata de gaseosa vacía pasó rodando.
Su mente vagaba desde los árboles que dudaban
entre la desnudez y tímidos verdes y aquel cielo tan azul; un escalofrío le
llamó a la realidad. Reparó en su block caído, se levantó y comenzó a caminar.
Sentía frío y ganas de orinar; un cartel indicaba que un burger estaba a unos
pocos metros, llegó y al entrar un soplo de aire cálido le abrazó.
Esa semana no compró droga a su contacto. Éste
casi ni le miraba cuando le encontraba. O sea siempre.
Estaba seguro que era lo mejor que había escrito
nunca. Faltaba muy poco para terminar. La historia se había generado desde sus
entrañas y había alumbrado en la estética del burger; el producto era de una
fantástica divergencia y a su vez de gran coherencia estilística. Sus
prejuicios intelectuales fueron barridos por la eficacia del entorno; ¡la
Palabra había encontrado su morada!
Cuando bajo al baño a lavarse las manos por el
espejo vio a su contacto y otra persona que no conocía, seguramente un cliente
pensó y volvió a salir. No pudo ver sus miradas ni escuchar lo que hablaron.
Esa noche releía lo escrito con tanto placer como
cuando se mira el cuerpo del amante dormido a un lado.
La Palabra reposaba luego del esfuerzo. Era
increíblemente bella.
Aquella mañana decidió ir a un burger que, aunque
céntrico, no iba habitualmente. Se sentó a una mesa con su bandeja. Pese a
haber terminado su obra, automáticamente sacó su block y allí apareció la
Palabra. Comenzaría a escribir una historia sobre los burgers y sus gentes.
Arrancó una hoja y comenzó a dibujar un plano de
la ciudad y ubicados en este los burgers de posibles escenarios, ubicación de
los baños, horarios de menor afluencia de gente, posibles nombres de
personajes, descripciones físicas, vestimentas. La Palabra gozaba de la
diversión. Se encontró mordisqueando una papa frita. Ese día no llevó la
bandeja hasta la boca agradecida. Sobre la mesa también quedó el plano de los
burgers.
Al momento de salir y a sus espaldas el contacto
apareció desde los baños.
Sus amigos insistieron en ir a tomar una copa
fuera de casa. El bar rebosaba de gente, su antiguo proveedor de droga le
saludó; decidió comprar un poco.
Esa mañana sí se sentía la primavera en la piel.
Había dejado los originales a su editor. Entró al burger y se sentó a una mesa
desde la cual se veía la calle. En un momento sintió sed y bebió un trago de la
gaseosa, estaba helada, le resultó agradable; mientras lo hacía, pasaron rumbo
a los baños su contacto y aquel que había visto junto a él. Siguió escribiendo
y les olvidó. La Palabra estaba vacilante, hubo que hacer algunas correcciones,
finalmente creyó que la frase era la apropiada. Bebió otro trago, ya no estaba
tan helada. Sintió ganas de orinar y bajó a los baños.
Pasó rápidamente frente a los lavabos, allí
estaba su contacto; desde el mingitorio le veía de reojo mientras el chorro
imparable ocupaba su atención.
Alguien se deslizó a su espalda, más que verlo lo
presintió. Era tarde. La navaja abrió limpiamente su cuello.
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