Alfonso Rodríguez Castelao
En la noche de la última
novena de difuntos, la iglesia estaba poblada de miedos. En cada vela brillaba
un ánima, y las ánimas que no cabían en las velas encendidas se escondían en
los sombríos rincones y, desde allí, miraban a los chiquillos y les hacían
carantoñas.
Cada luz que el
sacristán mataba era un ánima encendida que se deshacía en hilos de humo, y
todos sentíamos el olor de las ánimas en cada vela que moría. Desde entonces,
el olor a cera me trae el recuerdo de los miedos de aquella noche.
El abad cantaba un
responso delante de una caja llena de huesos, y, en el momento de terminar el pater noster,
daba comienzo el llanto.
Cuatro hombres se
adelantaban apartando a las mujeres enloquecidas de dolor y, con una mano,
agarraban el ataúd y con la otra empuñaban un cirio encendido.
La procesión se
terminaba en el osario del atrio. Los cuatro hombres llevaban el ataúd rozando
el suelo, y el cirio inclinado rociaba cera encima de los huesos. Detrás seguía
un enjambre de mujeres soltando gritos lastimeros, mucho más horripilantes que los
de un llanto en un entierro de ahogados. Y si las mujeres plañían, los hombres
lloraban en silencio.
En aquella procesión
todos tenían por qué llorar y todos lloraban. Y también lloraba Baltasara, una
chiquilla criada por la caridad pública, que apareciera dentro de una cesta, al
lado de un crucero, que no tenía ni padre ni madre ni por quién llorar; pero la
epidemia del llanto la contagió, y también se deshacía en gemidos con todas sus
fuerzas. Camino de casa, una vecina le preguntó a la chiquilla:
–¿Por quién
llorabas, Baltasara?
Y ella le respondió,
gimoteando:
–¿No le parece
bastante desgracia no tener por quién llorar, señora?
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