Damon Knight
La criatura era igual que un ojo, un ojo globular que podía ver en todas
direcciones, enquistado en la gris y nublada mente que se llamaba Alfie Strunk.
Dentro de ella los pensamientos serpenteaban, mientras el ojo los seguía sin
piedad.
Conocía a Alfie, conocía lo malo en Alfie; la enmarañada
madeja de impotencia, odio y deseo; la ecuación amor = muerte. Las raíces de
aquel mal se hallaban fuera de su alcance; era sólo un ojo.
Pero ahora estaba cambiando. Pequeños hormigueos
eléctricos iban y venían profundamente por su propio centro. La energía
encontraba un nuevo matiz y fluía.
Un pensamiento brilló en la nube gris que era Alfie,
formado a medias, pero inequívoco. Y se abrió un cauce. Instantáneamente, el
ojo introdujo por él un filamento de sí mismo.
Ahora había quedado libre. Ya podía actuar.
El hombre que yacía en el sofá se agitó, gimiendo. El doctor, que le
susurraba al oído, retrocedió para observar su rostro. Al otro extremo del
sofá, el técnico miró con profunda atención al paciente, luego regresó de nuevo
a sus instrumentos.
La cabeza del paciente se hallaba cubierta hasta las
orejas por un casco ovoide de metal. Una ancha tira de cuero, abrochada bajo su
mandíbula, lo sostenía con firmeza. Las cabezas de los tornillos de sujeción
sobresalían en tres círculos alrededor de la circunferencia del casco, y del
grueso haz de los aislados alambres que partía de su centro, dirigido
finalmente al tablero de control situado en la parte inferior del sofá.
El grueso cuerpo del hombre estaba envuelto por una
plancha de caucho, y la parte posterior de su cabeza reposaba en la cubeta de
un bloque de goma fijado al sofá.
–¡No! –gritó súbitamente; balbuceó, mientras se contraían
sus relajadas facciones–. No iba… ¡No! ¡No lo hagas…! –intentó mover su cuerpo,
se tensaron vivamente los tendones de su cuello.
–Por favor –las lágrimas brillaron en sus ojos.
El doctor se inclinó hacia delante y musitó en su oído:
–Ahora podrá irse de aquí. Podrá irse. Han pasado cinco
minutos.
El paciente se relajó y pareció dormirse. Una lágrima se
deslizó lentamente por su mejilla.
El doctor se puso en pie e hizo un gesto afirmativo con
la cabeza al técnico, que bajó lentamente el reóstato hasta cero, antes de
desconectar los conmutadores.
–Buen viaje –murmuró silenciosamente el doctor.
El técnico inclinó su cabeza en señal de asentimiento con
una sonrisa. Garrapateó sobre un bloc:
“¿Habrá test esta tarde?”
El doctor escribió la respuesta:
“Sí. No podré decirlo hasta el preciso momento, pero creo
que esto marcha”.
Sentado en la dura silla, Alfie Strunk masticaba rítmicamente, con la
mirada perdida en el vacío. Su hermano le había indicado que esperara allí
mientras bajaba al vestíbulo para hablar con el doctor. Alfie tenía la
sensación que estuvo ausente mucho tiempo.
El silencio flotaba a su alrededor. La estancia de
desguarnecidas paredes sólo contenía la silla en que estaba sentado y un par de
mesitas con libros. Había dos puertas; una de ellas, abierta, conducía al largo
y desnudo vestíbulo exterior. En él existían otras, pero todas estaban
cerradas, lo mismo que las ventanas. Al final del vestíbulo había una última
puerta, también cerrada. Alfie escuchó a su hermano cerrarla tras él, con un
fuerte golpe seco, al marcharse. Se sentía muy seguro y solo.
Escuchó algo, un débil eco de movimiento, y volteó con
rapidez, automáticamente. El ruido se originaba detrás de la segunda puerta de
la habitación, la única entreabierta. Volvió a oírlo.
Se paró prudentemente y en silencio. De puntillas se
dirigió hacia la puerta para mirar a través de la rendija. Al principio no vio
nada; luego los pasos se aproximaron de nuevo y distinguió una llamarada de
color; una falda estampada en azul, un suéter blanco, un reflejo de cabello
cobrizo.
Alfie ensanchó la abertura, con gran cuidado. Su corazón
latía con violencia y su respiración se estaba haciendo más rápida. Entonces
pudo ver el extremo más alejado de la habitación. Un sofá, y una niña sentada
en él, abriendo un libro. Aparentaba unos once años, y era delgada y frágil.
Una lámpara de sobremesa junto al sofá proporcionaba la única luz de la
estancia. Estaba sola.
Los embotados dedos de Alfie se introdujeron en el
bolsillo de su pantalón y se contrajeron fútilmente. Le habían quitado el
cuchillo. Dirigió su mirada a la mesita junto a la puerta, y contuvo la
respiración. Allí estaba, su propio cuchillo de hoja plegable, al lado de los libros.
Su hermano debió olvidarlo allí. Alargó la mano para tomarlo…
Y una irritada voz de mujer gritó:
–¡ALFIE!
Se giró de forma rastrera. Su madre estaba allí, dos
veces más alta que él, con sus grises ojos encolerizados, con sus rasgos tan
nítidos y reales que no podía dudar que era ella… aunque sabía que estuvo
muerta esos quince años.
Tenía un bastoncillo de sauce en la mano.
–¡No! –rogó entrecortadamente Alfie, retrocediendo hacia
la pared–. No lo hagas… no pretendía hacer nada.
Ella levantó el bastoncillo.
–Eres malo, malo, malo –le riñó con dulzura–. Llevas el
diablo dentro de ti y hay que sacártelo.
–No lo hagas, por favor… –imploró Alfie: las lágrimas
brotaron de sus ojos.
–Apártate de esa niña –ordenó la mujer–. Apártate por
completo y no vuelvas.
Alfie se volvió y echó a correr, mientras los sollozos se
ahogaban en su garganta.
En la habitación vecina, la niña continuó leyendo hasta
que una voz dijo:
–Está bien, Rita. Eso es todo.
Levantó la vista.
–¿Ya está? Bueno, no fue mucho.
–Lo suficiente –continuó la voz–. Ya te lo explicaremos
todo algún día. Anda, vámonos.
Ella sonrió, se paró… y se desvaneció mientras salía de
la hilera de espejos en la habitación de abajo. Las dos estancias en que Alfie
fue sometido a prueba estaban vacías. Su madre ya se había ido… con Alfie,
dentro de su mente. Alfie jamás podría escapar de ella otra vez, mientras viviera.
Los largos y fríos dedos de Martyn apretaron suavemente el largo vaso de
whisky con soda. El vidrio aceptó la presión, muy poco; el líquido subió casi
imperceptiblemente dentro del vaso. No se rompería, estaba seguro; no tenía
bordes agudos y, si lo arrojaba, no lastimaría a nadie. Quizá era un símbolo,
pero casi todo cuanto había a su alrededor lo era también.
La música del combo de cinco instrumentos, en el extremo
de la larga sala, era como un cristal, silenciosa, suave, complaciente. Y el
contenido en alcohol del whisky que bebía era de veinticuatro grados en un
cinco por ciento.
No obstante, los hombres aún se emborrachaban, aún
alargaban la mano instintivamente en busca de un arma para matar.
Incluso podían suceder cosas peores. La cura era a veces
peor que la enfermedad. “La operación resultó un éxito, pero el paciente murió”.
Somos hechiceros, pensó. La mayoría de nosotros aún no lo hemos comprendido,
pero eso es lo que somos. El doctor que únicamente cura es un siervo, mas el
que gobierna los poderes de la vida y la muerte es un tirano.
Tenía que hacérselo comprender al hombrecillo moreno que
se encontraba al otro lado de la mesa. Martyn pensó que sería capaz de ello. El
hombre tenía poder, el poder que representaban millones de lectores, amigos en
altos puestos. Pero constituía un auténtico y nada servil amante de la
democracia.
El hombrecillo alzó su vaso, lo vació en un repentino y
automático gesto. Martyn vio el desplazamiento de su nuez mientras consumía el
líquido. Puso el vaso sobre la mesa al tiempo que la suave y rosada luz del bar
centelleaba en sus lentes.
–¿Y bien, doctor Martyn? –preguntó.
Su voz era frágil y veloz, pero amable. Ese hombre vivía
en constante tensión y estaba aclimatado a ella.
Martyn hizo un gesto con su vaso, lento y gobernado
movimiento.
–Primero deseo que vea algo –dijo–. Después hablaremos.
Le pedí que viniera aquí por dos razones. Una es que se trata de un lugar
apartado; como comprenderá tengo que ser prudente. La otra está relacionada con
un hombre que viene aquí cada noche. Su nombre es Ernest Fox; es maquinista,
cuando trabaja. Allí en el mostrador. El hombre grueso con chaqueta a cuadros.
¿Lo ve?
Su compañero dio una rápida ojeada en dicha dirección.
–Sí. ¿El de la “merluza”?
–Sí. Tiene razón, está muy bebido. No creo que necesite
mucho tiempo.
–¿Cómo es que le sirven?
–Lo verá dentro de un instante –respondió Martyn.
Ernest Fox estaba inclinándose ligeramente sobre el
taburete del mostrador. Su colérico rostro aparecía sonrojado, y las ventanas
de su nariz se ensanchaban visiblemente a cada inspiración. Sus ojos estaban
contraídos, mirando fijamente al hombre de su izquierda, un apagado y minúsculo
individuo con un gran sombrero de fieltro.
Súbitamente se enderezó y depositó su vaso con un golpe
en el mostrador. El líquido se esparció sobre la superficie en una reluciente
inundación. El hombre apagado levantó nerviosamente la vista hacia él. Fox le
mostró el puño.
El invitado de Martyn seguía observando la escena,
tranquilo e interesado.
El rostro del hombre grueso giró bruscamente como si
alguien le hubiera hablado. Fijó la vista en algo invisible a quince
centímetros de distancia, y su erguido brazo descendió con lentitud. Parecía
escuchar. Gradualmente su rostro perdió su ira y se hizo sombrío. Murmuró algo,
mirándose las manos. Escuchó de nuevo. Luego se volvió al hombre apagado en
ademán de excusa. El pequeño hombre le aceptó la disculpa y se enfrascó en su bebida.
El hombre grueso se hundió otra vez en el taburete,
meneando la cabeza y musitando. Después recogió su cambio desde el mostrador,
se levantó y se fue. Su lugar fue ocupado por otro cliente.
–Eso sucede cada noche, sin variación –dijo Martyn–. Por
eso le sirven. No hace ningún daño, ni nunca lo hará. Es un buen cliente.
El hombrecito moreno lo miraba con atención.
–Hace año y medio –continuó Martyn–, ningún local le
hubiera permitido la entrada, y sus antecedentes policiacos eran tan largos
como su brazo. Le gustaba emborracharse, y cuando lo hacía le agradaba
organizar peleas. Era más fuerte que él. No tenía cura y aún ahora es
incurable. Sigue siendo exactamente el mismo, maniaco, hostil. Sólo que ahora
no causa ninguna dificultad.
–Perfectamente, doctor, le creo. ¿Por qué no?
–Posee un análogo –afirmó Martyn–. En un sentido literal,
está aún menos sano que antes. Sufre alucinaciones auditivas, visuales y
táctiles… en una sucesión completa y planificada. Bastarían para confinarlo en
un manicomio. Pero esas alucinaciones son provocadas. Fueron introducidas en
él, deliberadamente. Y es un aceptable miembro de la sociedad, porque las
padece.
El hombre moreno parecía interesado y molesto al mismo
tiempo.
–Ve cosas. ¿Qué ve exactamente? ¿Qué significan para él?
–preguntó.
–Nadie lo sabe, excepto él mismo. Quizá vea un policía o
a su madre tal como la conoció de niño. Alguien al que teme y cuya autoridad
reconoce. El subconsciente posee su propio mecanismo para crear esas falsas
imágenes, lo único que hacemos es estimularlo… el resto es cosa suya. Creemos
que, en general, constituye una advertencia. No hace falta más en la mayoría de
los casos. Una palabra de la persona adecuada en el momento conveniente basta
para impedir el noventa y nueve por ciento de los crímenes. Sin embargo, en
casos extremos, los análogos pueden actuar contra el paciente en forma física…
Como le dije, la alucinación es completa.
–Un buen procedimiento.
–Excelente… si se emplea como es debido. Otros diez años
y se reducirá vertiginosamente el número de personas recluidas por demencia.
–Se trata, en resumen, de una especie de ángel guardián
personal, hecho a la medida.
–Exactamente –confirmó Martyn–. El análogo se ajusta
siempre al paciente porque es ese mismo paciente… una parte de su propio
cerebro que actúa contra sus propósitos conscientes en cuanto traspasen la
prohibición que hemos dispuesto. Ni siquiera un hombre excepcionalmente
inteligente podría vencer a su análogo, porque éste posee tanta inteligencia
como él. Tampoco representa una ayuda enterarse que se ha recibido el tratamiento,
aunque normalmente el paciente no lo sabe. El análogo, para el paciente, es por
completo indiscernible de una persona real, pero carece de todas las
debilidades de esta última.
Su interlocutor sonrió burlonamente.
–¿Podría conseguir uno que me impida meterme en
interioridades?
Martyn no sonrió.
–Este asunto no es tan divertido como le parece –dijo–.
Existe una posibilidad muy real para conseguirlo dentro de unos diez años. Y
esa es la catástrofe que deseo me ayude a evitar.
El joven alto de cabello negro salió del lujoso vehículo y entró airosamente
al vestíbulo del hotel. No estaba pensando acerca de lo que haría; su mente se
hallaba alegremente ocupada en la decoración del enorme piso que acababa de
alquilar en la zona inferior del East Side. Lo mejor sería colocar los dos
divanes a lo largo de una pared y disponer el bar frente a ellos, pensó. O
situar la cómoda allí, con un sillón a cada lado.
El pequeño vestíbulo estaba desierto, las únicas personas
presentes eran el recepcionista tras su minúsculo mostrador y el botones que
holgazaneaba junto al elevador. El joven se adelantó confiadamente.
–¿Sí, señor? –dijo el recepcionista.
–Escuche –manifestó el joven–, hay un hombre arriba
asomado a una ventana, pidiendo ayuda a gritos. Parecía enfermo.
–¿Qué? ¿Dónde?
El recepcionista y el botones lo siguieron hasta la
calle. El joven señaló hacia dos ventanas abiertas.
–Era una de esas, las que están en medio del último piso.
–Gracias, señor –dijo el recepcionista.
El joven observó cómo los dos hombres se metían al elevador.
Cuando las puertas se cerraron tras ellos, entró de nuevo lentamente y observó
subir el indicador de pisos. Después, por primera vez, bajó la vista en
dirección a la alfombra azul que se extendía entre el elevador y la entrada.
Era casi nueva, no se hallaba fijada al suelo, y parecía precisamente del
tamaño adecuado. Se inclinó para coger un extremo.
–Suéltela –ordenó una voz.
El joven quedó estupefacto. Era aquel hombre, el mismo
hombre que lo había detenido ayer en la mueblería. ¿Lo estarían vigilando?
Dejó caer la alfombra.
–Creí haber visto una moneda allí debajo –manifestó.
–Ya lo sé –dijo el hombre–. Retírese.
El joven regresó a su lujoso automóvil y se alejó a toda
prisa. Sentía frío en su interior. ¿Y si esto le sucediera cada vez que quisiera
robar algo?
El hombre moreno miró sutilmente a Martyn.
–Perfectamente, doctor. Cuénteme el resto. Quiero
detalles, no generalidades. No soy periodista científico.
–El Instituto –continuó Martyn–, ha dispuesto ya que un
cuerpo de administrativos comience a trabajar en la primera parte de su
programa cuando la legislatura mundial reanude las sesiones de otoño. He aquí
lo que desean para empezar: Primero, tratamiento analógico para todas las
personas culpables de delitos, “temporalmente insanas”, que sustituya tanto el
confinamiento como el castigo. Su argumento es que el verdadero propósito de la
sociedad es impedir la repetición del crimen, no castigar.
–Les darán la razón –comentó el hombrecillo.
–Por supuesto. Pero aún no he terminado. Segundo, quieren
que el gobierno abogue por una vasta y rápida expansión de servicios
analógicos. Su objetivo es restituir ciudadanos útiles a la sociedad, y aliviar
el trabajo de los organismos correctivos o punitivos.
–¿Por qué no?
–En efecto… si todo se redujera a eso. Pero no será así.
Martyn suspiró profundamente y entrelazó sus largos dedos
sobre la mesa. Todo era muy claro para él, aun cuando fuese algo difícil de
comprender para un profano… incluso para un especialista. Pero era inevitable,
iba a suceder, a menos que él lo impidiera.
–Nuestra mala suerte –prosiguió–, hizo que este
descubrimiento apareciera en este momento concreto de la historia. Hace sólo
treinta años, poco después de la Tercera Guerra Mundial, cuando el problema del
desgaste de nuestros recursos humanos llegó a adquirir caracteres tan agudos
que ya no pudo permanecer ignorado. Desde entonces se han conseguido numerosos
progresos, apoyados por la opinión pública. Nuevos códigos de edificación para
las grandes ciudades, nuevas leyes de velocidad, limitación del contenido alcohólico
permitido en el vino y en el licor, etcétera. El tratamiento analógico
significará la culminación.
“Personalidades competentes han estimado que ésta
alcanzará su punto máximo dentro de los próximos diez años. Entonces el
Instituto estará dispuesto para llevar a cabo la segunda etapa de su programa.
Este es: Primero, tratamiento analógico contra actos de violencia obligatorio
para todos los ciudadanos mayores de siete años”.
El periodista pareció impresionado.
–¡Diablos…! –dijo–. ¿Hasta ese extremo?
–Sí. Eliminarán completamente toda posibilidad de una
nueva guerra, al igual que nuestro problema policiaco.
El hombre silbó admirativamente.
–Segundo –siguió Martyn–, tratamiento analógico contra
todas las formas de corrupción, obligatorio para todos los candidatos a cargos
públicos. Esto librará al sistema democrático de imprudencias, y para siempre.
El hombre moreno dejó caer su lápiz.
–Doctor Martyn –dijo–, me está confundiendo. Soy amante
de la libertad, pero tiene que haber algún medio para impedir que nuestra raza
se autoextermine. Si este tratamiento logra lo que usted dice, no importa que
viole los derechos civiles. Deseo seguir viviendo, y quiero que mis nietos –a
propósito, tengo dos–, lo hagan también. A menos que exista un truco que no me
haya contado, yo estoy a favor.
Martyn le replicó con severidad.
–Ese tratamiento es como un par de muletas. No constituye
una terapia, no cura al paciente de nada. En realidad, como ya expliqué antes,
no lo hace más sano, sino menos. Las causas de su comportamiento irracional o
antisocial permanecen, se hallan sólo reprimidas… temporalmente. No pueden
jamás manifestarse del mismo modo, eso es cierto; hemos construido un muro a
través de ese cauce particular. Pero se manifestarán de algún otro modo, tarde
o temprano. Cuando una inundación se extiende hacia una nueva dirección, ¿qué
se hace?
–Construir un dique.
–Exactamente –aseveró Martyn–. ¿Y después? Otro y otro y
otro…
–¡Es un completo error!
Nicholas Dauth, con toda tranquilidad, miró fija y acariciadoramente a la
peña que unos caballetes sustentaban entre la casa y el huerto. Era un trozo de
granito de Nueva Inglaterra, marcado aquí y allá con trozos de yeso.
Había permanecido allí durante ocho meses, y aún no era
tocada con un cincel.
El Sol era cálido en su espalda. El aire se hallaba en
calma; únicamente la ocasional insinuación de una brisa rizaba las copas de los
árboles. Tras él podía escuchar el tintinear de los platos en la cocina, y más
allá la voz clara de su esposa.
Existía una forma oculta en la piedra. Cada piedra
contenía una entidad latente, y al esculpirla, parecía que no se hiciera otra
cosa que ayudarla a nacer.
Dauth podía recordar la silueta oculta en ella: una mujer
y un niño… la mujer arrodillada, medio inclinada sobre el niño en su regazo. El
equilibrio de las masas le daba gracia y autoridad, y el espacio libre le
confería movimiento.
Podía recordarla, pero ya no podía verla.
Su brazo y costado derechos sufrieron un rápido y corto
espasmo doloroso mientras duró. Fue como el esquema de una acción: su caminata,
la búsqueda de whisky… el encuentro con el guardia que no le permitía beber, el
regreso. Todo ello se había comprimido ahora en un espasmo, una especie de tic.
Ya no bebía, no intentaba beber. Pero soñaba, pensaba en ello, sentía el
abrasante dolor en su garganta e intestinos. Sin embargo, no lo intentaba. Era
simplemente inútil.
Observó otra vez la piedra sin forma; por un instante no
pudo recordar ni siquiera lo que contenía. El tic apareció otra vez. Dauth
experimentó un sentimiento de intolerable opresión en su interior, de algo
reprimido que exigía salir.
Fijó la vista en dirección a la piedra, y vio cómo la
forma soñada se desvanecía lentamente a lo lejos, dentro de un difuso mar gris;
luego nada.
Se volvió sofocadamente hacia la casa.
–¡Martha! –llamó.
Le contestó el repique de la vajilla.
Dio un traspiés hacia delante, manteniendo sus brazos
lejos de su cuerpo.
–¡Martha! –gritó–. ¡Estoy ciego!
–Dígame si estoy equivocado –solicitó el periodista–. Me parece que su
único problema serían los casos mentales auténticos, las personas que
verdaderamente padezcan alucinaciones intensas. Según usted, son las únicas que
deberían seguir el tratamiento. Ahora bien, el hombre medio no siente ningún
apremio de matar o robar o lo que sea. Quizá sufra esa tentación, una vez en su
vida. Si alguien lo detiene, en ese preciso instante, ¿puede perjudicarlo?
–Durante un minuto o dos, habrá estado loco –respondió
Martyn–. Pero estoy de acuerdo con usted en que si el procedimiento atrae tales
tendencias, resultaría especialmente perjudicial. En el Instituto existe el
convencimiento de que será plenamente efectivo y están equivocados,
trágicamente equivocados. Porque existe una medida que el Instituto no ha incluido
en su programa, y que sería la primera que cualquier jurista del mundo trataría
de aplicar. El tratamiento contra cualquier intento de derrocar al gobierno.
El hombre moreno permanecía silencioso.
–De ahí –concluyó Martyn–, sólo hay un paso a la tiranía
por los siglos de los siglos.
El otro efectuó un gesto afirmativo con la cabeza.
–Tiene usted razón –admitió–. Toda la razón. ¿Qué desea
que haga?
–Reúna fondos –dijo Martyn–. Hasta ahora el Instituto ha
sido financiado casi enteramente por los mismos miembros. Nos basta operar
sobre una escala mínima y extendernos muy lentamente, abriendo un nuevo centro
al año. Si nos ofrece una contribución caritativa de medio millón –deducible de
los impuestos, claro está–, la aceptaremos. La trampa es la siguiente: los
donantes, en justa correspondencia por una contribución de esta magnitud, solicitan
el privilegio de elegir tres miembros para la junta directiva del Instituto. No
habrá ninguna objeción en contra, mientras mi vinculación con los donantes sea
mantenida en secreto, porque tres votos no significan un control absoluto. No
obstante, bastarán para darme la mayoría en la segunda etapa del programa del
Instituto… Nos enfrentamos con una epidemia. Dentro de unos cuantos años nada
podrá detenerla. Pero si se actúa ahora, la venceremos, la venceremos, mientras
sea todavía lo suficientemente pequeña para dominarla.
–No está mal –dijo el hombre moreno–. No voy a prometerle
medio millón para mañana, pero conozco a unas cuantas personas dispuestas a
contribuir si les explico el motivo. Haré lo que pueda. Le conseguiré el
dinero, aunque tenga que robarlo. Puede contar conmigo.
Martyn sonrió afectuosamente, y detuvo al camarero
mientras pasaba junto a él.
–No, pago yo –dijo, adelantándose al gesto del
hombrecillo–. Me pregunto si es usted consciente del peso que me ha quitado de
encima.
Pagó, y salieron caminando con lentitud bajo la cálida
noche de verano.
–Ahora que recuerdo –dijo Martyn–, existe una respuesta a
un punto que mencionó a la pasada, el que el punto débil del tratamiento son
los casos verdaderamente compulsivos, en los que resulta más necesario. Hay
medios para resolver esto, aunque el tratamiento sigue sin contribuir. Son como
unas muletas y nada más. Por ejemplo, recientemente desarrollamos una técnica
en que el análogo no aparece como un guardián, sino como el objeto de ataque…
si lo hay. De ese modo, el paciente se alivia en lugar de reprimirse aún más,
no daña a nadie más que a un fantasma.
–Será una gran cosa para la humanidad –manifestó muy
digno el hombrecillo–, pero pudo resultar algo terrible de no ser por usted,
doctor Martyn. ¡Buenas noches!
–Buenas noches –respondió agradecidamente.
Observó cómo su compañero desaparecía entre la multitud,
después se encaminó hacia el Instituto. Era una noche maravillosa y no tenía
ninguna prisa.
El camarero silbó en voz baja, tan inconsciente de la antagónica melodía
que interpretaba el combo como lo estaba del aire que respiraba.
Filosóficamente, tomó las dos bebidas intactas que permanecían en un extremo de
la mesa y las ingirió una tras otra.
Si un individuo bien vestido, de aspecto elegante como
aquel deseaba sentarse solo toda la noche, hablando y pagando bebidas a alguien
que no se hallaba allí, ¿qué había de malo en ello?
Nada en absoluto, se dijo el camarero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario