Carlos de Bella
Nacieron juntos; bueno, en
el mismo parto.
Sus padres, afamados psicólogos, les bautizaron Eros
y Thánatos; ese fue el último disparate que pudieron cometer con ellos pues fallecieron
meses después en un accidente de aviación viajando rumbo a un congreso internacional.
Los bebés crecieron felices al cuidado de una tía
solterona y una cuenta bancaria engrosada por el cobro del seguro.
Luego fueron educados en los mejores modales y las
normas más estrictas en renombrados colegios religiosos.
Desde siempre fueron iguales como una gota de agua
a otra, Thánatos quizás un poco más turbia.
Resaltaban la identidad usando la misma ropa andrógina,
igual largo de cabello y una sola agua de colonia. Sólo se diferenciaban en la mirada,
él pura luz, ella todas sombras. Ambas seducían.
Al fallecer la tía, agobiada por achaques y las travesuras
de ellos durante tantos años, decidieron no concurrir más a las escuelas y continuar
su formación en la amplia biblioteca familiar. Así leían desordenadamente desde
los griegos hasta Lacan. Sólo fue contratado un profesor de francés para mejorar
el idioma.
Esta época coincidió con la de los cambios hormonales.
Así Eros lucía una pelusilla que no llegaba a barba y a Thánatos le asomaron unos
pezones pequeños como limas frescas.
El tiempo avanzaba plácido pero inexorable. El profesor
de francés, seducido en un atardecer morado, fue el vehículo de una iniciación sexual
al unísono. Allí comenzó la desenfrenada carrera de placer en que convertirían sus
vidas.
Él seducía con su belleza resplandeciente, mirada
franca, conversación ágil y modales correctos. Ella con su estilo subterráneo levemente
marginal, frases oscuras y manos válidas tanto para la caricia como para la presión.
Ambos lograban éxito sin reparar en el género.
Sus víctimas tampoco tenían edad definida; al ir transformándose
en jóvenes atraían como la tela de araña a la mosca a personas mayores ¡Alguna de
ellas muy mayores! Pero la edad no era un prejuicio.
Ambos seductores ejercían su estrategia en diversos
ámbitos, la calle, la iglesia, un baño público, el cine, un cementerio, el supermercado,
una plaza, todas eran buenas escenografías.
La metodología tenía algunas rutinas clave, jamás
aceptaban ir a ningún lugar que no fuera su propia casa; una vez allí, considerando
que el momento era oportuno él (o ella) trasladaba a la víctima al gran dormitorio
existente, donde una amplísima cama y luces tenues armaban el escenario.
El juego sexual podía resultar más alegre o divertido
practicado por Eros o más oscuro y morboso en sociedad con Thánatos.
Ambas situaciones tenían un final común, momentos
antes del orgasmo como en un pase de magia, el otro hermano se unía a la pareja
y todo finalizaba en un solo clímax. En la casa, el pájaro del incesto revoleaba
sus alas negras todavía sin posarse.
Luego del final, la víctima agotada de placer recibía
de Thánatos un beso en la frente.
Después de varias oportunidades Eros preguntó: ¿Por
qué haces eso?
Ella contestó parcamente: Para que al irse olviden
todo y no nos difamen.
El tiempo hacía girar sus engranajes, nada se modificaba,
sólo se aceleraban las situaciones, cada noche podía tener más de una víctima.
Una
mañana de sol, Eros pregunta: ¿Obtienes suficiente placer?
La respuesta es acompañada de un suspiro: Cada vez
menos.
Él insiste: Podríamos prescindir de terceros.
Ella le mira un instante y devuelve la estocada: No,
engendraríamos un monstruo de siete cabezas y ojos llameantes, lo he leído.
Él redobla la apuesta: Pero sería un momento único,
luminoso, irrepetible.
Silencio. El pájaro negro aletea muy suavemente.
El
destino está formado por actos mínimos encadenados, no por acciones grandilocuentes.
Thánatos estaba más sombría que lo usual, ante ojos externos esto la hacía irresistible;
Eros creía que era algo pasajero.
En los momentos que estaba en la casa, ella había
tomado la costumbre de sentarse y perder la mirada en un punto mientras jugueteaba
en sus manos con una pistola que guardaba de su padre. A veces incluso dormía con
ella bajo la almohada.
Luego de unos días grises, esa noche decidieron salir
juntos hacia una disco de moda. Allí entre luces, sombras y música ambos resplandecían,
estuvieran juntos o separados.
Él capturó rápidamente una belleza rubia andrógina
que bailaba sola sobre una tarima, Thánatos acechaba a pocos pasos.
Luego del tiempo preciso la presa estaba lista.
Eros acerca su boca al oído nacarado de la rubia sugiriendo:
¿Nos vamos?
La respuesta de ella es tan simple como desacertada:
Me encantaría pero ¿qué harás con tu pareja?
Él sonríe: No es mi pareja, es mi hermana.
Y en tono inaudible agrega: Además también estará
con nosotros. Con decidido gesto la toma de la cintura y se dirige hacia la salida.
En el dormitorio en penumbras la rubia cabalga sobre
un Eros tan bello como lúbrico. Silenciosa y lentamente ingresa Thánatos llevando
en su mano una copa de vino tinto. El reloj de los tiempos esa noche estaba adelantado.
La niña descubre la presencia de ella en los ojos de Eros, como un rayo se desprende
y salta de la cama huyendo.
Él se incorpora al tiempo que dice: Déjala irse. Ven
aquí conmigo.
El silencio suele ser más profundo en medio de los
ayes. El goce más intenso después de la herida. Los cuerpos se reconocen deseándose
desde siempre.
El momento es único tal como se había definido. Los
tambores redoblan y fuegos de artificio iluminan la habitación.
El cañón de la pistola dispara primero sobre la sien
de Eros y luego sobre el pecho de ella.
Como llegaron, así partieron de esta vida. Juntos.
El pájaro negro agoniza cubriendo con sus alas extendidas
dos cuerpos exánimes.
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