Nedda G. de Anhalt
El gusto por las historias insólitas me recuerda un caso que ocurrió en Nueva
York, uno de los sitios más fascinantes de este planeta, como dice mi amigo Woody
Allen. Por supuesto. No seré yo exégeta de esa ciudad. A menos que se viva en el
lugar y se hayan tenido largas sesiones de psicoanálisis, ¿qué derecho tienes a
emitir opiniones?
He estado sólo de paseo y, sin embargo, para conocer
bien Manhattan –digo yo– basta con observar el comportamiento de sus habitantes
en el cine: la metrópolis de las almas solitarias.
Soy mexicano y cinéfilo implacable. Con mi novia frecuento
esos sagrados recintos cuantas veces puedo, no para pastelear, sino para ver las
películas. Después de haber ido a varias salas cinematográficas, me considero ya
un experto en corazones solitarios.
Una tarde que salí con Lupe –y su hermana, con quien
está en esa ciudad–, después de haber visto un largometraje de Jarmush nos abordó
en la calle una muchacha guapísima que de sopetón preguntó si me había gustado el
film. Me quedé con la palabra en la boca porque mi futura cuñada me jaló por un
brazo haciéndome entrar en un taxi que en ese momento acertaba a pasar de milagro.
Una vez dentro del vehículo me advirtió, angustiada: “Esteban, ten mucho cuidado
aquí con la gente. No hables. Es peligroso, muy peligroso hasta establecer contacto
visual. Créeme, por favor”.
Lupe y yo pensamos que exageraba. Por eso, cuando después
de haber visto –sin ella– otra película de Jarmush, a la salida un tipo nos preguntó
qué opinábamos de la cinta, nos enfrascamos en una plática muy a gusto. Tanto, que
a sugerencia de él –resultó ser puertorriqueño– nos fuimos a cenar juntos a Sabor,
un restaurante cubano con unas croquetas de malanga, un tasajo criollo y una ropa
vieja bastante aceptables.
A la hora de los postres –que eran cascos de guayaba
y coco rallado–, tuve que hacer una llamada telefónica. No quiero entrar en detalles
dolorosos. Ojalá le hubiera hecho caso a mi imposible cuñada. Cuando regresé la
mesa estaba desierta.
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