Manuel Moyano
No
podía tolerar que mi esposa acudiera todos los domingos a verle y que le
susurrara cosas al oído, cuando a mí ya ni siquiera me dirigía la palabra.
Admito que él era más joven y más delgado que yo: cómo iba a ignorarlo, si
tenía la desfachatez de pasarse todo el día semidesnudo, exhibiendo su magro
torso. Una mañana no pude resistir más tanta provocación y me acerqué al templo.
A ella le descerrajé un tiro en el entrecejo. A él lo descolgué del crucifijo y
lo hice astillas contra el suelo.
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