Alberto Chimal
En
esos días vive en Frigia un muchacho. Se llama Nikias. Tiene doce años, la
estatura propia de su edad, el cabello negro y rizado. Sus rasgos no son
desagradables. Pero es enorme, monstruosamente gordo: pesa dos o acaso tres
veces más que su padre. Es la vergüenza de sí mismo y de toda su familia.
Lo peor no es su lentitud, ni su
debilidad, ni siquiera el aspecto repulsivo de sus carnes hinchadas en medio de
los cuerpos esbeltos, elásticos de todos los otros chicos, sino el hecho de que
su obesidad no se debe a la gula ni a la pereza. No come más que sus hermanos y
participa, en la medida de lo posible, en los juegos y actividades que se
consideran apropiados en su tiempo. En el nuestro, su condición podría
describirse, acaso, como un desorden glandular. Pero en su ciudad todos creen
que es víctima de algún mago, o acaso de un capricho de los dioses; son pocos
los que lo miran sin recelo, y menos aún los que no temen sufrir males como el
suyo, o más terribles, si se acercan a él.
Así, Nikias es un muchacho solitario,
hosco, que debe soportar casi todos los días humillaciones y burlas. Pero hoy
se siente un poco mejor que de costumbre: ha pasado la mañana entera atendiendo
el puesto del mercado en el que su padre, alfarero, vende vasos y ollas. Es un
honor que rara vez se le concede.
Y, para más orgullo, ha vendido mucho.
Desde hace algún tiempo, ante la perspectiva de una nueva campaña –aún no
anunciada pero ya motivo de rumores– contra el cercano reino de Lidia, todo se
ha encarecido, la gente compra alimentos en vez de utensilios, y las tropas del
rey, que patrullan el mercado y todos los lugares populosos, ahuyentan a muchos
compradores. Pero Nikias, hoy, ha tenido clientela como si no hubiera inquietud
alguna entre la gente. En verdad, varios compradores le hablaron con
amabilidad, como si no pesaran sobre su cuerpo las especulaciones más
desagradables.
Tal vez, piensa el muchacho mientras
camina de vuelta a su casa, su padre acepte dejarlo encargado del puesto. Tal
vez, incluso, le enseñe su oficio. Así ya no tendrá que ocuparse de las tareas
más exigentes que casi siempre le son encomendadas, y que nunca hace bien (hace
tiempo que no se engaña respecto de esto). La idea lo entusiasma: una vida
sosegada y sin sobresaltos. Cuando menos, podría estar todo el día tras los
recipientes, bajo el toldo que los cubre del sol, entre la multitud…
Ahora bien, cuando llega a su casa, su
padre, un hombre severo y poco paciente, no le pregunta sobre su jornada en el
mercado; no le pide cuentas; no le dice, en verdad, una sola palabra, y en
cambio lo llama hacia sí con un gesto. Cuando lo tiene cerca, toca y aprieta
las acumulaciones de grasa en su pecho, sus brazos, su abdomen, sus muslos. Y
al hacerlo sonríe.
Nikias se deja hacer, confundido, y apenas
ha decidido ensayar una pregunta cuando su padre se aparta de él y sale de la
casa. En ese momento entra su madre, desde la cocina, y tampoco dice nada pero
lo abraza y llora.
Muy impresionado, Nikias entrevé, detrás
de su madre, a sus hermanos, que permanecen juntos y lo miran. Pero las miradas
no son las habituales de burla o, cuando más, piedad. Ellos también están
asustados. Sin advertirlo, se tocan, como si buscaran apoyarse unos en otros.
Sólo uno sonríe. Casualmente, es el mayor de todos, con el que tiene un pleito
desde hace años por alguna causa tan nimia, probablemente hasta sin relación
con el cuerpo de Nikias, que ambos la han olvidado.
–¿Pero qué les sucede a todos? Su madre lo
confunde aún más al explicarle, después de un suspiro muy profundo, que la
situación de la familia es mucho más precaria de lo que los padres han querido
admitir, y en verdad el oficio del padre ya no les da para comer. Nikias no
puede argüir en contra de esto porque su madre prosigue, sin pausa, hablando de
la fortaleza de su hijo, de su capacidad de soportar la carga de su defecto
(así lo llama) y del dolor de ella al ver que no era como los demás. Pero ¿no
le ha dicho siempre a Nikias que es su hijo, tan querido como todos los otros?
¿No le ha demostrado su cariño? Nikias asiente. Entonces, dice la madre, en
este momento tan oscuro, Nikias debe recordar ese amor. Debe usarlo para
sentirse más fuerte. Para cumplir con su deber con una sonrisa. No dice más
porque rompe a llorar de nuevo. Nikias se pregunta qué debe hacer para
consolarla cuando su padre vuelve, entra en la casa y los aparta con rudeza.
Ella da un grito inarticulado, ronco, al
que el padre responde culpándola, diciendo que Nikias se ha echado a perder por
ella, por sus constantes mimos. Que nunca le dio disciplina. Ella pregunta por
lo que él acaba de hacer.
Él responde que así va a salvar a los
demás: a los que pueden llegar a ser hombres fuertes y hermosos. Nikias, como
en otras ocasiones, se siente herido al escuchar esto.
Entonces su padre hace algo extraño: toma
su mano izquierda, la levanta y dice que no hará falta más. Que esa sola mano,
blanda y pesada, pagará sus deudas.
Nikias se pregunta si, en contra de todo
lo que ha sucedido entre ellos desde que recuerda, su padre lo aprecia. ¿Verá
en él, acaso, talento verdadero para la alfarería? Pero no puede preguntarlo en
voz alta porque, tras su padre, aparece un grupo de soldados que toman a
Nikias, lo apartan de su madre y lo sacan de la casa.
Sin hablarle, a empujones, lo hacen
caminar hacia el palacio del rey, que se alza en el centro de la ciudad. Esto
asombra a Nikias pues al palacio, que (como dicen las leyendas) está hecho de
oro puro, no se permite la entrada de ningún súbdito ordinario. Pero antes de
llegar a la gran puerta lo conducen a una barraca, erigida sin mucho arte ante
el palacio, y dejan, maniatado, en una fila que serpentea por el interior.
Cuando se han ido, Nikias piensa, como si
recordara un sueño, que su madre gritó mientras los soldados se lo llevaban,
que su padre le volvió la espalda y que sus hermanos ya no estaban allí.
Y, después de varias horas de pie, se da
cuenta también que casi todos los otros prisioneros son corpulentos, pesados.
Ninguno se acerca a su gordura, por supuesto, pero hay algunos hombres y
mujeres rollizos, varios más muy musculosos. La única excepción son algunos
grupos de niños, o de ancianos, atados juntos.
Dos mujeres, delante suyo, conversan.
Parecen tristes, pero también resignadas. Las dos son viejas. Una menciona las
necesidades de la guerra, que son siempre más grandes que en tiempos de paz. La
otra asiente y agrega que ojalá Lidia sea derrotada de una vez por todas. Las
dos concuerdan en que Frigia está cada vez más empobrecida y hacen, luego, una
invocación extraña: ruegan porque sus cabezas sean lo bastante grandes.
Otra voz llama a Nikias, que se vuelve y
ve entrar, conducido por otro grupo de soldados, a un viejo arúspice, cliente
de su padre, que jamás lo trató con amabilidad ni consideración particular.
Pero ahora el hombre llora como un niño y se acerca a Nikias para llamarlo
amigo, compañero de infortunio.
Nikias no responde. El arúspice sorbe sus
lágrimas y cambia de tema: le dice que el oro proviene del sol, y que es polvo
caído del carro de Apolo, luz que cae en la tierra y la transforma en metal.
También, que sólo Dionisos, rival y opuesto del dios del sol, podría haber
concebido dar a un hombre poder semejante. Entonces entra en la barraca,
precedido por varios cortesanos, el rey.
Viste sus famosas ropas de oro, calza sus
sandalias de suelas y correas de oro. Todos se inclinan o son forzados a ello.
Luego, mientras uno de los nobles lee nombres de una lista, los prisioneros son
sacados de la fila y llevados ante el monarca.
Al ver lo que sucede al primer cautivo,
Nikias comprende todo y siente un horror inmenso, que sólo crece mientras
espera su turno. Pero cuando llega, y es llevado ante el rey, toma una
decisión.
Y en voz alta, sin pensar, con una firmeza
que hasta a él mismo sorprende, pide que su padre no reciba nada. Que él no lo
desea. Ni un dedo siquiera. Nada, repite.
Todos los cortesanos abren la boca,
ultrajados por su temeridad, pero el propio Midas se queda mirándolo,
sorprendido, por un momento.
No le responde, sin embargo, y en lugar de
hacerlo, tras sólo un instante de vacilación, toca la punta del dedo medio de
la mano izquierda del muchacho.
Nikias puede ver cómo el color, el peso,
el frío del metal inanimado devoran los dedos de su mano, luego la palma, luego
la muñeca y el brazo. Pero el dolor es más terrible que cualquier otro que haya
sentido, y, en verdad, más intenso que el que un ser humano puede soportar. Su
corazón se detiene mucho antes de convertirse en oro. Apenas tiene tiempo de
entristecerse por su destino.
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