Iván
Efremov
I
–¡Aleksej Petrovic! ¿Cuándo ha llegado? Muchas
personas han preguntado por usted.
–Hoy. Pero aún no estoy para
todos. Por favor, cierre la ventana de la antecámara.
El recién llegado se quitó un
viejo impermeable de tipo militar, se secó la cara con un pañuelo, alisó sus
finos y claros cabellos, ya fuertemente disminuidos en la cima de su cráneo.
Tomó asiento en una butaca, encendió un cigarrillo, luego se levantó, caminando
arriba y abajo por la habitación, llena de armarios y mesas.
–¿Será posible? –pensó, en voz
alta.
Se acercó a un armario para
abrir con fuerza la alta puerta de encino. En la penumbra del interior
aparecieron las blancas extremidades de los travesaños de los estantes. Sobre
uno de ellos había una caja cúbica de fuerte cartón amarillo: la cara vuelta hacia
el exterior llevaba pegada una tira de papel amarillo cubierta de ideogramas
chinos; esparcidos sobre toda su superficie, se veían numerosos circulitos de
sellos postales.
El hombre acarició el cartón con
sus largos dedos pálidos.
–¡Tao Li, desconocido amigo! Ha
llegado el momento de actuar.
Cerró dulcemente las puertas del
armario. El profesor Satrov tomó una vieja bolsa, de la que extrajo un cuaderno
enmohecido con la tapa gris. Volviendo con cuidado las páginas, empezó a
examinar con una lupa largas series de cifras, haciendo a veces ciertos
cálculos sobre un grueso bloc.
El cenicero se llenó de colillas
y de cerillos quemados. El aire, lleno de humo, se coloreó de azul.
Los ojos excepcionalmente claros
de Satrov brillaban bajo las espesas cejas. La alta frente de pensador, las
cuadradas mandíbulas y el marcado perfil de la nariz, reforzaban una impresión
de fuerza mental poco común y daban al profesor aspecto de fanático.
Al fin, el científico apartó el
cuaderno.
–Sí. Setenta millones de años.
Con un gesto brusco, Satrov
extendió el brazo como para traspasar algo ante sí, miró a su alrededor con
ojos maliciosos y dijo de nuevo, en voz alta:
–Setenta millones… Pero no hay
que tener miedo… Satrov puso en orden el escritorio metódicamente, sin prisas;
se puso el impermeable y volvió a casa.
Satrov lanzó una mirada sobre
los “bocetos”, como llamaba a su colección de bronces artísticos, esparcidos
por todos los rincones de la habitación. Se sentó ante una mesa cubierta con un
encerado negro, sobre la que un cangrejo de bronce sostenía un enorme tintero,
y abrió un álbum.
–Quizá estoy cansado…
envejecido… Me salen canas, me quedo calvo y… chocheo –murmuró.
Hacía tiempo que se sentía
desganado; le parecía como si tuviera el cerebro enganchado en una tela de
araña, tejida durante años por una cotidiana monotonía. Su pensamiento ya no
volaba lejos con alas potentes; como un caballo sujeto a un pesado carro, avanzaba
con seguridad pero despacio y con la cabeza gacha. Satrov comprendía que su
estado era debido al cansancio. Los amigos y los colegas le aconsejaban
retirarse, pero el profesor no sabía descansar ni interesarse en otra cosa,
–¡Déjenme en paz! Hace veinte
años que no voy al teatro y desde mi nacimiento no he estado en el campo
–acostumbraba afirmar, con aire sombrío.
Pero, al mismo tiempo, el científico
era consciente de que el largo aislamiento, la consentida limitación de su
interés, le costaría una pérdida de fuerzas y de valor intelectuales. Su retiro
voluntario le daba la probabilidad de concentrarse más, pero lo mantenía, por
otra parte, sepultado en una oscura habitación lejos de todas las cosas del
mundo.
Estupendo aficionado, siempre
había encontrado la serenidad en la pintura. Pero tampoco una composición
compleja y estudiada en todos los detalles conseguía ahora vencer su tensión
nerviosa. Satrov cerró el álbum con violencia, se levantó y tomó un paquete de
usadas partituras. Poco después, el viejo armonio llenó la habitación con las
notas melodiosas del intermedio de Brahms. Satrov tocaba mal y raras veces,
pero elegía valerosamente las piezas de más difícil ejecución, tal vez porque
solía tocar en soledad y para sí mismo. Mirando las notas con los ojos miopes
semicerrados, el profesor recordó todos los detalles de su reciente viaje, un
viaje extraordinario para una persona sedentaria como él.
Un antiguo alumno suyo pasado a
la sección de astronomía había elaborado una original teoría sobre el
movimiento del sistema solar en el espacio. Entre el profesor y Viktor (tal era
el nombre del exalumno) se habían establecido firmes relaciones de amistad. Al
estallar la guerra, Viktor se había enrolado como voluntario y fue enviado a la
Escuela de Carros Armados, donde siguió un largo curso de adiestramiento. Por
aquella época había completado su teoría. A principios de 1943, Satrov había
recibido de Viktor una carta, en la que el exalumno le comunicaba haber
conseguido llevar a buen término su trabajo, prometiendo enviarle un cuaderno
con la exposición detallada de su teoría, en cuanto tuviese tiempo de hacer una
copia. Pero aquélla había sido su última carta; poco después, su exalumno murió
en una grandiosa batalla de tanques.
Por eso, Satrov nunca recibió el
cuaderno prometido.
Las activas gestiones
emprendidas para recuperar un eventual pliego expedido a su nombre no dieron
ningún resultado. El profesor se convenció por fin de que Viktor, enviado al
frente con gran urgencia, no había tenido tiempo material de mantener su promesa.
Inmediatamente después de la guerra, Satrov consiguió localizar al comandante
del grupo de Viktor. Este había participado en la misma batalla en la que el
exalumno perdió la vida, y se encontraba hospitalizado en Leningrado, donde
trabajaba Satrov. El militar le aseguró que el tanque de Viktor, pese a haber
sido alcanzado de lleno, no se había incendiado; si, efectivamente, los papeles
del difunto estaban allí, aún existía la esperanza de recuperarlos. Según el
comandante, el tanque seguiría aún en el campo de batalla, porque la zona fue
abundantemente minada.
El profesor se trasladó, junto
con el comandante, al escenario de la muerte de Viktor.
Y ahora, como si salieran de las
ajadas partituras, desfilaban delante de sus ojos las imágenes del viaje apenas
terminado.
–¡Quieto, profesor! ¡No dé un
paso más! –gritó el comandante, a su espalda.
Satrov obedeció.
El campo, batido por el sol,
estaba cubierto de gruesas yerbas. Gotas de escarcha brillaban sobre las hojas,
sobre los pétalos aterciopelados de las blancas flores de olor dulzón, sobre
las cónicas florituras de los epilobios. Con el calor del sol matutino, los
insectos zumbaban atareados sobre el follaje. Más lejos, el bosque mutilado por
los proyectiles tres años atrás extendía la sombra de su verdor, rota por
desiguales y frecuentes claros, recuerdo de las heridas de guerra en lenta
curación. El campo era un completo fermento de vida vegetal, pero bajo la
hierba vigorosa se escondía la muerte, aún no borrada, no vencida por el tiempo
y la naturaleza.
La hierba crecida rápidamente
escondía la tierra herida, cubierta de proyectiles, minas y bombas, arada por
las cadenas de los carros armados, sembrada de astillas y bañada de sangre…
Satrov vio los tanques
destrozados. Semicubiertos por la hierba, aparecían mustios en medio del campo
en flor, con chorros de herrumbre roja sobre la coraza destrozada, con los
cañones apuntados hacia el cielo o inclinados hacia el suelo. A la derecha, en
un pequeño declive, se perfilaban las masas negras de tres máquinas quemadas e
inmóviles. Los cañones alemanes apuntaban a Satrov, como si un odio ya muerto
todavía los obligase a apuntar rabiosamente sobre los blancos y jóvenes
abedules del margen del bosque.
Más allá, sobre un pequeño alto,
un carro se había volcado al embestir una máquina caída sobre un costado. Entre
las matas de epilobios sólo se veía una parte de su torre con la cruz blanca
sucia. A la izquierda, la manchada masa gris oscura de un Ferdinand doblaba
hacia abajo su cañón, cuya boca se hundía en la espesa hierba.
El florido campo no estaba
atravesado por ningún sendero; entre la espesa hierba no aparecía la menor
huella de hombre o de animal, no se escuchaba ningún rumor. Sólo una garza,
asustada, dejaba escuchar su grito estridente desde algún lugar indeterminado.
Lejano, roncaba un tractor.
El comandante se subió a un
tronco de árbol caído y permaneció inmóvil largo rato. También su chofer
callaba.
A Satrov le vino
involuntariamente a la memoria, en su solemne tristeza, la inscripción latina
que los antiguos solían esculpir en la entrada del teatro anatómico: “Hic
est locus ubi mors gaudet sucurrere vitam”, que significaba: “Este es el
lugar en el que la muerte se complace en venir en socorro de la vida”.
Un sargento de baja estatura que
mandaba la escuadra de zapadores se acercó al comandante. Su euforia le pareció
a Satrov fuera de lugar.
–Camarada comandante, ¿podemos
empezar? –preguntó el sargento, con voz sonora–. ¿Desde dónde?
–Desde aquí –el comandante
hundió el bastón en un arbusto de espino blanco–. En dirección hacia aquel
abedul…
El sargento y los cuatro
soldados que lo acompañaban empezaron a localizar las minas.
–¿Dónde está el tanque de
Viktor? –preguntó Satrov, en voz baja–. Aquí sólo veo tanques alemanes.
–Venga, mire –el comandante
indicó con la mano a la izquierda–, allí, cerca del grupo de álamos. ¿Ve aquel
pequeño abedul de arriba? El carro está a la derecha.
Satrov se fijó en el punto
indicado. Un pequeño abedul, aún en pie por milagro en el que había sido campo
de batalla, parecía palpitar apenas con el temblor de las tiernas hojas nuevas.
Y sobre la hierba, a unos dos metros, despuntaba una masa metálica deforme que,
desde lejos, parecía una gran mancha roja con estrías negras.
–¿Lo ve? –preguntó el
comandante. Tras el gesto afirmativo del profesor, añadió–: Más a la izquierda
está el mío. Allí está, está quemado. Aquel día yo…
En aquel momento llegó el
sargento, que había terminado su trabajo.
–Terminado. El sendero está
dispuesto.
El profesor y el comandante se
pusieron en marcha. A Satrov, el carro le pareció como una calavera deformada,
surcada por las negras sombras de grandes heridas. La coraza, retorcida y
fundida en muchos sitios, presentaba rojas manchas de óxido.
Con ayuda del conductor, el
comandante se encaramó sobre la máquina destruida, observó el interior largo
rato con la cabeza metida por la escotilla abierta. Satrov se encaramó tras él
y quedó a la espera, de pie sobre la coraza.
El comandante sacó la cabeza de
la escotilla y dijo áspero, cerrando los ojos, deslumbrados por el sol:
–Es inútil que baje. Espere
aquí. El sargento y yo lo buscaremos. Si no lo encontramos, aunque sólo sea
para que se convenza, podrá bajar si lo desea.
El sargento se metió ágilmente
en la máquina y ayudó al comandante a hacer otro tanto. Satrov se inclinó,
preocupado, sobre la escotilla. En el interior del carro el aire era sofocante,
impregnado de podredumbre, con un ligero olor de aceite mineral y grasa. Aunque
a través de las rasgaduras de la coraza penetrase un poco de luz, el comandante
había encendido, para mayor seguridad, una linterna eléctrica. Inclinado,
intentó, dentro del caos de metal retorcido, descubrir lo que no hubiese sido
totalmente destruido. Intentó colocarse en el lugar del comandante, imaginando
que se veía obligado a esconder algo valioso. El sargento se había metido en el
habitáculo del conductor, donde estuvo largo rato revolviéndose y jadeando.
De improviso, el comandante
descubrió sobre un asiento intacto una bolsa de reconocimiento colocada tras la
almohadilla en el travesaño del respaldo. La sacó rápidamente. La piel,
desteñida e hinchada, parecía aún en buen estado. Bajo la funda de celuloide,
deteriorada por el tiempo, se veía un plano. El comandante arrugó la frente,
presintiendo una desilusión, y forzó los oxidados botones automáticos. Satrov
siguió sus movimientos con clara impaciencia. Bajo el plano topográfico,
doblado varias veces, había un cuaderno con una gruesa tapa de color gris.
–¡Lo encontré!
El mayor llevó la bolsa de
reconocimiento hasta la escotilla.
Satrov sacó con premura el
cuaderno, abriendo con cuidado sus arrugadas páginas. Al ver series de cifras y
reconocer la escritura de Viktor, lanzó un grito de alegría.
El comandante salió del carro.
Se había levantado un ligero
vientecillo que traía el dulce perfume de las flores. El delgado abedul
temblaba, inclinándose sobre el carro como presa de enorme tristeza. Sobre el
cielo flotaban espesas nubes blancas, y a lo lejos, somnoliento y rítmico, se
oía el canto de un cuclillo…
…Satrov no advirtió que la puerta se había abierto
y que a la habitación había entrado su mujer. Ésta miró con amables ojos
azules, orlados de una sombra de preocupación, al marido, absorto en sus
pensamientos.
–¿Comemos, Alesa?
Satrov cerró el armonio.
–Otra vez tus pensamientos,
¿verdad? –le preguntó, dulcemente, su esposa, sacando los platos del aparador.
–Pasado mañana iré dos o tres
días al observatorio para visitar a Belskij.
–No te reconozco, Alesa. Tú,
siempre metido en casa… durante meses sólo he visto tu espalda inclinada sobre
la mesa, y ahora… ¿Qué te ha pasado? Aquí veo la influencia de…
–¿De Davydov? –se rio Satrov–.
No, no, Oljuska, él no tiene ninguna relación. No lo he visto desde el cuarenta
y uno.
–¡Pero si se escriben cada
semana!
–No exageres, Oljuska. Davydov
está ahora en América, en el congreso de geólogos… Por cierto, me haces
recordar que vuelve dentro de unos días. Hoy mismo le escribiré.
El observatorio había sido
reconstruido hacía poco, tras la bárbara destrucción provocada por los
hitlerianos.
Satrov fue acogido con
cordialidad y cortesía. Lo recibió el propio director, el académico Belskij,
quien puso a su disposición una habitación en su no muy espaciosa casa. Durante
dos días, Satrov observó todo cuanto le rodeaba, tomó contacto con los instrumentos,
los catálogos de las estrellas y los mapas celestes. Al tercer día le
proporcionaron uno de los más potentes telescopios, por cuanto aquella noche
era favorable a las observaciones. Belskij se brindó para servirle de guía en
los sectores del cielo citados en el manuscrito de Viktor.
La sala en la que estaba
dispuesto el telescopio parecía más el taller de una gran fábrica que un
laboratorio científico. Las complejas construcciones metálicas superaban
cumplidamente el alcance de los conocimientos técnicos de Satrov, quien pensó
que su amigo, el profesor Davydov, apasionado por cualquier clase de máquinas,
seguramente las habría apreciado más. En la gran torre circular destacaban
algunos paneles con aparatos eléctricos. El ayudante de Belskij maniobró con
rapidez y habilidad diversos interruptores y botones. Se escuchó el ruido sordo
de los motores eléctricos, la torre giró sobre sí misma y el gran telescopio,
semejante a un cañón con el tubo tapado, se abatió sobre el horizonte. El rumor
de los motores cesó, seguido de un ligero silbido. El movimiento del telescopio
se hizo casi imperceptible. Belskij invitó a Satrov a subir por una ligera
escalerita de aluminio. Sobre la plataforma estaba fijada una cómoda butaca, lo
suficientemente ancha como para albergar a los dos científicos. Al costado
había una mesita con algunos instrumentos. Belskij atrajo hacia sí una barra
metálica que llevaba en su extremo dos binoculares, semejantes a los que solía
usar Satrov en su laboratorio.
–Este instrumento permite la
observación simultánea a dos personas –explicó Belskij–. Los dos veremos la
misma imagen proporcionada por el telescopio.
–Ya lo sé. También nosotros, los
biólogos, lo utilizamos –contestó Satrov.
–Hoy recurrimos raramente a la
observación visual –continuó Belskij–; el ojo se cansa en seguida y no conserva
la imagen. Todo el trabajo astronómico moderno se basa en la fotografía,
especialmente la observación de las estrellas, que es la que le interesa… Para
empezar, puede ver alguna estrella. Aquí tiene una bonita pareja, azul y
amarilla, en la constelación del Cisne. Regule el foco, como de costumbre…
Espere; será mejor apagar la luz, para que sus ojos se acostumbren…
Satrov acercó los ojos al
binocular y con mano experta reguló rápidamente los tornillos. En el centro de
la negra circunferencia del campo visual brillaban claramente dos estrellas muy
próximas. Satrov se dio cuenta inmediatamente de que el telescopio no estaba en
situación de aumentar las estrellas tanto como la Luna o los planetas, a causa
de las inmensas distancias que las separan de la Tierra. El telescopio recogía
y concentraba sus rayos, haciéndolos más brillantes, más nítidamente visibles,
y permitiendo ver mejor millones de estrellas de menor tamaño, absolutamente
invisibles a simple vista.
Ante Satrov, sobre un fondo
intenso, brillaban dos puntos luminosos de un bonito color azul y amarillo,
incomparablemente más espléndidas que las más bellas piedras preciosas.
Aquellos minúsculos puntos luminosos proporcionaban una indecible sensación de
luz purísima y de infinita distancia, sumergidos en el insondable abismo de las
tinieblas atravesadas por sus rayos. Satrov quedó fascinado por aquella
palpitación de mundos lejanos, hasta que Belskij, apoyándose cómodamente contra
el respaldo de la butaca, lo distrajo al decirle:
–Continuemos nuestras
observaciones. Difícilmente tendremos otra noche tan buena, y además, el
telescopio ya no estará libre. ¿Quiere ver el centro de nuestra galaxia, el eje
sobre el que gira esta rueda de estrellas?
Los motores volvieron a
funcionar. Satrov sintió cómo se desplazaba la plataforma. En las lentes del
binocular apareció un enjambre de veloces luces. Belskij aminoró la marcha del
telescopio y la enorme máquina se movió imperceptible, silenciosamente. Ante
los ojos de Satrov desfiló la parte de la Vía Láctea situada en los sectores de
las constelaciones de Sagitario y de Escorpión.
Las breves aclaraciones de
Belskij lo ayudaron a orientarse en el acto y a comprender lo que veía. La
cinta lechosa de la Vía Láctea estaba rociada de innumerables puntos luminosos,
que se espesaban en una gran nebulosa oblonga dividida por dos zonas oscuras.
Aquí y allá, sendas estrellas más cercanas a la Tierra brillaban con mayor
intensidad, como si hubiesen salido de las profundidades del espacio.
Belskij paró el telescopio y
amplió los aumentos del ocular. El campo visual apareció casi enteramente
ocupado por una nube de estrellas, una densa masa luminosa en la que ya no se
distinguían las estrellas separadas. A su alrededor hormigueaban millones de
estrellas en grupos compactos y enrarecidos. A la vista de esta abundancia de
mundos, no inferiores a nuestro Sol en dimensiones y luminosidad, Satrov notó
una cierta opresión.
–En esta dirección se halla el
centro de la galaxia –explicó Belskij–, a una distancia de treinta mil años
luz. El verdadero centro es invisible para nosotros. Hasta hace poco no se ha
logrado fotografiar con rayos infrarrojos el indistinto y vago contorno de este
núcleo. A la derecha, esta mancha negra de enormes dimensiones es la masa de
materia oscura que cubre el centro de la galaxia. En torno suyo giran todas las
estrellas, así como el Sol, a una velocidad de doscientos cincuenta mil
kilómetros por segundo. Si no existiera esa cortina oscura, aquí, la Vía Láctea
sería muchísimo más luminosa y por la noche nuestro cielo no parecería negro,
sino de color ceniza… Sigamos adelante…
En el telescopio, entre los
enjambres de estrellas, se veían intervalos negros a distancias de millones de
kilómetros.
–Aquélla es una nube de polvo
oscuro y de fragmentos de materia –explicó Belskij–. Las estrellas las
atraviesan con sus rayos infrarrojos, como se ha demostrado al fotografiar con
placas especiales… Aunque hay también numerosas estrellas que no brillan. Nosotros
hemos comprobado sólo la presencia de las más próximas gracias a las ondas de
radio que emiten.
Satrov contemplaba una gran
nebulosa. Semejante a una espira de humo luminosa, surcada con profundos vacíos
negros, se cernía en el espacio como una nube embestida por un torbellino. En
lo alto y a la derecha se veían copos más lúcidos, amarillentos, lanzados en
los infinitos espacios interestelares.
Daba miedo pensar en las
inmensas dimensiones de aquella nube de polvo cósmico que reflejaba la luz de
las estrellas lejanas. En una cualquiera de sus negras zonas de vacío, todo
nuestro sistema solar resultaría una entidad imperceptible.
–Echemos ahora una mirada más
allá de los confines de nuestra galaxia –dijo Belskij.
El campo visual se agrandó. Sólo
en muy escasos momentos aparecían en lo profundo del cielo puntos luminosos
apenas perceptibles, tan débiles que su luz moría en el ojo, sin conseguir casi
provocar una sensación visual.
–Este es el espacio que separa
nuestra galaxia de las otras islas de estrellas. Son mundos estelares parecidos
a nuestra galaxia, pero excepcionalmente lejanos. Allí, hacia la constelación
de Pegaso, se halla la zona más profunda del espacio que conocemos. Ahora
miramos la galaxia más vecina a nosotros, que tiene dimensiones y forma
semejantes a nuestro gigantesco sistema. Está formada por miríadas de estrellas
de diverso tamaño y luminosidad, presenta los mismos cúmulos, la misma faja de
materia oscura que se extiende sobre el plano ecuatorial y está también rodeada
de cúmulos estelares esféricos. Es la llamada nebulosa M-31, en la constelación
de Andrómeda. Está inclinada oblicuamente con respecto a nosotros, de forma que
así la vemos en parte ladeada y en parte plana…
Satrov vio una nebulosa pálida
de alargada forma oval. Observándola con atención, pudo distinguir haces
luminosos dispuestos en espiral y separados por zonas oscuras.
En el centro de la nebulosa era
visible una masa de estrellas más compacta y luminosa, que se fundía en un
único grupo a una distancia abismal. De esta partían ramificaciones en espiral
apenas perceptibles. Alrededor de la masa compacta, separados por anillos
oscuros, se extendían haces más claros y pálidos, rotos en las extremidades por
una serie de pequeñas manchas redondas, en particular hacia el límite inferior
del campo visual.
–Mire… Para un paleontólogo como
usted, esto le resultará particularmente interesante. La luz que llega ahora a
nuestros ojos salió de aquella galaxia hace un millón y medio de años. Cuando
aún no existía el hombre sobre la Tierra…
–¿Y aquélla es la galaxia más
próxima? –preguntó Satrov, maravillado.
–¡Exacto! Conocemos otras,
situadas a distancias del orden de centenares de miles de millones de años luz.
La luz ha tenido que correr durante miles de millones de años a la velocidad de
diez trillones de kilómetros al año para llegar hasta nosotros. Hemos observado
estas galaxias en la constelación de Pegaso…
–¡Inconcebible! Apenas cabe
imaginar distancias semejantes. Espacios infinitos, inconmensurables…
Belskij le mostró aún durante
largo rato los astros nocturnos. El profesor dio las gracias calurosamente a su
Virgilio celeste y volvió a su habitación. Más tarde se acostó, pero se quedó
fantaseando sin conseguir dormirse.
En sus ojos cerrados saltaban enjambres
de miles de astros, aparecían colosales nebulosas, negras cortinas de materia fría,
gigantescos copos de gases luminosos…
Durante billones, trillones de kilómetros,
todo estaba esparcido a distancias inimaginables en el vacío monstruoso y frío,
en la eterna tiniebla, surcada sólo por arroyos de potentes radiaciones.
Las estrellas… enormes masas de materia
que se mantienen compactas por la gravedad que una desmesurada presión lleva a una
altísima temperatura. La elevada temperatura provoca reacciones atómicas que aumentan
la emisión de energía. A fin de poder resistir, para no explotar y conservar el
equilibrio interior, las estrellas deben liberar cantidades enormes de energía,
que es irradiada en el espacio bajo forma de calor, luz, rayos cósmicos. Y como
si fueran centrales atómicas, alrededor de las estrellas giran los planetas, a los
que éstas dan su calor.
En las monstruosas profundidades
del espacio, los sistemas planetarios, junto a miles de millones de estrellas aisladas
y de materia oscura y fría, forman un colosal sistema semejante a una rueda: la
galaxia. A veces las estrellas se acercan, luego se alejan de nuevo durante millones
de años, naves de una misma galaxia. A distancias aún mayores navegan las galaxias,
también parecidas a enormes navíos que se cambian los saludos de sus luces en un
océano interminable de tinieblas y de hielo.
Observando el universo de modo tan
vivo y directo, con sus espacios helados, las masas de materia incandescente, llevadas
a temperaturas inconcebibles, haciéndose una clara idea de las distancias inaccesibles,
de la increíble duración de los procesos celestes, en los que granitos de arena
como la Tierra tienen una importancia insignificante, Satrov había notado una sensación
casi desconocida.
Al mismo tiempo, la orgullosa admiración
hacia la vida y su más alta conquista, la mente humana, superaba en él todo extravío.
La pequeña llama de la vida, tan fugaz, tan frágil, en grado de existir sólo sobre
planetas semejantes a la Tierra, debe arder también en diversos puntos de aquellas
muertas y negras profundidades del espacio.
Toda la estabilidad y la fuerza de
la vida residen en su compleja organización, que apenas hemos empezado a comprender.
Una organización alcanzada gracias a millones de años de evolución, de lucha de
las contradicciones internas, de infinito sucederse de fuerzas nuevas más perfeccionadas
que las antiguas. En esto reside la fuerza de la vida, su superioridad sobre la
materia inerte. La terrible hostilidad de las fuerzas cósmicas no puede obstaculizar
la vida, la cual engendra, a su vez, el pensamiento susceptible de comprender las
leyes y (con su ayuda) de vencer las fuerzas de la naturaleza.
Aquí, sobre la Tierra, y allí, en
las profundidades del espacio, florece la vida, poderosa fuente del pensamiento
y de la voluntad, en el futuro capaz de transformarse en un torrente que se verterá
sobre todo el universo. Un torrente que unirá los arroyos aislados en un inmenso
océano de pensamiento.
Satrov comprendió que las sensaciones
de aquella noche habían despertado la fuerza adormecida de su pensamiento creador.
Le empujaba el descubrimiento encerrado en la caja de Tao Li…
Continuaría actuando sin temor a
lo nuevo, por increíble que fuese.
El segundo del vapor Vitim estaba negligentemente
apoyado en la baranda, brillante al sol. Sobre el agua verde, la nave parecía adormecida,
acunada por el ritmo del oleaje, rodeada por movedizos fulgores luminosos. Junto
a él, un largo barco inglés de alta proa ondeaba perezosamente en el aire las dos
blancas cruces de los gruesos mástiles, soltando por la chimenea volutas de denso
humo.
La extremidad meridional de la bahía,
casi recta y negra a causa de la espesa sombra, estaba interrumpida por una pared
de montañas rojo oscuras estriadas de violeta.
El oficial oyó desde abajo un rumor
de pasos pesados y vio en la escalerita de la plancha la maciza cabeza y las anchas
espaldas del profesor Davydov.
–¿Ya levantado, Ilja Andreevic? –saludó
el científico.
Davydov entrecerró los ojos, volvió
en silencio la mirada hacia la soleada bahía, luego miró al segundo, que le sonreía.
–Quiero ir a las islas Hawái. Un
sitio bonito, agradable… ¿Salimos en seguida?
–El capitán ha ido a tierra para
las formalidades, pero todo está dispuesto. En cuanto llegue, partiremos. ¡Directamente
a casa!
El profesor asintió, mientras metía
una mano en el bolsillo en busca de cigarros. Gozaba del descanso, esos días de
ocio obligado, tan raros en la vida de un pobre científico. Davydov volvía de San
Francisco, donde había asistido como delegado al congreso de geólogos y paleontólogos,
los estudiosos del pasado de la Tierra.
El científico deseaba hacer el viaje
de regreso en una nave soviética, y el Vitim le había proporcionado la ocasión.
Era agradable la parada en las Hawái. Davydov conocía aquellas islas, rodeadas por
grandes extensiones de agua del océano Pacífico. Ante la inminente partida, se sentía
aún más satisfecho. En aquellos días de calma y de lenta reflexión, se habían amontonado
en su mente muchos pensamientos interesantes, suponían nuevas consideraciones y
sentía la necesidad de controlar, confrontar, desarrollar sus ideas. Pero esto le
era imposible en la cabina de una nave, le faltaban los instrumentos necesarios,
los libros, las notas, las colecciones…
Davydov se pasó la mano por una sien,
lo que revelaba en él cierta irritación…
A la derecha del ángulo saliente
del muelle de cemento se abría casi de improviso una amplia avenida de palmas. Las
espesas copas cubrían las graciosas casitas blancas rodeadas de jardines multicolores,
dejando filtrar una luz broncínea. Más allá, a lo largo de un promontorio, el verde
de los árboles se hundía en el agua, sobre la que flotaba casi imperceptiblemente
una barca azul con bandas negras. En la barca, algunos chicos y chicas exponían
su esbelto cuerpo bronceado al sol y reían ruidosamente antes de zambullirse.
A través del límpido aire, los ojos
présbitas del profesor distinguían todos los detalles de la cercana costa. La atención
de Davydov fue atraída por un jardín redondo, que tenía en el centro una extraña
planta: de un espeso cojín de hojas plateadas de forma de cuchillo, se levantaba,
alta como un hombre, una flor roja fusiforme.
–¿Conoce aquella planta? –preguntó,
con interés, el profesor al segundo.
–No –contestó, distraído, el joven
marino–. La he visto, he oído decir que la consideran una rareza… Ilja Andreevic,
¿es verdad que en su juventud fue usted marino?
Molesto por el imprevisto giro de
la conversación, el profesor arrugó el ceño.
–Sí, pero ahora, ¿qué importa? –gruñó.
Desde un punto impreciso, más allá
de las construcciones que sobresalían a la derecha, llegó el silbido de una sirena,
que se reflejó en el agua inmóvil.
La cara del segundo adquirió entonces
una expresión alarmada. Davydov miró, perplejo, a su alrededor.
Sobre la pequeña ciudad, y sobre
la bahía abierta a la azul inmensidad del océano, reinaba, como antes, la calma.
El profesor volvió su mirada a la barca de los bañistas.
Una muchacha morena, evidentemente
hawaiana, saludó, erguida sobre la proa, a los marineros rusos, agitando una mano,
y se zambulló. Las flores rojas de su traje de baño atravesaron el espejo esmeralda
del agua y desaparecieron. Una lancha de motor atravesó velozmente la rada. Un minuto
después apareció en el muelle un automóvil, del cual descendió rápidamente el capitán
del Vitim, que se dirigió corriendo hacia su nave. Una fila de banderas empezó
a palpitar sobre el mástil de señales. El capitán se precipitó ansioso sobre la
plancha, secándose el sudor que le caía sobre la cara con la manga de la blanca
guerrera.
–¿Qué pasó? –empezó a decir el segundo.
–¡Listos para la maniobra! –gritó
el capitán–. ¡Listos para la maniobra!
Inclinado sobre el megáfono, tras
un breve intercambio de palabras con el oficial de máquinas, dio una serie de órdenes.
–¡Todos a cubierta! ¡Cierren las
mamparas! ¡Despejen el puente! ¡Aflojen las amarras!
–Russians, what shall you do?
–preguntó una voz, alarmada, desde una nave cercana.
–Go ahead! –contestó inmediatamente
el capitán del Vitim.
–Well! At full speed! –contestó
el inglés con tono firme.
Bajo la popa, el agua empezó a burbujear
sordamente. El Vitim vibró y por la derecha, el muelle se alejó lentamente.
Viendo a los marineros correr presurosos arriba y abajo por el puente, Davydov se
sintió turbado. Lanzó varias miradas interrogantes al capitán, pero éste, totalmente
absorbido por la maniobra, parecía no darse cuenta de nada.
El mar continuaba tranquilo y en
el cielo terso y tórrido no se veía ni una nube.
El Vitim salió y puso proa
en dirección al mar abierto.
El capitán recobró el aliento y sacó
un pañuelo del bolsillo. Al pasear su penetrante mirada sobre el puente, comprendió
que todos esperaban con ansia una explicación.
–Está llegando por el noroeste una
gigantesca ola. Creo que el único modo de salvar el barco es salirle al encuentro
en mar abierto, a toda máquina… lo más lejos posible de la costa.
Lanzó una mirada al muelle que se
alejaba, como para estimar la distancia.
Davydov miró hacia proa y vio una
serie de grandes olas que se acercaban amenazadoras a la nave. Detrás, al igual
que el grueso de un ejército sigue a sus vanguardias, se levantaba una gris montaña
liquida, cuya mole cubría el azul del horizonte.
–¡Tripulación bajo cubierta! –ordenó
el capitán, empuñando con gesto brusco el megáfono.
Junto a la costa, las primeras olas
se hinchaban y se hacían más escarpadas. El Vitim embistió la primera. La
proa de la nave se levantó para hundirse en seguida tras la cresta de la segunda
ola. La barandilla de la cubierta, a la que Davydov estaba fuertemente agarrado,
vibró con fuerza. El puente desapareció bajo el agua, mientras la cubierta fue envuelta
por una nube de espuma brillante. Un segundo después el Vitim volvió a salir
con la proa apuntada hacia el cielo. Sus potentes máquinas rugían dentro del casco,
resistiendo desesperadamente a la fuerza de las olas, que frenaban la nave y querían
empujarla a la costa.
Ni una sola mancha de espuma blanqueaba
sobre la cima del gigantesco caballón, alzado con un rumor siniestro y que se hacía
cada vez más escarpado. El sombrío esplendor de aquella muralla líquida impresionante,
maciza e impenetrable, recordaba a Davydov los flancos escoceses de las rocas basálticas,
cortados a pico sobre el mar. Pesada como lava, la ola se levantaba cada vez más,
oscureciendo el cielo y el sol; su cumbre, cada vez más veloz, sobrepasaba el mástil
de proa. Una penumbra siniestra se condensaba a los pies de la montaña de agua,
donde se iba formando una profunda fosa negra, en la que la nave se hundía en espera
del golpe mortal.
Las personas que se encontraban sobre
la cubierta bajaron instintivamente la cabeza ante los elementos, prontos a desencadenarse.
La nave se sacudió bruscamente detenida en su avance. Los seis mil caballos de vapor
que movían la hélice bajo la popa habían sido anulados por una fuerza monstruosa.
El primer golpe aplastó a los hombres
contra las barandillas; un instante después, el agua se revolvió con furia, ensordeciéndolos
y cegándolos.
Agarrado a la barandilla, medio asfixiado,
el profesor sintió que la nave se doblaba sobre el flanco izquierdo, para luego
enderezarse y doblarse sobre el flanco derecho; finalmente, se enderezó de nuevo
para salir del abismo de agua que la había engullido. Poco a poco, el Vitim
huyó del turbulento caos gris hacia el cielo claro y sereno.
El ensordecedor rugido terminó con
desconcertante rapidez. El barco empezó a descender dulcemente a lo largo de la
espalda del caballón, que huía hacia la costa. Del mar llegaban nuevas filas de
olas, pero no parecían ya temibles. El capitán suspiró ruidosamente y estornudó
con satisfacción. Davydov, empapado hasta los huesos, vio a su derecha al barco
inglés, que surcaba velozmente las olas; acordándose de algo, corrió al extremo
de la cubierta. Desde allí podían divisar el muelle y la ciudad abandonados poco
antes. Con horror, el científico observó cómo la ola aún más gigantesca, al llegar
a la costa, cubría con su mole el verdor de los jardines, las casitas blancas y
la línea recta y clara de los muelles…
–¡Otra! ¡Otra! –gritó el segundo,
casi en la oreja de Davydov.
Efectivamente, una segunda ola enorme
se echaba sobre la nave. Su llegada no había sido advertida, como si hubiese brotado
de improviso del fondo del océano.
La montaña líquida de la cima redondeada
se alzaba rugiendo, como para desahogar la ira que hervía en ella. Y de nuevo la
nave fue frenada, sacudida por el peso del alud de agua, y luchó desesperadamente
para sobrevivir. El caballón se deslizó hacia popa, mientras el Vitim se
enfrentaba con una serie de olas menores. Después de dos o tres minutos, una tercera
ola gigantesca se levantó del mar. Esta vez, las máquinas, obedientes al teléfono
del capitán, dieron marcha atrás a tiempo; el choque fue menos fuerte y la nave
se encabritó con mayor facilidad sobre la montaña líquida.
La lucha contra aquellas misteriosas
olas, que surgían sin que soplase un hálito de viento y en un día tranquilo, continuó
algún tiempo. El Vitim salió por fin de la aventura completamente empapado,
pero con pocos daños; se mantuvo un rato al largo, y hasta que el capitán no se
persuadió de que el peligro había pasado, no volvió a entrar en el puerto.
Había transcurrido apenas una hora
desde el momento en que Davydov admiró la bella ciudad desde el puente del barco.
Ahora, la costa estaba desconocida. Los jardines floridos, las lindas veredas, habían
desaparecido. En su lugar se veían montones de maderos; fragmentos de techos deformados
y ruinas mezcladas con largos troncos retorcidos indicaban el lugar en el que se
derrumbaron las casas vecinas al mar. El espeso bosquecillo en el límite de la bahía,
allí donde Davydov había visto a los jóvenes bañistas reír y bromear, quedó transformado
en un pantano lleno de troncos arrancados. Las pocas casas de mampostería edificadas
a lo largo del muelle parecían mirar tristemente a través de los vacíos ojos de
sus ventanas. A sus pies yacían los restos de las casas más pequeñas y de las tiendas
de madera destrozadas por la furia de las aguas.
Una gran lancha motora volcada sobre
la orilla completaba el pavoroso cuadro como un monumento en recuerdo de la victoria
del terrible mar.
Riachuelos de agua salada, que se
abrían paso tortuosamente entre estratos de arena apenas depositados por el mar,
brillaban al sol. Entre las ruinas hormigueaban míseras sombras en busca de los
muertos, ansiosas de salvar los restos de sus bienes.
Emocionados, los marineros soviéticos
se agolpaban sobre el puente y miraban silenciosos la orilla, incapaces ahora de
alegrarse por su triunfo ante el peligro. En cuanto el Vitim atracó de nuevo
en el muelle, milagrosamente intacto, el capitán exhortó a la tripulación a que
acudiese en socorro de los habitantes, disponiendo que en la nave quedaran sólo
los hombres de guardia.
Davydov volvió a bordo con los tripulantes
hacia la noche. Tras lavarse con aire sombrío, se vendó una mano herida y empezó
a pasear por cubierta, donde permaneció largo tiempo fumando.
La isla aún no había desaparecido
en el horizonte, cuando se presentó al científico el oficial de máquinas, que presidía
el comité de a bordo, para pedirle que “explicase a los muchachos lo que había pasado”.
Se decidió organizar una reunión en cubierta. El profesor nunca había tenido ocasión
de dirigirse a un auditorio tan singular. Los marineros estaban reunidos junto a
la primera bodega, unos sentados, otros en pie, otros tumbados por el suelo, mientras
Davydov se apoyaba en el forro del cabrestante que le servía de cátedra. El océano,
tranquilo y silencioso, ya no detenía el curso de la nave, que regresaba a la patria.
El profesor habló a los marineros
del océano Pacífico, gigantesca depresión ocupada por la mayor masa líquida del
planeta. A su alrededor, no lejos de los continentes, surgen cadenas de gigantescos
plegamientos de la corteza terrestre, que emergen lentamente desde el fondo de profundísimas
cavidades. Todas las cadenas de islas, las Aleutianas, las islas japonesas, el archipiélago
de la Sonda, son precisamente pliegues de la corteza terrestre en vía de formación.
El proceso de formación de los pliegues
es continuo: cada uno de ellos, cuya cima no es otra que la propia isla, se alza
continuamente, a veces con una velocidad de dos metros anuales; al mismo tiempo
se inclina siempre en dirección al océano.
–Imagínense que por un instante las
aguas del océano se retiran… –explicó el profesor–. En ese caso verían, en vez de
las islas, cadenas de altas montañas inclinadas hacia el centro del océano y peligrosamente
pendientes sobre las cavidades inferiores, parecidas a inmensas olas petrificadas.
El declive opuesto, frente al continente, es menos fuerte, pero forma también una
cavidad bastante profunda, ocupada por el mar. Tal es, por ejemplo, la estructura
del mar del Japón. A lo largo de las vertientes situadas de cara al continente se
forman cadenas volcánicas. En el interior de los plegamientos, la presión es tan
grande que funde las rocas del núcleo interno; la materia fundida irrumpe por fisuras
bajo la forma de lava incandescente. Las cavidades frente al océano se hacen cada
vez más profundas bajo la presión de la base de los pliegues, y en ellas se sitúan
los centros de los grandes terremotos.
“Precisamente uno de esos terremotos
fue la causa de la desgracia de ayer. En un punto indeterminado del norte, probablemente
en la fosa de las Aleutianas, en la base de los plegamientos aleutianos, la fuerte
presión de que he hablado ha roto un sector del fondo del océano, provocando un
fuerte terremoto submarino. El empuje provocó una ola gigantesca que se ha extendido
en el océano, hacia el sur, a miles de millas del punto de origen, y pocas horas
después alcanzó las islas Hawái. En mar abierto, nuestro Vitim hubiese pasado
por encima de ella sin darse cuenta siquiera; en efecto, el diámetro de la ola era
tan grande –cerca de 150.000 kilómetros– que la nave hubiese podido remontarla hasta
su máxima altura sin notarlo siquiera. Pero frente a tierra firme es muy diferente.
Cuando la ola halla un obstáculo, se levanta, crece y se lanza sobre la costa con
inaudita violencia. No es preciso hablar de ello porque todos ustedes vieron ya
los efectos. El aspecto y el carácter de las olas vienen determinados por los bancos
de arena existentes en las proximidades de las costas.
Estas olas no son raras en el océano
Pacífico, precisamente porque en el fondo de este mar están en curso procesos de
formación de nuevos plegamientos en la corteza terrestre… Durante los últimos ciento
veinte años, las islas Hawái han sufrido la violencia de las olas en veintiséis
ocasiones. Las olas provenían de distintas direcciones: las Aleutianas (como la
nuestra), Japón, Kamchatka, las Filipinas, las islas Salomón, América del Sur, incluso
la costa de México. Esta última se remonta a noviembre de 1938. La velocidad media
de estas olas se calcula en trescientos a quinientos nudos…”
Los marineros, interesados, hicieron
a Davydov numerosas preguntas, y la conversación se hubiera prolongado mucho tiempo,
de no provocar el cambio de guardia la disolución del auditorio. El profesor se
entretuvo en la cubierta, reflexionando intensamente, con la frente arrugada y los
dientes apretados.
La inesperada destrucción de la bella
isla había dejado una profunda huella en el corazón del científico. Y casi todas
las preguntas realizadas por los marineros coincidían, en cierto sentido, con sus
propios pensamientos. Era preciso descubrir no sólo cómo se producía la formación
de los pliegues del océano Pacífico, sino también las causas de tal proceso. ¿Por
qué en el corazón de la Tierra se provocan estos lentos y poderosos movimientos
que arrugan enormes estratos de rocas, empujándolos siempre más arriba sobre la
superficie de la tierra? ¡Qué insignificantes son nuestras informaciones acerca
de las vísceras de nuestro planeta, el estado de la materia, los procesos físicos
o químicos que se desarrollan bajo presiones del orden de millones de atmósferas,
bajo estratos de miles de kilómetros, cuya estructura se desconoce!
Basta el desplazamiento de pocas
moléculas, basta un insignificante aumento del volumen de estas masas inimaginables,
para que sobre el sutil velo de la corteza terrestre conocida por nosotros se produzcan
desplazamientos enormes, para que la corteza rota se levante en decenas de kilómetros.
Sin embargo, sabemos que si estos desplazamientos faltaran, si estas fuertes sacudidas
no se produjeran, significaría que la materia del interior del planeta se encuentra
en estado de quietud, de equilibrio.
Únicamente en ocasiones, con intervalos
de millones de años, algunos estratos de naturaleza rocosa se retuercen, se pliegan
y, en parte, se funden, para salir a la superficie durante las erupciones volcánicas.
Luego el conjunto emerge en la superficie, dando lugar a una enorme meseta en la
que, más tarde, erosionada por las aguas y los agentes atmosféricos, se forman valles,
montañas; en resumen, lo que solemos llamar un paisaje montañoso.
El hecho más sorprendente es que
los focos volcánicos y las zonas de plegamiento de los estratos rocosos se hallan
en profundidades relativamente pequeñas, a pocas decenas de kilómetros de la superficie
terrestre, mientras que las partes centrales del planeta, cubiertas por un estrato
de materia de treinta kilómetros de espesor, están en permanente estado de quietud…
La materia dura, enfriada, de nuestro
planeta está constituida por elementos químicos constantes: los noventa y nueve
ladrillos sobre los que se alza todo el Universo. Estos elementos, sobre la Tierra,
son casi todos constantes e inmutables, a excepción de los pocos radiactivos que
se transforman por sí solos, entre los que se cuentan el famoso uranio, el torio,
el radio, el plutonio. A éstos, según parece, hay que añadir los elementos 43, 61,
85 y 87 de la tabla de Mendeléyev (masurio, florencio, ekaiodo y ekacesio), enteramente
transformados.
En las estrellas sucede de forma
diferente. Por la acción de presiones y temperaturas gigantescas, se produce la
transformación de un elemento en otro: el hidrógeno, el litio, el berilio, se transforman
en helio; el carbono se convierte en oxígeno, el cual, a su vez, pasa a carbono,
desprendiendo colosales cantidades de energía en forma de calor, luz y otras radiaciones
no menos potentes.
Pero sea cual fuere la hipótesis
que se quiera aceptar sobre la formación de nuestro planeta, es evidente que hubo
una época en la que la materia constitutiva de la Tierra se encontraba en un estado
de fuerte calentamiento, era una masa de materia incandescente, semejante a la que
forma las estrellas. ¿Y si en la masa enfriada del planeta hubiesen quedado aún
elementos inestables, desconocidos por nosotros, resto de los procesos atómicos
de aquella época, parecidos a los producidos artificialmente en nuestros laboratorios
con los elementos uránicos?
Estos elementos, como el uranio,
deben hallarse entre estratos relativamente superficiales de la Tierra. Permanecen
inactivos, por supuesto, hasta que, a continuación de los infinitos desplazamientos
y aglomeraciones de la materia, se crean masas de gran peso atómico, como el uranio
y el torio.
Entonces, como hoy sabemos, pueden
desarrollarse fuertes reacciones en cadena, que liberan una gran masa de energía.
Esto significa que las fuerzas desconocidas
por nosotros que mueven la corteza terrestre son expresión de elementos del grupo
del neptunio, derivados de transformaciones atómicas producidas hace un tiempo infinitamente
largo. Pero si el proceso se efectúa de este modo, si en la Tierra la formación
de las montañas es debido a reacciones atómicas que se han producido a gran profundidad,
es de esperar que en un futuro se puedan dominar los focos. Estos se buscan en las
proximidades de los plegamientos, en las regiones volcánicas; por ejemplo, en el
Pacifico… Probablemente, en los momentos de mayor desarrollo de las reacciones en
cadena a gran profundidad llegan a la superficie fuertes radiaciones, que podrían
permitirnos identificar la zona de la fisión atómica.
Pero si estas radiaciones alcanzan
la superficie, es posible que en las pasadas épocas geológicas hayan influido fuertemente
sobre la población que vivía en los lugares de la formación de los pliegues y de
las montañas…
Davydov recordó los inmensos amontonamientos
de monstruos prehistóricos que había tenido la ocasión de estudiar en el Asia Central,
intentando dar una explicación satisfactoria a que restos de millones de aquellos
animales se encontrasen en los mismos puntos.
Con el instinto del científico, percibía
la importancia de sus suposiciones. Completamente obsesionado por sus pensamientos,
no tenía la menor noción del tiempo que pasaba. Sólo al echar casualmente una ojeada
al reloj vio que se retrasaba para la cena y soltó una maldición.
II
Satrov se detuvo delante de una puerta, sobre la cual
una plancha de cristal anunciaba: Profesor I. A. Davydov-jefe de sección; pasó una
gran caja desde la mano derecha a la izquierda y, sonriendo bajo los bigotes, llamó.
Una voz de bajo contestó con marcada indiferencia:
–¡Adelante!
Satrov entró con su acostumbrado
paso ligero, un poco inclinado y con los ojos brillantes.
–¡Mira a quién tenemos aquí! –exclamó
Davydov, que se levantó para salir presurosamente a su encuentro–. Ésta sí que no
me la esperaba. ¡Cuántos años, querido amigo!
Satrov dejó la caja sobre la mesa
y abrazó afectuosamente a su amigo. Delgado, de media estatura, Satrov resultaba
minúsculo al lado de la maciza figura de Davydov. Los dos amigos eran opuestos por
muchos conceptos. De imponente estatura y formación atlética, Davydov tenía un aspecto
más modesto y bonachón que su nervioso y tímido amigo. La cara de Davydov con su
nariz marcada y su irregular frente redonda bajo la espesa cabellera, era completamente
opuesta a la de Satrov. Sólo los ojos luminosos, claros y penetrantes, se parecían
en algo que no se lograba adivinar en seguida; quizá era la misma expresión, reflejo
de una idéntica tensión de pensamiento y de voluntad.
Davydov hizo sentar a su amigo; ambos
encendieron sus cigarros y empezaron animadamente a intercambiarse las impresiones
acumuladas durante tantos años y que no habían encontrado un hueco en su correspondencia.
Por fin, Davydov se pasó una mano tras la oreja, se levantó y sacó del bolsillo
del abrigo colgado en un rincón un grueso paquete. Lo abrió y lo puso delante de
Satrov.
–Hágame el favor, Aleksej Petrov…
Venga, no haga cumplidos –añadió Davydov ante el signo de protesta de Satrov. Y
ambos se rieron.
–Igual que en los años cuarenta –dijo
Satrov, con una nota de alegría en la voz–. ¿Aún se olvida de comer? ¡Tendrá un
lavado de cerebro!
Davydov soltó una carcajada.
–Se lo llevaré a casa. Venga, adelante,
acéptelo como en el cuarenta.
–¡Muy bien! –Satrov alargó una mano–.
¡Oh!
–Tampoco su “¡Oh!” ha cambiado. Me
alegra volverlo a escuchar… Oiga, Aleksej Petrovic, vamos al museo. Le enseñaré
novedades interesantes… Hay también trabajo para usted… tenemos algunos fósiles…
–No, Ilja Andreevic. He venido para
una cosa muy importante. Es preciso que le hable de ello. Necesito su cerebro, que
sabe trabajar bien y no se equivoca…
–¡Interesante! –Davydov pasó el índice
sobre la última línea del manuscrito y apartó los folios cubiertos de escritura–.
A propósito, he recibido su carta hace una semana, y aún no le he contestado. No
apruebo…
–¿No aprueba mis jeremiadas? Este
es un momento difícil –insistió Satrov algo turbado–. He adoptado también su filosofía,
y muchas veces me ayuda. Aunque para ponerla en práctica hace falta cierta fuerza
de espíritu. A veces no consigo…
–¿Qué filosofía? –preguntó Davydov
con curiosidad.
–Sus dos palabras mágicas: “No importa”.
Pero ni siquiera durante la guerra esta expresión me bastaba…
Davydov estalló en una gran carcajada.
Al recobrar la respiración consiguió responder:
–Ah, claro… Ciertamente, continuaremos
trabajando. Pero es difícil. Hay muchas dificultades. Excavaciones, enormes colecciones,
el estudio de los hallazgos, de los datos y el personal es muy escaso. Y luego el
tiempo que se malgasta en ir detrás de tonterías… Pero quería usted hablarme de
cosas importantes y lo distraje…
–Sí, cosas extraordinarias. Aquí,
en la mano, tengo algo increíble, tan increíble que no me he atrevido a hablar con
nadie antes de hacerlo con usted.
Le tocó a Davydov el turno de mostrarse
impaciente. Tras abrir el paquete, Satrov sacó de su interior una gran caja cúbica
de cartón amarillo recubierta de ideogramas chinos y sellos de correos.
–Ilja Andreevic, ¿se acuerda de Tao
Li?
–¡Cómo no! Aquel joven paleontólogo
chino, tan preparado; lo asesinaron los fascistas el año cuarenta, cuando volvía
de una expedición. Ha caído por la China libre.
–Precisamente. He inventariado algunos
de los materiales recogidos por él. Mantuvimos correspondencia. Tenía intención
de venir a vernos… pero la ocasión no se presentó nunca –suspiró Satrov–. En resumen,
de la que fue su última expedición me envió un paquete con algo extraordinariamente
curioso. Aquí está. Venía acompañada por una nota, en la cual Tao Li me anunciaba
una larga carta, que evidentemente nunca pudo escribir. Lo mataron en el Szechuan,
en la ruta de Chung-king.
–¿Localidad de la expedición? –preguntó
Davydov.
–El Sikang.
–Un momento… Está… Es un nudo montañoso
en la extremidad oriental del arco del Himalaya, exactamente entre la cadena del
Himalaya y los montes de Szechuan… Quizá el famoso Kam, el objetivo de Przevalskij…
¡naturalmente!
Satrov miró a su amigo con admiración.
–¡Caramba, en geografía no le gana
nadie! Yo sólo consigo orientarme con el mapa. El Kam es la parte noroeste del Sikang,
y Tao Li hizo sus investigaciones allí, exactamente en la zona oriental, en la región
de En-ta.
–Comprendo. Venga, enséñeme su mercancía.
¡Se puede esperar todo de ese país!
Satrov sacó de la caja un objeto
envuelto en algunas hojas de papel fino. Tras librarlo de su envoltura, entregó
a Davydov un resto fósil irreconocible a primera vista.
Davydov lo miró un par de veces y
dijo:
–Es un fragmento del occipital de
un gran dinosaurio. ¿Qué tiene de extraño?
Satrov no contestó. Davydov examinó
otra vez el fósil y de pronto lanzó una sorda exclamación. Colocando el resto sobre
la mesa, extrajo una lente binocular de una caja barnizada de amarillo, sacó los
brazos del trípode y fijó el tubo. La ancha espalda del profesor se curvó sobre
el instrumento; sus ojos se apoyaron sobre el doble ocular, mientras sus grandes
manos ajustaban bajo la lente el hueso del dinosaurio. Durante un instante reinó
el silencio en el estudio, roto sólo por el chasquido de un cerillo que Satrov había
encendido. Por fin, Davydov separó del instrumento dos ojos asombrados.
–¡Increíble! Desde luego no sabría
explicarlo. El cráneo está atravesado de parte a parte en el punto más grueso del
hueso. El agujero es tan estrecho que no puede haber sido producido por el cuerno
o el diente de un animal. Si se tratase de una enfermedad, necrosis o caries óseas,
se deberían hallar en los márgenes trazas de las mutaciones patológicas. No, este
agujero ha sido producido por causas externas y cuando el animal aún estaba con
vida… No hay duda. Ambas paredes… atravesadas como por una bala… Sí, diría que se
trata de una bala, si no fuese una locura… Pero no, el agujero no es redondo, es
una estrecha fisura oval, con los bordes limpios, tanto que durante el proceso de
fosilización se ha llenado de materia porosa –Davydov guardó el trípode del binocular–.
Como nunca me ha gustado fantasear, y me siento ahora perfectamente lúcido, sólo
puedo decir que se trata de un caso extraño e inexplicable…
Miró fríamente a Satrov. Este extrajo
de la caja otra envoltura.
–Es inútil discutir, porque podría
tratarse de una casualidad; pensándolo bien, hasta se encontrarían distintas explicaciones.
Ahora bien, si encontrásemos otro caso del mismo género, tendríamos que abandonar
las dudas… Aquí está el segundo caso…
Sobre la mesa, frente a Davydov,
colocó otro hueso plano y con los bordes quebrados.
Davydov debió aspirar el cigarrillo
demasiado profundamente, porque se puso a toser con la cara congestionada.
–Un fragmento de la pata izquierda
de un dinosaurio –murmuró Satrov, inclinándose sobre el hombro de su amigo–. Pero
no del mismo animal al que pertenece el cráneo. Este es un ejemplar más viejo y
mayor…
Davydov bajó la cabeza para fijar
la mirada en la pequeña fisura oval que presentaba también el segundo fósil.
–¡Igual! ¡Exactamente igual! –exclamó
emocionado, pasando un dedo por el borde del misterioso agujero.
–Y ahora la nota de Tao Li –prosiguió
metódicamente Satrov, escondiendo una sonrisa de triunfo.
Habiendo gustado ya de la emoción
del descubrimiento, le era más fácil mantener su calma.
La armoniosa lengua rusa cedió paso
por un breve lapso a los discontinuos sones de la lengua inglesa. Satrov leyó lentamente
la breve comunicación del científico muerto:
“Cuarenta millas al sur de En-ta,
en la cuenca de los afluentes de la izquierda del Mekong, he descubierto una vasta
depresión, ocupada actualmente por el río Chu-chechu. Se trata de un hundimiento
montañoso recubierto por una capa de lava terciaria.
“En el punto donde el lecho del río
ha erosionado la capa de lava, ésta presenta un espesor máximo de unos diez metros.
Debajo se encuentran areniscas porosas, que contienen numerosos restos de dinosaurios,
entre los cuales he descubierto algunos que presentan curiosas lesiones. Le envío
dos de ellas, porque mi descubrimiento me ha sorprendido tanto que siento la necesidad
de estar seguro de no equivocarme. No todas las lesiones son del mismo tipo. A veces
parece como si el hueso hubiese sido cortado con un inmenso cuchillo, sin duda mientras
el animal estaba aún con vida, o bien en el momento mismo de su muerte. Llevaré
a Chungking más de treinta fósiles con estas lesiones, que he recogido en puntos
distintos del valle, donde he descubierto una gran cantidad de restos de dinosaurio
y hasta algunos esqueletos completos. En cada pieza que le envío, he puesto rótulos
con la indicación precisa de la localidad.
“La prisa con la que debo enviar
el paquete, no me permite escribirle una carta más detallada. Lo haré a mi regreso
a Szechuan, en cuanto tenga más tiempo.”
Satrov calló.
–¿Eso es todo? –preguntó Davydov
con impaciencia.
–Todo. Tan breve como grande es la
importancia del descubrimiento.
–Un momento, Aleksej Petrovic. Deme
tiempo a recuperarme… ¡Parece un sueño! Sentémonos y hablemos de ello con calma,
porque siento como si me hubiera vuelto idiota…
–Lo comprendo, Ilja Andreevic. Hay
que tener un gran valor para deducir conclusiones de este hecho. Implica derribar
conceptos bien arraigados… No tengo su audacia, pero veo que usted también…
–Bien. Razonemos con valor. Por fortuna
estamos solos. Así nadie pensará que dos lumbreras de la paleontología han perdido
la cabeza… Estos dinosaurios fueron muertos por alguna arma potente. Evidentemente
la fuerza de penetración de esta arma era superior a la de los poderosos fusiles
modernos. Por otra parte, sólo un ser racional, llegado además a un alto grado de
civilización, podría construir un arma semejante, ¿correcto?
–Absolutamente. Ergo, ¡un hombre!
–dedujo Satrov.
–Ahora bien, los dinosaurios vivieron
en el periodo cretáceo, digamos hace setenta millones de años. Todos los datos a
nuestra disposición afirman, por otra parte, sin sombra de duda, que la aparición
del hombre sobre la Tierra, uno de los últimos anillos de la cadena de la evolución
del mundo animal, se verificó hace unos sesenta y nueve millones de años y que durante
muchos centenares de miles de años el hombre permaneció en estado animal, hasta
que su última especie aprendió a pensar y a trabajar. La aparición del hombre no
pudo suceder antes, mucho menos la de un hombre capaz de construir instrumentos
técnicos. Absolutamente excluido. En consecuencia, sólo puede haber una conclusión:
los que mataron a los dinosaurios no eran terrestres, venían de otro mundo…
–Sí, de algún otro mundo –confirmó
Satrov–. Y yo…
–Un momento. Hasta aquí todo entra
aún en los límites de la razón. Es después cuando la cosa se hace increíble. Las
recientes conquistas de la astronomía y de la astrofísica han trastornado los viejos
conceptos. Se han escrito muchas novelas sobre los habitantes de otros mundos. La
tesis compartida hasta ahora por la mayoría de los científicos, esto es, que nuestro
planeta sea una excepción, ha sido del todo superada. Hoy no tenemos ninguna razón
para no creer que muchas estrellas posean un sistema planetario propio, y dado que
el número de las estrellas en el universo es infinitamente grande, también lo será
el número de los sistemas planetarios. Por lo tanto, seguir pensando que la vida
sea una prerrogativa exclusiva de la Tierra es absurdo. Se puede ya afirmar que
en el universo existen otros mundos habitados. Hasta aquí todo va bien. Pero al
mismo tiempo hemos descubierto que la distancia que nos separa de las estrellas
más próximas dotadas de sistemas planetarios es pavorosamente grande. Tan grande
que para cubrirla hacen falta decenas de años a la velocidad de la luz, es decir,
a trescientos mil kilómetros por segundo. Esta velocidad es, por una ley física,
inalcanzable, y un viaje a velocidades inferiores requeriría miles de años…
–Recientemente se han descubierto
estrellas oscuras, visibles sólo gracias a las radiaciones que emiten. En la periferia
de nuestro sistema solar existen muchas, pero, en primer lugar, su distancia es
demasiado grande para que se puedan alcanzar con cohetes y, en segundo lugar, es
poco probable que éstas tengan planetas habitados, a causa de la debilidad de sus
radiaciones, insuficiente para calentar de forma adecuada un planeta, En cuanto
a nuestro sistema planetario, fuera de la Tierra sólo Marte y Venus podrían estar
habitados. Pero las probabilidades son pocas. Venus es demasiado caliente, gira
alrededor del Sol con lentitud y su atmósfera es densa y sin oxígeno en estado libre.
Aunque se pudiesen desarrollar formas de vida, está excluida en Venus la presencia
de seres racionales con un alto nivel de civilización. Y también en Marte. Su atmósfera
está demasiado enrarecida, el planeta es frío y si existe vida, sólo sería en formas
inferiores. No hay duda de que Marte carece de la impetuosa energía vital que posee
nuestra Tierra. Es inútil hablar de los planetas más lejanos. Saturno, Júpiter,
Urano y Neptuno son mundos horrendos, fríos, oscuros, como los círculos inferiores
del infierno dantesco. Saturno, por ejemplo, está formado por un núcleo rocoso recubierto
por un estrato de hielo de un espesor de diez mil kilómetros y el conjunto está
rodeado por una densa atmósfera de veinticinco mil kilómetros de altura, impenetrable
a los rayos del sol y rica en gases venenosos: amoniaco y metano. Esto significa
que bajo aquella atmósfera sólo hay tinieblas y hielo a ciento cuarenta grados bajo
cero y con una presión de un millón de atmósferas… Da miedo pensar en ello…
–También creo –le interrumpió Satrov–,
que en nuestro sistema planetario no existen mundos semejantes al nuestro. Y yo…
–Por lo tanto, excluyamos a nuestros
planetas. Llegar a la Tierra desde los sistemas estelares más lejanos es imposible.
¿De dónde entonces venían aquellos seres? ¡Este es el problema!
–No me deja hablar, Ilja Andreevic.
Aunque no tengo su erudición, hubiese pensado más o menos en las mismas posibilidades.
Las estrellas, sin embargo, no son inmóviles. Se desplazan en el interior de nuestra
galaxia; la misma galaxia gira alrededor de su propio eje y se mueve en el espacio
hacia un punto indefinido, como hacen todas las innumerables galaxias. Durante el
curso de millones de años las estrellas pueden, por lo tanto, alejarse y acercarse
sensiblemente…
–Bien, no veo de qué nos servirán…
El espacio ocupado por la galaxia es muy grande y no creo que el acercamiento de
nuestro sistema solar a otro pueda tener una importancia práctica. Y además, ¿cómo
establecer las trayectorias de las estrellas?
–Eso es cierto, pero sólo si el movimiento
de las estrellas no está sometido a leyes, si las estrellas no siguen órbitas determinadas.
Pero, ¿y si fuese así? Si se pudiera calcular.
–¡Hum! –gruñó escéptico Davydov.
–Está bien. Descubriré mis cartas.
Un exalumno mío, que abandonó el curso en el tercer año para dedicarse a las matemáticas
y a la astronomía, se ha ocupado del movimiento de nuestro sistema solar dentro
de la galaxia, y ha conseguido enunciar una interesante teoría apoyada en bases
sólidas. Seré breve. Nuestro sistema solar describe, en el interior de la galaxia,
una enorme órbita elíptica con un periodo de revolución de doscientos veinte millones
de años. Esta órbita está ligeramente inclinada con respecto a la superficie horizontal
que pasa por el ecuador de la “rueda de estrellas” de nuestra galaxia. Por eso el
Sol, con sus planetas, corta en un determinado momento la colcha de materia oscura,
polvo y fragmento de materia enfriada, que se extiende a lo largo de la superficie
ecuatorial de la “rueda galáctica”. Durante este periodo se aprecian los sistemas
estelares acumulados en algunas zonas. Es por tanto posible que nuestro sistema
solar se acerque a otros sistemas desconocidos, tanto como para hacer posible un
vuelo interplanetario…
Davydov escuchó a su amigo, inmóvil,
con una mano contraída sobre la varilla del binocular.
–Esta es la teoría –continuó Satrov–.
Acabo de regresar del lugar donde murió mi exalumno y donde hallé su manuscrito.
Satrov se detuvo y encendió un cigarrillo.
–Esta teoría nos indica sólo una
hipótesis, pero aún no nos permite considerar como realidad un hecho increíble.
Sin embargo, al ver que dos observaciones de naturaleza diferente se concatenan,
tenemos razones para creer que estamos en el camino justo.
Satrov levantó el mentón y continuó
con aire solemne:
–Basándose en su teoría, mi alumno
afirmaba que el acercamiento del sistema solar a los cúmulos centrales de la rama
espiral interior de la galaxia, se ha producido hace unos setenta millones de años…
–¡Demonios! –explotó Davydov; era
su imprecación favorita.
Satrov no abandonó su aire solemne:
–Un fenómeno increíble que se relaciona
con otro se convierte en real. Creo tener el derecho de afirmar que, durante el
periodo cretáceo, nuestro sistema planetario se aproximó a otro sistema poblado
por seres racionales, por hombres desde el punto de vista intelectual, y que estos
seres han llegado por sus propios medios a nuestro planeta. Con el transcurso de
otro largo periodo los dos sistemas planetarios se han alejado nuevamente. Aquellos
seres han permanecido poco tiempo sobre la Tierra y por eso no han dejado huellas
perceptibles. Pero estuvieron aquí, fueron capaces de superar el espacio interestelar
setenta millones de años antes de que nosotros intentáramos hacer lo mismo… ¿Está
de acuerdo?
Davydov se levantó, miró a su amigo
en silencio y le tendió la mano:
–Me ha convencido, Aleksej Petrovic,
pero aún no lo veo todo claro. Por ejemplo, ¿por qué vinieron precisamente aquí,
a nuestra Tierra, mosca minúscula entre tantas otras estrellas y planetas? Podría
hacer también otras preguntas, pero, en líneas generales, me parece usted bastante
convincente. Es inaudito, increíble, pero real. ¿Cree que esto se podrá publicar?
Satrov sacudió la cabeza:
–¡De ninguna manera! Las prisas lo
estropean todo y en un descubrimiento como éste la prisa es inadmisible.
–Justo, justo, amigo. Es siempre
más prudente esperar que precipitarse. Pero hay que estar preparado para todo. Necesitamos
argumentos sólidos, tanto como aquel nuestro de Leningrado…
Satrov se acordó del “argumento”
que Davydov guardaba en una esquina del estudio en la época en la que trabajaban
juntos. Era un gran montante de hierro, en un tiempo apoyo de un esqueleto, con
el que Davydov pretendía persuadir a su testarudo amigo durante sus interminables
discusiones. Satrov dejó escapar una sonrisa.
–¡Lo recuerdo! Pero precisamente
ahora empieza la segunda parte de mi razonamiento. No soy geólogo, no estoy acostumbrado
a trabajar al aire libre, soy ante todo una rata de biblioteca. Esta empresa la
podrá emprender sólo usted y nadie más. Su autoridad…
–¡Ah! En una palabra, habría que
excavar en el lugar de la batalla de los extraterrestres con los dinosaurios… ¡Muy
bien!
Tras una pausa, Davydov continuó:
–El Sikang es un lugar interesante,
sobre todo para paleontólogos como nosotros. ¡Quién sabe lo que podríamos encontrar!
Aleksej Petrovic, al final de la era terciaria coexistían allí formas viejas y nuevas
de mamíferos hoy extinguidos. Una desordenada mezcolanza de lo que, en otros puntos
de la Tierra había ya desaparecido con lo aparecido más recientemente. ¡Y qué lugar!
–añadió animadamente–. Altas montañas cubiertas de nieve, heladas mesetas áridas
y desiertas separadas por profundos valles cubiertos de una lujuriante vegetación
tropical. Barrancos insuperables separan los pueblos. Entre un pueblo y otro hay,
por ejemplo, una distancia de dos kilómetros, pero el valle que los separa es tan
profundo e impracticable, que los habitantes de los dos pueblos nunca se encuentran,
aunque se vean desde lejos.
Extraños animales, aún desconocidos
por la ciencia, viven en lo profundo de los bosques, sobre el fondo de los valles,
mientras en lo alto se desencadenan glaciales tormentas. Allí tienen su origen los
mayores ríos de la India, de China y Siam: el Brahmaputra, el Yangtsé, el Mekong.
Davydov sacó un grueso reloj de tipo
antiguo.
–Aún no son las dos. Pero la emoción
ha sido tan grande… ¡me parece como si hubiese pasado ya todo el día! –Se levantó
para entregar un aro con unas llaves–. Esconda la caja en aquel armario, a la izquierda…
Pase lo que pase, debemos hacer lo imposible. Vamos a ver si Tusilov nos recibe…
¿Se quedará en Moscú, Aleksej Petrovic, hasta que sepamos algo? Alrededor de una
semana, es difícil que se tome antes alguna decisión. ¿Será mi huésped, no es verdad?
Ahora llamo a mi secretario y luego a casa. ¡Llegaremos tarde!
En el amplio apartamento de Davydov, modestamente amueblado,
reinaba el silencio. Por las grandes ventanas entraba la azulada penumbra del crepúsculo
estival. Satrov caminaba en silencio arriba y abajo por la habitación. Davydov,
hundido en una butaca frente a su gran escritorio, estaba sumergido en sus pensamientos.
Los dos amigos pensaban cada uno
en sus propios problemas. No habían querido encender la luz, como si la oscuridad
que iba cayendo lentamente atenuase su amargura.
–Me iré mañana –dijo al fin Satrov–.
No puedo perder más tiempo. La negativa ha sido irrevocable… Había pocas probabilidades
de conseguirlo… Ya se preocuparán nuestros descendientes de aclarar este asunto,
cuando esas malditas fronteras no existan,
Davydov, sin contestar, miró por
la ventana donde, sobre los techos de la casa cercana, brillaban tímidamente las
pequeñas y pálidas estrellas en el cielo de la ciudad.
–Es triste quedarse a la puerta de
un gran descubrimiento, como un mendigo y no tener la posibilidad de entrar –continuó
Satrov–. Ya no volveré a tener paz hasta que muera…
Davydov agitó de improviso por encima
de su cabeza los puños cerrados.
–¡No podemos renunciar! ¡Nos ayudarán!
¡Al diablo el Kam! A fin de cuentas, ¿qué seguridad tenemos de volver a encontrar
las huellas de “ellos” en el lugar donde se han conservado los restos de los dinosaurios
muertos? Ninguna. Si, por alguna razón, “ellos” vinieron a la Tierra, no tenían
por qué haberse quedado siempre en el mismo sitio. ¿Por qué no buscarlos entre los
sedimentos del periodo cretáceo aquí mismo? Podría afirmar, sin más, que si tales
restos existen, sólo podrán encontrarse en las regiones donde surjan sistemas montañosos
elevados y de reciente formación. El descubrimiento se ha reducido al Kam. ¿Por
qué? Porque sólo donde la corteza terrestre se halla fracturada en numerosos fragmentos
pequeños, de los que unos se hayan elevado y otros hundido, puede darse el caso
que incluso los modestos sedimentos escapen a la acción de las inevitables inundaciones
y erosiones. Si una pequeña depresión cualquiera se hundió en el periodo cretáceo
y quedó luego encerrada entre las montañas, gracias a la continua sedimentación
podría salvarse lo que en otras localidades, en una llanura, por ejemplo, sería
barrido y destruido por la acción de los agentes naturales. Tenemos puntos que responden
a tales requisitos en las montañas del Kazajistán, de los Kirguises, de Uzbekistán,
casi en toda Asia Central. Estas montañas se remontan exactamente a la gran época
de formación alpina, que tuvo su inicio al final del periodo cretáceo. Tenemos dónde
buscar, con la condición de saber hacerlo, de otra forma…
–¡Caramba! No lo comprendo, Ilja
Andreevic –lo interrumpió Satrov.
–¿No cree que lo único seguro sea
a quién buscar?
–Bueno, no tanto. Hay que descubrir
el aspecto de estos extraterrestres, quizá eran una especie de protoplasma incapaz
de conservarse… Esto en primer lugar. En segundo, ¿qué hacían aquí? La contestación
a la primera pregunta nos dirá la clase de restos que podríamos encontrar excavando,
la segunda nos indicará dónde podremos encontrarlos con más facilidad, si tales
restos existen efectivamente. ¿En qué punto de nuestro planeta se han estacionado?
Desde este punto de vista, nuestra empresa parece desesperada… ¡Pero esto no significa
que tengamos que renunciar a ella! Vamos a dividirnos el trabajo como en los viejos
tiempos, cuando escribíamos juntos. Usted se ocupará del primer problema, la parte
biológica. Yo me encargaré del segundo, la parte geológica, la dirección y el desarrollo
de las investigaciones. Tengo algunas ideas, porque ya me ocupé en una ocasión de
los grandes yacimientos de dinosaurios de Asia Central.
–¡Vaya trabajo fácil! –exclamó Satrov–.
¡Nada menos que establecer las formas de vida que puedan existir en otros mundos!
En este campo nadie podría decir nunca nada exacto…
–¡Vamos, intelectual de pacotilla!
–estalló Davydov–. El trabajo es difícil porque no existen datos y hay que proceder
sólo con el razonamiento. Pero cada esperanza nuestra reposa precisamente en la
fuerza del cerebro. Hay que romperse la cabeza y si usted no consigue descubrir
nada válido, ¿quién de entre nosotros podría conseguirlo? Veamos; ante todo, las
formas de vida fantásticas, los seres metálicos o de piedra, se los dejaremos a
los novelistas, no nos conciernen. Recuerde la energética de la vida: la vida no
se formó por casualidad, sino que se basa en leyes bien precisas. A mi entender,
el principio fundamental es éste y hay que partir de él para desarrollar un método
científico hasta el final. La estructura de los seres vivos no es una obra del azar.
Primero, la unidad de la materia que compone el universo ha sido demostrada: la
materia está compuesta en todas partes por los noventa y dos elementos fundamentales,
al igual que en nuestra Tierra. Se ha demostrado la existencia de iguales leyes
químicas y físicas en todo el espacio. Y si es así –Davydov dio un puñetazo sobre
la mesa–, la sustancia viviente, compuesta por las moléculas más complejas, debe
tener como base el carbono, el elemento capaz de producir compuestos complejos.
Segundo, la base de la vida es el aprovechamiento de la energía solar, el disfrute
de las más difusas reacciones químicas del oxígeno, ¿no es verdad?
–Sí –admitió Satrov–, pero…
–Un momento. Cuanto más compleja
sea la estructura de la molécula, tanto más fácilmente ésta se descompone en presencia
de un aumento de temperatura. La materia de las estrellas incandescentes no contiene,
en general, compuestos químicos. En las estrellas menos calientes como, por ejemplo,
en los espectros de las estrellas rojas, en las manchas solares, sólo descubrimos
los compuestos químicos más simples. Se puede afirmar por tanto que la vida, en
cualquier forma, aun en las formas más desacostumbradas, puede existir sólo en presencia
de una temperatura relativamente baja. Pero no demasiado, porque de otra forma el
movimiento de las moléculas se hace demasiado lento, cesan de producirse las reacciones
químicas y la energía necesaria para la vida. En consecuencia, se puede afirmar,
sin más, que los organismos vivos pueden existir dentro de límites de temperatura
bastante restringidos. No quiero aburrirlo con largos razonamientos: comprenderá
fácilmente que estos límites de temperatura se pueden definir con mayor precisión
aún, como los mismos límites dentro de los cuales el agua se encuentra en estado
líquido. El agua es el elemento de las principales soluciones, por medio de las
cuales se ejerce la actividad vital del organismo.
–Para formarse y desarrollarse gradualmente,
la vida necesita un largo periodo de evolución. En consecuencia, las condiciones
necesarias para la vida deben ser estables, prolongadas en el tiempo, comprendidas
entre estrechos límites de temperatura, presión, radiaciones y todo lo que entendemos
como condiciones físicas sobre la superficie de la Tierra.
–Pero el pensamiento sólo puede producirse
en un organismo muy complejo, con energía elevada, un organismo en cierto modo independiente
del ambiente que lo rodea. Esto significa que la aparición de seres racionales se
rige por límites aún más restringidos, por decirlo así, un estrecho corredor a través
del tiempo y del espacio.
–Tomemos, por ejemplo, las plantas
con sus síntesis del carbono por medio de la luz. Es una energética de orden inferior
a la de los animales que queman oxígeno. Por eso, aunque alcancen dimensiones colosales
las plantas, están obligadas a la inmovilidad. Las grandes plantas no pueden estar
dotadas con un movimiento ágil y rápido como los animales, no son su propia máquina,
dicho en términos vulgares.
–Por lo tanto, la vida, en la forma
general y en las condiciones en que existe sobre la Tierra, no es obra de la casualidad,
sino que se debe a leyes precisas. Sólo una vida de esta clase puede recorrer el
largo camino del perfeccionamiento histórico, de la evolución.
–Exacto, Ilja Andreevic. Le prometo
que reflexionaré sobre el problema y que le haré saber todo cuanto se me ocurra…
–Ilja Andreevic, al teléfono. Le han llamado varias
veces estos días durante su ausencia.
Davydov bufó encolerizado, levantando
los ojos de las notas. Sobre la mesa había un paquete enorme con un rótulo que decía:
“Al profesor Davydov. Urgente”. Bajo las notas yacían dos artículos que le habían
remitido para su examen. En los pocos días empleados en solicitar el permiso para
una expedición al Kam, se acumuló gran cantidad de trabajo, esa clase de trabajo
que suele asediar a un científico y que no tiene ninguna relación directa con sus
estudios. En casa de Davydov, un estudiante esperaba hacía mucho tiempo su opinión
acerca de una larga tesis de doctorado. Dentro de tres horas tendría que tomar parte
en una larga reunión.
Y además, Davydov debía escribir
algunas cartas en relación con el extraordinario asunto de Satrov.
Vuelto al trabajo, tras haber hablado
por teléfono, el profesor se enfrascó otra vez en la lectura de las notas. De vez
en cuando escribía algo sobre el papel, tachando encolerizado una palabra o lanzando
una imprecación dedicada al corrector. Por fin, las líneas empezaron a bailarle
delante de los ojos, y Davydov comprendió que debía descansar.
Se restregó los ojos, se estiró y
de pronto empezó a cantar en voz alta e increíblemente desentonaba un melancólico
motivo:
¡Oh, tú, padre
Volga, río ruso,
ahorra, prodigio,
las fuerzas del barquero!
Llamaron a la puerta entreabierta.
Entró el profesor Kolcov, vicedirector del instituto donde trabajaba Davydov. Sobre
su rostro enmarcado por una corta barba, vagaba una sonrisa hastiada, y los ojos
oscuros miraban tristes bajo las largas pestañas curvadas como las de una mujer.
–Una triste canción –comentó Kolcov.
–¡Ya lo creo! Las pequeñeces no me
permiten ocuparme de mi verdadero trabajo. Cuanto más envejezco, más me asaltan
tonterías de toda clase, y ya no tengo las fuerzas de antes, me es difícil trabajar
de noche… ¡Maldita sea! –tronó Davydov.
–¡Calma! –Kolcov hizo una mueca–.
No dudo de que pueda solucionarlo. Un temperamento como el suyo, un capitán como
usted… –se rio–. Tengo para usted una carta de Korpacenko desde Alma-Ata. Creo que
le interesará.
Sobre los techos el cielo empezaba
a clarear. Cerca de la ventana abierta el precoz estival luchaba con la luz amarilla
de la lámpara. Davydov volvió a fumar, pero el cigarro ya no le producía satisfacción,
estaba cansado. Pero había llevado a cabo el programa establecido: once cartas a
los geólogos destacados en la región de los sedimentos cretáceos de Asia Central
descansaban sobre la mesa llena de papeles y libros. Sólo faltaban por hacer los
sobres, y las cartas saldrían con el correo de la mañana. Davydov empezó a escribir
las direcciones, frotándose los ojos adormecidos, sin darse cuenta de que su mujer
había entrado en la habitación.
–¡No te da vergüenza! –Exclamó indignada
la mujer–. ¡Está amaneciendo! ¿Y tus promesas de no trabajar de noche? Y luego te
quejas y dices que estás cansado, que ya no puedes… ¡Ah, así no pueden continuar
las cosas!
–Ya he terminado… Mira, sólo faltan
cinco sobres y ya he terminado –se justificó Davydov con un sentimiento de culpa–.
Te prometo que no lo haré más. Esta vez era urgente y tenía… a cualquier precio…
Vete a dormir, pequeña, en seguida vengo.
Cerrada ya la última carta, Davydov
apagó la lámpara. La habitación fue invadida por el aire fresco y la tenue luz matinal.
Davydov miró al cielo y se restregó
la frente. De improviso, la misión de buscar las huellas de los seres extraterrestres
en los valles montañosos de Asia Central se le apareció en toda su desesperada dificultad.
En efecto, si se encontraban con
frecuencia restos fósiles de animales era porque habían existido miles de millones
de ejemplares en la superficie de la Tierra y muchos de sus despojos se habían hallado
en condiciones que favorecían su conservación y fosilización. Pero los seres extraterrestres
no podían ser muchos. Pero en algún lugar se conservarían huellas suyas; descubrirlas
entre las grandes masas de depósitos sedimentarios, entre miles de kilómetros cúbicos
de roca, sólo resultaría posible al precio de excavaciones colosales. Se precisaban
miles de hombres para examinar millones de metros cúbicos de roca, centenares de
potentes excavadoras para remover los estratos de tierras superficiales. ¡Una quimera!
Ningún país del mundo, por rico que fuese, invertiría miles de millones de rublos
en excavaciones de semejante magnitud. Una excavación normal, aunque fuera importante,
aunque hubiese dejado al desnudo un área de trescientos o cuatrocientos metros cuadrados,
sólo sería una gota de agua en el mar, una bagatela comparada con la misión impuesta.
¿Y las probabilidades? ¡Cero!
La verdad desnuda y despiadada lo
obligó a inclinar la cabeza. Sus tentativas le parecieron ridículas; sus proyectos,
desesperados.
Satrov tenía razón, toda la razón
al considerar, con su límpida mente, absolutamente inadecuados los medios a su disposición.
–¡Qué pena! –Se dijo amargamente
Davydov–. Será imposible conseguirlo… ¿Pero, qué otra cosa se podía hacer? A propósito…
la carta de Korpacenko. Aún no la he leído.
El profesor sacó de su cartera la
carta del conocido geólogo de la Academia de Ciencias de Kazajistán. Éste informaba
al Instituto que, durante el año en curso, se iniciarían grandiosos trabajos en
distintos valles montañosos del Tiang-shang para la construcción de una red de grandes
canales y centrales eléctricas. Entre las localidades escogidas, dos presentaban
mayor interés: la cantera número dos, situada a lo largo del curso inferior del
rio Chu, y la número cinco, lugar de reunión de la cuenca del Korkarin. En ambas
se descubrirían sedimentos que se remontaban al cretáceo superior, entre los cuales
se hallaban grandes acumulaciones de dinosaurios. Era necesario, por lo tanto, organizar
un continuo servicio de observación paleontológico durante toda la duración de los
trabajos. Con esta finalidad deseaba establecer contactos con la Comisión del plan
y luego coordinar las operaciones directamente con los jefes de canteras…
A medida que iba leyendo, Davydov
sentía renacer sus esperanzas. Había tenido una suerte inesperada. El interés de
la ciencia coincidía con el interés de la industria, e iban a realizarse excavaciones
de volumen tal, como nunca se habría permitido imaginar cualquier científico del
mundo. Ahora se abrían nuevas perspectivas a las esperanzas de confirmar el increíble
descubrimiento de Tao Li y, en caso de éxito, de dar a la Humanidad una prueba evidente
de que no está sola en el Universo…
Sobre la ciudad se levantaba un sol
nuevo, claro. En el cielo, las nubes parecían lenguas de espuma azul sobre un agua
dorada transparente, y desde la ciudad que se estaba despertando llegaban los primeros
rumores.
Davydov se levantó, respiró ávidamente
el aire fresco, corrió la cortina y empezó a desnudarse.
Satrov rasgó y tiró a la papelera una hoja sobre la
que había dibujado un cráneo. Luego, de un montón de libros colocados sobre la mesa,
escogió un opúsculo y se sumió nuevamente en sus reflexiones.
¡Difícil camino el de la investigación!
Los escasos vuelos del pensamiento son como saltos fabulosamente ligeros sobre abismos
de groseros errores. Y te arrastras continuamente a lo largo de la fuerte pendiente
de una lenta ascensión bajo el grave peso de los hechos, que te frenan, que te empujan
hacia atrás… ¡No importa! El trabajo es grande y útil. ¡Piensa en los que estuvieron
aquí hace setenta millones de años! Ni siquiera los pavorosos espacios interestelares
asustaron a la indómita voluntad y a la mente del hombre. Aquellos seres desconocidos
supieron pasar de una nave a otra mientras se aproximaban a enormes velocidades.
No les asustó el hecho de que cada segundo los alejara en centenares de kilómetros
de su planeta nativo. Y tras haber llevado a término su misión, supieron volver,
o murieron poco después, para que aquellos grandes cambios que el trabajo racional
produce sobre la naturaleza no quedasen desconocidos para nosotros, que estudiamos
setenta millones de años después nuestro planeta.
El hecho de que hasta hoy no hayamos
encontrado traza de estos cambios significa que ellos estuvieron en la Tierra durante
un periodo muy breve. ¡Huéspedes desconocidos de un mundo desconocido!
Seguiría desempeñando su parte en
la misión, intentando configurar el posible aspecto de los habitantes de otros mundos.
Y hablaría de ello con Davydov… Pero Davydov le escribía regularmente y le hablaba
de muchas cosas, a excepción de la más interesante: la marcha de las investigaciones.
Había transcurrido un año y medio desde el día en que, en Moscú, sostuvieron su
famoso coloquio sobre los restos de los monstruos prehistóricos. Era evidente que
su gran amigo no había logrado resolver nada…
En aquel mismo momento, el coche de Davydov corría velozmente
a lo largo de una carretera polvorienta y accidentada. El polvo blanquecino bailaba
vertiginosamente bajo la luz de los faros y detrás del coche formaba una gran nube
que tapaba las estrellas sobre el bajo horizonte.
Delante, a través del parabrisas,
se veía en la noche un gran resplandor rosado. A lo lejos se oía un sordo rumor,
claramente audible a pesar del ruido del motor.
Media hora después, acompañado por
el jefe de la obra y por su colaborador, enviado anteriormente al lugar, Davydov
se dirigía hacia la extremidad septentrional del sector, ensordecido por la gigantesca
masa de trabajos.
Sobre altos postes, mil lamparitas
parecían rodeadas por una ligera niebla, mientras una gran nube de polvo se levantaba
por el lado izquierdo. El estrépito de las potentes excavadoras superaba el fragor
de centenares de carretillas en movimiento sobre la colina revuelta.
El espesor de los sedimentos había
sido profundamente atacado por el lecho del futuro canal. A los lados se levantaban
taludes de veinte metros; en el espesor de la tierra, que parecía seccionada limpiamente
por un gigantesco cuchicheo, se apreciaban estratos de cascajo, montones de piedras,
con los que se alternaban estratos de arena amarilla esparcida con millones de brillantes
cristales de mica y yeso.
La noche que antes ocultaba la desierta
estepa, ya no existía, como tampoco existía la estepa misma; la cantera era un mundo
en sí, un mundo de trabajo gigantesco y febril que cambiaba a su gusto el aspecto
del viejo desierto cosaco.
Davydov pasó junto a los hombres
quemados por el sol, cubiertos de sudor y polvo, que ni siquiera le dirigieron una
mirada. Los martillos neumáticos temblaban en las manos expertas, mordiendo las
vetas de dura roca. Pesadas, semejantes a enormes esqueletos de hierro, las máquinas
se movían lentamente entre el polvo. Filas de automotores se amontonaban junto a
las cintas transportadoras, que incesantemente los llenaban de tierra removida.
–¡Esto sí que son excavaciones, Ilja
Andreevic! –exclamó el colaborador de Davydov.
El profesor sonrió. Estuvo a punto
de decir algo, pero en aquel instante, en el cielo, cubierto por el polvo, brilló
un relámpago que se difundió por el aire en un amplio arco. Un fuerte trueno sacudió
la tierra.
–Las minas –explicó el jefe de cantera–.
Hemos hecho saltar de una sola vez trescientos mil metros cúbicos. Allí, en el octavo
sector. Están preparando una trinchera para las excavadoras.
Davydov observó la “trinchera” donde
se encontraba. Se extendía hasta perderse de vista, punteada por una fila de luces,
cortando la estepa en línea recta. Al norte se abría un depósito de casi medio kilómetro
de diámetro. Allí se había descubierto el cementerio de los dinosaurios, un colosal
yacimiento de enormes huesos fósiles. La masa de huesos ocupaba toda la cuenca y,
desde lejos, parecía rebosar. Los restos fósiles estaban amontonados en desorden,
mezclados con una gran cantidad de gruesas piedras; la masa tenía un espesor de
ocho metros. Allí no había esqueletos de valor; sólo fragmentos de huesos de varias
dimensiones y de diferentes especies de monstruos. Las excavadoras hundían sus cucharas
en la masa, rastrillando el fondo de la cuenca. Negros montones de huesos mezclados
se perfilaban a lo largo de los bordes de la cuenca con la pálida luz del alba…
El sol se alzaba poco a poco. Los fósiles negros enrojecían como brasas en una estufa.
–La inspección puede darse por terminada
–dijo Davydov, que se secaba continuamente la cara, llena de sudor–. Por aquí tampoco
hay nada nuevo, igual que en el segundo sector. Otro montón de huesos. Hace veinte
años, más al norte, cerca de las fuentes del Bozaba, en la orilla derecha del Chu,
inspeccioné una cantidad aún mayor: treinta kilómetros de longitud. Estos enormes
cementerios existen también en el valle del río Ili, en el Kara-Tau y cerca de Taskent.
Pero todos son iguales. Entre millones de fragmentos óseos de variada naturaleza,
no hay ni un solo esqueleto o un cráneo completo. Es material poco útil. Se trata
de cementerios de dinosaurios cuya grandiosidad supera toda imaginación, destruidos
en épocas remotas por las fuerzas de la naturaleza.
–¿Tendrá nuevas consideraciones que
hacer sobre estos “campos de la muerte”, Ilja Andreevic? –Preguntó su colaborador–.
En las obras que ha publicado…
–¿He sido poco claro? –Le interrumpió
Davydov–. Sí, poco claro y, además, erróneo. Entonces no tenía una idea precisa
de las proporciones del fenómeno.
–¿Y ahora qué piensa de ello, Ilja
Andreevic?
–No sé… ¡No sé! –Contestó, con tono
brusco, Davydov–. Debo irme dentro de tres horas, si quiero estar por la tarde en
Lugovaja. El tren de Moscú sale a la una de la madrugada.
–¿Debo continuar la vigilancia?
–Por supuesto. Búsquese ayudantes.
Es posible que entre tanto material salga algo bueno. Quizá se pueda descubrir algo
también en los otros sectores, pero confieso que ya no tengo más esperanzas en esta
cantera. Espero más de la número cinco. En ella, los sedimentos tienen un carácter
distinto: se trata de depósitos de cursos de agua pequeños y tranquilos, en parte,
debidos también al viento. Pero Starozilov está allí desde hace seis meses y aún
no me ha comunicado nada interesante.
Parece como si estuviera perdiendo
el tiempo. El pobre se estará aburriendo…
En la gran sala de ejercicios para los doctorados había
tres jóvenes. Uno, agachado sobre una mesa, conversaba animadamente con una muchacha
sentada en una esquina.
–Un descubrimiento verdaderamente
histórico –decía el joven, sentado sobre la mesa, mesándose nerviosamente los espesos
cabellos rojizos–, que tiene un efecto determinante sobre la futura suerte de la
Humanidad. La energía atómica en manos de los agresores amenaza con el fin de la
civilización, de todas las conquistas de la cultura. La geología, la paleontología,
no son hoy las disciplinas más importantes: temo haberme equivocado en la elección.
Me siento como si estuviese fuera de la verdadera vida. Quisiera formar parte de
aquellos que crean la energía atómica. ¿No es verdad, Zenja?
–Sí –contestó la muchacha–, pero
si no valemos para las matemáticas… ¿Por qué sacudes la cabeza?
Y se volvió hacia el otro licenciado,
que seguía en silencio la conversación.
–Sin embargo, ¡qué interesante es
la paleontología! –Suspiró la muchacha–. Es cierto que la física será más importante,
pero me parece que también nuestra especialidad puede prestar muchos servicios…
El saber…
La puerta se abrió con estrépito,
dejando paso a una muchacha bien formada, esbelta, con un rollo de papel milimetrado
en las manos.
–¡Muchachos, llegó Ilja Andreevic!
Lo vi en el despacho. Dijo que viene en seguida con nosotros. Hay que prepararse,
y ustedes perdiendo el tiempo con Miska…
Zenja volvió la vista hacia la recién
llegada.
–Con Michail hablábamos de cosas
serias.
–Ya sé cuáles son sus cosas serias.
Abandonar la paleontología por la energía atómica. ¡Ya te descubrirán, genio incomprendido!
Vamos, preguntemos a Ilja Andreevic su opinión sobre el particular. ¡Dicen que cuando
se enfada las suelta más gordas que nadie!
–¡Estás loca, Tam! –Protestó el inquieto
Michail–. Nunca se le puede decir a un científico: “Su ciencia nos parece poco importante”.
¡Somos sus alumnos!
–¡Pues verás cómo se lo digo! –insistió,
testaruda, Tamara–. Ya es hora de acabar con tus charlas. No haces otra cosa que
fastidiar a Benja, y ya estoy harta…
Se oyeron fuertes golpes en la puerta.
Michail saltó inmediatamente de la mesa. Con un gesto espontáneo, Zenja se arregló
el cabello. Entró Davydov con una amplia sonrisa, vivaz y alegre. Tras saludar,
refirió con pocas palabras su viaje.
–Bien. ¿Han hecho progresos? ¿Tienen
preguntas? Empecemos por ti, Tamara Nikolaevna.
Tamara sonrió, un poco emocionada.
–¿Podemos hacerle antes una pregunta
de carácter general, Ilja Andreevic? –empezó–. ¿No tiene prisa?
Tras la espalda de Davydov, Michail
giró los ojos con cómico terror.
–No tengo ninguna prisa, y saben
que me asustan sus preguntas –contestó Davydov.
–Ilja Andreevic, Michail… todos nosotros
hemos discutido sobre nuestra vocación. Queremos estar seguros… Hoy, los fósiles…
En resumen, Michail dice que deberíamos estudiar física… Hemos estudiado el informe
de Petrov, no lo hemos entendido, pero es extremadamente interesante. –Tamara había
hablado con precipitación, confundiéndose. Con la garganta tensa, se apresuró a
terminar–. Me gustaría conocer su opinión. ¿Qué nos aconseja?
Davydov se puso serio, frunció el
ceño, pero, en contra de lo que esperaba Tamara, no se enfadó. Lentamente, sacó
la petaca del bolsillo.
–La ventana está abierta, podemos
fumar… La pregunta es seria. Los comprendo. En una época de grandes revoluciones
técnicas, las disciplinas no directamente implicadas deben parecer de escasa importancia.
Y ustedes, los jóvenes, están indecisos, a pesar de la especialización ya adquirida.
Yo haría lo mismo…
Davydov encendió el cigarro y se
quedó mirando, pensativo, la nubecilla de humo.
–Para ciertas personas –empezó, lentamente–,
elegir una profesión no plantea particulares problemas. Se ocupan indiferentemente
de cualquier cosa, muchas veces con éxito, con buenos resultados. Pero no creo que
lleguen a ser nunca buenos científicos. La elección de una rama científica, digan
lo que digan, viene determinada por las aficiones, por la capacidad, por los gustos
personales. Sólo cuando su cerebro necesite el saber y lo busque como lo hace una
persona en trance de ahogarse, sólo entonces serán verdaderos artífices de la ciencia,
que no escatiman sus fuerzas con tal de progresar, que identifican su propia persona
con la ciencia. Yo mismo, al principio, tuve mis dudas. Soy ingeniero, me apasiona
la técnica, pero mis inclinaciones fundamentales son de carácter histórico. Porque
me ocupo también de la historia más antigua de la Tierra y de la vida. Para bien
o para mal, esto colma por completo toda mi existencia. Es una pena, quizá, que
no sea físico, que no haga las cosas más importantes del momento, pero aquí se trata
de combinar mis capacidades con mis intereses, y mis capacidades producirán el máximo
fruto si se hallan en armonía con mi elección. No hay que disminuir la importancia
de nuestra ciencia.
“Su ‘ayer’ está más lejano que el
de otras. Tal vez se halle por detrás de otras ciencias, pero resultará indudablemente
necesaria, en cuando sea posible ponernos a estudiar al hombre. Nuestro organismo
es una combinación compleja que se ha formado históricamente en fases evolutivas,
que van desde el pez hasta el mamífero superior. Comprender a fondo la biología
del hombre sin estudiar toda la escala de la evolución no es posible. Y de esto
depende enteramente la medicina del futuro, la conservación del hombre como especie,
además de otras muchas cosas. Tales problemas aún están lejanos, pero se van acercando
cada vez más; para cuando lleguen, habremos preparado una base precisa de conocimientos.
Por otra parte, el hombre que construirá el futuro deberá tener un notable bagaje
de cultura general, de nociones y un vasto horizonte. La ciencia tiene leyes propias
de desarrollo que no siempre coinciden con las exigencias prácticas del momento.
El científico no puede ser un enemigo de la modernidad, pero tampoco puede vivir
únicamente de ella. Debe situarse en vanguardia; de otra forma se convertiría en
un funcionario. Si el científico huye de su tiempo, será un soñador, pero si desprecia
el futuro, será un tonto. Esto lo comprendió hasta Pedro el Grande. Recuerden su
decreto sobre la recolección de fósiles, dictado en una época difícil de pobreza
y retraso”.
Davydov apagó el cigarro y lo tiró
distraídamente al suelo, pero los alumnos no lo notaron. Zenja, apoyada en la mesa,
miraba atentamente al profesor. Tamara mantenía la cabeza alta, con aire triunfante,
mientras Michail bajaba los ojos con la frente arrugada.
–Ahora vamos con el otro aspecto
de su pregunta –continuó el profesor–. Aquí tampoco hay que exagerar. No debemos
hablar del fin de la civilización y quedarnos tranquilamente con las manos en los
bolsillos como muchos intelectuales, que así intentan justificar su pereza. Los
hombres van adquiriendo un poder siempre mayor sobre la naturaleza, pero olvidan
la necesidad de educar y de transformar al hombre mismo, con frecuencia no muy alejado
de sus progenitores en lo que se refiere a nivel de conciencia social. Pero ustedes,
los jóvenes, quieren luchar por la cultura, por la futura felicidad del hombre.
¡Tengan fe y sigan sin dudas la vía escogida! Es posible que muy pronto estalle
una nueva y terrible guerra, que se realice la batalla decisiva de lo viejo contra
lo nuevo. Cumpliendo con nuestro deber, lucharemos por nuestra civilización. Es
una misión noble defenderla de la barbarie armada con los últimos descubrimientos
de la técnica. Además, ¿tienen ideas claras de lo que es hoy la energía atómica?
La mayor parte de los elementos de la serie de los 92 tiene núcleos muy, pero muy
estables. Para desintegrarlos se precisa una energía superior a la que se obtendría
de su escisión. Y esto no es una casualidad. Durante los miles de millones de años
en que se ha formado nuestro planeta, así como los otros planetas, se ha producido
una especie de selección en los procesos de mutación de la materia: todos los elementos
inestables se han escindido, pasando a formar parte de fuerzas estables.
“Hasta ahora, nuestro conocimiento
de la energía atómica se reduce al aprovechamiento de las reacciones en cadena de
los isótopos del uranio y del torio, y de las reacciones provocadas por la transformación
del tritio isótopo del hidrógeno, en helio, con el sistema extremadamente complejo
de la bomba de hidrógeno. Es posible, como saben, elevar el peso atómico del uranio
y obtener elementos artificiales que ya se salen de los límites de la tabla de Mendeléyev,
como el neptunio y el plutonio, 93 y 94, elementos artificiales. El uranio se puede
transformar también en los elementos 95 y 96, y así hasta el 100 y sucesivos.
“Todos estos elementos artificiales
son inestables y de posible escisión. La energía suministrada por la escisión del
plutonio, así como la proporcionada por las formas inestables del uranio, isótopos
235 y 236, sirve, o bien de fuerza motriz para las máquinas atómicas destinadas
a usos pacíficos, o bien como fuerza destructora en las bombas. Sin duda, durante
los procesos de transformación de la materia existían en el pasado elementos parecidos
al neptunio, más pesados que el uranio y que se han transformado sucesivamente en
las formas estables registradas en la tabla mencionada. Podemos, por lo tanto, considerar
el uranio como un resto de estos elementos superpesados, conservados gracias al
estado de dispersión en que se encuentra en los estratos superiores de la corteza
terrestre, donde está en condiciones de temperatura y de presión relativamente pequeñas
y estables. El uranio, y es probable que el otro elemento pesado adyacente, el torio,
seguirán siendo durante mucho tiempo los elementos base de la energía atómica, porque
entre el aprovechamiento de las propiedades de escisión del uranio y el aprovechamiento
de la energía de la materia en otros elementos, existe un abismo técnico que difícilmente
podremos salvar en poco tiempo. Pero el uranio y el torio son elementos extremadamente
raros, así como insignificantes sus reservas en el mundo. Por consiguiente, hasta
hoy las reservas de energía atómica son muy limitadas…”
–Al teléfono, Ilja Andreevic, conferencia
internacional –se oyó una voz, procedente de la puerta.
–Voy, voy… –Davydov frunció el ceño
con expresión de disgusto–. Quisiera seguirles hablando de la energía atómica… El
uranio es escaso y las reservas existentes pueden ser consumidas en muy poco tiempo.
Por eso, de cara al futuro, debemos buscar grandes yacimientos de este precioso
elemento. Y nosotros… –el profesor calló de improviso y se alisó las sienes, manteniendo
fija la mirada sobre las cabezas de sus discípulos–. Grandes yacimientos de uranio…
las cenizas del fuego que ha formado el planeta –murmuró, en voz baja–. Así.
El profesor se interrumpió, como
si hubiese visto un fantasma, y salió precipitadamente de la habitación.
–¿Qué le habrá pasado a Ilja Andreevic?
–Exclamó Tamara, rompiendo el silencio–. ¡Juraría que estaba a punto de soltar una
grosería!
–¡Qué cosas tienes, Tamara! –replicó
Zenja, molesta–. Sencillamente lo interrumpieron con ese maldito teléfono. Lo estropearon
todo… Era tan interesante…
–Te aseguro que le ha pasado algo.
No lo viste bien. Cambió por completo de expresión…
–Es verdad, Tam –insistió Michail–.
También lo he notado. ¿Se le habrá ocurrido alguna idea interesante?
Michail había dado en el blanco.
Davydov, en efecto, recorría el corredor completamente concentrado en la conjetura
que de improviso deslumbró su cerebro. Recordó cómo, dos años antes, bajo la reciente
impresión de las gigantescas olas que habían asolado la isla hawaiana, miraba desde
la barandilla del barco el agua del océano, mientras en su mente tomaba forma una
aún vaga idea de las fuerzas que conmovían la corteza terrestre. Desde entonces
había recogido datos constantemente, meditando, pasando gradualmente desde estos
fenómenos modernos a los más antiguos procesos de formación de las montañas, mucho
más alejados en el tiempo y en el espacio. ¿No era el destino el que ponía ahora
en sus manos una prueba de la exactitud de sus suposiciones? Davydov tomó el teléfono.
Nadie contestaba, pero mantuvo mecánicamente el auricular contra su oreja, mientras
seguía absorto en su idea. Durante veinte años, el misterio de los “campos de la
muerte” de los dinosaurios encontrados en Asia Central lo había torturado. A los
pies del Tian-shan se acumulaban enormes cantidades de huesos de los grandes monstruos.
Huesos de millones de individuos de las edades más dispares. Y en el pasado debió
haber muchos más; en efecto, los yacimientos encontrados eran sólo restos escapados
de la obra de destrucción de las fuerzas naturales. ¿Cuál fue la causa de aquella
muerte en masa, justamente en aquellas localidades? ¿Causas desconocidas, imprevistas?
¡No! La matanza de los dinosaurios se remontaba al inicio de la gran época alpina,
a la época de formación de las cadenas de Tian-shan, del Himalaya, del Cáucaso y
de los Alpes. Y había una coincidencia territorial. Hace setenta millones de años,
al final del periodo cretáceo, la corteza terrestre se arrugó lentamente en aquellas
localidades, formando una serie de pliegues, tal como sucede hoy en el océano Pacífico.
La diferencia estriba únicamente en el hecho de que en el Tian-shan no se formaron
en el mar, sino en tierra firme, en una región poblada por animales terrestres.
Además, el arrugamiento de la corteza terrestre en la época cretácea tuvo proporciones
mucho mayores que hoy. Y los procesos de formación de las montañas, entonces como
hoy, son debidos a la fuerza liberada por la escisión de elementos superpesados
yacentes en el seno de la corteza terrestre. Si esta suposición es justa, no es
improbable que en algunas regiones y en ciertos momentos la energía de las reacciones
atómicas se haya liberado en la superficie, aunque haya sido sólo en forma de una
fuerte radiación. Esta radiación habría podido difundirse en una vasta zona, matando
a todo ser viviente, incluyendo a los animales allí emigrados de otras regiones.
¡Había que controlar la radiactividad de los huesos de los dinosaurios!
Nada pudo advertir a los monstruos
sin cerebro su inevitable fin. Los restos más pequeños no se han salvado de la erosión
y los otros, los grandes huesos de los dinosaurios, nos maravillan aún hoy por su
gran abundancia. No era una coincidencia…
¿Y si tampoco fuese casual la otra
coincidencia? ¿Por qué hemos encontrado huellas de seres extraterrestres precisamente
en la zona de los levantamientos montañosos de aquella época? Las fuertes radiaciones,
fatales para los monstruos, pero sin duda detectables por un instrumento, se habían
iniciado miles de años antes. Entonces, si “ellos” se encontraban en los lugares
en los que más tarde perecieron masivamente los dinosaurios, quiere decir que “ellos”
buscaban las fuentes de la energía atómica… Y si era así, se deducen dos importantes
consecuencias: primera, que nosotros debemos buscar las huellas de los seres extraterrestres
en el Tian-shan y en el Himalaya, las formaciones montañosas más jóvenes de la Tierra.
Segunda, si los procesos de formación de las montañas y los procesos volcánicos
son debidos a concentraciones de elementos superpesados que entran en una reacción
en cadena, es de esperar que se encuentren restos de estas concentraciones en las
profundidades accesibles para nosotros de la corteza terrestre y en las correspondientes
zonas geográficas… Y si se encuentran nuevamente huellas de los huéspedes celestes
en las zonas de formación de las montañas, entonces tendría ya la seguridad de que…
–¿Oiga? –resonó, de improviso, una
voz en el auricular–. ¡Hable con Alma-Ata!
Davydov fue sacudido por un temblor.
El curso de sus pensamientos se detuvo de golpe. Quizá desde Alma-Ata le iban a
comunicar novedades importantes.
Una voz lejana, pero clara, lo llamó
por su nombre. Davydov reconoció al secretario científico del Instituto de Geología.
–¿Ilja Andreevic? Esta mañana me
ha telefoneado Starozilov desde la cantera número cinco. Se han descubierto esqueletos
de dinosaurios, ignoro si dañados o intactos; no lo he entendido bien porque la
línea estaba interferida. Starozilov me ha dicho que lo llame; que es necesaria
su presencia allí. ¿Qué le tengo que contestar?
–Dígale que tomaré el avión de mañana
–contestó Davydov, sin vacilaciones.
–Tengo todavía un par de cosillas
que decirle –continuó el secretario–, pero como mañana estará usted aquí, ya hablaremos
de ellas. Hasta la vista.
–¡Muchas gracias! – Gritó Davydov,
lleno de alegría–. ¡Saludos a todos! ¡Hasta la vista!
Tras encargar al conserje un boleto
para el avión, el profesor salió a toda prisa en busca de Kolcov.
III
La carretera se extendía a lo largo de la orilla de
un estrecho riachuelo. Las altas paredes de la garganta cruzaban en lontananza sus
pendientes caídas a plomo sobre el lecho del río, a derecha e izquierda. La pendiente
más cercana se recortaba con su negro perfil en una faja de sombra a la izquierda;
abetos apuntados como flechas se alineaban a lo largo del dentado crestón rocoso.
Los más lejanos, rodeados por una bruma perlácea, parecían velos etéreos. En el
fondo de una imponente serie de crestas se erguía un cliente rocoso cubierto de
nieve. La nieve descendía en largas cintas blancas a lo largo de las grises pendientes
rocosas y, en lo alto, donde el cegador abrigo blanco nivelaba las rocas, una nube
más espesa, semejante a una enorme barca blanca, se apoyaba sobre su gran quilla
en la blanca cima.
La carretera bordeaba un escarpado
barranco y empezaba a subir hacia el paso. El motor, recalentado, silbaba. El aire
frío y puro embestía al coche, penetrando a través de los respiraderos de las ventanillas
semicerradas.
Davydov advirtió que estaba en el
paso por el ruido del motor. El coche descendía ahora hacia un amplio valle plano
como una mesa, rodeado por un triple anillo de contrafuertes montañosos.
Hacia abajo, surcadas por extrañas
grietas o salientes de estrellas, torres y cúpulas circulares, se extendían rosadas
areniscas y arcillas. El segundo contrafuerte rocoso estaba veteado por hirsutas
líneas de abetos, que parecían casi negros sobre el fondo gris-violeta de las pendientes.
Y en lo alto, como muralla de un castillo gigantesco emplazado para la defensa del
valle, dominaba radiando triunfalmente su incandescente blancor una serie de agudas
cimas nevadas.
Hacia abajo se veía claramente el
surco abierto en la lisa estepa, el terraplén de un enorme dique, montones de tierra,
fosas profundas, las casitas del pueblo y una fila de largas tiendas blancas.
Aunque acostumbrado al espectáculo
de una gran obra, Davydov admitió con emoción el bordado de las armaduras, esqueleto
de las construcciones de cemento. Era evidente que en aquella localidad estaba surgiendo
una central eléctrica.
Durante las excavaciones se habían
descubierto esqueletos de dinosaurios, se había descubierto un cementerio de una
época en la que no habían surgido aún aquellas altas montañas. Aquellas montañas
se habían levantado más tarde, gracias a la fuerza liberada por las reacciones atómicas
producidas en las profundidades de la corteza terrestre. Y las radiaciones, sin
duda, atrajeron a los seres celestes en busca de reservas de energía atómica…
El coche se detuvo junto a una larga
casa blanca.
–Camarada Davydov, llegamos–dijo
el chofer, abriendo la puerta–. ¿Ha echado un sueñecito? La carretera era buena
y se podía…
Davydov se sacudió y, viendo a Starozilov
que se apresuraba a salir a su encuentro, bajó del automóvil. El rostro cigomático
de su colaborador estaba cubierto hasta los ojos por una barba hirsuta, vestía mono
gris de operario, impregnado de polvo amarillo. Los ojos azules de Starozilov brillaban
de entusiasmo.
–Jefe –algún tiempo atrás, aún estudiante,
Starozilov había viajado mucho con Davydov y seguía llamándole testarudamente así,
como para defender su propio derecho a una amistad hecha durante las expediciones–,
voy a darle una alegría. ¡Lo he esperado tanto tiempo que no veía la hora! Descanse
y coma; luego iremos a la cantera del extremo sur…
–No estoy cansado. Iremos ahora –le
interrumpió Davydov. La sonrisa de Starozilov se hizo aún más amplia.
–¡Magnífico, jefe! –exclamó, metiéndose
en el coche. Procuró ignorar la mirada de desaprobación del chofer, claramente escéptico
con respecto al estado de limpieza del mono.
–Descubrimos los restos de los dinosaurios
cuando las máquinas empezaron a excavar en un grueso estrato de arena eólica orientado
hacia el sur –se apresuró a explicar Starozilov–. Al principio encontramos algunos
huesos sueltos; luego, un enorme esqueleto de monoclón muy bien conservado. ¡Su
cráneo está agujereado de parte a parte! Tija Andreevic, ¿qué piensa usted?… Un
estrecho agujero oval…
Davydov palideció.
–¿Y qué más? –consiguió decir.
–En la excavación principal no hemos
hallado nada más. Pero anteayer, justo en el límite de la excavación, aparecieron
muchos otros huesos, pero no dispersos. Dan la impresión de varios esqueletos amontonados.
Me ha extrañado que estuvieran carnívoros y herbívoros juntos. Por una pata posterior
he reconocido a un gran carnosauro; en el mismo montón vi también las uñas de un
querátopo. Algunos huesos están rotos, como si hubiesen recibido un golpe muy fuerte.
No me he atrevido a tocar estos fósiles hasta que llegara usted… A la derecha, al
fondo… –añadió Starozilov, dirigiéndose al chofer.
Unos minutos después, Davydov estaba
inclinado sobre un gran esqueleto, cuyos blancos huesos resaltaban sobre la arena
amarilla. Starozilov lo había limpiado cuidadosamente y cubierto de barniz para
conservarlo hasta la llegada del profesor.
Davydov pasó junto a la larga cola
y a las garras contraídas por el espasmo. Se arrodilló sobre la enorme cabeza deforme
con su largo cuerno, semejante a un puñal, que coronaba el morro en pico.
Los anillos óseos de protección de
los ojos, conservados en las vacías órbitas del cráneo, daban al monstruo una inmóvil
expresión de ferocidad.
El profesor no tardó en hallar, debajo
del ojo izquierdo, una perforación oval idéntica a la encontrada en el fósil de
Tao Li. Traspasaba el cráneo de parte a parte; el agujero de salida estaba situado
en el parietal, detrás de la órbita derecha, todavía cubierta de suciedad.
¡Sin duda “ellos” también estuvieron
allí! La decisión de buscar en las regiones de la Unión había sido acertada. ¿Pero
qué otras huellas de los seres celestes podían ser descubiertas, admitiendo que
existiesen?
Davydov examinó los esqueletos más
cercanos. Sobre los huesos ya limpios no existían señales de heridas. Las fracturas
mencionadas por Starozilov eran atribuibles a hechos sucedidos después de la muerte
de los animales. Los huesos se habían roto tras haber sido sepultados por las arenas
a causa de la acción de elementos naturales, como suele ocurrir.
Davydov dispuso que se empezase el
examen desde arriba, separando los fósiles de las incrustaciones de roca.
–Habría que excavar una zona más
vasta a fin de aislar todo este yacimiento –dijo, con voz dubitativa– pero carecemos
de medios. Habrá unos cinco mil metros cúbicos…
–No se preocupe, jefe –lo animó Starozilov
con una amplia sonrisa–. Los operarios se sienten tan interesados en la búsqueda
de los “cocodrilos cornudos”, como ellos los llaman, que espontáneamente se han
ofrecido para ayudarnos. Así me lo aseguró uno de los jefes del grupo. Pasado mañana
es domingo y novecientos hombres nos ayudarán.
–Novecientos, ¡demonios! –exclamó
Davydov.
Starozilov continuó con orgullo:
–La administración pone a nuestra
disposición catorce excavadoras, medios de transporte, camiones; en una palabra,
todo lo necesario. ¡Haremos una excavación como nunca pudo soñar ningún geólogo!
El profesor exultaba de entusiasmo.
El trabajo corría en ayuda de la ciencia con desinterés y fuerza. Davydov sintió
una desacostumbrada fe en el éxito de las investigaciones. Aquellas decenas de miles
de toneladas que escondían en su seno un secreto científico ya no le parecían tan
terribles. Olvidando todas las dudas, las dificultades y las adversidades, Davydov
se sintió increíblemente seguro de sí mismo. Con semejantes medios obligaría a aquellas
inertes masas de arena a que le revelaran el secreto que desde hacía setenta millones
de años custodiaban celosamente… Davydov no pensaba ni por asomo que las excavaciones
pudiesen fracasar. Ya no le cabía en la cabeza una cosa semejante, cuando a sólo
ciento cincuenta metros de distancia reposaba el esqueleto de un monstruo muerto
por un arma humana…
–Indique el área de las excavaciones,
jefe –resonó la voz de Starozilov–. Tenga presente que el límite de las arenas eólicas
desciende oblicuamente, se extiende desde el noroeste al sureste. Más a la izquierda
se acuna una faja de arenas de origen fluvial.
El profesor se levantó sobre el borde
de la fosa para observar durante largo rato, sumido en consideraciones y cálculos,
el terreno estepario que llegaba hasta los pies de la montaña.
–¿Y si empezáramos por el cuadrado
comprendido entre aquel árbol a la derecha y aquí?
–En este caso, el ángulo de la izquierda
tocará con las arenas fluviales –replicó Starozilov.
–¡Magnífico! Me interesa que se pueda
seguir la orilla del antiguo lecho del río. En las cercanías del lugar donde en
un tiempo estuvo el agua… Venga, midamos el terreno y pongamos los piquetes. ¿Tiene
la cinta?
–¿Para qué? Se puede hacer con pasos.
El levantamiento ya lo haremos después de la excavación.
–Muy bien, de acuerdo –contestó el
profesor, sonriendo ante el entusiasmo de su colaborador–. Vamos a empezar por aquella
altura… Quisiera telegrafiar hoy mismo al profesor Satrov.
…Sobre el lugar donde doce días antes Davydov y su colaborador
habían medido la estepa ondulada, se abría una enorme excavación de nueve metros
de profundidad. El viento levantaba remolinos de polvo sobre la lisa y árida superficie
de las compactas arenas cretáceas. A lo largo del borde oriental de la excavación,
el color amarillo de las rocas se difuminaba en un color gris como el acero. Starozilov
iba arriba y abajo dando órdenes a un grupo de ayudantes, que sacaban la arena y
limpiaban los esqueletos encontrados. Davydov había hecho venir desde Moscú a todos
los alumnos del Instituto y a sus cuatro licenciados; había llamado de la obra número
2 al colaborador científico allí destacado. Treinta obreros, bajo la vigilancia
de los diez colaboradores, rastrillaban la espesa capa de arena, acercándose cada
vez más al límite de las rocas grises, donde sólo quedaban algunos restos óseos
y grandes troncos de coníferas fosilizadas.
El tórrido sol ardía, la arena estaba
candente, pero esto no impresionaba a los hombres, fascinados por la búsqueda.
Davydov descendió a la excavación
y se detuvo frente a un gran amontonamiento de fósiles, en el que se habían contado
seis esqueletos de dinosaurios. Sesenta metros al este fue descubierto el esqueleto
de un gigantesco carnívoro aislado, no lejos del límite de las arenas fluviales.
Cerca de éste habían aparecido otros tres esqueletos de carnívoros más pequeños,
del tamaño de un perro. En la excavación no se había encontrado nada más, ni tampoco
huesos atravesados por el arma misteriosa. Davydov miraba con preocupación los trabajos,
como calculando las probabilidades que quedaban.
–¡Ilja Andreevic! ¡Venga aquí! –Era
la voz de Zenja–. ¡Hemos hallado una tortuga!
Davydov se dirigió lentamente hacia
la muchacha. Desde dos días antes, Zenja y Michail limpiaban la enorme cabeza de
un dinosaurio con las fauces abiertas llenas de terribles dientes curvos. Zenja
salió de la trinchera al encuentro del profesor; con una mueca de dolor, venció
el anquilosamiento de las piernas, y en seguida sonrió, feliz.
El blanco pañuelo resaltaba su bronceado
rostro, húmedo de sudor.
–¡Ahí está! –indicó Zenja, con el
instrumento, el fondo de la trinchera–. Está bajo el cráneo. ¡Descienda! –La muchacha
saltó al interior con ligereza–. Limpié la superficie de la concha… –continuó–.
Es muy extraña. Tiene muchos reflejos de nácar y el dibujo no es corriente.
Davydov dobló fatigosamente su macizo
cuerpo en la estrecha trinchera, para atisbar bajo el gigantesco cráneo del dinosaurio.
En la roca gris, más oscura, sobresalía un pequeño casquete de unos veinte centímetros
de diámetro. Su superficie presentaba unas hendiduras pequeñas y estrías de una
disposición radial. El color del hueso no era normal: violeta oscuro, casi negro,
y se distinguía netamente de los huesos blancos del cráneo del dinosaurio. Tampoco
era común el reflejo nacarado del extraño objeto liso, casi bruñido, que relucía
vagamente en la sombra de la trinchera.
Davydov no veía nada más. Jadeante,
acercó los ojos al extraño descubrimiento, quitando cuidadosamente los granitos
de arena con las yemas de los dedos. Notó en el centro de la cazoleta una sutura,
y otra perpendicular que se cruzaba con la anterior.
–¡Llamen a Starozilov inmediatamente!
–Davydov levantó el rostro, congestionado–. ¡Y que vengan los obreros!
Zenja se contagió con la emoción
del científico. Su voz sonora se elevó de la trinchera. Starozilov vino como un
rayo; por lo menos así le pareció a Davydov, sumido en el examen del extraño fósil.
Paciente, lentamente, con gran cuidado,
el profesor y su colaborador se pusieron a sacar la roca alrededor de la pequeña
cazoleta violeta oscuro. En los bordes, el hueso no se extendía en profundidad.
Al mostrarse la cazoleta en posición vertical, el objeto apareció como una semiesfera
irregular ligeramente achatada. Limpiándola por el otro extremo, Davydov sintió
de improviso que la aguja se hundía en la arena, como si el hueso se hubiese acabado.
Durante un tiempo, el profesor sondeo cautamente el borde. Por fin decidió descalzar
rápidamente la roca con un movimiento rotativo. Luego hizo caer la arena con un
ligero golpe de la mano. El límite inferior del hueso resultó redondeado y más grueso;
estaba encastrado en la parte semiesférica con dos amplios arcos.
El grito que salió del amplio pecho
de Davydov hizo temblar a los colaboradores que se apretujaban a su alrededor.
–¡Un cráneo, un cráneo! –gritaba
el profesor, quitando la roca con mano experta.
Efectivamente, liberados de la roca,
los grandes ojos vacíos aparecieron con toda evidencia. Apareció claramente también
la frente amplia y recta. La misteriosa cazoleta no era otra cosa que la parte superior
de un cráneo, parecido al del hombre, un poco mayor que el de un hombre mediano.
–¡Ya lo tenemos! ¡Un animal o un
hombre celeste! –exclamó el profesor, con infinita satisfacción, limpiándose enérgicamente
las sienes.
Le daba vueltas la cabeza y tuvo
que apoyarse en la pared de la trinchera. Starozilov se apresuró a cogerlo por el
codo, pero el profesor se soltó con impaciencia.
–¡Rápido! ¡Prepare una caja grande,
ovalada, cola! Hay que sacarlo cuanto antes. Tiene aspecto de ser sólido, pero debemos
actuar con cautela porque más abajo tienen que estar los huesos del esqueleto. Mientras,
que los obreros saquen a estratos toda la roca de alrededor. El esqueleto del dinosaurio
debe ser inmediatamente levantado y quitado de ahí. Regístrenlo todo, cada centímetro
de este sector, y que también la arena…
Satrov se precipitó por el largo corredor del Instituto
sin contestar al saludo de los colegas con los que se cruzaba. Se detuvo ante la
misma puerta por la que había entrado con la caja de Tao-Li hacía dos años y medio.
Pero ahora ya no mostraba la maliciosa sonrisa de quien saborea la sorpresa que
va a provocar en un amigo la inesperada llegada. Con expresión seria y pensativa,
entró casi corriendo en el estudio.
Davydov separó lentamente una hoja
de papel sobre la que estaba haciendo algunos cálculos.
–¡Aleksej Petrovic, es usted un verdadero
correo diplomático! –Su voz retumbó como un trueno–. Una velocidad semejante es
casi indecente… ¿Cuándo ha recibido mi carta?
–Ayer por la mañana. He salido a
las cinco. Pero me ha ofendido. ¿No me lo podía haber dicho antes? ¿Por qué me ha
escrito sólo post factum? ¡Después de obligarme a pensar en el posible aspecto
del hombre celeste, lo encuentra usted y permanece callado hasta el final de las
excavaciones!
Airado, Satrov se encogió de hombros
y se puso a caminar arriba y abajo por la habitación.
–No se enfade, Aleksej Petrovic.
Yo también quise darle una sorpresa. ¿De qué hubiera servido que usted lo supiera
dos semanas antes? Únicamente, para emocionarlo y hacerlo temblar de impaciencia
en Leningrado.
–¡Es que hubiera ido allí! –gritó,
picado, Satrov.
–¿Habría venido? –se maravilló Davydov–.
¿A las excavaciones? ¡Está usted desconocido! Pero yo no sabía…
Satrov no pudo ocultar una sonrisa.
–Así está mejor, mi querido amigo.
Ahora mismo le enseñaré la bestia celeste. –Davydov se dirigió hacia el armario,
cogió la manilla de la puerta con aire jocosamente solemne–. Haré como usted. ¡Oh!
Y abrió la puerta de par en par…
–¡Quieto, Ilja Andreevic! –gritó
Satrov–. ¡Espere! ¡Cierre!
Sorprendido, Davydov obedeció.
–No tuve tiempo de enviarle mis suposiciones
–explicó Satrov–. Tenga ahora paciencia durante unos minutos: se las leeré antes
de ver el cráneo del ser extraterrestre. Será un experimento muy interesante. Comprobaremos
si nuestro cerebro puede efectivamente prever si el proceso de las analogías es
válido para otros mundos.
–Excelente idea. ¡Adelante!
Como para asegurarse, Davydov cerró
el armario con llave y volvió a la mesa. Satrov tomó algunas hojas de papel cubiertas
por sus grandes caracteres regulares y sorprendentemente claros.
–No se lo leeré todo, no lo soportaría
–admitió–. Me limitaré a las conclusiones generales. ¿Recuerda? Estábamos de acuerdo
en que el esquema de la vida animal, fundado sobre la molécula de albúmina y la
energía del oxígeno, debe ser común en todo el Universo. Estábamos de acuerdo en
que las sustancias componentes del organismo son aprovechadas no casualmente, sino
en virtud de su difusión y de sus propiedades químicas. Estábamos también de acuerdo
en que el planeta más apto para la vida en cualquier sistema planetario debe ser
semejante a nuestra Tierra. En primer lugar, en lo que respecta a la energía calorífica
recibida de su propio sol: si éste es más luminoso y mayor que el nuestro, el planeta
debe estar más alejado; si el sol es más pequeño y más frío, se podrían obtener
condiciones de calor semejantes a las de la Tierra en un planeta más cercano.
“En segundo lugar, el planeta debe
ser lo suficientemente grande para que la fuerza de la atracción de su masa retenga
a su alrededor una atmósfera lo bastante densa como para defenderlo del frío del
espacio y de los rayos cósmicos. Pero no demasiado grande, porque en este caso,
en un estadio remoto de la propia existencia, cuando aún se hallaba en estado incandescente,
hubiese podido perder una considerable parte de gas y alrededor del planeta se tendría
una atmósfera demasiado densa, impenetrable a los rayos del sol y saturada de gases
venenosos.
“En tercer lugar, la velocidad de
rotación alrededor de su propio eje debería ser también aproximada a la de la Tierra.
En efecto, si la rotación fuese demasiado lenta, se tendría por una parte un sobrecalentamiento
fatal para la vida; por otra, un fuerte enfriamiento. Si la rotación fuese demasiado
rápida, faltarían las condiciones de equilibrio en un planeta de tal magnitud, éste
perdería la atmósfera, se achataría y por fin se disgregaría.
“Ergo, la fuerza de gravedad, la
temperatura y la presión atmosférica sobre la superficie de nuestro planeta deben
ser, en suma, semejantes a las que existen sobre nuestra Tierra.
“Tales son las premisas fundamentales.
En consecuencia, el problema reside en las vías evolutivas fundamentales que llevan
al nacimiento del ser racional. ¿Cómo será este ser? ¿Qué se requiere para el desarrollo
de un gran cerebro capaz de un trabajo independiente, capaz de pensar? Ante todo,
debe tener los órganos de los sentidos desarrollados, sobre todo, los de la vista,
una vista de dos ojos, estereoscópica, capaz de valorar el espacio, de establecer
con precisión la naturaleza de los objetos en el ambiente, de dar una precisa representación
de la forma y la disposición de tales objetos. Es inútil decir que la cabeza deberá
estar en la parte anterior del cuerpo, tener órganos sensoriales lo más cercanos
posible al cerebro, para una economía en la transmisión de las sensaciones. El ser
racional debe, además, saberse mover bien, tener extremidades diferenciadas, capaces
de realizar un trabajo, dado que sólo a través del trabajo, a través de las experiencias
del trabajo, se puede comprender el mundo que nos rodea. La estatura del ser racional
no puede ser pequeña, porque en un organismo pequeño faltan las condiciones para
el desarrollo de un fuerte cerebro, faltan las necesarias reservas de energía.
“Un animal pequeño depende demasiado,
por otra parte, de los accidentes más insignificantes que se produzcan sobre la
superficie del planeta, como el viento, la lluvia, etc., que para él se convertirían
en verdaderas catástrofes. Y para poder comprender el mundo, es necesario ser hasta
cierto punto independiente de las fuerzas de la naturaleza. Por eso el animal racional
debe estar dotado de movimiento, de dimensiones y fuerzas suficientes, ergo poseer
un esqueleto interno semejante al de nuestros vertebrados. No puede ser tampoco
demasiado grande, porque en este caso faltarían las condiciones adecuadas de estabilidad
y de armonía del organismo, necesarias para sostener una sobrecarga colosal: el
cerebro.
“Me he extendido demasiado… En resumen,
el animal debe ser vertebrado, tener una cabeza y una estatura casi igual a la nuestra.
Todas estas características del hombre no son casuales. En efecto, el cerebro puede
desarrollarse cuando la cabeza no es un instrumento, no está sobrecargada por cuernos,
dientes, fuertes mandíbulas, no roe la tierra, no aferra la presa. Esto es posible
si la naturaleza ofrece una nutrición vegetal suficiente; por ejemplo, para nuestro
hombre tiene gran importancia la aparición de plantas frutícolas. Esto libera su
organismo de la interminable digestión de la masa vegetal, a la que están condenados
los herbívoros, así como del destino de los carnívoros: la caza y la búsqueda de
la presa viva. El animal carnívoro, precisamente porque come carne, debe poseer
instrumentos para agredir y matar, que impiden el desarrollo del cerebro. Sin embargo,
si existen los frutos, las mandíbulas pueden ser relativamente más débiles, puede
desarrollarse la gran caja craneana que aplana el morro. También se podría decir
otra cosa: por ejemplo, cómo deberían ser las extremidades, pero la cosa ya está
bastante clara: libertad de movimientos y capacidad para tener, usar y preparar
un instrumento. Sin instrumento ni es ni puede existir el hombre. De ahí una última
consideración. La finalidad de las extremidades debe estar diferenciada: unas deben
permitir el movimiento, y son las piernas; otras deben ser órganos de presa, las
manos. Todo esto viene unido al hecho de que la cabeza debe estar elevada del suelo,
pues de otra forma disminuyen las posibilidades de percibir el mundo circundante.
“Conclusión: la forma del hombre,
su aspecto de animal racional no es una casualidad; es una forma correspondiente
de un organismo que posee un gran cerebro. Entre las fuerzas hostiles del cosmos
existen sólo zonas restringidas que la vida aprovecha, y estas zonas determinan
su aspecto. Por eso, cualquier otro ser racional que no sea el hombre debe poseer
muchas características estructurales semejantes a las humanas, en particular en
lo que al cráneo se refiere. Sí, el cráneo debe ser absolutamente semejante al del
hombre. Tales son, en resumen, mis conclusiones”.
Satrov calló. Luego, su impaciencia
largo rato contenida estalló: “Y ahora, ¡veamos la bestia celeste!”
–¡Inmediatamente! –Delante del armario,
Davydov se detuvo–. Debo decirle, Aleksej Petrovic, que tiene toda la razón. Es
sorprendente. En estos momentos se siente cuán poderosa es la ciencia, qué milagro
es el pensamiento del hombre…
–Está bien. ¡Veamos ese cráneo!
Davydov sacó del armario una gran
caja.
Ante los ojos de Satrov apareció
un cráneo de extraño color violeta oscuro, recubierto de huecos y profundas grietas.
La sólida caja ósea, habitáculo del cerebro, era muy semejante a la del hombre,
así como las enormes ojeras salientes desde el estrecho puente óseo de la raíz nasal.
Enteramente humanas eran también la nuca, redonda y rígida, y la breve, casi perpendicular,
parte facial, coronada por la enorme frente inclinada hacia delante. Pero en lugar
de los huesos nasales, el cráneo presentaba una base triangular, de la que surgía
la mandíbula superior en forma de pico, ligeramente doblada hacia abajo por su extremidad
anterior. La mandíbula inferior se correspondía con la superior, y tampoco ésta
tenía la menor traza de dientes. Las extremidades articuladas se apoyaban casi verticalmente
en la cavidad sobre amplias apófisis replegadas sobre grandes orificios redondos
situados a los lados, bajo las sienes.
–¿Es sólido? –preguntó Satrov en
voz baja, y ante el signo afirmativo de Davydov, tomó el cráneo en las manos–. ¿En
vez de dientes tenía una extremidad córnea en la mandíbula, cortante, como la de
la tortuga? –preguntó, y sin esperar la contestación, continuó– La estructura de
las mandíbulas, de la nariz, del aparato auditivo es bastante primitiva… Estos huecos,
toda la osamenta, demuestran que la piel debía adherirse directamente sobre el hueso,
sin el estrato subcutáneo de los músculos. Una piel de tal clase difícilmente podría
tener pelos. Y los huesos aislados… naturalmente, hay que estudiarlos. La mandíbula
está formada por dos huesos, también más primitivo que en el hombre…
“En su planeta existía, quizá, un
ambiente natural algo diferente, y se ha producido un curso distinto de los procesos
geológicos. Se han dado otras condiciones de selección natural. Interesante. ¿Ha
estudiado la composición de este hueso?”
–Detenidamente, no. Aunque sé que
no es de fosfato de cal, como los huesos del hombre terrestre, sino…
–¿De silicio? –le cortó Satrov.
–Exacto. El motivo es comprensible.
Las propiedades químicas del silicio son análogas a las del carbono, y puede ser
enteramente utilizado en los procesos biológicos.
–Pero, ¿y el esqueleto? ¿Y los huesos?
¿No ha encontrado nada?
–Absolutamente nada, excepto… –Davydov
cogió del armario una segunda caja–. Aquí está…
Satrov vio dos pequeños fragmentos
metálicos y un disco redondo de casi doce centímetros de diámetro. Los fragmentos
metálicos tenían caras de iguales dimensiones; parecían pequeños heptaedros.
Por su peso, el metal se asemejaba
al plomo, pero se distinguía de este último por su gran compacidad y su color amarillo
claro.
–¿Adivina qué es? –preguntó Davydov,
haciendo saltar los dos pesados objetos en la palma de la mano.
–¿Qué son? ¿Alguna aleación? –inquirió
Satrov–. Ya que me lo pregunta, no debe tratarse de nada excepcional.
–En efecto. Es afnio, un metal raro,
semejante por sus propiedades físicas al cobre, pero más pesado e incomparablemente
más refractario. Sólo tiene una propiedad interesante: la de emitir electrones a
alta temperatura. Y esto tiene un significado… en especial si se examina este extraño
espejo.
Satrov tomó el disco metálico, también
muy pesado. El borde estaba redondeado y presentaba once profundas hendiduras, dispuestas
a igual distancia. Por un lado, la superficie del disco era ligeramente cóncava,
lisa y muy dura. Bajo un estrato transparente como el cristal se adivinaba un metal
puro, blanco plateado, corroído en un punto que aparecía cubierto de una pátina
gris. El estrato transparente se hallaba comprimido dentro de un anillo de metal
duro gris azulado, que recubría toda la parte opuesta. En el centro de éste se abría
un pequeño círculo de materia transparente igual a la de la otra cara, completamente
cubierta por una pátina opaca, y de superficie convexa. El diámetro del círculo
no superaba los seis centímetros. A su alrededor había numerosas estrellitas grabadas
con diverso número de puntas: desde dos hasta once. Las estrellitas estaban dispuestas
sin orden aparente, aunque quedaban comprendidas dentro de dos líneas en espiral
dibujadas una en la otra.
–El disco está hecho de tantalio,
un metal duro, extraordinariamente estable –explicó Davydov–. La película transparente
es de un compuesto desconocido. El simple análisis cualitativo no ha dado resultados
y aún no he conseguido efectuar una investigación más completa. Pero el metal que
hay bajo la película es indio, un metal extraordinario.
–¿Por qué? –no dudó en preguntar
Satrov.
–Este metal, que también se emplea
en nuestros instrumentos, es el mejor indicador de la presencia de radiaciones neutrónicas.
Y sé con precisión que es indio porque me he decidido a practicar un agujero, aquí,
para su análisis…
–¿Las estrellitas son una escritura
o algo por el estilo? –preguntó Satrov, emocionado.
–Quizá… caracteres, o acaso cifras.
También es posible que representen el esquema del instrumento. Pero me temo que
no lo sabremos nunca.
–¿Eso es todo?
–Todo. ¿Le parece poco, hombre insatisfecho?
Tiene en sus manos algo que pondrá en conmoción a toda la Humanidad.
–¿Han buscado bien? –insistió Satrov–.
¿Por qué sólo había el cráneo, sin el esqueleto? Tenía que estar…
–Claro que estaría, porque un ser
sin huesos no habría podido tener cráneo. Hemos excavado por todas partes, hasta
hemos tamizado la arena. Pero es poco probable que se haya conservado nada más…
–¿Por qué está tan seguro de ello,
Ilja Andreevic? ¿Qué derecho…?
–Un simple razonamiento. Hemos descubierto
los restos de una catástrofe sucedida hace setenta millones de años. Sin esa catástrofe,
nunca habríamos encontrado el cráneo ni ningún otro resto, a excepción de los dinosaurios
muertos. No dudo de que hallaremos nuevos vestigios. Estoy seguro de que “ellos”
–Davydov señaló el cráneo que, inmóvil, miraba a ambos amigos con sus órbitas vacías–
se quedaron en la Tierra muy poco tiempo, algunos años nada más, y luego reemprendieron
el vuelo para volver a su planeta. Ya le diré luego cómo he llegado a esta conclusión.
Davydov desplegó una gran hoja de
papel milimetrado.
–Mire aquí, éste es un plano de las
excavaciones. Él –el profesor indicó el cráneo– estaba cerca de aquí, junto a la
orilla del río, con aquella arma o instrumento que evidentemente aprovechaba la
energía atómica. “Ellos” la conocían y la utilizaban, esto es indudable, como lo
demuestra sin más su presencia en la Tierra. Gracias a su arma el ser celeste mató
al monoclón desde gran distancia. Con toda evidencia “él” había irritado a los dinosaurios.
Luego se puso a hacer algo y fue agredido por otro gigantesco monstruo. Si fue lento
en usar su arma o si ésta se estropeó, no lo sabremos jamás. Una sola cosa está
clara: el monstruo fue fulminado a pocos pasos del ser celeste y, al morir, se derrumbó
sobre “él”. El arma se rompió o explotó. La rotura del arma liberó la carga de energía
contenida en ella, creando un pequeño campo de radiaciones mortales. Por esta razón
murieron también los demás dinosaurios, lo que explica el montón de esqueletos.
Por otra parte, aquí, al sur, la radiación no existió, o fue más débil. Por aquí
se acercaron pequeños carnívoros que se llevaron los huesos del ser celeste. El
cráneo quedó en su lugar, porque era demasiado grande o porque quedaba aprisionado
por el peso de la cabeza del dinosaurio. En esta otra parte, algunos de estos pequeños
carnívoros murieron, y aquí están tres pequeños esqueletos. Todo esto ocurrió en
las dunas arenosas de la orilla y el viento muy pronto enterró toda huella de la
tragedia.
–¿Y los instrumentos, las armas?
–Satrov plegó con escepticismo las comisuras de la boca.
–Escuche. Han quedado trozos y partes
hechas de metales extremadamente estables. Todo lo demás ha desaparecido sin dejar
rastro, se ha oxidado, disgregado, pulverizado a lo largo de diez millones de años.
Los metales no son como los huesos, no pueden fosilizarse, impregnarse de sustancias
minerales, cementar la roca a su alrededor. El instrumento quizá ha estallado incluso
y sus fragmentos se han dispersado durante la explosión o la rotura del arma, cosa
que muy bien puede haber contribuido a la desaparición de las partes metálicas.
–Debo admitir que sus suposiciones
parecen exactas –aprobó Satrov–. Ahora tiene usted que estudiar en seguida el cráneo,
analizar la vía evolutiva reflejada en la estructura de los elementos óseos y… publicar
los resultados. ¡Será un artículo que caerá como una bomba!…
Los ojos claros y salientes de Satrov
no podían separarse del oscuro cráneo del ser celeste.
Davydov tomó a su amigo por los hombros
y lo sacudió ligeramente.
–No pienso publicar la descripción
de este cráneo. –Satrov lo miró maravillado, pero antes de que pudiese hablar, Davydov
continuó:
–¡Estúdielo, descríbalo! Esta parte
le pertenece por derecho… ¡Y no me replique! ¿O ha olvidado mi testarudez?
–Pero, pero… –Satrov no encontraba
las palabras.
–No hay pero que valga. El informe
geológico sobre las excavaciones y las conclusiones sobre la catástrofe, con mención
de todos mis colaboradores, y en particular de la muchacha que ha descubierto el
cráneo, está listo. Aquí lo tiene. Publíquelo con mi nombre, junto con su descripción
del cráneo. Esto será lo justo. ¿De acuerdo, Aleksej Petrovic? –La voz de Davydov
adoptó un tono dulce, íntimo–. Tengo otra gran idea. ¿Recuerda? Me dijo y con razón
que cuando un fenómeno increíble se encadena con otro, nos encontramos frente a
la realidad. Muy bien, ahora la realidad está aquí: el cráneo de una bestia celeste.
Pero esta realidad determina a su vez otro hecho increíble, se encadena con él.
En suma, la cadena continúa y yo quiero continuar siguiendo sus anillos.
–Admitamos que así sea, aunque no
consiga seguirla. Pero su proposición huele mal, a sacrificio. No puedo aceptar…
–No, Aleksej Petrovic. Crea a un
viejo amigo: soy absolutamente sincero. ¿Acaso no compartió conmigo materiales interesantes
cuando trabajábamos juntos? Más tarde comprenderá que también ahora hemos hecho
lo mismo. Nosotros miramos la ciencia de igual manera, y para ambos lo que importa
es el progreso…
Satrov inclinó la cabeza conmovido.
No sabía expresar los propios sentimientos, las sensaciones particularmente profundas,
y se quedó silencioso frente al amigo que lo miraba con ojos sonrientes. Involuntariamente
tocó con la mano el cráneo del pasajero de la “nave de las estrellas”, que tanta
fascinación ejercía sobre él. Su nave se había perdido ya en la inconmensurable
profundidad del espacio, quedando inaccesible para cualquier fuerza o máquina. A
pesar de todo, dejó una huella, indudable, indiscutible, la prueba de que la vida
atraviesa una inevitable evolución, sigue un irreversible perfeccionamiento, aunque
sea por caminos largos y difíciles. Es la ley, la condición indispensable para la
existencia de la vida. Si por algún accidente del cosmos la vida no se interrumpe,
el resultado inevitable es el nacimiento del pensamiento, la aparición del hombre,
luego de la sociedad, la técnica, la lucha con las pavorosas fuerzas del universo,
una lucha que puede llevarse muy lejos, como atestiguaba aquel ser llegado de otro
mundo. Si “ellos” hubiesen venido a la Tierra no entonces, sino hoy…
Satrov se volvió hacia su amigo y
dijo con voz tranquila y firme:
–Acepto su… proposición. Hagámoslo
así. Tendré que ir a Leningrado, preparar mis cosas y volver cuanto antes. Como
es natural, hay que trabajar aquí. Transportar un objeto tan precioso sería inadmisible…
Ilja Andreevic, ¿por qué lo llama bestia celeste? No suena bien. Me parece ofensivo.
–Simplemente porque no consigo hallar
una definición mejor. En efecto, no podemos llamarle hombre si queremos respetar
la terminología científica. Es un hombre desde el punto de vista del pensamiento,
del nivel técnico alcanzado, del carácter social, pero su organismo tiene una estructura
anatómica diferente. Es claramente distinto del organismo humano. Es otro animal.
Por eso le llamo animal celeste, bestia celestis en latín. También se podría
recurrir al griego y llamarle terion celestis. Quizá suena mejor. De todas
formas, el nombre se lo pondrá usted.
–Pero entonces, Ilja Andreevic –dijo
Satrov tras un momento de silencio–, ¿qué le quedará a usted?
–Mi querido amigo, ya le he dicho
que tengo la intención de seguir nuestra famosa cadena. Hace tiempo que estoy pensando
en la influencia de las reacciones atómicas en los procesos geológicos. Ahora que
nuestro extraordinario descubrimiento me ha hecho salir de la órbita de lo común,
me ha empujado a un más alto nivel de pensamiento, me siento con valor para sacar
conclusiones y ampliar el horizonte de la imaginación. Ahora intentaré demostrar
la posibilidad de aprovechar las potentes fuentes de energía atómica que se esconden
en las profundidades para convertirla en una ciencia de ejercicio práctico… Pero
usted deberá estudiar la evolución de la vida y el porvenir del pensamiento, no
ya dentro de los límites de nuestra Tierra, sino en todo el universo. Deberá demostrar
este proceso, dar a los hombres una idea de las grandes posibilidades que se abren
ante ellos. Con una clarísima victoria del pensamiento deberá derrotar a los escépticos
pusilánimes y a los mezquinos fanáticos que aún pululan por las disciplinas científicas.
Davydov se calló. Satrov miró a su amigo como si lo viese por primera vez.
–¿Por qué estamos de pie? –preguntó
por fin Davydov–. Sentémonos y descansemos. Estoy fatigado.
Ambos se sentaron en silencio, empezaron
a fumar y, como obedeciendo a una orden, fijaron sus ojos pensativos sobre el cráneo,
sobre las vacías órbitas del extraño ser.
Davydov observaba la frente saliente
surcada por las pequeñas fositas e imaginaba cómo en un tiempo inconmensurablemente
lejano, tras aquella pared ósea trabajaba un gran cerebro humano. ¿Qué concepto
del mundo, qué sentimientos, qué nociones contenía aquella extraña cabeza? ¿Qué
cosas había imaginado la memoria del habitante de otro mundo, qué cosas de su planeta
nativo trajo a nuestra Tierra? ¿Conocía la nostalgia de la patria? ¿Estaba ávido
de grandes verdades, amaba lo bello? ¿Cuáles eran sus relaciones humanas, cuál el
régimen social? ¿Habían alcanzado la fase más elevada? ¿Había convertido su planeta
en una única familia de trabajadores sin opresión ni explotación, sin el triste
absurdo de la guerra que desperdicia las fuerzas y las reservas de energía de la
humanidad? ¿Cuál era el sexo de aquel pasajero de la “nave astral”, que quedó para
siempre en la Tierra extraña para él?
El cráneo miraba a Davydov, sin respuesta,
como un símbolo del misterio y del silencio.
–Nunca sabremos nada de todo esto
–se dijo el profesor–, pero nosotros, los hombres de la Tierra, también tenemos
un gran cerebro y podemos formular muchas hipótesis. Cuando llegaron, nuestra Tierra
estaba poblada por terribles monstruos, encarnación de una fuerza sin pensamiento.
En la obtusa maldad, en el inútil coraje del monstruo vieron un grave peligro y
ustedes eran pocos. Un puñado de seres celestes errantes en un mundo desconocido
a la búsqueda de una fuente de energía, tal vez de seres semejantes a ustedes…
Satrov se movió, intentando no estorbar
a su amigo. Su naturaleza nerviosa protestaba contra la prolongada inacción. Lanzó
una ojeada a Davydov, aún sumergido en sus pensamientos, tomó cuidadosamente de
la mesa el pesado disco y empezó a examinarlo con el agudo espíritu de observación
de un experto investigador. Colocando el disco en el luminoso cerco de luz de una
especial lámpara microscópica, el profesor estudió los restos del desconocido instrumento
desde todos los ángulos, intentando conectar detalles constructivos aún no conocidos.
De repente, Satrov notó en el interior del círculo sobre la parte convexa del disco,
algo que se traslucía bajo la película opaca. Conteniendo la respiración, el científico
examinó más atentamente aquel punto, disponiendo el disco bajo la luz con distintas
inclinaciones. Entonces a través del velo opaco depositado por el tiempo sobre la
sustancia transparente del círculo, le pareció ver dos ojos que lo miraban. Con
un grito sofocado, el profesor dejó caer el pesado disco, que golpeó sobre la mesa
con estrépito. Davydov se sobresaltó como empujado por un muelle, pero Satrov no
se preocupó por él. Acababa de comprender y el descubrimiento lo dejó sin aliento.
–Ilja Andreevic –gritó–, ¿tiene algo
que sirva para sacar brillo, piedra pómez y una gamuza?
–Naturalmente. Pero, ¿qué lo ha agitado
de esa manera, demonios?
–Démelo en seguida, Ilja Andreevic,
en seguida… ¿Dónde están…?
La agitación de Satrov se contagió
también a Davydov. Se levantó y tras tropezar con la alfombra, a la que pegó una
furiosa patada, desapareció por una puerta. Satrov cogió el disco e intentó raspar
con la uña la superficie convexa del pequeño círculo…
Davydov colocó sobre la mesa un vasito
lleno de polvo, una taza con agua, una botellita de alcohol y una gamuza.
Rápida y hábilmente, Satrov preparó
una pasta, la extendió sobre la gamuza y empezó a frotar la superficie del círculo
con medidos movimientos giratorios. Davydov seguía con interés el trabajo de su
amigo.
–Este compuesto transparente desconocido
para nosotros es extraordinariamente estable –explicó Satrov sin interrumpir su
trabajo–. Y sin duda debe ser transparente como el cristal y en consecuencia tener
una superficie pulida. Aquí, vea, la superficie se ha hecho opaca, ha sido corroída
por la arena durante los millones de años de permanencia entre las rocas. Hasta
esta sustancia durísima ha cedido… Pero si conseguimos pulirla, se hará de nuevo
transparente…
–¿Transparente? ¿Y luego? –preguntó
Davydov con una nota de duda en su voz–. Al otro lado del disco la transparencia
se ha mantenido. Sólo se ve una capa de indio…
–¡Pero aquí hay una imagen! –exclamó
Satrov, excitado–. ¡He visto unos ojos! Estoy seguro de que aquí está escondido
el retrato del ser celeste. Quizá sea el mismo propietario del cráneo. ¿Por qué
estará aquí? Tal vez sea un signo distintivo del arma, tal vez esta era su costumbre.
Además, ¿qué importa? ¡Hemos logrado tener la imagen de un ser celeste!… Observe
la forma de la superficie: es una lente… Y se pule bien –añadió palpando el círculo
con los dedos.
Davydov, inclinado sobre el hombro
de Satrov, miraba con impaciencia el disco, cuyo círculo central iba adquiriendo
un esplendor vítreo cada vez más marcado.
Al fin, Satrov lanzó un suspiro de
satisfacción, quitó el detergente, lavó el disquito con alcohol y lo secó con la
gamuza.
–¡Ya está! –levantó el disco hasta
la luz, dándole la posición adecuada para que el reflejo incidiese directamente
sobre el observador.
Involuntariamente ambos profesores
se estremecieron. Bajo la capa ahora completamente transparente, amplificado por
un desconocido efecto óptico hasta su tamaño natural, un rostro extraño, pero sin
duda humano, fijaba los ojos sobre ellos. La imagen aparecía en relieve, pero lo
más sorprendente era su extraordinaria, increíble naturalidad. Era un rostro vivo,
parecía que un ser viviente estuviera mirando a los dos profesores, separado de
ellos sólo por la lente transparente. Y los enormes ojos salientes eran capaces
por sí solos de borrar cualquier otra impresión. Eran como dos lagos que encerraran
el eterno misterio del sistema del universo, espejos de una mente y de una voluntad
férrea, eran dos poderosos rayos que surgían a través de la barrera de cristal lanzados
a las infinitas lejanías del espacio. Sí, el hecho mismo de la existencia de la
vida es garantía del desarrollo en diversos puntos del espacio universal del gran
proceso de la evolución, de la aparición de la forma más elevada de la materia,
del trabajo creador, del conocimiento…
Superando la primera impresión producida
por los ojos del ser celeste, los dos científicos empezaron a examinar el rostro.
La cabeza redonda recubierta por una piel espesa, lisa, sin pelos, no aparecía monstruosa
ni repugnante. La fuerte, la amplia frente saliente tenía un aspecto tan intelectual
y humano como los extraños ojos, y atenuaba los insólitos trazos de la parte inferior
de la cara. La falta de orejas y de nariz, la boca en forma de pico y sin labios,
eran en sí desagradables, pero no podían hacer olvidar que el desconocido ser estuviese
cercano al hombre, fuese comprensible y no extraño. Todo en el aspecto del antiguo
huésped de nuestro planeta denotaba afinidad de espíritu y de pensamiento con los
hombres de la Tierra. Esto pareció a Satrov y a Davydov una garantía de que los
habitantes de las diversas “naves de estrellas” se comprenderían una vez vencido
el espacio que los separaba, una vez verificado el encuentro del pensamiento dispersado
sobre las lejanas islas planetarias del universo. A los científicos les hubiese
gustado pensar que esto se hacía realidad en un próximo futuro, pero la razón les
decía que aún serían necesarios millones de años de conocimiento para la gran conquista
del universo.
Y antes de proceder con seguridad
a la unión de los distintos mundos, sería necesario unir a los pueblos de nuestro
planeta en una sola familia fraterna, destruir la desigualdad, la opresión y los
prejuicios de raza. En caso contrario, la humanidad nunca tendría fuerzas para llevar
a cabo la empresa sublime de sojuzgar los terribles espacios interestelares, no
lograría afrontar las mortales fuerzas del cosmos que amenazan la vida cuando ésta
ya no es defendida por la atmósfera. Y para alcanzar esta primera fase era preciso
trabajar aun prodigando todas las fuerzas del espíritu y del cuerpo, hasta alcanzar
la condición necesaria al gran futuro de los hombres de la Tierra…