José María Merino
El amor es algo muy
especial. Por eso, cuando vio la sombra junto a la puerta, a la claridad de la
luna que, precisamente por su escasa luz, le daba una apariencia de gran borrón
plano y ominoso, no tuvo ningún miedo. Supo que él había regresado a casa. La
suavidad de la noche de San Juan, el cielo diáfano, el olor fresco de la
hierba, el rumor del agua, el canto de los ruiseñores, acompasaban de pronto lo
más benéfico de su naturaleza a la presencia recobrada.
La
vida conyugal había durado apenas cinco meses cuando estalló la guerra. Le
reclamaron, y ella fue conociendo entre líneas, en aquellas cartas breves y
llenas de tachaduras, las vicisitudes del frente. Pero las cartas, que al
principio hacían referencia, aunque confusa, a los sucesos y a los parajes,
fueron ciñéndose cada vez más a la crónica simple de la nostalgia, de los
deseos de regreso. Venían ya sin tachaduras y estaban saturadas de una añoranza
tan descarnadamente relatada, que a ella le hacían llorar siempre que las leía.
Entonces
no estaba tan sola. En la casa vivía todavía la madre de él, y la vieja, aunque
muy enferma, le acompañaba con su simple presencia, ocupada en menudos
trajines, o en charlas cotidianas y en los comentarios sobre las cartas de él,
y las oscuras noticias de la guerra. Al año, murió. Se quedó muerta en el mismo
escaño de la cocina, con un racimo en el regazo y una uva entre los dedos de la
mano derecha. Ella supo luego por otra carta de él que, cuando le llegó la
noticia de la muerte de su madre, los jefes ya no consideraron procedente
ningún permiso, puesto que la inhumación estaba consumada hacía tiempo.
Quedó
entonces sola en casa, silenciosa la mayor parte del día –excepto cuando se
acercaba a donde su hermana para alguna breve charla– en un pueblo también
silencioso, del que faltaban los mozos y los casados jóvenes, y que vivía esa
ausencia con ánimo pasmado.
Se
absorbía en las faenas con una poderosa voluntad de olvido. Así, con minuciosa
rigidez de horario, cumplía las labores cotidianas de la limpieza y la cocina,
del lavadero y de las cuadras, y el calendario sucesivo de los trabajos del
campo, segando y trasladando la hierba, escardando las legumbres y cavando los
frutales, majando el centeno. Abstraída en la tarea del momento, que acaso le
exigía, con el esfuerzo físico, un ritmo especial, llegaba a pensar la ausencia
de él como una nebulosa ensoñación no del todo real, de la que saldría en algún
inmediato despertar.
Pero
el tiempo iba pasando y la guerra no terminaba. Ella no sabía muy bien los
motivos de la guerra. Desde el púlpito, el cura les hablaba del enemigo como de
un mal diabólico y temible, infeccioso como una plaga. Al cabo, ya la guerra y
el enemigo dejaron de ofrecer una referencia real, y era como si el esfuerzo
bélico tuviese como objeto la defensa a ultranza frente a la invasión de unos
seres monstruosos, venidos de algún país lejano y mortífero. Hasta tal punto
que, en cierta ocasión, cuando atravesó el pueblo un convoy con prisioneros y
los vecinos salieron a verles con acuciante curiosidad, una mujerona manifestó
en su pintoresca exclamación, la decepcionante sorpresa de comprobar que los enemigos
no mostraban el aspecto que las diatribas del cura y otras noticias les habían
hecho imaginar:
–¡No
tienen rabo!
No
tenían rabo, ni pezuñas, ni cuernos. Eran hombres. Tristes, oscuros, vestidos
con capotes sucios, con chaquetas raídas. Sobre las cabezas peladas, llevaban
pasamontañas y gorrillas cuarteleras. Casi todos tenían la barba crecida en los
rostros flacos, aunque también se veían barbilampiñas de algunos mozalbetes.
A
ella, de pronto, la visión de aquellos soldados maltrechos le trajo a la mente
la imaginación de su propio marido, acaso en esos momentos, también acarreado
en algún camión embarrado, encogido bajo un pardo capote. Hasta creyó reconocer
en varios rostros el rostro querido, sumida en una súbita confusión que la
llenó de angustia.
Pasó
el tiempo. Otro año. El pueblo siguió perdiendo gente y, al fin, sólo quedaron
los niños, las mujeres y los viejos. Las veladas habían dejado de ser ocasión
alegre de contar fábulas y recordar sucesos, y eran ya solamente motivo de
rezos. Rosarios y letanías, novenas y misas, ocupaban las horas de la
comunicación colectiva.
Cuando
llegó aquel San Juan, ya ni creían recordar el tiempo en que los mozos, con su
rey, encendían la gran hoguera tradicional en lo alto del cerro. Fueron los
niños los que suscitaron la memoria de la antigua fiesta, haciendo un gran
fuego en la plaza. El fuego atrajo a la gente, que fue reuniéndose en torno a
él. Era una noche clara, cálida, sin una pizca de viento.
Los
niños gritaban alrededor del fuego, en el límite del caluroso reverbero. Los
mayores recordaron otras noches de San Juan, a sus mozos llenándolas de
algarabía y desorden. Lo que, cuando estaban los mozos, se aceptaba con esa
obligada mezcla de indulgencia y malhumor que traía la sumisión a un rito
inevitable, aquella noche se añoraba como una parte amputada de su vida.
Porque
aquel año, como el pasado, no habría necesidad de vigilar los huevos, las
matanzas, los hervidores. Nadie llegaría sigiloso en la noche para hurtarlos. Y
tampoco nadie borraría las sendas ni profanaría el rescoldo de los hogares.
El
pueblo se había quedado sin mocedad, y el aliento dulce de la noche le daba a
aquella evidencia, más dolorosa aún por las circunstancias que la motivaban,
una particular melancolía.
Cuando
la hoguera se extinguió, el encuentro improvisado se deshizo. Ella pasó por
casa de su hermana, saludó rápidamente a la familia y se fue a su propia casa.
Entonces vio la sombra junto a la puerta y, reconociéndole al instante, echó a
correr y le abrazó con todas sus fuerzas.
Había
cambiado. Estaba más flaco, más pálido, y en sus gestos había adquirido una
especie de reflexiva demora. Supo que había desertado. Herido por la metralla
de una granada, había ingresado en el hospital. Cuando estuvo curado y
repuesto, decidió escapar y volver a casa. Fue una huida penosa, que duró
semanas. Pero allí estaba ya, silencioso y sonriente.
Era
preciso el sigilo más completo. Ella disimuló su alegría y continuó haciendo la
vida de costumbre. Él permanecía oculto en algún lugar de la casa durante las
horas de luz. Por la noche, cuando la oscuridad lo tapaba todo, salían a la
huerta y se sentaban uno junto al otro, sintiendo latir las estrellas
parpadeantes, el río que murmuraba, los pájaros que se reclamaban entre las
enramadas invisibles.
Recuperó
en sus brazos el sabor de aquellos primeros tiempos de matrimonio, y la congoja
de los besos y los abrazos definitivos. Y como el amor es algo muy especial,
todos los problemas –la guerra, su esfuerzo solitario que debía multiplicarse
en tantas tareas, los complicados trueques para conseguir todo lo necesario
para una regular subsistencia– pasaron a una consideración muy secundaria.
Su
única preocupación era que él no fuese descubierto. Una tarde, cuando regresaba
con unas cargas de leña, encontró a los guardias en su casa. Portadores de la
denuncia que produjo la deserción –cuyo propósito había sido al parecer
anunciado entre las pesadillas febriles del hospital– los guardias registraron
la casa. Y aunque no fueron capaces de encontrarlo, aquella visita inesperada
la colmó de angustia, al pensar que podían sorprenderle algún día y llevárselo
otra vez, para castigar acaso su huida con la muerte.
Así,
entre las dulzuras de tenerlo en casa y los sobresaltos de sus temores, fue
transcurriendo el verano. A veces se ponía a cantar, sin darse cuenta, y en el
pueblo callado y mohíno su actitud era acogida con sorpresa desconcertada.
Sin
embargo, un extraño sentimiento le hacía desvelarse en mitad de la noche y, a
pesar de sentir el cuerpo de él a su lado, cruzaba su imaginación un tropel
desordenado de miedos sombríos, como si el futuro estuviera ya marcado y se
cumpliesen en él toda clase de augurios desfavorables.
El
mismo día que empezaba septiembre, cuando despertó, no estaba junto a ella. Era
un día gris, oloroso a humedad. Lo buscó en la casa, en el corral, pero no pudo
hallarle. Aquella ausencia, que le devolvía la imagen de la larga soledad,
suscitó en ella una intuición temerosa.
A
la hora de ángelus vio acercarse a los guardias. Se había puesto a llover con
más fuerza y tenían los capotes de hule cubiertos de agua.
Lo
habían encontrado. Estaba en lo alto del cerro, entre las peñas, con los
miembros estirados para asomar lo más posible la cabeza en dirección al pueblo.
Sin duda la herida se le había vuelto a abrir en el largo camino de la huida.
El cuerpo estaba reseco como una muda de culebra. Los guardias decían que
llevaría muerto, por lo menos, desde San Juan.
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