Edith Wharton
1
–¡Oh,
por supuesto que hay uno! Pero jamás lo reconoceréis.
Aquella
afirmación, hecha alegremente seis meses antes en el marco de un radiante jardín
en el mes de junio, volvió a la memoria de Mary Boyne con toda la fuerza de su eventual
significado cierta noche de diciembre mientras aguardaba en la biblioteca a que
le trajesen los candiles.
Tales
palabras las había pronunciado una amiga de ambos, Alida Stair, durante una merienda
que se había dispuesto sobre la explanada de su casa de Pangbourne, y precisamente
hacían referencia a la casa en la que la biblioteca en cuestión constituía el “elemento”
más notorio. Cuando a su llegada a Inglaterra Mary Boyne y su marido decidieron
emprenderla búsqueda de una casa de campo por los condados del sur o del suroeste,
solicitaron la ayuda de Alida Stair, pues ella misma había resuelto con éxito su
propia búsqueda. Sin embargo, después de que ellos rechazaran de modo bastante arbitrario
varias ofertas rentables y juiciosas, su amiga anunció:
–Bueno,
os queda Lyng, en Dorsetshire. Pertenece a los primos de Hugo, y podríais haceros
con ella a un precio de ganga.
Los
motivos que justificaban que la casa pudiese adquirirse en semejantes condiciones
(lejanía de las estaciones de tren, ausencia de luz eléctrica, de agua caliente
y de otras necesidades básicas) fueron determinantes para convencer a aquellos dos
americanos románticos que, con morbosa obstinación, gustaban de las incomodidades
que los de su clase asociaban alborozados con ciertos anacronismos arquitectónicos.
–No
creería estar viviendo en una casa antigua a menos que me sintiese absolutamente
incómodo –insistía con jocosidad Ned Boyne, el más extravagante de los dos–. Ante
la más mínima sensación de confort me invadiría la impresión de haber adquirido
la casa en una exposición, con todas sus estancias numeradas y recién montadas de
nuevo.
A
continuación se pusieron a glosar con cómica precisión sus muchas aprensiones y
exigencias, resistiéndose a creer que la casa que su amiga les recomendaba fuese
realmente Tudor hasta que les aseguraron que carecía de calefacción, que la iglesia
local estaba literalmente en ruinas, o hasta que les corroboraron la deplorable
inconstancia del abastecimiento de agua.
–¡Es
demasiado incómoda para ser real! –Saltaba Edward Boyne, que cuantos más inconvenientes
conseguía sonsacarle a la señora Stair más exultante se mostraba. Sin embargo, interrumpió
bruscamente su rapsodia para preguntar con súbita desconfianza–:
¿Y
fantasma? ¡Nos has estado ocultando el hecho de que no hay fantasma!
En
aquel instante Mary también se había echado a reír, pero dotada como estaba para
las percepciones simultáneas y pese a la hilaridad general, no había podido dejar
de percibir un repentino desfallecimiento en la burlona respuesta de Alida:
–¡Oh!,
en Dorsetshire hay fantasmas por todas partes, ya lo creo.
–Sí,
sí, pero eso no me sirve. No quiero tener que viajar quince kilómetros para ver
el fantasma de otro. Quiero uno mío en mi propia casa. ¿Hay o no fantasma en Lyng?
Su
ocurrencia provocó la carcajada de Alida, y fue entonces cuando ella salió con aquella
respuesta inquietante:
–¡Oh,
por supuesto que hay uno! Pero jamás lo reconoceréis.
–¿Que
nunca lo reconoceremos? Pero ¿qué otra cosa justifica a un fantasma sino el hecho
de que se sepa que lo es?
–No
lo sé, pero ésa es la leyenda.
–¿Que
existe un fantasma pero nadie sabe que lo es?
–Bueno…
No hasta después, si acaso…
–¿Hasta
después?
–Hasta
mucho, mucho después.
–Pero
una vez identificado como presencia ultraterrena, ¿cómo es que no se han transmitido
sus señas de identidad de generación en generación? ¿Cómo se las ha arreglado el
tal fantasma para preservar su anonimato?
Alida
se había limitado a menear la cabeza:
–No
me preguntéis cómo, pero así ha sido.
–¿Y
entonces un buen día… –la voz de Mary irrumpió como si emergiera de las cavernosas
profundidades de la adivinación–, un buen día, digo, al cabo del tiempo, se dice
uno a sí mismo: “Aquél era el fantasma”?
La
estremeció el silencio sepulcral que su pregunta provocó en el regocijo de los otros,
y percibió la sombra de aquella misma desazón aleteando en las claras pupilas de
Alida:
–Supongo
que sí. Uno sólo tiene que esperar.
–Oh,
¡al cuerno con esperar! La vida es demasiado corta para disfrutar de un fantasma
de forma retrospectiva. ¿No podríamos encontrar algo mejor, Mary?
Pero
al parecer no estaban destinados a encontrarlo, porque tres meses después de su
conversación con la señora Stair la pareja se hallaba instalada en Lyng, iniciando
la vida con la que habían soñado hasta el punto de haberla planeado hasta en sus
mínimos detalles cotidianos. Sentarse en la densa noche de diciembre junto a la
chimenea de amplia cornisa, abajo las oscuras vigas de roble; sentir que oscurecía
la campiña al otro lado de los cuarterones de cristal de las ventanas contribuyendo
a la sensación de aislamiento… Por la recompensa final de placeres como aquéllos
había soportado Mary Boyne durante casi catorce años la tediosa fealdad del Medio
Oeste, y había resistido estoicamente Boyne en su puesto de ingeniero hasta que,
de forma tan intempestiva que a Mary aún le costaba creerlo, el venturoso golpe
de suerte de la mina Blue Star les había servido en bandeja la vida y el tiempo
para gozar de ella. En ningún momento se habían planteado que su nuevo estado consistiría
en sucumbir a la holgazanería absoluta. Sin embargo, sí era intención de ambos dedicarse
exclusivamente a actividades placenteras. Ella se veía a sí misma dedicada a la
pintura y a la jardinería (en un entorno de paredes grises), y él aspiraba a poner
en marcha su libro Fundamento económico de la cultura, largamente planeado.
Con un trabajo tan absorbente por delante la existencia no podía ser excesivamente
alienante: ni les sería posible apartarse demasiado del mundo ni sumirse demasiado
en el pasado.
Dorsetshire
les atrajo desde el principio porque parecía más recóndita de lo que correspondía
a su ubicación geográfica. Aquella isla increíblemente abigarrada (nido de condados,
como lo expresaban ellos…) tenía para los Boyne, entre sus muchos encantos, el de
convertir cualquier pequeño detalle en algo decisivo. Así, por ejemplo, unos pocos
kilómetros sumaban una considerable distancia, pero, al mismo tiempo, en esa exigua
distancia radicaba la diferencia.
–Es
como si –había explicado Boyne con entusiasmo en cierta ocasión– se magnificaran
sus efectos y se realzaran sus contrastes más insignificantes. Parece igual que
si se hubiese untado una generosa capa de mantequilla en cada delicioso bocado.
Y
era bien cierto que en Lyng la mantequilla se había untado profusamente. El viejo
caserón gris, oculto bajo una loma, conservaba vestigios de una larga relación con
el pasado. A ojos de los Boyne, el mero hecho de no ser ni desproporcionado ni en
modo alguno excepcional lo hacía más apreciable en un sentido único: el de haber
sido a lo largo de los siglos una reserva de existencia íntima y olvidada. Probablemente
la vida de que gozó en su día no habría sido de las más apasionantes. Sin duda,
durante largas temporadas, el tiempo habría descendido sobre la casa, tan calladamente
como habría caído la llovizna de otoño hora tras hora sobre el estanque rodeado
de tejos.
Pero,
de cuando en cuando, en el parsimonioso abismo de aquel remanso de vida se producirían
inesperados chispazos de emoción, y, desde el primer momento, Mary Boyne había podido
sentir el roce accidental de un pasado más intenso.
Nunca
había sido dicha percepción más aguda que la tarde de diciembre que Mary se levantó
de donde había estado sentada y permaneció un rato de pie entre las sombras que
proyectaba la lumbre de la biblioteca esperando la llegada de los mencionados candiles.
Su marido había salido después del almuerzo a dar una de sus largas caminatas por
la campiña.
Últimamente
ella había notado que prefería no ir acompañado en tales ocasiones y, con la convicción
fruto de la larga convivencia, había llegado a la conclusión de que estaba preocupado
con el libro y que necesitaba las tardes para reflexionar a solas sobre cuestiones
no resueltas durante las mañanas de trabajo. A decir verdad, el tema del libro no
marchaba tan bien como ella había imaginado, y las líneas de ansiedad que ahora
se habían instalado en el ceño de su esposo no habían sido visibles durante sus
días como ingeniero. Por aquel entonces el cansancio le dejaba a menudo al borde
de la enfermedad, pero el demonio interior de la desazón jamás había hecho mella
en su frente. No obstante, las escasas páginas que hasta el momento le había leído
a ella (la introducción y una sinopsis del capítulo inicial) evidenciaban una firme
posesión de su persona por parte de aquel demonio, así como una creciente fe en
sus poderes.
Aquello
la tenía sumida en un profundo desconcierto, porque, ahora que él había liquidado
el negocio y sus molestas contingencias, quedaba eliminado el único motivo de ansiedad
posible. A no ser que se tratase de su salud… Pero su aspecto físico había mejorado
considerablemente desde que se mudaron a Dorsetshire. Se le veía más saludable,
más lozano, con la mirada más despejada. Hacía apenas una semana que Mary había
advertido en él aquel cambio indescriptible que la desasosegaba durante su ausencia
y que en su presencia la dejaba taciturna como si fuese ella quien tuviese algún
secreto que guardar.
De
repente, en un rapto de lucidez, la asaltó la duda de que pudiese existir un secreto
entre ellos. Contempló la amplia habitación en penumbra que la rodeaba.
“¿Será
la casa?”, se preguntó pensativa.
Incluso
aquella misma habitación podría contener indecibles misterios. A medida que caía
la tarde éstos parecían acumularse, como sucesivas capas de aterciopeladas sombras
cayendo desde el techo, desde las sombrías paredes repletas de libros, desde la
escultura de la chimenea ennegrecida por el humo…
“Claro…,
¡la casa está encantada!”, pensó.
El
fantasma, el esquivo fantasma de Alida, había sido objeto de divertidas especulaciones
durante los dos primeros meses de su estancia en Lyng, pero ambos lo fueron olvidando
poco a poco por considerarlo escasamente estimulante para su fantasía.
Por
supuesto, nada más convertirse en huésped de una casa encantada, Mary había hecho
las oportunas averiguaciones entre sus exiguos vecinos rurales, pero, más allá de
un lacónico “eso cuentan, señora”, los lugareños no parecían tener mucho que decir.
Por lo visto el escurridizo fantasma no había llegado a adquirir entidad suficiente
como para consolidar una leyenda, y al cabo de cierto tiempo los Boyne anotaron
entre bromas el asunto en su cuenta de pérdidas y ganancias, coincidiendo ambos
en que Lyng era una de las pocas casas suficientemente satisfactorias en sí mismas
como para poder prescindir de alicientes sobrenaturales.
–Y
supongo, pobre e ineficaz demonio –bromeó Mary zanjando la cuestión–, que ése es
el motivo por el cual haces batir en vano tus hermosas alas en medio del vacío.
–O
tal vez sea –secundó Ned en el mismo tono– que entre tanto elemento fantasmagórico
no consigue reivindicar una existencia autónoma como el fantasma.
Su
inquilino fue así desapareciendo de sus temas de conversación, tan numerosos por
otra parte que poco tardaron en dejar de echarlo en falta.
En
aquel instante, sin embargo, de pie junto al fuego, la curiosidad inicial de Mary
renacía con una percepción distinta respecto a sus implicaciones, una percepción
adquirida paulatinamente a través del contacto diario con la escena del eventual
enigma. Era la casa en sí, no cabía duda, la que poseía la facultad de revelar sus
fantasmas, la que conectaba visual pero secretamente con su propio pasado. Y si
uno era capaz de compenetrarse lo suficiente con la casa podría atrapar su misterio
y adquirir a su vez la facultad de detectar fantasmas. Quizá su marido la hubiese
adquirido ya durante sus largas horas en aquella habitación en la que ella no solía
entrar hasta después del almuerzo y estuviese cargando él solo con el peso del espanto
de lo que le hubiese sido revelado. Mary estaba lo bastante versada en el código
del mundo espectral como para saber que uno no habla de los fantasmas que ve. Hacerlo
supondría una falta de buen gusto comparable a la de mencionar a una dama en un
club. Pero, en realidad, aquella explicación no la satisfacía mucho.
Después
de todo, ¿para qué iba a querer su marido unos viejos fantasmas sino para divertirse
un poco con el escalofrío que provocan? Sin embargo, una vez más se dio de bruces
contra el dilema fundamental: poco importaba la mayor o menor sensibilidad de uno
hacia las influencias espectrales, porque cuando alguien llegase a ver un fantasma
en Lyng no sería capaz de reconocerlo.
“No
hasta mucho después”, había dicho Alida Stair. Bueno, bien pudiera ser que Ned hubiese
visto uno nada más llegar a la casa, pero que hiciera tan sólo una semana que era
consciente de lo que le había sucedido. Más sugestionada a medida que caía la noche,
volvió sus inquisitivos pensamientos a los primeros días de su estancia, en principio
únicamente con el propósito de recordar la alegre algarabía que había supuesto desembalar,
ordenar, organizar los libros y llamarse el uno al otro desde remotas esquinas de
la casa a medida que se les iban mostrando los sucesivos tesoros de su residencia.
En aquella particular retrospección, le vino a la memoria cierta cálida tarde del
pasado octubre en la que, superada ya la fase inicial de exploración frenética,
se encontraba ella efectuando una inspección más sosegada del viejo caserón cuando,
cual heroína de novela, presionó un panel que se abrió a su contacto, dejando al
descubierto unas angostas escaleras que conducían a un saliente del tejado; el mismo
tejado que, visto desde abajo, parecía desplegarse en empinadas pendientes a uno
y otro lado, demasiado abruptas como para que se aventurasen a trepar por ellas
unos pies inexpertos.
La
vista desde aquel secreto balcón resultó ser deliciosa, y Mary se había lanzado
escaleras abajo para arrancar a Ned de sus papeles y brindarle el regalo de su descubrimiento.
Todavía recordaba cómo, de pie sobre el estrecho alféizar, la había rodeado él con
sus brazos mientras las miradas de ambos volaban hacia la larga y ondulada línea
del horizonte de la campiña, para luego volver a posarse complacidas en el arabesco
de los tejos que bordeaban el estanque y en la sombra que el cedro proyectaba sobre
el césped.
“Y
ahora del otro lado”, había dicho él haciéndola girar con suavidad en el hueco de
su brazo. Pegada al cuerpo de él, Mary se había quedado ensimismada ante lo que
se le antojaba un bonito y enorme boceto, ante el panorama del patio de paredes
grises, ante los gordezuelos leones de las cancelas y ante la avenida de tilos que
se prolongaba hasta la carretera bajo las lomas.
Justo
entonces, mientras miraban abrazados, sintió ella que se relajaba el brazo de Boyne,
y escuchó un enérgico “¡vaya!” que hizo que se volviera a mirarle.
Sí,
recordaba claramente haber percibido entonces una sombra de angustia, de estupor
más bien, atravesando su semblante. Siguiendo la mirada de él había podido divisar
la figura de un hombre vestido (según le pareció distinguir) con ropa gris y desaliñada
descendiendo a paso lento por la avenida de tilos en dirección al patio, con los
andares vacilantes de quien busca el camino de entrada. Su corta vista no alcanzó
sino a componer la borrosa impresión de alguien de aspecto anodino y constitución
enjuta, con cierto aire extranjero, o al menos no local, en su persona y en su atuendo.
Pero parecía que su marido había visto más allá, tanto como para apartarla a un
lado con un brusco “¡espera aquí!”, y precipitarse por la escalera de caracol sin
preocuparse de tenderle una mano para ayudarla a bajar.
Un
ligero vértigo la obligó a detenerse unos instantes, sujetándose a la chimenea contra
la que ambos habían estado apoyados previamente para luego seguir a su marido hasta
abajo extremando la cautela. Una vez en el ático se detuvo de nuevo por algún motivo
más difícil de precisar y, reclinada sobre la barandilla de roble, aguzó la mirada
hacia abajo, hacia la profundidad oscura y moteada por el sol. Permaneció allí hasta
que oyó cerrarse una puerta en algún rincón de aquella sima. A continuación bajó
mecánicamente los tramos de escalera hasta alcanzar el vestíbulo de la planta baja.
La
puerta de entrada permanecía abierta a la tibia luz del patio, y tanto el vestíbulo
como el patio parecían vacíos. La puerta de la biblioteca se encontraba asimismo
abierta y, tras aguardar en vano por si escuchaba el sonido de voces provenientes
del interior, cruzó en un instante el umbral y encontró a su marido solo, hurgando
distraídamente entre los papeles de su mesa.
Él
alzó la vista, como sorprendido por su entrada repentina, pero había desaparecido
de su expresión la sombra de angustia. Incluso le pareció a Mary que se le veía
algo más radiante y relajado de lo habitual.
–¿Qué
pasaba? ¿Quién era? –preguntó ella.
–¿Quién?
–repitió él sin haberse repuesto aún del sobresalto.
–El
hombre que vimos caminando en dirección a la casa.
Pareció
meditarlo largamente:
–¿El
hombre? Ah, creí haber visto a Peters. Corrí tras él para comentarle un par de cosas
sobre los desagües de los establos, pero cuando bajé ya se había esfumado.
–¿Esfumado?
Pero si cuando le vimos desde arriba venía caminando muy lentamente…
Boyne
se encogió de hombros:
–Eso
mismo pensé yo, pero en el intervalo debió de entrarle prisa. ¿Qué te parece si
intentamos subir hasta el monte Meldon antes de que se ponga el sol?
Ahí
había quedado la cosa. En un principio, el incidente apenas significó nada. La fascinación
que experimentó ante la que fuese su primera panorámica desde el monte Meldon, una
cima que habían deseado ascender desde que habían divisado su limpio contorno alzándose
sobre los achaparrados tejados de Lyng, hizo que a Mary se le borrase instantáneamente
de la memoria. Sin duda, que aquel suceso hubiese tenido lugar el mismo día del
ascenso al Meldon fue la causa de que hubiese permanecido retenido en el pliegue
del subconsciente del que ahora emergía. Porque, en sí mismo, nada había tenido
de particular. En aquel momento le había parecido lo más natural que Ned bajase
corriendo desde el tejado para dar alcance a los informales técnicos que llegaban
a la casa. Era la fase en la que continuamente estaban a la espera de alguno de
los peritos que trabajaban en la comarca, siempre aguardándoles sentados y asediándoles
a preguntas, recriminaciones o recordatorios. Y, a decir verdad, vista desde lejos,
la figura gris se parecía bastante a Peters.
Sin
embargo ahora, al repasar la fugaz escena, Mary se percataba de que la explicación
de su marido contradecía la inquietud que había visto reflejada en su semblante.
¿Por
qué habría de ponerle tenso la familiar presencia de Peters? Y si tan urgente era
tratar con aquel perito el tema de los desagües de los establos, ¿por qué pareció
aliviado de no haber podido encontrarle? Mary admitía que inicialmente no había
reparado en tales consideraciones. Sin embargo, dada la prontitud con que ahora
reaparecían en sus cavilaciones, tuvo la repentina impresión de que siempre habían
estado ahí, aguardando su momento.
2
Abrumada
con tales pensamientos, se acercó a la ventana. La biblioteca se encontraba ahora
completamente a oscuras y le sorprendió que el mundo exterior aún retuviera tanta
luz crepuscular. Mientras miraba hacia fuera, a través del patio, una figura cobró
forma en afilada perspectiva de escuetas líneas: parecía una mancha gris oscura
contra fondo gris y, por un instante, a medida que se aproximaba hacia ella, se
le aceleró el corazón con una repentina ocurrencia: “¡Es el fantasma!”.
En
el lapso de aquel largo instante, Mary tuvo tiempo de presentir que el hombre que
viese dos meses atrás de forma fugaz y borrosa estaba a punto de manifestarse ahora,
en su predestinado momento, como alguien bien distinto a Peters. Se le cayó el alma
a los pies ante el miedo de aquel descubrimiento inminente. Pero, casi coincidiendo
con el sonido del segundero del reloj y a medida que iba cobrando densidad y personalidad,
la difusa silueta se fue perfilando ante su precaria vista como la de su marido.
Se volvió hacia él en cuanto entró para hacerle partícipe de su tonto error.
–¡Es
completamente ridículo –bromeó ella desde el umbral–, pero nunca me acuerdo!
–¿De
qué? –preguntó Boyne cuando estuvo a su lado.
–De
que uno nunca reconoce al fantasma de Lyng cuando lo ve.
Mary
había apoyado la mano en su manga y allí la dejó él sin que ninguna respuesta modificara
su gesto o la expresión de su semblante preocupado y exhausto.
–¿Creíste
verlo? –preguntó al cabo de una pausa considerable.
–¡Bueno,
en realidad, querido, en mi loca obsesión por descubrirlo te confundí a ti con él!
–¿A
mí…, ahora? –Dejó caer los brazos y se apartó de ella coreando débilmente su risa–.
Realmente, querida, será mejor que desistas, es lo que deberías hacer.
–Sí,
desisto, desisto. ¿Y tú? –preguntó volviéndose súbitamente hacia él.
Acababa
de entrar la doncella con unas cartas y un candil, por lo que la luz cayó de lleno
sobre el rostro de Boyne al inclinarse este sobre la bandeja que había traído aquélla.
–¿Y
tú? –insistió malévolamente Mary cuando la criada se retiró para proseguir con su
tarea de iluminar el resto de la casa.
–¿Yo,
qué? –contestó Boyne como ausente. Mientras inspeccionaba las cartas la luz realzaba
el inconfundible signo de ansiedad de su entrecejo.
–Si
tú ya has renunciado a ver al fantasma. –A ella le latía un poco de más el corazón
a causa del experimento que estaba realizando.
Su
marido, apartando las cartas a un lado, avanzó hacia la penumbra de la chimenea.
–Yo
nunca lo he intentado –dijo desprendiendo el envoltorio de uno de los periódicos.
–Bueno,
claro –insistió ella–. Lo desesperante es que no sirve de nada intentarlo, puesto
que uno no tiene constancia de que lo ha visto hasta mucho después.
Él
comenzó a desplegar el diario como si apenas le prestase atención pero, tras una
pausa durante la cual no dejaban de crujir espasmódicamente entre sus manos las
hojas del periódico, levantó la cabeza para preguntar de forma intempestiva:
–¿Tienes
idea de cuánto tiempo después?
Mary
se había sentado en una silla baja junto al fuego. Alzó la mirada desde su asiento,
sobrecogida al comprobar cómo el perfil de su marido se proyectaba sombríamente
contra el aro de luz del candil.
–No,
ninguna. ¿Y tú? –repuso ella, retomando su anterior pregunta con mayor ahínco.
Boyne
estrujó el periódico doblándolo una y otra vez y, contra toda lógica, se aproximó
con él hacia el candil.
–No,
por el amor de Dios –se explicó con cierta impaciencia–, sólo me refería a si existe
alguna leyenda o tradición al respecto.
–No
que yo sepa –respondió ella. El impulso de añadir “por qué lo preguntas” se vio
interrumpido por la reaparición de la doncella portando el té y un segundo candil.
Al
disiparse las sombras, gracias a la repetición de la diaria rutina doméstica, Mary
Boyne logró atenuar la angustia que le producía aquella sensación de algo acechante
y oculto que la había consternado durante la tarde. Permaneció unos minutos enfrascada
en los detalles de su labor de punto y, al levantar la vista, el cambio operado
en el semblante de su marido la desconcertó causándole un profundo desasosiego.
Se había sentado junto al candil más apartado y estaba absorto en la inspección
de su correspondencia. Pero ¿fue algo que había leído las cartas o un mero cambio
en la percepción de Mary lo que hizo que el rostro de Boyne recobrase su expresión
habitual? Cuanto más le observaba, más se afianzaba dicho cambio. Se había disipado
la penosa tensión, y los únicos signos de fatiga que quedaban eran claramente atribuibles
a la concentración mental. Como atraído por la pertinaz observación de su mujer,
levantó los ojos y la miró con una sonrisa.
–¿Sabes
qué? Me muero por un té. Y hay una carta para ti –dijo.
Ella
tomó la carta que le tendía, al tiempo que le ofrecía a él su taza. De nuevo en
su sillón, despegó el lacre con el lánguido ademán del lector cuyos intereses se
circunscriben al círculo de una única y estimada presencia.
Su
siguiente movimiento consciente fue ponerse en pie de un salto para mostrarle a
su marido un amplio recorte de prensa, dejando caer la carta al suelo.
–¡Ned!
¿Qué es esto? ¿Qué significa?
Él
se levantó a la vez, como si hubiese escuchado el grito antes incluso de que ella
lo profiriera. Durante un perceptible espacio de tiempo se midieron el uno al otro,
como adversarios buscando ventaja, en la distancia que mediaba entre el sillón de
ella y el escritorio.
–¿Qué
es qué? ¡Casi salto del susto! –dijo Boyne al fin, avanzando hacia ella con una
risa repentina y medio exasperada. De nuevo se apoderó de su rostro la sombra de
aprensión, patente no sólo en la mirada de presentimiento ineludible, sino también
en aquella oscilante tensión de labios y ojos, como si se sintiera atenazado por
algo invisible.
Tanto
le temblaba a ella la mano que apenas podía entregarle el recorte.
–Este
artículo…, del Waukesha Sentinel…, dice que un hombre llamado Elwell ha interpuesto
una demanda contra ti, que hubo algo raro en el asunto de la mina Blue Star.
Apenas
entiendo nada más.
Mientras
hablaba, ambos continuaban frente a frente, y ella advirtió con estupor que sus
palabras lograban disipar al instante la suspicacia que había detectado en la mirada
de Boyne.
–¡Ah,
eso! –Él echó un vistazo al recorte impreso y lo dobló con el ademán de quien maneja
un asunto inocuo y familiar–: ¿Qué te pasa esta tarde, Mary? Imaginé que habías
recibido malas noticias.
Ella
permaneció de pie ante él, sintiendo que su impreciso terror remitía lentamente
ante su reconfortante serenidad.
–Entonces,
¿–ya lo sabías?… ¿No pasa nada?
–Naturalmente
que lo sabía. Y no pasa nada.
–Pero
¿de qué se trata? No lo entiendo. ¿De qué te acusa ese hombre?
–Oh,
prácticamente de todos los delitos habidos en lo que va de año… –Boyne había soltado
el recorte y se había acomodado en una butaca junto al fuego–. ¿Quieres escuchar
la historia? No es particularmente fascinante… Un conflicto de intereses en la Blue
Star.
–Pero
¿quién es el tal Elwell? No me suena ese nombre.
–Eh…,
es un tipo al que metí en el negocio, le eché una mano. Te hablé de él en su momento.
–¡Qué
raro! Lo habré olvidado. –En vano intentó ella forzar la memoria–. Pero si le ayudaste,
¿por qué te corresponde él de esta forma?
–¡Oh!
Seguramente lo enganchó algún picapleitos listillo y lo convenció. Todo es bastante
técnico y complejo. Creía que te aburrían ese tipo de cosas.
Su
mujer sintió una punzada de culpabilidad. En teoría, desaprobaba la inhibición de
las esposas americanas respecto de los asuntos profesionales de sus maridos, pero
en la práctica siempre le había costado seguir con atención la información de Boyne
sobre las transacciones que llevaba a cabo. Por otra parte, desde el primer momento
había sido de la opinión de que, en un entorno donde las comodidades de la existencia
únicamente se podían lograr a costa de esfuerzos tan titánicos como los invertidos
por su esposo en sus asuntos profesionales, los escasos momentos de ocio que uno
podía disfrutar debían emplearse en evadirse de las preocupaciones inmediatas, escapando
hacia la vida que siempre soñaron vivir. Una o dos veces, desde que esta nueva vida
les envolviera en su círculo mágico, se había preguntado Mary si había hecho bien.
Pero, hasta la fecha, tales conjeturas no habían sido más que incursiones retrospectivas
propias de una imaginación vigorosa. Ahora, por primera vez, la asombraba descubrir
lo poco que en realidad sabía acerca de los pilares materiales sobre los que se
asentaba su felicidad.
Volvió
a mirar de soslayo a su marido, aliviada por la placidez de su semblante.
Pese
a ello, sintió la necesidad de apuntalar su tranquilidad con argumentos más sólidos.
–Pero
¿no te inquieta esa demanda? ¿Por qué no me has hablado nunca de ello?
Él
respondió a ambas preguntas a la vez:
–Al
principio no te hablé de ello precisamente porque me preocupaba… Me irritaba, mejor
dicho. Pero todo es ya agua pasada. Quien te escribe debe de haber cogido un número
atrasado del Sentinel.
Mary
sintió un alivio instantáneo:
–¿Quieres
decir que ya pasó todo? ¿Perdió el caso?
La
respuesta de Boyne se hizo esperar un poco:
–Se
retiró la demanda… Eso es todo.
Ella
volvió a insistir, como para evitarse el remordimiento de haberse dejado convencer
con excesiva facilidad:
–¿La
retiró porque sabía que no tenía posibilidades?
–Oh,
no tenía ninguna posibilidad.
Ella
aún trataba de vencer una vaga incredulidad rezagada en sus pensamientos:
–¿Cuánto
hace que fue retirada?
Él
vaciló, como si retornaran fugazmente sus anteriores recelos:
–Acaban
de notificármelo, pero lo esperaba desde hace tiempo.
–¿Ahora
mismo… en una de tus cartas?
–Sí,
en una de mis cartas.
Ella
no dijo nada. Simplemente advirtió que al cabo de unos minutos él se levantó para
cruzar la habitación y sentarse junto a ella en el sofá. Sintió que le pasaba el
brazo por encima, que su mano buscaba la suya y la estrechaba y, al volverse ella
lentamente, atraída por la calidez de su mejilla, encontró la risueña claridad de
su mirada.
–¿Está
todo bien…, está todo bien? –le preguntó desde la marejada de sus temores a medio
desvanecer.
Boyne
la atrajo hacia sí riendo:
–¡Te
doy mi palabra de que todo está mejor que nunca!
3
De
entre la gran cantidad de cosas rematadamente extrañas que sucedieron al día siguiente,
lo que ella acabaría recordando como lo más desconcertante fue la repentina y total
recuperación de su sentido de la seguridad. Estaba ya en el aire cuando despertó
en la oscura habitación de techo bajo; la había seguido hasta la mesa del desayuno
en la planta baja, la emitía el chisporroteo de la chimenea, y se reproducía en
los contornos de la tetera georgiana y en sus estriados relieves.
Como
en un tiovivo desfilaron ante ella los imprecisos temores del día anterior, incluido
el momento de intensa ofuscación suscitada por el artículo de prensa. Era como si
su transitoria desazón ante el futuro y su intempestiva evocación del pasado hubiesen
saldado entre sí viejas deudas en relación a alguna obligación moral pendiente.
Si se había mostrado indolente respecto a los asuntos de su marido había sido (ahora
alcanzaba a verlo con claridad) porque su instintiva confianza en él justificaba
dicha indolencia. Y por la manera en que su marido había reaccionado ante sus temores
y suspicacias parecía quedar bien claro que merecía tal confianza. Nunca le había
visto ella más entero, más dueño de sí mismo, con su habitual actitud desinhibida
y natural, que tras el interrogatorio al que le había sometido: era como si hubiese
sido consciente de las dudas subrepticias de su esposa y hubiese deseado tanto como
ella despejar por completo el ambiente.
Gracias
a Dios, el ambiente estaba ahora tan despejado como la radiante luz, casi veraniega,
del día que recibió a Mary al salir esta de la casa para iniciar su ronda diaria
por los jardines. Había dejado a Boyne ante su escritorio, permitiéndose al pasar
junto a la puerta de la biblioteca echar una última mirada a su rostro relajado
mientras se quedaba allí, inclinado sobre sus papeles con su pipa en la mano. Mary
se disponía ahora a acometer sus propios quehaceres matutinos. En días de invierno
tan extraordinarios como aquél, tales quehaceres consistían en vagar sin rumbo por
los diferentes rincones de su propiedad como si la primavera estuviese ya actuando
sobre arbustos y setos. Se abrían aún tantas posibilidades inagotables ante ella,
tantas oportunidades de reavivar la gracia aletargada de aquel viejo lugar sin incurrir
en desatinos, que los meses de invierno apenas le daban para planificar lo que habría
de llevarse a cabo en primavera y otoño. Por otra parte, la recobrada sensación
de seguridad que la embargaba esa mañana confería una satisfacción adicional a sus
paseos por aquel tranquilo y entrañable entorno. Se dirigió primero al jardín anexo
a la cocina, donde las espalderas de los perales trazaban complejas geometrías sobre
las paredes, y donde revoloteaban las palomas hurgando entre sus plumas sobre el
tejado de pizarra del palomar. Se había producido una avería en las canalizaciones
del invernadero y estaba esperando a un técnico de Dorchester que debía desplazarse
hasta allí en tren y luego en automóvil para dar su opinión sobre el estado de la
caldera. Pero cuando se adentró en el calor húmedo del invernadero, entre híbridos
aromas y aterciopelados rosas y rojos de ancestrales flores exóticas (¡en Lyng incluso
la flora era excepcional!), comprobó que el tipo en cuestión no había llegado y,
siendo el día demasiado espléndido como para malgastarlo en una atmósfera artificial,
volvió a salir y caminó lentamente a través del mullido césped del campo de bochas
hasta los jardines traseros de la casa. En el extremo más apartado se levantaba
un terraplén de hierba desde el cual, por encima del estanque y de los setos de
tejo, se disfrutaba de una bonita perspectiva de la fachada de la casa, con sus
chimeneas torneadas y las azuladas sombras proyectadas por los ángulos de sus tejados,
bañado todo en la dorada humedad del aire.
Vista
desde allí, tras la línea uniforme de los tejos, bajo la luz suave y envolvente,
con las ventanas abiertas y las chimeneas humeando acogedoras, la casa se le antojaba
a Mary una hospitalaria presencia humana, un cerebro que hubiese madurado de forma
gradual hasta transformarse en un asoleado muro de experiencia. Nunca antes había
tenido ella un sentimiento tan intenso de intimidad con la casa, ni mayor convicción
de que todos sus secretos eran bienintencionados, guardados, como se les solía decir
a los niños, “por el bien de uno”; nunca antes había creído tan firmemente en el
poder de la casa para mezclar su vida y la de Ned con las armónicas vicisitudes
de la larguísima historia que iba forjando allí, plantada al sol.
Oyó
unos pasos a sus espaldas y se giró esperando encontrar al jardinero acompañado
por el ingeniero de Dorchester. Pero una única silueta se recortó ante su vista,
la de un hombre de constitución menuda y aspecto juvenil que, por razones imposibles
de precisar en aquel instante, no se correspondía en absoluto con su idea preconcebida
de un técnico en calderas para invernaderos. Al verla, el recién llegado se quitó
el sombrero y se detuvo con aire de caballero (viajante, tal vez) deseoso de dejar
claro lo antes posible que su intromisión es involuntaria. Ocurría a veces que la
fama local de Lyng atraía a los turistas más avispados, y Mary casi esperaba que
el forastero ocultase una cámara fotográfica, o que justificase su presencia allí
sacando una de un momento a otro. Pero no hizo ademán de nada de eso y, al cabo
de unos segundos, ella preguntó en un tono acorde con las educadas maneras de él:
–¿Desea
usted ver a alguien?
–Venía
a ver al señor Boyne –contestó. Más que su acento fue su entonación la que resultaba
vagamente americana y, ante el deje familiar, Mary le observó con mayor detenimiento.
El ala de su sombrero de fieltro le tapaba el rostro, que, así oscurecido y según
pudo apreciar ella con su corta vista, parecía circunspecto, como el de alguien
que viene por negocios, con actitud civilizada pero plenamente al tanto de sus derechos.
Ciertas
experiencias pasadas habían familiarizado a Mary con este tipo de peticiones, pero
ella respetaba escrupulosamente las horas matutinas de su marido y dudaba que él
le hubiese concedido a alguien permiso para perturbarlas.
–¿Tiene
una cita con el señor Boyne? –preguntó.
Él
vaciló, como si no hubiese esperado la pregunta.
–No
es exactamente una cita.
–Entonces
me temo que no podrá recibirle en este momento, pues está trabajando.
¿Quiere
dejarle un mensaje o prefiere volver más tarde?
Levantando
otra vez el sombrero, el visitante respondió que volvería más tarde, y se marchó
en dirección a la entrada de la casa. Cuando su silueta se alejaba descendiendo
el sendero flanqueado por los setos de tejos, Mary le vio detenerse un instante
para contemplar la plácida fachada bañada por el tenue sol invernal. La asaltó de
repente el tardío remordimiento de que habría sido más considerado preguntarle si
venía de lejos y, en tal caso, ofrecerse a averiguar si su marido podía recibirle.
Pero mientras reflexionaba sobre ello el hombre desapareció de su vista tras un
seto con forma piramidal. Además, en aquel preciso instante reclamó su atención
la llegada del jardinero acompañado de un técnico en calderas de Dorchester de barba
entrecana.
La
reunión con el técnico derivó en cuestiones tan complejas que finalmente éste tuvo
que retrasar su regreso en tren, tras haber conminado a Mary a pasar la mañana en
su compañía para debatir largamente sobre los invernaderos. Concluidas las deliberaciones,
Mary cayó en la cuenta de que faltaba poco para la hora del almuerzo. Se apresuró
hacia la casa casi esperando que su marido saliese a su encuentro. Pero en el patio
no encontró más que a un ayudante del jardinero que rastrillaba la gravilla. Al
entrar, encontró el vestíbulo tan silencioso que supuso que Boyne todavía estaría
trabajando tras las puertas de la biblioteca.
Sin
querer molestarlo, regresó al salón y allí, en su escritorio, se abstrajo en nuevas
consideraciones sobre el presupuesto resultante de las decisiones tomadas aquella
mañana.
Aún
gozaba de la novedosa sensación de poder permitirse semejantes dispendios. En contraste
con los ambiguos miedos de los días previos, aquel detalle práctico consolidó su
recobrada seguridad, contribuyendo a la sensación de que, tal como había afirmado
Ned, las cosas nunca les habían ido mejor.
Todavía
estaba entregada a la lujuria del fastuoso juego de números cuando, desde el umbral,
la interrumpió la criada preguntando tímidamente sobre la conveniencia de servir
el almuerzo. Ambos compartían la broma de que Trimmle anunciaba el almuerzo como
si estuviese divulgando algún secreto de Estado, y Mary, absorta en sus papeles,
se limitó a murmurar un distraído consentimiento.
Percibió
que Trimmle titubeaba inexpresiva en el umbral, como resentida por aquel asentimiento
displicente. Poco después resonaron los pasos de la criada alejándose por el pasillo
y, dejando a un lado sus papeles, Mary cruzó el vestíbulo en dirección a la puerta
de la biblioteca. Aún permanecía cerrada, y ahora era ella quien vacilaba: por un
lado detestaba molestar a su marido, pero por otro le preocupaba que excediera su
dosis habitual de trabajo. Mientras continuaba allí, sopesando sus opciones, apareció
de nuevo la siniestra Trimmle anunciando el almuerzo, lo que sirvió de pretexto
a Mary para decidirse a abrir la puerta y entrar en la biblioteca.
Boyne
no estaba ante su escritorio, y ella miró en derredor esperando encontrarle entre
las estanterías, en algún rincón de la amplia estancia. Su llamada no obtuvo respuesta
y enseguida resultó evidente que su marido no se encontraba en la biblioteca.
Se
volvió a la criada.
–El
señor Boyne debe de estar arriba. Por favor, dígale que el almuerzo está servido.
La
criada pareció vacilar entre su irrenunciable obligación de obedecer y el igualmente
irrenunciable convencimiento de lo inútil de la orden. Resolvió su pugna interna
diciendo en tono apocado:
–Si
me permite, señora, el señor Boyne no está arriba.
–¿No
está en su habitación? ¿Está usted segura?
–Estoy
segura, señora.
Mary
consultó el reloj:
–¿Dónde
está, entonces?
–Ha
salido –anunció Trimmle con el aire de superioridad de quien espera respetuosamente
la primera pregunta que habría formulado un cerebro coherente.
En
tal caso, la conjetura inicial de Mary había sido correcta. Boyne debió de haber
salido a los jardines a buscarla y, en vista de que no se habían encontrado, habría
tomado el acceso más corto por la puerta lateral, en lugar de atravesar todo el
patio. Ella cruzó el hall en dirección a las puertas de cristal que daban
directamente al jardín de los tejos, pero la criada, tras otro instante de debate
interno, se atrevió a intervenir:
–Si
me lo permite, señora, el señor Boyne no se marchó por ahí.
Mary
se volvió:
–¿A
dónde fue? ¿Y cuándo?
–Se
marchó por la puerta principal y subió por la avenida, señora. –En Trimmle no responder
a más de una pregunta a la vez era cuestión de principios.
–¿Subió
por la avenida? ¿A estas horas? –Mary se dirigió a su vez a la puerta principal
y escudriñó el patio dirigiendo la mirada hacia el túnel de desnudos tilos. Pero
aquella perspectiva resultó tan infructuosa como la inspección que había llevado
a cabo previamente antes de entrar en la casa.
–¿No
dejó el señor Boyne ningún mensaje?
Trimmle
pareció sucumbir a una última batalla contra las fuerzas del caos.
–No,
señora. Simplemente salió con el caballero.
–¿Con
el caballero? ¿Qué caballero? –Mary se giró en redondo, como dispuesta a hacer frente
a esta nueva contingencia.
–El
caballero que vino a visitarle, señora –dijo Trimmle con resignación.
–¿Cuándo
ha venido un caballero a visitarle? ¡Explíquese, Trimmle!
Únicamente
el hecho de que estaba hambrienta y deseosa de exponerle a su marido el asunto de
los invernaderos justificaba aquella inusual severidad hacia la criada. Y, pese
a todo, era lo suficientemente objetiva como para advertir en los ojos de Trimmle
el desafío incipiente del subordinado sumiso al que se ha presionado en exceso.
–No
sabría decirle la hora exacta, señora, porque no fui yo quien abrió al caballero
–replicó con aire de haber decidido obviar magnánimamente el inusitado arrebato
de su señora.
–¿No
le abrió usted la puerta?
–No,
señora. Cuando sonó el timbre me estaba cambiando y Agnes…
–En
ese caso, vaya y pregúntele a Agnes –la interrumpió Mary.
Trimmle
conservó su expresión de paciente indulgencia:
–Agnes
no lo sabe, señora, porque lamentablemente se quemó la mano ajustando la mecha del
nuevo candil que trajeron de la ciudad. –Mary era consciente de que Trimmle había
renegado desde el principio del nuevo candil–. Y entonces la señora Dockett envió
en su lugar a la pinche.
Mary
consultó de nuevo el reloj.
–¡Son
más de las dos! Vaya a preguntarle a la pinche si el señor Boyne dejó algún recado.
Sin
más demora, se dispuso a almorzar. Trimmle le trajo noticias de que, según la pinche,
el caballero había llegado hacia la una, y que el señor Boyne se había marchado
con él sin dejar ningún recado. La pinche ni siquiera sabía el nombre del visitante,
porque éste lo había anotado en un trozo de papel que acto seguido había doblado
pidiendo que se le entregara inmediatamente al señor Boyne.
Mary
continuó especulando sobre el tema durante el almuerzo. Cuando terminó de comer
y Trimmle le llevó el café al salón, sus elucubraciones habían adquirido un punto
de desasosiego. No era propio de Boyne ausentarse sin avisar a una hora tan intempestiva,
y la dificultad de identificar al visitante que le había requerido hacía su desaparición
aún más inexplicable. La experiencia de Mary como esposa de ingeniero, sujeto a
llamadas urgentes y horarios irregulares, la había curtido para aceptar con filosofía
aquel tipo de imprevistos, pero al retirarse de los negocios Boyne había adoptado
un ritmo de vida benedictino. Como compensación por los años de dispersión y ajetreo,
de almuerzos de pie y cenas engullidas entre los traqueteos del vagón-comedor del
tren, cultivaba los placeres de la puntualidad y de la rutina, lo cual contrastaba
con el gusto de su esposa por la improvisación.
Mantenía
que los espíritus exquisitos hallaban infinitos grados de delectación en la previsible
y constante repetición de sus hábitos.
No
obstante, puesto que ninguna vida puede protegerse por completo contra lo imprevisto,
resultaba evidente que las precauciones de Boyne fallaban de vez en cuando, y Mary
concluyó que se habría desecho de un visitante inoportuno paseando con él hasta
la estación o, al menos, acompañándole durante parte del trayecto.
Aquella
conclusión puso fin a su preocupación. Se dispuso a salir para reanudar sus conversaciones
con el jardinero. Más tarde, emprendió un paseo hasta la oficina de correos del
pueblo, a casi dos kilómetros de distancia. Cuando se dirigió de vuelta a casa,
ya empezaba a ponerse el sol.
Escogió
una vereda que atravesaba las lomas, lo que hacía bastante improbable que se cruzasen
en el camino, puesto que Boyne regresaría de la estación por el sendero principal.
Sin embargo, estaba completamente segura de que él habría llegado a casa antes que
ella. Tan segura estaba que en cuanto entró se dirigió directamente a la biblioteca,
sin detenerse siquiera a preguntarle a Trimmle. Pero la biblioteca continuaba vacía
y, con una memoria visual de sorprendente precisión, observó al instante que los
papeles del escritorio de su marido seguían exactamente donde estaban cuando había
entrado a avisarle del almuerzo.
La
invadió de repente un inexplicable pánico a lo desconocido. Había cerrado la puerta
tras de sí al entrar, y mientras permanecía de pie, sola en la amplia habitación,
silenciosa y en penumbra, su pavor pareció cobrar forma y sonido, como si estuviese
allí, respirando de un modo audible, acechando entre las sombras. Sus ojos miopes
escudriñaron entre dichas sombras, casi distinguiendo una presencia real, algo que
se mantenía distante, observando, sabiendo. Deseosa de escapar de aquella presencia
incorpórea, se abalanzó sobre el cordón de la campanilla propinándole un perentorio
tirón.
La
llamada, enérgica y apremiante, hizo que Trimmle acudiera atropelladamente con un
candil en la mano, y aquella discreta irrupción de la normalidad consiguió devolverle
el resuello a Mary.
–Si
está en casa el señor Boyne, puede traer el té –pidió para justificar su llamada.
–Muy
bien, señora. Pero el señor Boyne no está –dijo Trimmle soltando el candil.
–¿No
está? ¿Quiere decir que regresó y volvió a salir?
–No,
señora. Es que no ha regresado.
Volvió
a atenazarla el pánico, y Mary supo que esta vez no había remedio posible.
–¿No
ha regresado desde que salió con… el caballero?
–No
desde que salió con el caballero.
–Pero
¿quién era ese caballero? –farfulló Mary con el tono autoritario de quien pretende
hacerse oír en medio de una algarabía de sonidos ininteligibles.
–No
sabría decírselo, señora. –De pie junto al candil, Trimmle parecía de repente menos
robusta y lozana, como si también a ella la eclipsara una creciente sombra de duda.
–Pero
la pinche tiene que saberlo… ¿No fue la pinche quien le abrió la puerta?
–Ella
tampoco lo sabe, señora, porque él escribió su nombre en un papel doblado.
En
su desconcierto, Mary era consciente de que ambas estaban designando al visitante
desconocido mediante un pronombre abstracto, en lugar de hacerlo mediante la fórmula
tradicional que, hasta el momento, había mantenido sus alusiones en los límites
de las convenciones sociales.
–¡Pero
tiene que tener un nombre! ¿Dónde está el papel?
Se
dirigió al escritorio y empezó a remover los documentos amontonados arbitrariamente
sobre él. Lo primero que llamó su atención fue una carta a medio escribir, de puño
y letra de su marido, con una pluma atravesada sobre ella, como abandonada con motivo
de algún deber acuciante.
–Mi
querido Parvis (¿Quién era Parvis?): acabo de recibir su carta notificándome el
fallecimiento de Elwell y, aunque supongo que ahora no existe ya riesgo de problemas,
sería más seguro…
Apartó
la hoja a un lado y continuó con su inspección, pero no descubrió ningún papel doblado
entre las cartas ni entre los documentos promiscuamente apilados en un mismo montón,
como en un gesto de precipitación o nerviosismo.
–Pero
la pinche lo vio. Hágala venir –ordenó, preguntándose cómo había sido tan torpe
de no haber pensado antes en una solución tan simple.
Trimmle
desapareció en una fracción de segundo a obedecer la orden, como aliviada de salir
de la habitación y, cuando reapareció trayendo consigo a la consternada ayudante,
Mary había recobrado su autocontrol y tenía preparadas sus preguntas.
Sí,
que ella supiese el caballero era desconocido. Pero ¿qué había dicho? Y, sobre todo,
¿qué aspecto tenía? La respuesta a la primera pregunta era sencilla, por la desconcertante
razón de que apenas había dicho nada… Simplemente preguntó por el señor Boyne y,
garabateando algo en un trozo de papel, pidió que se lo entregaran enseguida.
–Entonces,
¿no sabe lo que escribió? ¿Ni siquiera está segura de que fuese su nombre?
La
pinche no estaba segura, pero suponía que así era, puesto que lo había anotado a
raíz de preguntarle ella a quién debía anunciar.
–Y
cuando le llevó la nota al señor Boyne, ¿qué dijo él?
La
pinche creía que el señor Boyne no había comentado nada, aunque no estaba muy segura
porque, cuando acababa de entregarle la nota y la estaba desdoblando, se dio cuenta
de que el visitante la había seguido hasta la biblioteca y ella se retiró, dejando
solos a los dos caballeros.
–Pero,
entonces, si los dejó en la biblioteca, ¿cómo sabe que salieron de la casa?
Este
último desafío sobrepasó la capacidad de expresión de la empleada. Resultaba evidente
que se había rebasado el límite de su resistencia. La obligación de acudir a la
puerta a recibir a un visitante ya había subvertido tanto el orden habitual de las
cosas que sus facultades estaban completamente trastornadas, por lo que, tras varios
penosos esfuerzos evocativos, sólo fue capaz de balbucir:
–Su
sombrero, señora, era algo diferente, por así decirlo.
–¿Diferente?
¿Cómo diferente? –Mary se plantó al instante junto a ella, con el pensamiento retrocediendo
justo en ese preciso momento hasta una imagen registrada aquella mañana, temporalmente
extraviada bajo capas de sucesivas impresiones.
–¿Quiere
decir que su sombrero tenía el ala ancha? ¿Y su cara era algo pálida y aniñada?
–Mary la presionaba con los labios apretados por la tensión. Pero si la pinche encontró
respuesta para aquel nuevo lance, acabó arrollada en la corriente de conclusiones
personales de su interlocutora. ¡El forastero, el forastero del jardín! ¿Cómo no
había pensado Mary antes en él? Ya no hacía falta que nadie le confirmase que era
él quien había visitado a su marido y se había marchado con él. Pero ¿quién era
y por qué Boyne había acudido presuroso a su llamada?
4
Como
resurgiendo irónicamente en medio de la oscuridad, Mary recordó de repente que más
de una vez habían comentado su marido y ella lo pequeña que era Inglaterra, “un
lugar en el que resultaba asombrosamente difícil perderse”.
Un
lugar en el que resultaba asombrosamente difícil perderse. Esas habían sido las
palabras de su marido. Y ahora, con toda la maquinaria de la investigación oficial
desplegada y rastreándose con ayuda de reflectores la costa de un extremo a otro,
incluso entre los estrechos istmos; ahora que el nombre de Boyne empapelaba paredes
de ciudades y pueblos y que su retrato (¡cómo la mortificaba esto!) se había difundido
a lo largo y ancho del país como si se tratase de la imagen de un delincuente en
busca y captura…
Ahora
la pequeña isla, tan aglutinada y poblada, patrullada por la policía, investigada
y controlada por la ley, se manifestaba cual esfinge poseedora de insondables enigmas
que reaccionaba con mirada impasible a la tribulación contenida en los ojos de su
esposa, con el perverso regocijo de estar en conocimiento de algo que los demás
no llegarían a saber jamás.
Durante
la quincena posterior a la desaparición de Boyne, no había habido noticia de él,
ni el menor rastro de sus movimientos. Incluso la típica información engañosa que
suscita esperanzas en los corazones afligidos había sido escasa y efímera. Nadie,
salvo la abrumada pinche de cocina que le había visto abandonar la casa, había visto
al “caballero” que le acompañaba. Según las indagaciones efectuadas en el vecindario,
nadie recordaba haber visto a ningún extraño en la comarca de Lyng aquella mañana.
Ni en los pueblos vecinos ni en los senderos que cruzaban los valles, ni tampoco
en las estaciones de ferrocarril próximas se había encontrado nadie con Edward Boyne,
ni sólo ni acompañado.
Se
lo había tragado el radiante mediodía inglés como si se hubiese adentrado en la
noche cimeriana. Mientras los medios externos de investigación trabajaban a destajo,
Mary había saqueado los papeles de su marido en busca de algún indicio de antecedente
turbio, de enredo de algún tipo o de coerción desconocida para ella que arrojase
un débil rayo de luz en la tiniebla. Pero si algo de ello hubo en la vida de su
marido, había desaparecido por completo, del mismo modo que el trozo de papel en
el que el visitante había anotado su nombre. No quedaba ni un hilo del que seguir
tirando, salvo (si realmente podía considerarse una excepción) la carta que, al
parecer, estaba escribiendo Boyne en el momento de recibir el misterioso recado
del visitante. Dicha carta, leída y releída por su esposa, y remitida por ella a
la policía, proporcionaba escasa base para conjeturas.
“Acabo
de saber del fallecimiento de Elwell y, aunque supongo que ahora no existe ya riesgo
de problemas, sería más seguro…” Eso era todo. Del “riesgo de problemas” daba clara
cuenta el recorte de prensa que había puesto a Mary al corriente de la demanda interpuesta
contra su marido por uno de sus socios en la empresa Blue Star. La única información
adicional que aportaba la carta era el hecho de que, al tiempo de haberla escrito,
todavía se mostraba Boyne intranquilo por el resultado de la demanda, pese a haberle
asegurado a su esposa que ésta había sido retirada, y pese a que la propia carta
corroboraba el fallecimiento del demandante. Llevó varias semanas de continuos cablegrafiados
identificar al tal Parvis a quien se dirigía la fragmentaria misiva, pero ni siquiera
cuando las pesquisas revelaron que se trataba de un abogado de Waukesha fue posible
recabar nueva información en relación al caso Elwell. Parecía que el abogado no
había tenido interés personal en el asunto, que se había limitado a intervenir como
amigo experto en la materia y posible intermediario. Se declaró incapaz de adivinar
el motivo por el que Boyne solicitaba su ayuda profesional.
Aquella
información estéril, único fruto de dos semanas de búsqueda febril, no prosperó
un ápice durante las lentas semanas posteriores. Mary sabía que las averiguaciones
seguían su curso, pero vagamente percibía que se iban ralentizando de forma gradual,
como parecía ralentizarse también el paso real del tiempo. Era como si los días,
en su despavorida huida de la enigmática visión de aquel día inescrutable, fuesen
recuperando su seguridad conforme ganaban distancia, hasta terminar recobrando su
ritmo habitual. Lo mismo ocurría con los cerebros humanos que trabajaban en aquel
extraño suceso. Indudablemente, el tema continuaba ocupándoles, pero, semana tras
semana y hora tras hora, se hacía menos absorbente, abarcaba menos espacio, lenta
pero inexorablemente lo iban desplazando al fondo de la consciencia otros problemas
más recientes que bullían en el humeante caldero de la experiencia humana.
Incluso
la consciencia de Mary Boyne se iba ralentizando progresivamente. Aún cimbreaba
con las incesantes oscilaciones de la especulación, pero éstas se habían vuelto
más lentas, de cadencia más rítmica. Había momentos de asombrosa lasitud en los
que, al igual que un veneno que deja a su víctima con la mente despejada pero con
el cuerpo inerte, se veía a sí misma familiarizada con el Horror, aceptando su presencia
perpetua como una de las condiciones insoslayables de la existencia.
Los
momentos así se prolongaban durante horas y días, hasta que acababa sucumbiendo
a una fase de estólida aquiescencia. Contemplaba las rutinas normales de la vida
con la mirada desafecta del salvaje a quien no le impresionan lo más mínimo los
incomprensibles asuntos de la civilización. Había llegado a un punto en el que ella
misma se consideraba parte de esa rutina, un radio más de la rueda, girando con
sus movimientos… Se sentía casi como el mobiliario de la estancia en la que se sentaba,
un objeto insensible al que se le limpiaba el polvo y que se cambiaba de sitio junto
a las sillas y las mesas. Aquella apatía creciente la mantenía encerrada en Lyng,
pese a los vehementes ruegos de sus amistades y a la clásica prescripción médica
de cambio de aires. Sus amigos suponían que su negativa a moverse se debía a la
creencia de que su marido regresaría un día al lugar del que se había evaporado.
Incluso acabó forjándose una bella leyenda sobre aquel estado de espera ilusorio.
Pero la realidad era que Mary no albergaba semejante ilusión: la angustia abisal
que la rodeaba ya nunca se iluminaba con fugaces destellos de esperanza. Estaba
convencida de que Boyne no regresaría jamás, de que había desaparecido de su vida
de manera tan radical como si hubiese sido la propia Muerte la que hubiese aguardado
aquel día en el umbral. Incluso había desechado, una a una, las diversas hipótesis
que sobre su desaparición manejaban la prensa, la policía y su propia fantasía desbocada.
En momentos de serenidad absoluta, su mente descartaba las múltiples alternativas
del horror y quedaba sumida en la simple constatación de que su esposo se había
ido.
No,
nunca sabría qué había sido de él… Nadie lo sabría jamás. Pero la casa lo sabía,
lo sabía la biblioteca en la que Mary pasaba largas y solitarias noches. Al fin
y al cabo, había sido allí donde se había escenificado el último acto, allí hasta
donde había llegado el forastero a pronunciar la palabra que había hecho que Boyne
se levantara y le siguiera. El suelo que ella pisaba había sentido sus pasos, los
libros de las estanterías habían visto su rostro. Había instantes en los que la
intensa presencia de las paredes, vetustas y sombrías, parecía a punto de manifestarse,
desvelando de forma audible parte de su secreto. Pero dicha revelación no llegaba
a producirse, y ella sabía que nunca lo haría. No era Lyng una de esas casonas indiscretas
que traicionan los secretos que se les confían. Su propia leyenda demostraba que
siempre había sido el cómplice mudo, el insobornable guardián de los misterios que
había llegado a averiguar. Y Mary Boyne, sentada frente a frente con su portentoso
silencio, sabía que no habría medio humano de hacérselo romper.
5
–No
digo que no fuese correcto, pero tampoco digo que lo fuese. Eran negocios.
Al
escuchar estas palabras, Mary, sorprendida, levantó la cabeza y miró con interés
y detenimiento a la persona que las pronunciaba.
Cuando
media hora antes le habían presentado una tarjeta en la que se leía “Sr. Parvis”,
supo inmediatamente que el nombre había formado parte de su subconsciente desde
que lo leyera al inicio de la carta inconclusa de Boyne. En la biblioteca, esperándola,
encontró a un hombre corriente, de baja estatura, calvo y con gafas de montura dorada.
Le provocó un extraño estremecimiento saber que aquélla era la persona a quien su
marido había dirigido su último pensamiento conocido.
Con
cortesía pero prescindiendo de preámbulos inútiles, como corresponde a quienes nunca
pierden de vista el reloj, Parvis había expuesto el motivo de su visita. Había vuelto
a Inglaterra por negocios y, dado que se encontraba en la comarca de Dorchester,
no había querido marcharse sin presentar sus respetos a la señora Boyne, sin preguntarle
(si se presentaba la ocasión) lo que pensaba hacer en relación a la familia de Bob
Elwell.
Sus
palabras activaron en el interior de Mary el resorte de un espanto indescriptible.
¿Es
que, después de todo, sí conocía su visitante lo que había querido decir Boyne con
su frase inacabada? Pidió que le aclarase la pregunta y advirtió que a él le sorprendía
que ella no estuviese al tanto del asunto. ¿Era posible que la señora Boyne supiese
tan poco como decía?
–No
sé nada… Cuéntemelo usted –atinó a decir ella. Y seguidamente el visitante procedió
a desvelarle la historia. Incluso a través de los ofuscados sentidos de Mary y de
su inexperta visión del tema, el relato de Parvis arrojaba una luz escabrosa sobre
el turbio asunto de la mina Blue Star. Su marido había hecho fortuna en aquel brillante
negocio a costa de “adelantarse” a otro sujeto menos atento a la oportunidad. La
víctima de su astucia había sido el joven Robert Elwell, que había “metido” a Boyne
en el plan Blue Star.
Ante
las expresiones de estupor de Mary, Parvis le dirigió una mirada pensativa a través
de sus gafas imparciales.
–Bob
Elwell no fue suficientemente listo, eso es todo. Si lo hubiera sido, las cosas
se habrían desarrollado a la inversa y se la hubiese jugado a Boyne de la misma
manera.
Este
tipo de cosas suceden todos los días en los negocios. Supongo que es lo que los
científicos llaman la supremacía del más fuerte –dijo Parvis claramente satisfecho
con lo acertado de su analogía.
Mary
sintió un espasmo físico ante la siguiente pregunta que intentaba formular, como
si las palabras que estaban al borde de sus labios tuviesen un sabor nauseabundo.
–Entonces…
¿acusa usted a mi marido de hacer algo reprobable?
El
señor Parvis consideró la pregunta sin inmutarse.
–¡Oh,
no! No. Ni siquiera digo que no fuese correcto. –Recorrió con la mirada los largos
estantes de libros, como si alguno de ellos pudiese proporcionarle la definición
que buscaba.
–No
digo que no fuese correcto, pero tampoco digo que lo fuese. Eran negocios.
No
se le ocurrió, después de pensarlo detenidamente, una forma mejor de expresarlo.
Mary
permanecía sentada mirándole con expresión de pavor. Se le antojaba que él era el
indiferente e implacable emisario de algún poder maléfico e informe.
–Pero,
al parecer, los abogados del señor Elwell no compartían su punto de vista, porque
imagino que fueron ellos los que le aconsejaron retirar la demanda.
–¡Oh,
sí! Sabían que técnicamente aquello apenas se sostenía. Pero cuando le aconsejaron
que retirase la demanda Elwell se volvió loco. Ya sabe, había pedido prestada la
mayor parte del dinero que perdió en la Blue Star y estaba en un serio aprieto.
Por eso, cuando le confirmaron que no había nada que hacer, se pegó un tiro.
Grandes
y ensordecedoras oleadas de horror arrasaron el semblante de Mary.
–Bueno,
no se mató exactamente. Tardó dos meses en morir –declaró Parvis con la misma ausencia
de emoción que un gramófono haciendo sonar su disco.
–¿Quiere
decir que intentó matarse y falló? ¿Que volvió a intentarlo?
–¡Oh!,
no hizo falta que lo intentara de nuevo –dijo Parvis con gravedad.
Continuaban
sentados en silencio uno frente al otro, balanceando él entre sus dedos las gafas
de ver con aire ensimismado; ella, inmóvil, con los brazos rígidos, entrelazando
las rodillas en actitud tensa.
–Pero
si usted sabía esto… –logró decir al fin, apenas elevando la voz por encima del
susurro–: ¿Cómo es que cuando le escribí al tiempo de desaparecer mi marido me dijo
usted que no comprendía su carta?
Parvis
encajó la pregunta sin alterarse.
–Bueno,
estrictamente hablando no la comprendía. Y de haberla comprendido tampoco era ya
momento de hablar del tema. El asunto Elwell se dio por concluido al retirarse la
demanda. Nada que yo pudiese haberle dicho le habría ayudado a encontrar a su marido.
Mary
siguió presionándole:
–Entonces,
¿por qué me lo cuenta ahora?
Parvis
permaneció impasible.
–Para
empezar, suponía que usted sabía más de lo que parece saber…, sobre las circunstancias
de la muerte de Elwell, quiero decir. Y, por otra parte, es ahora cuando la gente
está empezando a hablar del tema. Todo el asunto ha salido a relucir de nuevo. Y
pensé que si usted no estaba al corriente, debería estarlo.
Ella
guardaba silencio y él prosiguió:
–Mire,
hace poco que se ha descubierto el penoso estado en que estaban los asuntos de Elwell.
Su esposa es una mujer orgullosa, siguió luchando mientras pudo, yendo a trabajar,
llevándose costura a casa, hasta que enfermó gravemente…, del corazón, creo.
Pero
tenía que cuidar de su madre postrada en cama, de sus hijos. Finalmente no pudo
con todo y tuvo que pedir ayuda. Ello atrajo la atención sobre el caso, la prensa
lo acogió y se inició una suscripción popular. A todo el mundo le caía bien Bob
Elwell y la mayoría de las personalidades locales figuraban en dicha lista. La gente
empezó a hacerse preguntas…
Le
alargó a Mary un periódico que ella misma desplegó con parsimonia, recordando al
hacerlo la tarde que, en aquella misma habitación, la lectura de un recorte del
Sentinel había zarandeado por vez primera los cimientos de su estabilidad.
Al
abrir el diario, sus ojos, deslumbrados por los fulgurantes titulares: “La viuda
de la víctima de Boyne abocada a la caridad”, recorrieron la columna de texto que
figuraba al pie de dos retratos. El primero era de su marido, tomado de una fotografía
realizada durante el año que llegaron a Inglaterra. Era la fotografía que más le
gustaba a ella, la misma que estaba arriba, en el buró del dormitorio. Al reencontrarse
sus ojos con los de la fotografía se sintió incapaz de leer lo que se decía de su
esposo, y una punzada de dolor la hizo entrecerrar los párpados.
–Pensé
que tal vez estaría dispuesta a incluir su firma… –Oyó decir a Parvis.
Abrió
los ojos con esfuerzo y su mirada recayó sobre la otra imagen. Pertenecía a un hombre
de aspecto juvenil, de complexión menuda, vestido con ropa vulgar, con los rasgos
algo desdibujados por la sombra de un sombrero de ala prominente. ¿Cuándo había
visto ella antes ese perfil? Se quedó mirando la foto aturdida, con el corazón golpeando
en su garganta y sus oídos. Entonces lanzó un grito.
–¡Este
es el hombre…, el hombre que vino a ver a mi marido!
Oyó
a Parvis ponerse en pie de un respingo y, de forma confusa, fue consciente de haberse
acurrucado en un extremo del sofá, y de que él se inclinaba sobre ella alarmado.
Con
un intenso esfuerzo se rehízo y recogió el periódico que había dejado caer.
–¡Este
es el hombre! ¡Le reconocería en cualquier parte! –sollozó con una voz que retumbó
como un alarido en sus tímpanos.
La
voz de Parvis le llegaba desde muy lejos, desde el abismo infinito de un zigzagueante
laberinto desdibujado por la niebla.
–Señora
Boyne, no se encuentra usted bien. ¿Desea que avise a alguien? ¿Le traigo un vaso
de agua?
–¡No,
no, no! –Se incorporó aproximándose hacia él, agarrando el periódico con el puño
crispado–. Se lo estoy diciendo: ¡éste es el hombre! ¡Le conozco! ¡Habló conmigo
en el jardín!
Parvis
le arrebató el periódico y enfocó sus gafas directamente sobre el retrato.
–No
puede ser, señora Boyne. Este es Robert Elwell.
–¿Robert
Elwell? –su demudado rostro pareció surcar el espacio–. Entonces fue Robert Elwell
quien vino a por él.
–¿Que
vino a por él? ¿El día que se marchó? –La voz de Parvis se debilitaba a medida que
se elevaba la de ella. Se inclinó un poco, imponiéndole una mano fraternal, como
si quisiera inducirla gentilmente a sentarse de nuevo–. No puede ser, ¡Elwell había
muerto! ¿No se acuerda?
Mary
tomó asiento, con la mirada clavada en la fotografía, ajena a lo que él le decía.
–¿No
recuerda la carta inacabada que me dirigió Boyne, la que encontró usted aquel día
en el escritorio? Fue escrita justo después de que se enterara de la muerte de Elwell.
Ella
percibió cierto temblor extraño en la voz monocorde de Parvis.
–Seguro
que lo recuerda –insistía él.
Sí,
lo recordaba. Y era eso lo que más la horrorizaba. Elwell había fallecido el día
anterior a la desaparición de su marido. Aquél era el retrato de Elwell, el retrato
del hombre que había conversado con ella en el jardín. Levantó la cabeza y paseó
la mirada lentamente por la biblioteca. También la biblioteca podría atestiguar
que aquél era el retrato del hombre que entró aquel día interrumpiendo a Boyne en
su carta inconclusa. Abriéndose paso entre las densas brumas de su memoria, Mary
alcanzó a oír el lejano eco de unas palabras casi olvidadas, unas palabras pronunciadas
por Alida Stair en el jardín de Pangbourne mucho antes de que Boyne y su esposa
hubiesen visto la casa de Lyng, o imaginado que algún día vivirían en ella.
–Este
es el hombre que habló conmigo –repitió.
Miró
de nuevo a Parvis. Éste procuraba disimular su consternación bajo lo que él imaginaba
una expresión de compasión indulgente, pero las comisuras de sus labios estaban
azules.
“Cree
que estoy loca –pensó Mary–, pero yo no soy ninguna loca”. De repente se le ocurrió
la manera de probar su afirmación.
Permaneció
callada en su asiento, controlando el temblor de sus labios, aguardando hasta estar
segura de que su voz adquiriría su tono habitual. Entonces, clavando la mirada en
Parvis, dijo:
–¿Podría
responderme a una pregunta? ¿Cuándo intentó suicidarse Elwell?
–¿Cuándo…?
¿Cuándo…? –balbució él.
–Sí,
la fecha. Trate de recordar, por favor.
Era
consciente de que él cada vez se sentía más intimidado por ella.
–Tengo
un motivo –insistió Mary con delicadeza.
–Sí,
sí. Es que no me acuerdo. Unos dos meses antes, diría yo.
–Necesito
la fecha exacta –repitió ella.
Parvis
cogió el periódico.
–Aquí
podremos verlo –dijo aún complaciente. Recorrió la página con la mirada–. Aquí está.
En octubre pasado, el día…
Ella
le interrumpió:
–El
20, ¿no?
Observándola
atentamente él le confirmó:
–Sí,
el 20. ¿Cómo lo sabía?
–Lo
sé ahora –Su mirada perpleja pasó por encima de él–. El domingo 20… Ese día vino
por primera vez.
La
voz de Parvis era apenas audible:
–¿Vino
por primera vez?
–Sí.
–Entonces,
¿le vio usted dos veces?
–Sí,
dos veces –suspiró ella con los ojos abiertos–. La primera ocasión fue el 20 de
octubre. Recuerdo bien la fecha porque fue el día que subimos por primera vez al
monte Meldon. –Sintió ganas de reír para sus adentros al pensar que, de no ser por
aquel detalle, quizá lo habría olvidado.
Parvis
seguía escrutándola, como intentando interceptar su mirada.
–Le
vimos desde el tejado –prosiguió ella–. Bajaba por la avenida de los tilos en dirección
a la casa. Iba vestido de la misma forma en que aparece en esa foto. Mi marido le
vio primero. Se asustó y bajó delante de mí. Pero no había nadie abajo. Se había
esfumado.
–¿Elwell
se había esfumado? –tartamudeó Parvis.
–Sí.
Los
murmullos de ambos parecieron fundirse.
–No
comprendía lo que había sucedido. Ahora lo veo claro. Intentó venir entonces, pero
no llevaba suficiente tiempo muerto… No le era posible llegar hasta nosotros. Tuvo
que esperar dos meses, entonces regresó… y Ned se marchó con él.
Hizo
a Parvis un gesto afirmativo, con la mirada triunfal del niño que ha logrado solucionar
con éxito un puzle complejo. Pero, de repente, alzó las manos en un gesto desesperado,
presionando con ellas sus congestionadas sienes.
–¡Oh,
Dios mío!, yo misma le conduje hasta Ned… Le dije adonde dirigirse. ¡Le envié hasta
esta misma habitación! –gimió.
Sintió
que las paredes de la habitación la cercaban, como ruinas desmoronándose en su interior.
Oyó a Parvis, en la lejanía, increpándola a través de dichas ruinas, luchando por
alcanzarla. Pero ella era insensible a su contacto, no sabía lo que le estaba diciendo.
En medio del estruendo una única nota se dejaba oír con nitidez: la voz de Alida
Stair hablando en el jardín de Pangbourne.
“No
lo sabréis hasta después –decía–. No lo sabréis hasta mucho, mucho después”.
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