Marysol Fragoso
Cuando
abordaron el autobús en pleno centro de la ciudad eran más de las siete de la
tarde. Edificios públicos y privados escupían hacia la plazuela, hacia el
parque y hacia las calles a miles de empleados que, mañana a mañana, satisfacen
el apetito de este distrito urbano. Otras personas se desesperaban al no
encontrar sitio para aparcar el auto, pues el estacionamiento del máximo
recinto donde, en menos de una hora estaría iniciando la temporada de
conciertos de la Filarmónica, estaba a tope.
El camión tomó rumbo al sur, en sentido
opuesto al flujo vehicular, en un utópico carril exclusivo que a toda hora
sufre bloqueos a causa de automovilistas que van de listos queriendo avanzar
más rápido que el resto o por quienes bajan “de rapidito” a hacer movimientos
en los bancos, a comprar el periódico, cigarros, un refresco o toda clase de
artículos con los vendedores ambulantes, que ya se volvieron permanentes;
incluso algunos descienden del coche para echarse unos taquitos o una torta de
tamal. Por la madrugada esta situación tiene réplica gracias a los parroquianos
que andan de farra y salen de los bares de moda o de las pocas pero
tradicionales cantinas que aún sobreviven a la modernidad –cómo esa donde un
caudillo de principios de siglo echó de balazos a las paredes y que nunca
repararon los dueños por considerarlo un atractivo para los turistas. Pero esas
criaturas nocturnas que hacen lo propio están libres de culpa pues como se dijo
una vez “Dios mío, perdónalos, no saben lo que hacen”.
Es bien sabido que circular sobre la
avenida más antigua de la ciudad, es jugarse la vida. Como en toda gran urbe la
violencia tiene sus cotos de poder. Los conductores de autos particulares o
transporte de carga evitan ciertos barrios para salvarse del secuestro o de ser
privados de sus automotores a punta de pistola por un par de adolescentes,
incluso al medio día.
Extrañamente y a pesar de la hora, el
camión traía sitio de sobra, incluso las pasajeras habían logrado, casi por
milagro, dos asientos en la segunda línea, justo detrás del conductor. El viaje
había transcurrido con fluidez, por eso cuando el transporte público llegó a la
esquina de los trinques, la esquina fatal, los rostros de la gente estaban
relajados, quizá también producto de la música que escuchaba el conductor.
Cuando la luz cambió a verde y el camión
arrancó, escandalosa y rápidamente subieron dos chicos por delante y otros dos
por la puerta de descenso. Ninguno pagó. Se colocaron en los extremos del
autobús. El cuarteto llevaba la mano derecha envuelta con chaquetas obscuras.
Las dos mujeres y el resto de esa
humanidad pensó: ya nos asaltaron. Entre el silencio impresionante uno de ellos
se encaminó al centro del pasillo y gritó: “Buenas tardes respetables pasajeros”…
Se escuchó un suspiro de alivio, pues la
mayoría pensó que se trataba de vendedores ambulantes, mejor dicho nómadas;
otros se figuraron que era un grupo que venía en misión religiosa; una tercera
idea, basada en pitas y hechuras, concluyó que era un grupo de rock y que iba a
arrancarse con las del Tri o Molotov.
“Buenas tardes respetables pasajeros” –repitió
el líder–, “mis compañeros y yo venimos solicitando su amable cooperación, pues
hace un mes que acabamos de salir del Reclusorio Sur, pues habíamos sido
condenados por atraco a mano armada…”
–“Ya nos chingaron” –susurró el del
asiento de al lado de las serias señoras. Iniciaron los intercambios de
miradas, sin moverse, claro está, no fuera a ser el diablo. Las reacciones de
miedo siguieron revelándose entre caras pálidas o súbitamente coloradas, ojos
vidriosos, sudores fríos o golpeteos en pasamanos y agarraderas.
“…Ahora estamos rehabilitados gracias a
los oficios que nos enseñaron en la cárcel, pero como estos humildes servidores
ya cuentan con antecedentes penales, no son contratados en ningún lugar, además
de tener que aportar lana en nuestras casas, sufrimos la explotación de los
tiras y los judas, que reciben dinero o nos refunden en el bote otra vez; ahora
sin motivo, se aclara. Por eso, nos vemos en la necesidad de acudir a la
respetable banda aquí presente y solicitamos su desinteresado donativo, a fin
de que, en un futuro cercano, muy, muy cercano, no tengamos que despojarlos de
sus objetos personales como bolsas, billeteras, alhajas, relojes, chaquetas y
otras cosas de valor. Mis compañeros pasarán a sus lugares a recoger su
aportación, a fin de no causarles molestias ni importunarlos”.
Todo el mundo dio dinero. Generosos
puñados de monedas y hasta billetes de veinte pesos salieron a relucir. Al
término de la colecta los chicos vieron los resultados y la voz cantante volvió
retumbar.
“Muchas gracias a la respetable banda de
pasajeros por ser tan desprendidos, cómo se ve que ya no quieren que robemos ni
delincamos. Gracias chofer. Que pasen todos, buenas noches. Que Dios los
bendiga y los lleve con bien”.
Cuando los jóvenes bajan del camión las
mujeres se sintieron reconfortadas al escuchar a un hombre decir: ¡uff, menos
mal que NO NOS ASALTARON!
Definitivamente, las damas tenían un día
de suerte.
(Tomado
de www.ficticia.com)