José María Arguedas
–La mujer sufre. Con lo
que le hace el hombre, pues, sufre.
–¿Con
qué dices, de lo que el hombre le hace?
–De
noche, en la cama. O en cualquier parte sucia.
–Eres
criatura. Ella goza más que el hombre. Más goza, por eso acepta también quedarse
con el hijo sin que el hombre le ayude en nada. Con eso sí sufre, buscando comida
para el hijo. Porque siempre la mujer pobre acepta no más que le hagan hijo, porque
goza.
–¡No
goza! –gritó Santiago al oído de Ambrosio, el guitarrista–. ¡No goza! Y siendo más
que el corazón, teniendo esos ojitos que son mejor que la estrella, mejor que la
paloma, mejor que todo. ¿Has conocido a la hija del hacendado de Quebrada Honda?
–Sí.
Es la más linda de estos pueblos. Su padre la tiene como encerrada en esa cárcel
de indios que es la hacienda. Los indios pueden irse, escapando o de puro valientes,
si son valientes. Ella, la pobre Hercilia, espera no más. Es linda. Pero ¿por qué
dices que la mujer es más que el corazón y que es mejor que estrella? A veces son
como patada de burro de feas y mejor que Lucifer de malas.
–¡No
son malas, entiende! Si no fuera por ellas, ¿tú tocarías la guitarra? ¿Harías llorar
a los cerros con lo triste de tu guitarra? La mujer es, pues, triste.
–¡Zorro!
Hercilia hace años que espera que alguien le “haga el favor”. Yo se lo hice una
vez. ¡Sí se lo hice! Y no era ángel, era una yegua retorciéndose de felicidad. Casi
me destronca. Corrí peligro de muerte para conseguirla. Me vine de noche por los
túneles del camino. Me puse a cantar a la salida del último socavón. Me duraba todavía
en la boca la mordedura de los dientes de la hembra. Ese dolorcito es rico…
Santiago
escapó. Ambrosio vio que el rostro del muchacho cambiaba como cuando el cielo se
enfurece de repente en los Andes. Se levantan nubes entre rojas y oscuras; aparecen
no se sabe dónde, siempre por la espalda de las montañas más altas, y empieza a
llover el mundo o, simplemente, las nubes se quedan en el cielo, moviéndose, inquietando
a la gente y a los animales.
“Es
loquito, de razón. Criado por ese hombre. Vio a Hercilia hace… tres años… Y no es
cierto que yo le hice nada a ella. Le hizo el otro guitarrista, el de San Pedro.
Está preñada ahora, y se va a escapar con el guitarrista de San Pedro. Y va a heredar
o lo van a matar…”
Vio
a Santiago correr calle abajo, hacia el cementerio nuevo, es decir, al cementerio
de los tiempos actuales, porque el de la época que dicen de los españoles era un
campo cercado que rodeaba a la iglesia. Y allí estaban esos dos eucaliptos.
El
muchacho escaló el muro de una huerta de hortalizas y de capulíes que pertenecía
a un viejo hacendado borracho. Los niños habían clavado estacas para escalar el
muro y robar capulíes en el tiempo de la fruta. El viejo hacendado permitía que
robaran la fruta de noche pero no de día. Las estacas no fueron rotas ni desclavadas;
un guardián vigilaba la huerta durante el día. Vigilaba a los niños y espantaba
a gritos y cantos a los pájaros. Rodeaban la huerta árboles de sauce frondosos;
zumbaban con el viento o servían de reposo a los pájaros del pueblo. Un sauce, uno
solo había que tenía las ramas hacia el suelo. Le llamaban “llorón” y parecía una
mujer rendida, con la cabellera como chorros de lágrimas.
Santiago
se echó bajo el sauce. El suelo estaba cubierto de pequeñas hojas amarillas y rojizas.
“Ambrosio
animal, Ambrosio chancho que persigue chanchas, que hace chorrear suciedad a las
chanchas, montándolas. Ambrosio Anticristo. ¿Cómo te sale música triste de tu dedo
si eres bestia?”
Contuvo
el ansia de seguir insultando. Su pecho le caldeaba la respiración. “La mujer es
más que el cielo; llora como el cielo, como el cielo alumbra… No sirve la tierra
para ella. Sufre”.
Había
rondado la casa de doña Gudelia todo el día siguiente en que la señora se quitó
el monillo en el horno viejo. La había llegado a seguir un rato cuando ella subió
por el camino cascajiento que conducía al manantial de donde el pueblo sacaba el
agua para beber. Le extrañó que no cojeara, que no gimiera mientras andaba. Pero
sus ojos, hundidos cada día entre negrura, se volvieron hacia él. Como siempre,
parecían alcanzar distancias que nadie conoce, pero no tenían el filo de antes.
“¿Tú también vas por agüita?”, le dijo la señora, a pesar de que Santiago no llevaba
ningún cántaro. No era del pueblo ella; su marido, vecino pobre y algo enfermizo,
la había traído de Parinacochas, una provincia lejana. Su fama de buenamoza se extendió
por los distritos próximos. Hablaban de sus ojeras que, en lugar de disimular la
negrura de los ojos de la señora, la hacían más candente. Miraba, como algunas aves
carnívoras prisioneras, lejos, pero con intención y no en forma neutra como las
aves. Esa intención, seguramente, tocó el alma sucia de don Guadalupe, dueño del
horno viejo, amo putativo de Santiago. “No voy por agua, señora”, contestó el muchacho
en el camino del manantial, entonces doña Gudelia le preguntó: “Hijito: ¿mi cara
está pálida?”. “Sí, señora. Está flaca también”. “¡Adiós, criatura! Si no vas por
agua, regrésate. Estoy flaca… ¡maldecida!”.
“¡Maldecida,
no; abusada, pateada, emborrachada. Sólo el hombre asqueroso patea el cielo, también
lo emborracha, alcanza con su mano embarrada al ángel… a la niña… a la señora… a
la flor…!” Bajo las ramas del sauce hablaba en voz alta el muchacho, recordando
la última queja de doña Gudelia.
Sintió
pasos. Era la gorda Marcelina, lavandera del viejo hacendado; ella se acercaba al
árbol, porque había visto a Santiago. No se sabe desde qué hora estaría en la huerta
o desde qué tiempo. Avanzó hasta meterse en la sombra del sauce llorón; se levantó
la pollera, se puso en cuclillas.
–Voy
a orinar para ti, pues –dijo mirando al muchacho. En su boca verdosa, teñida por
el zumo de la coca, apareció algo como una mezcla de sonrisa y de ímpetu–. ¡Ven,
ven pues! –volvió a decir, mostrando su parte vergonzosa al chico, que ya se había
levantado.
Él
fue, apartando con la mano una rama fresca que le estaba cayendo de la cabeza hacia
la espalda; avanzó rápido. Era el mediodía, manchas de jilgueros llegaban a la huerta
para reposar y cantar en los sauces.
La
gorda Marcelina lo apretó duro, un buen rato. Luego lo echó con violencia.
–Corrompido
muchacho. Ya sabes –dijo.
Su
cuerpo deforme, su cara rojiza, se hizo enorme ante los ojos de Santiago. Y sintió
que todo hedía. La sombra de los sauces, las hojas tristes del árbol que parecía
llorar por todas sus ramas. El alto cielo tenía color de hediondez. No quiso mirar
al Arayá, la montaña que presidía todo ese universo de cumbres y precipicios, de
ríos cristalinos. Escaló el muro, tranquilo. Fue corriendo hacia el arroyo que circundaba
al pueblo.
No
pudo lavarse. Se restregaba la mano y la cara con la brillante arena del remanso;
alzaba las piedras más transparentes desde el fondo del pequeño remanso y se frotaba
con ellas. Esas piedras recibían el viento, el ojo de los pájaros, la nieve más
alta del Arayá, el río grande, la flor de k’antu que sangra de alegría en la época
de más calor. Pero el muchacho seguía recordando feo la parte vergonzosa de la mujer
gorda; el mal olor continuaba cubriendo el mundo.
Entonces
decidió marchar al Arayá.
Del
Arayá nacía el amanecer; en el Arayá se detenía la luz, siempre, durante el crepúsculo,
así estuviera nublado el cielo. Ese resplandor que ya salía de la nieve misma y
de las puntas negras de roca, ese resplandor, pues, llegaba a lo profundo. No quemaba
como el sol mismo la superficie de las cosas, no transmitía, seguro, mucha fuerza,
mucha ardencia, pero llegaba a lo interno mismo del color de todo lo que hay; a
la flor su pensamiento, al hombre su tranquilidad de saber que puede traspasar los
cerros, hasta el mismo Arayá; al muchacho, a él, a Santiaguito, saber que la mujer
sufre, que ese pensamiento hace que la mujer sea más que la estrella y como la flor
amarilla, suave, del sunchu que se desmaya si el dedo pellejudo del hombre sucio
la toca. Al Arayá, únicamente los hacendados que habían hecho flagelar a la gente
no lo entendían. Así era. Y el muchacho necesitaba tres horas de andar para acercarse
hasta las nieves del poderoso: en ese momento el sol ya no estaría en el cielo.
Veía
desde el camino las puntas de las rocas que saltaban del hielo del Arayá como agujas;
las miraba cada vez más cerca y se estaba tranquilizando. La boca verde de la lavandera,
borracha como su patrón, empezaba a difuminarse en esa oscuridad maciza que volaba
en las agujas de la roca del Arayá…
–Hijito…
estarás cansado. Te hago regresar en el anca de mi caballo –le dijo el cura. Se
encontraron en un recodo de la gran cuesta.
–Quiero
confesarme, padre –le dijo el muchacho.
–Sí,
claro. Aquí no se puede, tiene que ser en la iglesia. Llegaremos de nochecita. Te
haré entrar, pues, a la sacristía.
–Quiero
confesarme delante del Arayá, padre.
–¿Delante
del Arayá? ¿Eres hijo de brujo? ¿Estás maldecido?
–Capaz
estoy maldecido. ¡Me han malogrado, creo!
–¡El
Arayá te habrá maldecido! –dijo el cura con impaciencia.
–El
horno viejo, padre. La gorda Marcelina. Lo que han rezado dos señoras, delante de
mí, a la Virgen, a Nuestro Señor Jesucristo.
El
cura desmontó del caballo.
–Confiésate
–le dijo–. ¡Este cerro que tiene culebras grandes en su interior, que dicen que
tiene toros que echan fuego por su boca…! ¿Qué tienen que hacer las santas oraciones
con tu maldición? ¡Confiésate de rodillas! ¿Has fornicado con la Marcelina?
No
se arrodilló. Estuvo mirando al sacerdote. Unos vellos rojizos, como los que había
visto que temblaban en el rostro de la gorda Marcelina, aparecieron clarísimos en
la frente del cura, debajo mismo del borde del sombrero. Pero estos vellos jugaban,
no estaban separados uno a uno, feos como en la cara de la borracha.
–¿Qué
cosa es fornicar, padre?
El
cura miró detenidamente al muchacho.
–No
te arrodilles, hijo… ¿Te ha…?
–Sí,
padre, así mismo ha sido. Estoy apestado; estoy sucio…
–Más
de lo que crees, de cuerpo y alma. Esa chola está enferma. ¿Oyes? Está enferma.
Yo te lo digo. Por eso nadie quiere con ella. Esos gendarmes que vinieron a buscar
indios cuatreros, la agarraron a ella.
–¡El
Arayá me va a limpiar, seguro! Me voy, me voy. Deme su bendición, padrecito –rogó
el chico.
–Sí,
cómo no; contra las serpientes del cerro, no contra tu cuerpo sucio: “En nombre
del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo…”
Tarde
se dio cuenta el sacerdote de que le había dado la bendición en quechua: “Dios Yaya,
Dios Churi, Dios Espíritu Santo…”
Santiago
continuó subiendo el cerro.
–Tú
también sufres. ¿De qué estarás enferma, pobrecita, triste Marcelina? –se preguntó,
mientras la luz del sol se enfriaba en la quebrada.
Pudo ver la nieve
cuando su color rojizo se debilitaba. Porque la cima del Arayá cambiaba tanto como
la gran zona del cielo en que el sol desaparecía. Allí la luz jugaba hondo; los
hombres no podían reconocer bien los colores que ardían unos como consolando, otros
como abriendo precipicios en el corazón mismo tanto de las criaturas cual de los
viejos. ¿Cuántos y qué colores? Del negro al amarillo cegador, hasta hundirse en
lo que llamamos tiniebla. Así también la nieve del Arayá.
Santiago
quedó tranquilo hablándole a la nieve: “Tú no más eres como yo quiero que todo sea
en el alma mía, así como estás, padre Arayá, en este rato. Del color del ayrampo
purito. ¡Ahora sí me regreso!”.
Habló
en castellano muy correcto. Y bajó a la carrera la cuesta. Ya tenía zapatos. Su
nuevo protector le había comprado zapatos de mestizo, fuertes y bien duros. Levantaba
polvo con ellos en el camino, seco en ese mes de agosto. Llegó de noche, silbando,
al pueblo. Con él cantaban los gallos. Era la medianoche, seguramente. No sentía
hambre ni sed. La voz de los gallos repercutía fuerte en todo su cuerpo.
Pero
a los pocos días regresó a la huerta, a la misma hora. Se echó bajo el mismo sauce,
entre la cortina de las ramas que parecían cabelleras de lágrimas. La borracha Marcelina
también vino, se alzó la pollera, orinó, llamó al muchacho. Santiago fue hacia ella,
casi corriendo. Y se dejó apretar más fuerte y más largamente que la primera vez,
se revolcó e, igual que entonces, fue ella quien lo arrojó, y se marchó luego de
mirarlo como se mira a los huesos botados. Los vellos esparcidos no se movían con
el aire en el rostro de la Marcelina. Parecían estacas. Y de allí brotaba la suciedad
sin remedio, más que de otros sitios. De esa parte del cuerpo de la chola gorda.
El
muchacho estuvo mirando al sauce llorón largo rato. “Tú no eres como la Marcelina,
tú eres como las otras o…” Se levantó aturdido; escaló el muro y saltó después hacia
la calle. Con el vientre todavía sacudido corrió hacia el pequeño río. La arena
de las orillas reverberaba con la luz del sol; bajo la corriente muy lenta del agua,
en el remanso, las piedras mostraban sus colores y el de las yerbas que se colgaban
jugando sobre ellas. ¡Ahí estaba, pues, la hermosura limpia, la que la gente no
podía conseguir para ella! Sin embargo el muchacho ya no se lavó. Le rendía el hedor
que todo su cuerpo exhalaba. Al borde de un pequeño barranco, junto al río, descubrió
un cúmulo de remilla y otras yerbas de olor fuerte, el chikchinpa, el k’opayso…
Santiago arrancó las puntas de las ramas; bajó a la orilla del remanso y se frotó
la cara con las yerbas ya mezcladas.
–Ahora
agüita –dijo.
Pero
no se lavó, como quiso, al agacharse a la corriente. Bebió del río. Y luego, ya
más calmado, tomó el camino del Arayá.
¿Cuántas
semanas, cuántos meses, cuántos años estuvo yendo de la huerta al Arayá? No se acordaba.
En el camino maldecía, lloraba, prometía y juraba firmemente no revolcarse más sobre
el cuerpo grasiento de la Marcelina. Pero la huerta se hacía, en ciertos instantes,
más grande que todos los cielos, que los rayos y la lluvia juntos, que el padre
Arayá; esa huerta con su sauce llorón, con ese hedor, con los orines de la borracha,
más poderosa. Y cada vez le atacaba el anhelo de ir donde el padre Arayá, cuando
los pelos de la Marcelina se erizaban y de allí brotaba algo como el asco del mundo.
“Será que me sucede esto porque no soy indio verdadero; porque soy un hijo extraviado
de la Iglesia, como el cura me dice, rabiando…” Esas palabras, más o menos, repetía
en el camino de ida.
Y
siempre encontraba luz rojiza, algo moribunda en la nieve de la montaña. Regresaba
aliviado; creía reconocer mejor las cosas en la oscuridad; durante la marcha al
Arayá, en toda la cuesta, las cosas se le confundían: las flores y las grandes piedras,
las mariposas y los saltamontes que cruzaban el aire; el mal recuerdo, como brea,
cubría feo, no para bien, las diferencias que felizmente existen sobre la tierra.
A la vuelta, en la noche, cuando llegaba al pueblo, el canto de los gallos repercutía
bajo su pecho, iluminaba la quebrada, ese abismo donde también el sol se enfurecía
y enfriaba, en el mismo día.
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