Daniel Mares
Soy Pizarro, y esto es lo que sé que es cierto: mi padre,
Descartes, nació de una cerda, y yo igual que él. Con cuatro años decidió tener
un hijo, un primer nacido, pues ya había cumplido con tres vástagos naturales y
era supervisor del sector dos. Su petición ascendió, y Noé consideró oportuno permitirle
tener un varón, la Seguridad capturó a la cerda más apropiada y nací yo. Mi madre
natural fue Joplin, ya reciclada. Yo me eduqué en los cánones Primero y Quinto,
y prosperé en ellos, hasta ser superior en el Quinto canon. Luego pasó el tiempo
y llegó la guerra.
El canon Quinto no es por naturaleza belicoso, todo
lo contrario; es el menos dado a los juegos de la guerra de entre todos los cánones.
Por desgracia tuvimos que afrontar días muy turbios a pie de trinchera, pues nuestro
lugar como lectores del Legado nos lo imponía. Con todo esto sólo quiero justificar
por qué mi ayuda de campo era Shelley, del Segundo canon. Los Irregulares de Pizarro
éramos la unidad de observadores del Quinto, el único grupo de combate en toda la
historia de mi canon; difícilmente encontraríamos a alguien entre nosotros con la
suficiente destreza para salir con bien de la lid. Yo, por mi nacimiento, era el
indicado para el mando y, una vez conocido mi destino, busqué un asistente que pudiera
cumplir con las funciones de general. Shelley era una competente oficial y se mantenía
en muy buenas relaciones con el Quinto, interesándose más por las lecturas de los
Legados que en las labores de guerra.
Un día en que los rebeldes del Sexto habían sido tan
brutalmente aplastados que el olor a pólvora y cadaverina impregnaba el aire y se
metía en la ropa hasta hacer imposible separarse de él, un día de sombras en que
la luna ocultaba al sol y se veía como una gigantesca esfera de inquietante fosforescencia
verdosa a punto de desplomarse sobre nosotros, ese día, el de mi tercer cumpleaños,
Shelley dijo que me amaba. Yo estaba sentado sobre los restos de un muro ruinoso,
el decorado apropiado para las postrimerías de una matanza, contemplando la luna,
las siluetas oscuras de los sauces, y pensando en la sangre que había visto y en
la que posiblemente vería al día siguiente; ella se sentó a mi lado y lo susurró.
La conocí veintiocho meses atrás, y simplemente la consideré mi ayuda de campo,
la persona que daría de verdad las órdenes a los Irregulares mientras yo trataba
de alejarme de la locura. Jamás vi en ella belleza alguna: su piel coriácea, sus
espinas, sus ojos de fuego me parecían más de animal que de mujer. Pero ella me
amaba, o así lo decía. Acaricié su duro cuerpo con mis manos y la besé, sintiendo
la frialdad en sus labios. Mis dos brazos del canon la desnudaron torpemente; nunca
he aprendido a moverlos bien a pesar de las numerosas operaciones que he padecido
para mejorar su coordinación. Ella rio ante mi desmaña, y pronto acabamos en el
suelo húmedo, quién sabe si de sangre.
La noche empezó tan oscura como había
sido el día, pero la fuga de la luna nos permitió ver estrellas y, como todos y
cada uno de los herederos desde que llegamos aquí, pensar en la Tierra.
–¿Es cierto que allí el sol es rojo como el nuestro,
pero la luna es tan pequeña que casi no lo tapa nunca? –dijo, apoyando la cabeza
en mi pecho, procurando no molestarme con las espinas de su cuello. Yo tomé cuidadosamente
una de ellas, negra, flexible, firme y aguda, y la besé en la punta. Shelley, la
fría Shelley que arrancaba cabezas sin pestañear, sonrió arrobada–. Dime, Pizarro,
¿es verdad?
–¿Cómo voy a saberlo? –bromeé–. Nunca he estado allí.
–Tú eres del Quinto. Y además naciste de una cerda,
como los primeros nacidos.
–¿Y piensas que eso me hace más sabio?
–Si el Quinto canon no es más sabio, tal vez nos hemos
equivocado de bando en esta guerra.
–Bueno, sí, es cierto. Allí es la luna la que gira en
torno a la Tierra, tan pequeña es.
Eso pareció saciar la curiosidad de su mente soñadora.
Aproveché entonces este dulce silencio, tan común entre dos amantes, para contemplarla
a través de mi ojo y mis manos, que no cesaban de acariciarla. ¿He dicho que no
era hermosa? Si así lo he hecho, mentí. No me lo pareció en un principio, porque
la dureza, la fuerza, la velocidad y la fiereza no parecen compañeros propios de
la belleza. Las mujeres, las de la Tierra, aquellas que están en las grabaciones,
las que conforman el Primer canon, no muestran todo ese vigor y energía que hay
en Shelley. La rubia Monroe de las películas, o esa belleza evanescente de mirada
inquietante, Uma Thurman, que parece a cada momento estar a punto de disolverse
en el aire, convirtiéndose en alguna fragancia afrodisíaca, están tan lejos de Shelley
como yo de los torpes gigantes del Sexto canon.
Sin embargo, junto a ella conocí el atractivo de la
furia y la violencia, la belleza de la pujanza y la agilidad. Todo ello en la forma
de una mujer blindada, una Venus de acero, mucho más alta y corpulenta que yo y,
por supuesto, mucho más valiente. En definitiva, la Thurman del Segundo canon.
–No me gusta la guerra –dijo ella tras un suspiro mientras
arrojaba despreciativamente un papel arrugado, que sin duda era su programa para
el día anterior. “Agresividad”, habrían escrito en él.
–A nadie le gusta.
–A mí debería gustarme. Me he educado dentro del Segundo,
me he preparado para ella.
–También deberían gustarles sus tareas a los del Sexto
canon, y mira en qué situación estamos.
–¿No piensas a veces…? –Guardó silencio, porque lo que
estaba dispuesta a decir podía considerarse traición. ¿Debe haber tales reparos
entre amantes? No.
–Sí, lo he pensado. Pero tanto en mí como en ti esas
ideas son contra natura. El Legado es claro: los cánones establecen lo que compete
a cada uno, rebelarse es absurdo.
–Pero, entre los primeros nacidos… ¿cuánto hace de eso?
–Veintitrés años.
–Eso. Hace tan poco tiempo sólo había Primer canon.
–Es cierto. Noé transportaba únicamente embriones congelados
del Primer canon, cinco millones exactamente. Los transportó durante más de treinta
años hasta que llegaron a Wolf 359, junto con embriones de otras especies animales
de la Tierra.
–Ya, ya lo sé –en más de una ocasión me había oído repetir
esa historia. Es mi obligación–. Lo que quiero decir es que la sociedad de los primeros
nacidos vivió con un único canon y subsistió. ¿Por qué son necesarios los otros
cinco ahora?
–Porque así es la sociedad en la Tierra, así es como
nos lo trasmite Noé a través del Legado. Si fuera de otro modo, nos sumiríamos en
el caos –traté de poner mi voz más solemne. Pensamientos como éstos eran la semilla
de muchos problemas que no deseaba para Shelley–. Además, no debes juzgar por los
primeros nacidos. Su sociedad era un trámite, un periodo de tránsito hasta que los
cánones se instauraran. Verás: Noé atravesó millones de kilómetros hasta llegar
aquí, a través del frío espacio. Una vez llegado a Wolf 359, un planeta fértil y
habitable, debía desarrollar los embriones de hombre. Buscó un animal apropiado
para que gestase los gérmenes humanos, después de alterarlo debidamente. Encontró
a los cerdos, suficientemente adecuados para esa labor; los modificó, implantó en
ellos los óvulos fecundados, y los dejó bajo la vigilancia de Seguridad. Pues bien,
aquí tenemos a cinco millones de hombres y mujeres, todos del Primer canon y nacidos
a más de un parsec de su planeta de origen. Noé tuvo que cuidarlos desde niños y,
a través de Seguridad, fue enseñándoles qué eran, cuál era su herencia. Naturalmente,
en esa situación no había posibilidad de conflicto alguno. Estaban demasiado ocupados
en aprender veinticinco siglos de cultura terráquea. Más adelante, la siguiente
generación sí tuvo que enfrentarse con verdaderos problemas de organización. Necesitaron
recurrir a los cánones que afanosamente mostró Noé para poder medrar. Comenzaron
las operaciones, y llegamos hasta el día de hoy.
–Lo entiendo. ¿Por qué entonces no se mandaron embriones
del resto de los cánones? Ya sé que tú eres de los pocos en pertenecer a dos cánones.
Yo sólo soy hija natural, pero estarás de acuerdo conmigo, y no te ofendas por lo
que voy a decir, en que todos somos en cierto sentido del Primer canon, sólo que…
mutilados. Entiéndeme, no soy una rebelde, pero ¿no sería mucho mejor si hubieran
enviado ejemplares de todos los cánones?
–No lo sé. –Y no mentí al decirlo. Mis dudas eran tan
intensas como las de Shelley, y esto es muy grave en alguien como yo, cuya función
es impartir la sabiduría que proviene de la Tierra. Todos los argumentos de Shelley
estaban cargados de lógica, y en más de una ocasión los había utilizado yo mismo
en mis soliloquios heréticos. ¿Por qué mandar sólo ejemplares de un canon, aunque
fuera éste el superior? ¿Por qué obligarnos a operaciones tan radicales? Mis dos
brazos de más nunca han tenido la movilidad de los originales, y tengo que someterme
a continuas revisiones e intervenciones médicas, como todos los de mi canon. Mi
único ojo tiene un espectro de visión muy superior, pero me costó muchos años acostumbrarme
a su posición centrada y a la disminución de campo visual. ¿Y la ubicuidad de los
sexos? La existencia de dos sexos, totalmente diferenciados en todos los cánones,
contravenía directamente al Legado. Se intentó en un principio recurrir también
a la cirugía, sin buenos resultados. Todo esto creaba en mí un sentimiento de comprensión
hacia los rebeldes del Sexto, impropio en alguien de mi cargo.
El estruendo, aunque lejano, me alarmó e hizo que las
espinas de Shelley se alzaran como el copete de una cacatúa. Nos incorporamos de
un salto y, mientras ella recogía su equipo alegremente diseminado por el suelo,
yo presté atención hacia el sonido de orugas que escuchaba a mi espalda. Un agente
de Seguridad, con sus luces de posición rojas parpadeando, reclamaba mi interés.
–Pizarro, es una emergencia –dijo con su voz desprovista
de toda emoción–. Los rebeldes asaltan las defensas norte; las han atravesado en
varios puntos y avanzan por la ciudad.
Me encaramé al muro de un brinco. A lo lejos, las luces
de París formaban un disco casi perfecto sobre la campiña, con la brillante esfera
del cuartel de Seguridad bien visible en el centro. Casi perfecto, como he dicho,
porque al norte las explosiones continuas desfiguraban el contorno. Los habíamos
machacado durante dos días. Diez mil individuos del Sexto canon, sin noción alguna
de estrategia, sin haber empuñado jamás en su vida un arma pero hartos de excavar
y excavar en el corazón de la tierra, enfrentados a todo el Segundo canon y la Seguridad.
Murieron sin poder hacer nada, o eso parecía. Sin embargo, aquí estaban, asaltando
la ciudad más septentrional del sector seis.
–Todos están en sus puestos, Pizarro –Shelley, equipada
ya con su uniforme, me tendía el comunicador, recordándome mis obligaciones–. Seguridad
dice que serán fácilmente reducidos; sólo algunos grupos aislados han logrado traspasar
las defensas. Uno de ellos se dirige a la Quinta casa.
–Y ése es nuestro objetivo, supongo.
Me abroché los pantalones y corrí tras el de Seguridad
y Shelley, que ya nos aventajaba en diez metros con un par de zancadas. Como la
de todos los cánones, nuestra unidad no era más que testimonial: doce hombres y
mujeres que representaban el apoyo del Quinto al orden establecido. Pero mi idea
de reclutar a Shelley acabó por convertirnos en un buen equipo de combate. Ella
supo sacar rendimiento a nuestros cuatro brazos y nuestro ojo con visión termográfica;
mi amor era un genio militar, después de todo. Sin poder compararnos a los Segundos,
éramos lo suficientemente buenos para proteger nuestra casa en París.
–Pizarro –escuché la voz de Shelley susurrando a través
del comunicador enganchado al oído, mientras veía la luz de su foco táctico iluminar
la pradera que teníamos delante–, creo que tendremos dificultades. Un grupo se ha
hecho fuerte en la cervecería y hace fuego desde allí a la casa Quinta. Coge a los
dos Seguridad y a cinco más y da un rodeo por la primera circunvalación hasta entrar
en la casa por detrás. Allí toma posiciones y responde al fuego con todo lo que
puedas. Yo me llevaré a los demás y trataré de asaltar la cervecería por sorpresa.
¿Estás de acuerdo?
Era una pregunta protocolaria: siempre estaba de acuerdo.
Cruzamos los pastizales lo más rápido posible, escuchando las órdenes entrecruzadas
de las distintas unidades. Ese sonido en mis oídos, junto a las parpadeantes luces
del Seguridad y la brillante y fugaz silueta roja que era Shelley en medio de la
oscuridad, me enardeció, preparando mi cuerpo para el inminente combate. Pronto
el estruendo de la escaramuza se hizo notable, aunque estábamos a diez kilómetros
de los enfrentamientos. En el perímetro sur nos esperaba el resto de la unidad:
diez miembros del Quinto canon, apresuradamente pertrechados y seguramente deseando
no verse de nuevo frente a frente con el enemigo. Tras dejar atrás la última loma,
París surgió con toda su luminosidad. Esa noche la ciudad parecía llena de gritos
y del correr de la gente. Nadie había esperado un ataque, no después de la gran
victoria de la víspera.
Aunque la misión asignada a mi equipo nos llevaba a
dar un rodeo que casi doblaba la distancia en línea recta hasta la cervecería, llegaríamos
mucho antes que Shelley pues nosotros contábamos con Seguridad. Montados a horcajadas
sobre ellos, tres en cada uno, salimos disparados, impulsados por las orugas de
los agentes a través de la amplia carretera de circunvalación, iluminada aquí y
allá con las parpadeantes luces rojas de alarma colgadas de altísimas farolas. Agentes
de Seguridad la recorrían de un lado a otro, tratando de mantener orden entre la
población atemorizada, que se echaba a la calle en busca de refugio. Vi la Cuarta
casa arder por una esquina: una bomba había hecho impacto. Peor era la situación
del Centro de Programación, que prácticamente estaba derruido, y cientos de personas
que habían acudido a última hora del día para recibir la actitud de que gozarían
la jornada siguiente habían encontrado en su lugar una triste muerte.
Abandonamos la carretera para internarnos en la zona
norte de París. El combate se concentraba en los comedores, cuyas amplias bóvedas
de plata ardían en algunos puntos. Aparte de eso, sólo se distinguía lucha en la
zona industrial, en la cervecería. Llegamos a la casa por la parte trasera, a resguardo
de los disparos rebeldes. Salté del Seguridad mientras amartillaba mi pesado fusil.
–Shelley, ya hemos llegado.
–Nosotros tardaremos unos minutos. Seguid el plan.
En la puerta había un Segundo cerrándonos el paso, con
el rostro encendido de rabia por tener que cumplir humildes funciones de celador
en lugar de estar en lo más crudo de la batalla. Desde dentro, algunos compañeros
me reconocieron y me franquearon la entrada.
–¿Sois los Irregulares de Pizarro? –preguntó el Segundo,
a lo que asentí rápidamente–. Os esperábamos. El fuego es muy intenso en la otra
fachada.
Los primeros en tomar posición fueron los agentes de
Seguridad en el primer piso. De inmediato abrieron fuego con sus lanzacohetes, y
con cada impacto arrancaban trozos de mampostería de la vieja cervecería. La contienda
parecía más destinada a destruir los artesonados de los edificios que a dañar a
nadie. Unos y otros disparábamos sin blancos fijados, abriendo fuego a discreción,
y pronto la calle que nos separaba estuvo cubierta de cascotes. Desde la larga galería
del segundo piso, con las paredes cubiertas de madera lacada y adornada con los
emblemas del Quinto canon, yo ni miraba; sólo sacaba el fusil con mis brazos superiores
por una de las ventanas enrejadas y apretaba el gatillo con el ojo cerrado.
–Pizarro, hemos encontrado unos visitantes inesperados
que tratan de causarnos problemas –era Shelley, por el comunicador–. Habla con Seguridad,
que te den un informe y, si pueden, que manden apoyo. Vosotros manteneos donde estáis.
Obedecí, como un superior diligente que era. El pensamiento
de que nos quedábamos allí solos, sin su ayuda, me aterraba. Tal vez también temía
perderla, perder mi recién encontrado amor. Sonreí en medio del tiroteo, especulando
con la extraña situación de una Segundo y un Quinto, casi un Primero. El viejo Descartes
no lo toleraría, nadie de mis cánones lo toleraría. ¿Realmente importaba su opinión
en una sociedad en la que los hijos de Segundos nacen como Primeros hasta pasar
por el quirófano? Una vez que hube obtenido instrucciones de Seguridad, volví a
hablar con Shelley.
–¿Cómo os va?
–Están retrocediendo… Espera.
–¡Shelley! ¿Pasa algo?
–No. Un tirador, ya está neutralizado. Están retrocediendo,
pero no sé si encontraremos más. ¿Qué ha dicho Seguridad?
–Que sólo se trata de grupos dispersos. Ningún contingente
importante ha penetrado más allá de la circunvalación.
–Pásamelos –eso hice. Como jefe de unidad, disponía
de un equipo de comunicación más sofisticado que el resto de mis hombres, con capacidad
de mantener abiertos varios canales a un tiempo.
–Seguridad –sonó la voz del agente–. ¿Con quién hablo?
–Shelley, de los Irregulares de Pizarro. Necesito una
ruta segura desde nuestra posición al edificio de la cervecería. ¿Pueden proporcionármela?
–Sí. El satélite suministra imágenes claras. Os tenemos
monitorizados. Mantened el curso que lleváis ahora hasta alcanzar el edificio de
Coca-Cola y aguardad instrucciones allí.
Un violento estallido me arrancó de la conversación.
Miré a mi alrededor en busca de desperfectos, cadáveres o cualquier otra muestra
de desastre. Por suerte, el desastre estaba en la acera de enfrente.
–¡Pizarro! –Era Kepler, que en esos meses de guerra
había desarrollado una beligerancia excesiva para su canon–. ¡Están al descubierto!
Me levanté y miré por la ventana. Todo el frontis de
la cervecería se había desplomado: los cohetes de Seguridad habían hecho su trabajo.
Entre el humo, mi ojo me mostraba el calor que los enormes corpachones de los Sextos
irradiaban mientras se movían torpemente, buscando una salida. Disparé con el fusil
y con dos subfusiles más hasta vaciar los cargadores. No creo que acertara a nadie.
La puntería nunca fue una de mis virtudes.
–Ya hemos llegado, Seguridad –Shelley seguía en marcha.
–Entendido. Ahora tenéis que cruzar la calle Mayor.
Hay cuatro rebeldes cubriendo el cruce. Pasad en grupos de dos y apostaos en la
esquina del Edificio de Reciclaje de Cuerpos. Podemos buscar una ruta más larga
y más segura si quieres.
–No, ésta va bien.
Iba a pedir a Shelley que no se arriesgase, que la situación
ya estaba segura en la casa Quinta, cuando escuché gritos en la planta baja: estaban
dentro. Oí la inconfundible explosión de un agente de Seguridad que reventaba, y
temblé. Habían empleado la misma táctica que nosotros, disparando desde la cervecería
para distraer nuestra atención mientras accedían por otro lado. Eran más de los
que suponíamos. Mi primera reacción fue esconderme; luego escuché la voz de mis
hombres pidiendo instrucciones, y me acometió un arrebato de responsabilidad.
–¡Kepler! ¿Qué ocurre?
–Han entrado dos. Uno ha caído, pero el otro está como
loco. Ha derribado a tres de los nuestros.
Me dirigí hacia el piso inferior, temiendo el momento
en que tuviera que dar una orden.
–No creo que podamos con él, Pizarro. Necesitamos a
un Segundo –sólo era uno, y nosotros más de diez entre mis hombres y el personal
de la casa. Alguna forma habría de eliminarlo.
–Hemos cruzado todos, Seguridad –la voz de Shelley se
mezclaba con las nuestras en mi receptor.
–¿Qué hacemos, Pizarro?
–Abrid fuego.
–De acuerdo. Ahora girad a vuestra derecha, siguiendo
la línea del Edificio de Reciclaje de Cuerpos. Tomad la primera bocacalle a la izquierda.
Allí aguardad instrucciones.
–Se ha parapetado bien en la entrada, y cubre todas
las puertas. No podemos hacer blanco.
Tuve una idea cuando pisé el primer escalón de bajada.
–¿Cubre la puerta al exterior?
–Llegamos a la primera bocacalle. Todo está despejado.
–Naturalmente que no la cubre; es por donde ha entrado.
–Perfecto –sentí entonces lo que debe de sentir el Segundo
canon. Sabía que el pobre rebelde se había metido en su propia trampa.
–Adelante. El camino está despejado. Llegaréis a la
cervecería en veinte segundos.
–¡Me ha dado!
Supuse que era Kepler. Abrí una ventana en la escalera,
y vi que daba a la calle. Podía descolgarme desde las rejas: no había demasiada
altura. Cuando empecé a salir, me acosó el temor de que otro rebelde estuviera esperando
fuera.
–Seguridad –llamé, con los pies ya colgando por el alféizar–.
Necesito saber si quedan rebeldes detrás de la casa Quinta.
–¡Pizarro, necesitamos instrucciones!
–Identifíquese.
–Seguridad, hemos llegado a un cruce.
–Pizarro, de los Irregulares de Pizarro.
–No. No hay nadie.
–¿No hay nadie en el cruce?
–¡Pizarro!
–Tranquilos, ya estoy casi, mantened las posiciones.
Caí al suelo, caminé con el mayor sigilo de que era
capaz y llegué a la puerta trasera, arrancada de los goznes por alguna detonación.
Un gigantesco Sexto me daba la espalda, parapetado tras la enorme mesa de piedra
de la recepción, que por fuerza de su naturaleza había sido capaz de volcar, mientras
no paraba de disparar hacia mis hombres dentro de la casa.
–Seguridad. Hemos llegado a un cruce. Espero instrucciones.
–Aguarda.
–¡Pizarro! ¡¿Qué hacemos?!
–¡Adelante! –grité, furioso, y vacié el cargador contra
el rebelde torpe y despistado.
–¿Avanzamos? –A la derecha.
En cuanto el Sexto se incorporó al sentir los primeros
impactos en su espalda, el resto de los Irregulares tuvo un blanco claro. Quedó
reducido a un montón de sangre y carne inerte.
–Muy bien, ya está –dije victorioso. Entonces llegaron
a mis oídos unos gritos horribles. Luego, la voz de Seguridad fue como el hielo
contra mi espalda desnuda.
–Pizarro, hemos perdido a la unidad a cargo de Shelley.
Una emboscada. Se plantaron en medio de la calle, frente
a un grupo de rebeldes apostados. Los seis cayeron bajo el fuego. Nadie consideró
el hecho como una derrota, pues no se esperaba nada de una unidad dirigida por alguien
del Quinto canon. El ataque, por cierto, fue repelido, y los rebeldes eliminados,
pero los Irregulares de Pizarro no fueron la unidad más lucida. En cuanto terminé
de organizar las cosas en la Quinta casa, fui al hospital. Era noche cerrada en
París, y por todos lados se veían equipos de Sextos apagando incendios y restañando
las heridas de la ciudad, que para desgracia de los rebeldes no fueron muy graves.
Hasta que llegué al hospital no pregunté por la suerte de mis hombres. Tenía miedo
por Shelley. Se me dijo que todos, heridos o muertos, habían sido trasladados al
hospital central. Al llegar allí, el frío eco de los suelos de mármol y el reverberar
de gritos y lamentos terminó por metérseme en los huesos. Creí estar a punto del
colapso. Un Tercero con espasmos en sus flagelos disipó mis temores: Shelley estaba
viva. Un impacto le había perforado el blindaje, y tenía una bala alojada en la
espina dorsal. No podía moverse y estaba en observación. ¿Pronóstico? No sabían
si podría volver a caminar.
Quise ir a verla y, pese a poner muchas pegas, el Tercero
accedió al final. Tenía un aspecto horrible, tumbada y llena de tubos entrando por
todos sus orificios, rodeada de otro montón de camaradas en peor estado aún. Mantenía
los ojos cerrados, y cada una de sus aspiraciones parecía un esfuerzo mortal. Mi
espinoso amor era igual ahora que los restos metálicos de un agente de Seguridad.
Trepé a la cama, abriéndome paso entre los heridos y procurando no empeorar su situación.
Alguno se lamentó y yo me disculpé como pude, haciendo gestos al Tercero, que movía
un flagelo recriminatoriamente hacia mí. Tomé su mano pensando que estaba inconsciente,
y sus dedos, envolvieron de inmediato mi antebrazo entero. Abrió los ojos.
–Pizarro. ¿Cómo ha ido todo?
–Los rechazamos. Fue más el ruido que otra cosa. Deben
de estar realmente desesperados para intentar un ataque así.
Cerró de nuevo los párpados, y yo la dejé descansar.
Su destartalada figura me producía un dolor sordo, casi insoportable. Comprendí
que la amaba de veras, más de lo que pensaba, y que en cierto modo era responsable
de su estado.
–Shelley, ¿me oyes?
–Sí, estoy despierta.
–Si te molesto me voy, pero…
–No. Me gusta oírte. –Mi dulce guerrero… Hasta en un
momento como ése, después de que mi ineptitud la había arrastrado a la invalidez,
tenía un gesto amable para mí.
–Shelley, ¿qué hice mal?
–Nada. No fue culpa tuya. Seguridad nos conducía; debió
de equivocarse.
–¿Cómo? Os estaba siguiendo por satélite. No han informado
de ningún fallo en el sistema.
–Pues alguno hubo. Nos llevaron directamente a los rebeldes.
Si me hubieran avisado no quedaría nada de ellos.
–Los Regulares de Ford acabaron el trabajo.
–Es una buena unidad.
Sí, eran Segundos. Suspiró profundamente y se quedó
dormida. Alarmado, pregunté al Tercero que estaba de guardia, y deseoso de que yo
abandonara la sala. Tras examinarla me dijo que no ocurría nada; sólo descansaba.
Salí del hospital indignado. ¿Cómo había podido equivocarse
Seguridad? Se encontraba a cargo de Noé, una inteligencia artificial de última generación,
y nunca cometía errores. Salvo esta vez, salvo cuando era la mujer que amaba la
que salía herida. A la puerta me esperaba un agente, el que todos los jefes de unidad
tenemos asignado, que nada más verme empezó a reclamar mi atención con sus luces.
–¿Qué quieres? –No tenía humor para aguantar a Seguridad.
–Pizarro, te informo de que desde este instante eres
supervisor especial del sector seis.
–¿Qué tontería es ésa? Soy superior del Quinto canon
en esta región. No puedo ser supervisor. El supervisor del seis es…
–El supervisor Barnard ha muerto en el ataque. Por desgracia,
se encontraba en la zona del perímetro que sufrió la primera acometida de los rebeldes.
–¿Y qué hacía Barnard en París?
–Quiso comprobar personalmente que los Sextos eran convenientemente
sofocados.
–Una lástima. –Y no mentía al decirlo. Barnard era un
buen supervisor, una persona eficaz y bastante cordial para lo que son los Primeros–.
Aun así, te repito que soy del Quinto.
–Naciste como Primero. En situaciones de emergencia
como ésta, es preciso cubrir enseguida la vacante de un supervisor de sector si
ésta se produjera. Noé ha considerado que tú, perteneciendo al Primero y estando
presente en el lugar del conflicto, eras el más idóneo.
Descartes estaría orgulloso. Su hijo, su primer nacido,
ese que había preferido las lecturas del Legado a la política, al final adquiría
la posición que le estaba asegurada por nacimiento. Yo no me sentía igual de contento.
No quería premios que vinieran de esa estúpida máquina que casi había matado a Shelley.
–¿Y qué se supone que debo hacer?
–Lo que quieras. Tú eres el supervisor.
Naturalmente. En tanto se eligiese al definitivo supervisor,
yo era la autoridad máxima. Mi sangre de Primero reaccionó con esa idea, y pronto
empecé a pensar en mis deberes sociales.
–Deberíamos tomar medidas para atender los daños, y
prepararnos para otro posible ataque.
–Noé ha tomado esas medidas con carácter de emergencia,
pero por supuesto puedes revisarlas si así lo deseas.
Para qué. Seguramente serían las más apropiadas. Seguridad
siempre acierta, jamás ha cometido un error que se recuerde. Salvo uno, uno que
me tocaba directamente a mí y a los míos. La rabia me inundó mientras miraba mi
reflejo en la cromada piel del Seguridad, hasta que no pude soportar su presencia.
–¿Qué es lo que falló? –le espeté en su cara sin ojos
ni boca.
–No entiendo la pregunta.
–En el asalto, parte de mi unidad cayó en una emboscada
mientras vosotros la guiabais. ¿Por qué?
–Debo entender que responsabilizas a Seguridad de las
bajas de tu unidad –eché a caminar, seguido por el estruendo de las orugas del agente.
Es inútil discutir con uno de esos cacharros de metal: no se ofenden jamás.
–Vosotros los conducíais hacia la cervecería. ¿Por qué
no advertisteis la emboscada?
–La unidad decidió entrar en una calle no segura. No
tenemos culpa de eso.
–Pero ¿por qué no la previnisteis? Todos están muertos
o heridos –sentí repentinos deseos de disparar contra el agente: él no me devolvería
el fuego. Noé no atacaría a alguien leal: supondría que se trataba de un acceso
de ira y me dejaría descargarla, a sabiendas de que podría reponer el agente en
pocas horas. Eso mismo dotaba al gesto de una futilidad incapaz de sofocar mi furia.
–Sí se advirtió. Indicamos que la unidad aguardara instrucciones,
pero no hizo caso.
–Shelley dice que la mandasteis directa a la celada.
–No fue así.
Traté de hacer memoria. Toda la situación ocurrió mientras
yo disfrutaba de mis segundos de héroe, matando por la espalda al Sexto, y no podía
ordenar mis recuerdos.
–¿Tenéis grabadas las comunicaciones?
–Sí, puedo reproducírtelas ahora mismo si lo deseas.
–Por favor. Quiero oír lo que ocurrió minutos antes
de la emboscada.
El agente se estiró en su imponente altura, y vi cómo
la antena del hombro se movía en busca de Noé, allá en su órbita alta. Pronto el
ruido de estática dio paso a las comunicaciones de la pasada batalla:
“Pásamelos.
“…
“Seguridad. ¿Con quién hablo?
“Shelley, de los Irregulares de Pizarro. Necesito una
ruta segura desde nuestra posición al edificio de la cervecería. ¿Pueden proporcionármela?
“Sí. El satélite suministra imágenes claras. Os tenemos
monitorizados. Mantened el curso que lleváis ahora hasta alcanzar el edificio de
Coca-Cola y aguardad instrucciones allí.
“¡Pizarro! ¡Están al descubierto!
“…
“Ya hemos llegado, Seguridad.
“Entendido. Ahora tenéis que cruzar la calle Mayor.
Hay cuatro rebeldes cubriendo el cruce. Pasad en grupos de dos y apostaos en la
esquina del Edificio de Reciclaje de Cuerpos. Podemos buscar una ruta más larga
y más segura si quieres.
“No, ésta va bien.
“¡Kepler! ¿Qué ocurre?
“Han entrado dos. Uno ha caído, pero el otro está como
loco. Ha derribado a tres de los nuestros.
“…
“No creo que podamos con él, Pizarro. Necesitamos a
un Segundo.
“Hemos cruzado todos, Seguridad.
“¿Qué hacemos, Pizarro?
“Abrid fuego.
“De acuerdo. Ahora girad a vuestra derecha, siguiendo
la línea del Edificio de Reciclaje de Cuerpos. Tomad la primera bocacalle a la izquierda.
Allí aguardad instrucciones.
“Se ha parapetado bien en la entrada y cubre todas las
puertas. No podemos hacer blanco.
“¿Cubre la puerta al exterior?
“Llegamos a la primera bocacalle. Todo está despejado.
“Naturalmente que no la cubre; es por donde ha entrado.
“Perfecto.
“Adelante. El camino está despejado. Llegaréis a la
cervecería en veinte segundos.
“¡Me ha dado!
“Seguridad. Necesito saber si quedan rebeldes detrás
de la casa Quinta.
“¡Pizarro, necesitamos instrucciones!
“Identifíquese.
“Seguridad, hemos llegado a un cruce.
“Pizarro, de los Irregulares de Pizarro.
“No. No hay nadie.
“¿No hay nadie en el cruce?
“¡Pizarro!
“Tranquilos, ya casi estoy, mantened las posiciones.
“Seguridad. Hemos llegado a un cruce. Espero instrucciones.
“Aguarda.
“¡Pizarro! ¡¿Qué hacemos?!
“Adelante.
“¿Avanzamos?
“A la derecha.
“Muy bien, ya está.
“…
“Pizarro, hemos perdido a la unidad a cargo de Shelley”.
–¡Ahí está! –exclamé, exaltado–. Le indicasteis hacia
dónde ir y los metisteis de cabeza en la trampa. Respecto a su posición, ¿dónde
estaban los rebeldes?
–A la derecha del cruce.
–Entonces, ¿por qué los mandasteis allí?
–No lo hicimos.
–¡Maldita sea! Repite los últimos cuatro mensajes.
“¿Avanzamos?
“A la derecha.
“Muy bien, ya está.
“…
“Pizarro, hemos perdido a la unidad a cargo de Shelley”.
–Ahí lo tienes: “A la derecha”.
–Eso no es Seguridad.
Guardé un instante de silencio. Ciertamente, el tono
de voz era distinto, pero fácil de confundir en el alboroto de la lucha.
–¿Y quién demonios dio esa orden? Porque, desde luego,
yo no fui.
–Lo siguiente tan sólo es una hipótesis. Creemos que
fueron los rebeldes. Debían de tener sintonizada y decodificada nuestra frecuencia
de combate. Siguieron el camino que marcábamos a tu unidad y, en el momento preciso,
dieron la orden.
Y Shelley creyó que era Seguridad, y giró a la derecha
y quedó paralítica, y el resto de los Irregulares muertos o heridos.
Saber la verdad no hizo que me sintiera mejor. Si yo
no hubiera pedido ayuda a Seguridad, Shelley no habría confundido los mensajes:
demasiado jaleo en la radio, demasiado barullo. Debí mantener las líneas limpias,
debí ordenar silencio, nunca debí empeñarme en formar una unidad operativa de un
montón de predicadores torpes, jamás debí obstinarme en contravenir tanto mi canon.
Por algo están, por algo nos hicieron llegar desde la Tierra.
Pasé por el Centro de Programación transitorio que el
Cuarto canon había improvisado en la puerta sur, una tienda oval de tela metalizada
para sustituir al original, que había sufrido graves desperfectos. Pronto amanecería,
y no se podía dejar a toda la población de París, alrededor de cien mil personas,
sin programa. Para mí había “Paz y Contemplación”, justo lo que deseaba. Cuando
uno abre el sobre lacrado en rojo que el Cuarto canon le ha preparado y descubre
que su programa es exactamente el que ha deseado durante todo el día, es el momento
más agradable del mundo. Volví a salir al encuentro de mi diligente guardia de Seguridad
mientras leía con más detenimiento las breves instrucciones del programa:
“Relajarse. No mantener contacto con personal relacionado
con la actividad laboral por tiempo mayor de media hora. Pensar en los hechos intranscendentes
ocurridos durante los dos últimos meses, sin detenerse en ninguno de ellos más de
doce minutos. Realizar excesos en bebida o comida. Pasar la mitad del día al menos
en el campo. Pasear. De noche, mirar las estrellas. Pensar en la Tierra”.
Irónico. Como si hubiera un instante en mi vida en que
no hubiera pensado en la Tierra. Iba a entregarme de lleno a mi programa desde ese
mismo momento sin reparo alguno, porque el programa anterior ya había sido superado
por las circunstancias. Salí de la ciudad cuando el sol despuntaba, dedicado a tontas
cavilaciones y bebiendo una coca-cola. El aire se caldeó, y entre las ligeras nubes
se impuso la titánica figura de la luna, que cubrió la mitad del cielo y se hundió
en el horizonte. Un viento matutino empezaba a agitar los altos tallos de la hierba
cuando llegué al mismo lugar donde seis horas antes había gozado del cuerpo de Shelley.
No fue azar, no lo creo. En el espacio de una noche había copulado con una mujer,
había creído sinceramente que ella era ese amor que suponemos irrealizable, y luego
la había conducido a la muerte; consideré razonable que acabara esa extraña jornada
allí. Ya con la luz, me quedé ensimismado, escuchando el vaivén cadencioso de los
sauces y contemplando la imagen del inmenso creciente lunar. En la región de sombras
del satélite gaseoso se vislumbraban los relampagueos de lejanas y hercúleas tormentas,
muy acordes con mi estado de ánimo.
Rabia, eso tendría que haber puesto en mi programa,
no paz y contemplación. Pero, como todo lo que me rodeaba, la programación no funcionaba.
¿Cuándo había sido la última vez que había podido seguir mi programa para un día
sin desviarme de él lo más mínimo? No lo recordaba. Es imposible estar en paz cuando
uno acaba de condenar a la invalidez a la mujer que ama, por mucho que se empeñe
el Cuarto canon, como tampoco es posible mover bien cuatro brazos si uno ha nacido
sólo con dos, como no tiene sentido que individuos con el cuerpo perfectamente adaptado
al trabajo físico se rebelen contra él y lleguen a urdir tretas suficientemente
ingeniosas para acabar con mi Shelley Eso puede hacerlo un Segundo, no un bruto
de más de tres metros de alto.
Todo estaba mal. No era tan limpio como cuando yo era
pequeño. Entonces, las lecciones brillaban como el oro. Los cánones, perfectamente
definidos, con sus funciones demarcadas con precisión, cimentaban un mundo transparente
y perfecto heredado de nuestros padres en la Tierra. Y entonces crecí, y empezaron
a aparecer esas pequeñas molestias, que en un principio no parecían ser capaces
de derribar el equilibrio de nuestra civilización. Incómodas operaciones, brazos
que se mueven mal o exoesqueletos que se rechazan, descontentos en un canon o en
otro; molestias que derriban el frágil castillo de naipes de la estabilidad social.
Sin embargo, en la Tierra todo estaba bien, todo funcionaba
como una maquinaria recién engrasada. ¿Qué tenían allí que no teníamos aquí? ¿Cómo
se libraban de esas irritantes impurezas en el sistema? Ahora yo tenía autoridad
y deseaba eliminar los errores de mi mundo. Pero ¿cómo?
El agente, que no se había separado de mí, comenzó a
deambular en torno al muro donde me había sentado, para llamar mi atención. Tenía
que revisar esos planes de Noé, tenía obligaciones de mi cargo que atender. “Paz
y Contemplación” aguardaría unos minutos más.
–Quiero hablar con Noé –el Seguridad comenzó con sus
ruidos electrónicos mientras establecía contacto con la nave en órbita.
–¿Qué quieres, Pizarro?
–¿París está seguro? ¿Sigue el Segundo en estado de
alerta?
–Sí.
Pensé en pedir que me proyectara los planos de la ciudad
y la posición de las tropas, pero estaba demasiado cansado. No quería ser supervisor,
ni creo que valiera para ello.
–Comunica a quien corresponda que el supervisor Pizarro
mantiene seguro el sector y que espera a que se envíe al supervisor definitivo.
–Ya está. ¿Algo más?
Noé, con sutileza, me señalaba que no podía olvidar
las tareas de mi canon, del mío por elección, por muchos laureles que mi posición
política me hubiera atribuido.
–¿Se ha recibido mensaje de la Tierra? –Por absurdo
que fuese, es la obligación del Quinto canon. Nosotros custodiamos el Legado, lo
divulgamos y esperamos por si nuestros padres de las estrellas nos ofrecían unas
migajas más de sabiduría. Jamás llegó un mensaje, en veintidós años, y ésta no iba
a ser una ocasión excepcional.
–No.
De nuevo pensé en Shelley, aguardando en el hospital,
confiando en que los Terceros pudieran arreglar su médula y que no acabaran reaprovechando
su cuerpo. Todo porque yo la había confundido; si su superior hubiera sido del Segundo
canon, nada habría salido mal, no habría equivocado aquel mensaje del astuto rebelde
por los de Seguridad. ¿Por qué ese empeño de hacer a mis Irregulares algo más que
una unidad testimonial? Porque no entendía bien los cánones, porque necesitábamos
ese mensaje de la Tierra que nunca llegaba. Nos abandonaron con su herencia, sin
explicar cómo emplearla. Sin noticias de nuestros progenitores desde que llegamos
aquí y mucho antes, todo el tiempo en el que Noé atravesó el espacio.
–Noé, ¿cuánto hace que recibiste instrucciones de la
Tierra?
–Hace treinta y seis años y medio.
Hace treinta y seis años, cuando Noé era un cascarón
en construcción orbitando nuestro planeta madre, antes de dejar la Tierra en pos
de un nuevo hogar para la semilla del hombre… No, fue después.
–Noé, esa comunicación la recibiste… si hace treinta
y seis años, fue después de salir de la Tierra, en tránsito.
–Sí –no podía ser. Debía de tratarse de un error en
las fechas que acababa de darme, un error en su almacén de datos. Naturalmente,
no podía ser un fallo en los cálculos de Noé, como no lo fue la emboscada de Shelley.
No obstante, nadie había oído jamás nada sobre que Noé recibiera una comunicación
en tránsito, tal vez porque nadie lo había preguntado antes. Insistí.
–¿Cuánto tiempo después?
–Ciento cincuenta y tres años… perdona, eso es en tiempo
de la Tierra. Catorce años desde la partida.
–¿Qué decía el comunicado?
–Era muy extenso y estaba codificado. Pasé un año decodificándolo.
Tuve que eliminar parte de la información menos relevante para dejar sitio a ésta,
que tenía prioridad.
En ese momento lo vi. Vi a Noé, viajando solo todos
esos años, en silencio, llevando en su vientre las semillas congeladas del hombre.
Vi a Shelley sola, en medio de la calle, tiroteada, escuchando una voz que creyó
amiga. ¿Por qué no iba a hacerlo? Un día, el silencio de Noé se rompió, las luces
de sus controles iluminaron su frío interior para recibir el mensaje de casa, ¿por
qué no?
–Noé, ese único mensaje, ¿era de la Tierra?
–Sí.
–Haré la pregunta de otro modo: ¿podría ese mensaje
provenir de otro punto?
–Sí. Pero era de la Tierra. No puede ser de otro lugar.
–Claro, Noé.
Soy
Pizarro, y esto es lo que ahora sé que es cierto. Llegado el día, el hombre quiso
que su simiente fecundase las estrellas, construyó un arca, la llenó de óvulos fértiles,
y la mandó hacia Wolf 359. Durante el trayecto la nave recibió un mensaje, de algún
lugar distinto, muy distinto, e interpretó que eran nuevas instrucciones. El hombre
llegó al nuevo mundo, se desarrolló y aprendió lo que la nave dijo que era su herencia,
pero no era la herencia de un solo pueblo.
Es difícil vivir bajo las imposiciones de los padres.
Los hijos han de buscar su propio lugar en el mundo, y los patrimonios pesan. Allí,
en ese cielo medio embozado por la luna, hay una Tierra con un solo canon, con hombres
y mujeres, con Marilyn Monroe, Uma Thurman y Coca-Cola, donde los cuerpos muertos
se reciclan, la gente mira una luna pequeña y un sol rojo mientras alguien programa
sus estados anímicos para la siguiente jornada. Y hay otra Tierra, con muchos cánones,
con formas distintas para médicos y soldados, y donde hay dos, tres o ningún sexo.
Y luego estamos nosotros, herederos de ambos sin entender a ninguno.
No más Legados, digo: hemos de construir nuestra propia
herencia para nuestros propios hijos.
–Noé, soy supervisor especial del sector seis.
–Lo sé, Pizarro.
–Quiero que cierres todas tus antenas, que las desconectes.
¿Mis atribuciones me permiten hacer esto?
–Te lo permiten. Debo informarte no obstante de que
eso impedirá que recibamos mensajes de la Tierra, y que tal decisión puede ser revocada
por cualquier otro supervisor.
–Ya veremos. Es hora de que empecemos a valemos por
nosotros mismos.
–Como quieras, Pizarro. Desconexión en quince segundos.
No sé qué saldrá de todo esto. Quizá si edificamos nuestras
propias tradiciones no tengamos que combatir por ellas. Sólo quizá.
–Espera. ¿Puedes mandar un mensaje antes de cerrar?
–¿Hacia la Tierra?
–No, a todos lados, para que cualquiera pueda oírlo.
–Sí, en todas las frecuencias. Listo. ¿Cuál es el texto
del mensaje?
–Dejadnos solos.