jueves, 29 de febrero de 2024

La primera nevada

Julio Ramón Ribeyro

 

Los objetos que me dejó Torroba se fueron incorporando fácilmente al panorama desordenado de mi habitación. Eran, en suma, un poco de ropa sucia envuelta en una camisa y una caja de cartón conteniendo algunos papeles. Al principio no quise recibirle estos trastos porque Torroba tenía bien ganada una reputación de ladronzuelo de mercado y era sabido que la policía no veía las horas de ponerlo en la frontera por extranjero indeseable. Pero Torroba me lo pidió de tal manera, acercando mucho al mío su rostro miope y mostachudo, que no tuve más remedio que aceptar.

–Hermano, ¡sólo por esta noche! Mañana mismo vengo por mis cosas.

Naturalmente que no vino por ellas. Sus cosas quedaron allí varios días. Por aburrimiento observé su ropa sucia y me entretuve revisando sus papeles. Había poemas, dibujos, páginas de diario íntimo. En verdad, como se rumoreaba en el Barrio Latino, Torroba tenía un gran talento, uno de esos talentos difusos y exploradores que se aplican a diversas materias, pero sobre todo al arte de vivir. (Algunos versos suyos me conmovieron: “Soldado en el rastrojo del invierno, azules por el frío las manos y las ingles”). Quizá por ello cobré cierto interés por este vate vagabundo.

A la semana de su primera visita apareció nuevamente. Esta vez traía una maleta amarrada con una soguilla.

–Disculpa, pero no he conseguido todavía la habitación. Me vas a tener que guardar esta maleta. ¿No tienes una hoja de afeitar?

Antes que yo respondiera dejó su maleta en un rincón y acercándose al laboratorio cogió mis enseres personales. Frente al espejo se afeitó silbando, sin darse el trabajo de quitarse la chompa, la bufanda, ni la boina. Cuando terminó se secó con mi toalla, me contó algunos chismes del barrio y se fue diciéndome que regresaría al día siguiente por sus bultos.

Al día siguiente vino, en efecto, pero no para recogerlos. Por el contrario, me dejó una docena de libros y dos cucharitas, robadas probablemente en algún restaurante de estudiantes. Esta vez no se afeitó, pero se dio maña para comerse un buen cuadrante de mi queso y para que le obsequiara una corbata de seda. Ignoro para qué, porque jamás usaba camisa de cuello. De este modo sus visitas se multiplicaron a lo largo de todo el otoño. Mi cuarto de hotel se convirtió en algo así como una estación obligada de su vagabundaje parisino. Allí tenía a su disposición todo lo que le hacía falta: un buen pedazo de pan, cigarrillos, una toalla limpia, papel para escribir. Dinero nunca le di, pero él se desquitaba largamente en especie. Yo lo toleraba no sin cierta inquietud y esperaba con ansiedad que encontrara una buhardilla donde refugiarse con todos sus cachivaches.

Por fin sucedió algo inevitable: un día Torroba llegó a mi habitación bastante tarde y me pidió que lo dejara dormir por esa noche.

–Aquí, no más, sobre la alfombra –dijo señalando el tapiz por cuyos agujeros asomaba un pido de ladrillos hexagonales.

A pesar de que mi cama era bastante amplia consentí que durmiera en el suelo. Lo hice con el propósito de crearle incomodidad e impedir de esta manera que adquiriera malas costumbres. Pero él parecía estar habituado a este tipo de vicisitudes porque, durante mi desvelo, lo sentí roncar toda la noche, como si estuviera acostado sobre un lecho de rosas.

Allí permaneció tirado hasta cerca de mediodía. Para preparar el desayuno tuve que saltar por encima del cuerpo. Al fin se levantó, pegó el oído a la puerta y corriendo hacia la mesa se echó un trago de café a la garganta.

–¡Es el momento de salir! El patrón está en las habitaciones de arriba.

Y se fue rápidamente sin despedirse.

Desde entonces, vino todas las noches. Entraba muy tarde, cuando ya el patrón del hotel roncaba.

Entre nosotros parecía existir un convenio tácito, pues sin pedirme ni exigirme nada, aparecía en el cuarto, se preparaba un café y se tiraba luego sobre la alfombra deshilachada. Rara vez me hablaba, salvo que estuviera un poco borracho. Lo que más me incomodaba era su olor. No es que se tratara de un olor especialmente desagradable, sino que era un olor distinto al mío, un olor extranjero que ocupaba el cuarto y que me daba la sensación, aun durante su ausencia, de estar completamente invadido.

El invierno llegó y ya comenzaba a crecer la escarcha en los cristales de la ventana. Torroba debía haber perdido su chompa en alguna aventura, porque andaba siempre en camisa tiritando. A mí me daba cierta lástima verlo extendido en el suelo, sin cubrirse con ninguna frazada. Una noche su tos me despertó. Ambos dialogamos en la oscuridad. Me pidió, entonces, que lo dejara echarse en mi cama, porque el piso estaba demasiado frío.

–Bueno –le dije–. Por esta noche nada más.

Por desgracia su refriado duró varios días y él aprovechó esa coyuntura para apoderarse de un pedazo de mi cama. Era una medida de emergencia, es cierto, pero que terminó por convertirse en rutina. Ida la tos, Torroba había conquistado el derecho de compartir mi almohada, mis sábanas y mis cobijas.

Brindarle su cama a un vagabundo es un signo de claudicación. A partir de ese día Torroba reinó plenamente en mi cuarto. Daba la impresión de ser él el ocupante y yo el durmiente clandestino. Muchas veces, al regresar de la calle, lo encontré metido en mi cama, leyendo y subrayando mis libros, comiendo mi pan y llenando las sábanas de migajas. Se tomó incluso libertades sorprendentes, como usar mi ropa interior y pintarle antojos a mis delicadas reproducciones de Botticelli.

Lo más inquietante, sin embargo, era que yo no sabía si él me guardaba cierta gratitud. Nunca escuché de sus labios la palabra gracias. Es verdad que por las noches, cuando lo encontraba en uno de esos sórdidos reductos como el Chez Moineau, rodeado de suecas lesbianas, de yanquis invertidos, y de fumadores de marihuana, me invitaba a su mesa y me brindaba un vaso de vino rojo. Pero tal vez lo hacía para divertirse a mis costillas, para decir, cuando yo partía: “Ese es un tipo imbécil al cual tengo dominado”. Es cierto, yo vivía un poco fascinado por su temperamento y muchas veces me decía para consolarme de ese dominio: “Quizás tenga albergado en mi cuarto a un genio desconocido”.

Por fin sucedió algo insólito: una noche dieron las doce y Torroba no apareció. Yo me acosté un poco intranquilo, pensando que tal vez había sufrido un accidente. Pero, por otra parte, me parecía respirar un dulce aire de libertad. Sin embargo, a las dos de la mañana sentí una piedrecilla estrellarse contra la ventana. Al asomarme, inclinándome sobre el alféizar, divisé a Torroba parado en la puerta del hotel.

–¡Aviéntame la llave que me muero de frío!

Después de medianoche el patrón cerraba la puerta con llave. Yo se la aventé envuelta en un pañuelo y regresando a mi cama esperé que ingresara. Tardó mucho, parecía subir las escaleras con extremada cautela. Al fin la puerta se abrió y apareció Torroba. Pero no estaba solo: esta vez lo acompañaba una mujer.

Yo los miré asombrado. La mujer, que estaba pintada como un maniquí y usaba largas uñas de mandarín, no se dio el trabajo de saludarme. Dio una vuelta teatral por el cuarto y por último se despojó del abrigo, dejando ver un cuerpo apetecible.

–Es Françoise –dijo Torroba–. Una amiga mía. Esta noche dormirá aquí. Está un poco dopada.

–¿Sobre la alfombra? –pregunté.

–No, en la cama.

Como quedé dudando, añadió.

–Si no te gusta el plan, échate tú en el suelo.

Torroba apagó la luz. Yo quedé sentado en la cama, viendo cómo ambos se desplazaban en la penumbra. Probablemente se desvestían, porque el olor –esta vez un olor desconocido– me envolvió, me penetró por las narices y quedó clavado en mi estómago como una saeta. Cuando se metieron en la cama, yo salté arrastrando una frazada y me tendí en el suelo. En toda la noche no pude dormir. La mujer no hablaba (quizás se había quedado dormida), pero en cambio Torroba trepidó y rugió hasta la madrugada.

Se fueron al mediodía. En todo ese tiempo no cruzamos una palabra. Cuando quedé solo, cerré la puerta con llave y estuve paseándome entre mis papeles y mi desorden, fumando interminablemente. Al fin, cuando comenzaba a atardecer, cerré las cortinas de la ventana y empecé a tirar, metódicamente, todos los objetos de Torroba en el pasillo del hotel. Delante de la puerta de mi cuarto quedaron amontonados sus calcetines, sus poemas, sus libros, sus mendrugos de pan, sus cajas y sus maletas. Cuando no quedaba en mi cuarto un vestigio de su persona, apagué la luz y me tendí en mi cama.

Comencé a esperar. Afuera soplaba furioso el viento. Al cabo de unas horas sentí los pasos de Torroba subiendo las escaleras y luego un largo silencio delante de mi puerta. Lo imaginé estupefacto, delante de sus bienes desparramados.

Primero fue un golpe indeciso, luego varios golpes airados.

–Eh, ¿estás allí? ¿Qué cosa ha pasado?

No le respondí.

–¿Qué significa esto? ¿Te vas a mudar de cuarto?

No le respondí.

–¡Déjate de bromas y abre la puerta!

No le respondí.

–¡No te hagas el disimulado! Sé muy bien que estás allí. El patrón me lo ha dicho.

No le respondí.

–¡Abre, que me estoy amoscando!

No le respondí.

–Abre, nieva, ¡estoy todo mojado!

No le respondí.

–Solamente me tomo un café y luego me voy.

No le respondí.

–¡Un minuto, te voy a enseñar un libro!

No le respondí.

–¡Si me abres, traeré esta noche a Françoise para que duerma contigo!

No le respondí.

Durante media hora continuó gritando, suplicando, amenazando, injuriando. A menudo reforzaba sus clamores con algún puntapié que remecía la puerta. Su voz se había vuelto ronca.

–¡Vengo a despedirme! Mañana me voy a España. ¡Te invitaré a mi casa! ¡Vivo en la calle Serrano, aunque no lo creas! ¡Tengo mozos con librea!

A pesar mío, me había incorporado en la cama.

–¿Así tratas a un poeta? ¡Fíjate, te regalaré ese libro que has visto tú, escrito e iluminado con mi propia mano! Me han ofrecido tres mil francos por él. ¡Te lo regalo, es para ti!

Me acerqué a la puerta y apoyé las manos en la madera. Me sentía perturbado. En la penumbra casi buscaba la manija. Torroba seguía implorando. Yo esperaba una frase suya, la decisiva, la que me impulsara a mover esa manija que mis manos habían encontrado. Pero sobrevino una enorme pausa. Cuando pegué el oído en la puerta no escuché nada. Quizás Torroba, al otro lado, imitaba mi actitud. Al poco rato sentí que levantaba sus cosas, que se le caían, que las volvía a levantar. Luego, sus pasos bajando la escalera…

Corriendo hacia la ventana descorrí la punta del visillo. Esta vez Torroba no me había engañado: nevaba.

Grandes copos caían oblicuamente, estrellándose contra las fachadas de los hoteles. La gente pasaba corriendo sobre el suelo blanco, ajustándose el sombrero y abotonándose los gruesos abrigos. Las terrazas de los cafés estaban iluminadas, llenas de parroquianos que bebían vino caliente y gozaban de la primera nevada protegidos por las transparentes mamparas.

Torroba apareció en la calzada. Estaba en camisa y portaba en las manos, bajo las axilas, sobre los hombros, en la cabeza, su heteróclito patrimonio. Elevando la cara quedó mirando mi ventana, como si supiera que yo estaba allí, espiándolo, y quisiera exhibirse abandonado bajo la tormenta. Algo debió decir porque sus labios se movieron. Luego empezó una marcha indecisa, llena de meandros, de retrocesos, de dudas, de tropezones.

Cuando atravesó el bulevar rumbo al barrio árabe, sentí que me ahogaba en esa habitación que me parecía, ahora, demasiado grande y abrigada para cobijar mi soledad. Abriendo la ventana de un manotazo, saqué medio cuerpo fuera de la baranda.

–¡Torroba! –grité–. ¡Torroba, estoy aquí! ¡Estoy en mi cuarto!

Torroba seguía alejándose entre una turba de caminantes que se deslizaban silenciosos sobre la nieve silenciosa.

–¡Torroba! –insistí–. ¡Ven, hay sitio para ti! ¡No te vayas, Torrobaaa!…

Sólo en ese momento se dio media vuelta y quedó mirando mi ventana. Pero, cuando yo creí que iba a venir hacia mí, se limitó a levantar un brazo con el puño cerrado, con un gesto que era, más que una amenaza, una venganza, antes de perderse para siempre en la primera nevada.

 

Si no lo veo, no lo creo

Eladio Pascual Pedreño

 

La literatura es siempre una expedición a la verdad. Franz Kafka

 

Intentaba juntar letras cuando alguien llamó a la puerta. ¿Quién es? Pude escuchar algunas palabras pronunciadas en otro idioma, que no entendí. Pensé que era alguien que venía a pedir dinero, cogí un euro y le abrí. Era un hombre bien vestido, aunque el traje y su cara eran antiguos. Menudo, moreno, me recordó a Manolete, el torero. Pero enseguida lo reconocí, era Kafka. Allí estaba, en la puerta de mi casa, con ese aspecto pulcro y casi infantil.

Me quedé petrificado, sólo se me ocurrió decir una estupidez: “¡Qué bonita es Praga!”. Luego reaccioné, le di la mano y le invité a entrar. Después de dedicarme las dos obras suyas que hay en la librería, le mostré el ordenador en el que intentaba escribir. Él me miraba con ojos curiosos, de asombro, y a mí me daba miedo que su imaginación me convirtiera en una cucaracha. Qué situación tan kafkiana, pensé. Le llamó poderosamente la atención que al acabar cada línea no fuera necesario correr manualmente el ordenador hacia la derecha antes de iniciar una nueva línea. Incluso se sentó al teclado para probar. Fue cuando escribió su célebre frase “En la lucha entre uno y el mundo, hay que estar de parte del mundo”.

A pesar de su seriedad y de su conducta tranquila y fría, me atreví a proponerle que nos acercáramos a un bar en el que servían cerveza tipo Pilsner, como la de su país. Fue allí, después de varias cervezas, cuando, relajado, sacó a relucir su particular sentido del humor. Yo lo miraba sorprendido, preguntándome donde había quedado la desesperación, el miedo, la insatisfacción, el desgarramiento que impregna su obra. Mis pensamientos se interrumpieron cuando, en tono cortés, pero con aire burlón, alzó su jarra al cielo y dijo: “Yo, en tu lugar, me dedicaría a otra cosa. Pero si te divierte mucho escribir, cuanto más corto sea lo que escribes, mejor para todos”. Mientras brindábamos, lo comprendí: ya lo había hecho, pero en vez de convertirme en cucaracha, me había convertido en una insignificante pulga.

Volviendo a casa le conté que Borges corregía una y otra vez sus poemas, excepto uno que escribió una mañana al despertarse, el único de su obra que jamás corrigió. Dijo que ese poema se lo había dictado usted en sueños, y que por lo tanto no tenía derecho a cambiarlo. Él me miró sorprendido, y de nuevo rompió su habitual seriedad con una sonora carcajada. “A Borges siempre le dictaron los poemas los ángeles”, dijo. Como parecía que habíamos congeniado, me atreví a decirle: “Frank, ¿no podría dictarme a mí un puñado de palabras en un sueño? Algo cortito, no es necesario que sea un poema, es para un libro de cuentos ilustrados…” Transcurridos unos segundos, me miró con esos ojos de asombro con que miran los escritores y no me contestó, se limitó a sonreír. Nos despedimos con un apretón de manos. Auf Wiedersehen. Adiós. Y cabizbajo, con un caminar tranquilo, como si estuviera engendrando una nueva obra, se fue alejando.

Nota: este relato fue escrito una mañana al despertarme, y sobre el mismo no se ha hecho una sola corrección.

 

El fósil

Víctor Antero Flores

 

Cada animal deja vestigios de lo que fue; sólo
el hombre deja vestigios de lo que ha creado.
J. Bronowski

 

–Qué agradable día –piensas al salir de tu casa y sentir la brisa tibia alborotándote los cabellos. Disfrutas del cielo azul, que aparece fragmentado entre el nuevo verde de los árboles en primavera. Las copas casi forman un túnel en la estrecha privada. Los colores contrastantes, las finas residencias de tiempos pasados y la luz brillante, te hacen sentir como si vacacionaras en un lugar tropical. Hueles el pasto de los jardines salpicados de flores y caminas de subida. Piensas un poco en tu destino y disfrutas el paseo por esa calle tan conocida, pero que se te presenta nueva y lustrosa, con viva atmósfera. Te sientes despreocupado.

–Buenos días –te saluda doña Gertrudis. La amable vecina cincuentona riega sus flores.

–Buenos días –respondes al saludo.

Te sientes ligero al caminar, hay una gran comodidad en tus pies. Ves el pradito del señor canoso que vive al extremo de la calle. Hay mucha vida en esa casa. La tiene saturada de plantas, árboles y pasto. No te sorprende ver cómo parte del jardín se desplaza hacia la verja. El verde se ha subido a ésta. Sobre los herrajes, como si fuera una inmensa gallina, se ha parado un dinosaurio. Mide como un metro y medio de altura. Salta a la calle y camina con mucha confianza, como hace el perro del vecino, que conoce toda la privada y se mueve lleno de confianza. No te detienes. Lo ves como algo muy común: Un dinosaurio vivo, caminando por la calle de tu casa. Pasa frente a ti, dando grandes zancadas. Sus patas hacen un sonido muy especial. Las uñas rasguñan el piso, pero también se escucha un palmeo. La cola, siempre en lo alto, serpentea sin cesar con suave poderío, equilibrando el traslado. El animal se ve armonioso.

Te detienes y lo ves husmeando frente a la casa de doña Elvira. Sus ojos amarillos no te dan importancia. Los puntiagudos dientes aparecen de pronto en un balbuceo siseante. Te parece que estornuda.

–Un fósil viviente –piensas–. Esto le debe interesar a René Chávez, el paleontólogo. Pero me creerá loco si le hablo por teléfono. Pensará que soy un bromista. Ya veré que hago –meditas un momento–. Lo atraparé, espero que no se me escape.

Sientes esa increíble ambición de tener lo imposible de tener. Te abalanzas sobre el animal y lo abrazas. Hay un leve jaloneo, pero no opone resistencia. Se deja levantar y llevar como una mascota, como un pájaro de jaula.

–¿Pero dónde ponerlo? Puede saltar las puertas metálicas del jardín. ¿Una jaula? No tengo de este tamaño –sientes el poder que guarda en sus elásticos músculos–. Imposible dentro de la casa. ¿Qué comerá? ¿Lograré retenerlo hasta que pueda venir René? Lo dejaré en el jardín de atrás. Tal vez le ponga un collar y una cadena, mientras construyo un techo de alambre sobre todo el patio, para que no escape.

Y allí vas, cargando un dinosaurio por la calle.

El patio resulta pequeño. En cuanto lo sueltas comienza a correr y a pegar saltos de dos metros de altura en las bardas. Inmediatamente lo quieres sostener, pero es tan ágil que se te escurre en cada abrazo. Un bulto peludo golpea la puerta que lleva a la cochera y aparece en escena. Es tu perro Cheroky. Un alaska malamut que tiene más de lobo que de perro. No contabas con eso. Las dos bestias se miran. El inexpresivo dinosaurio queda petrificado. El perro saca los dientes, eriza los pelos y gruñe como un cancerbero del infierno. Dos especies, dos predadores, dos épocas frente a frente. Tu cerebro no puede concebir una pelea con tan intrínseca relación. Imposible que metas las manos en algo tan espinoso. Cheroky ataca, como atacó a ese cabrito en el rancho, al que partió de una sola mordida. El dinosaurio brinca y cae sobre el perro. Saltas hacia atrás ante el torbellino de pelos y escamas que se desarrolla en medio de tu jardín. Los animales se alejan. Buscas entre el tiradero de cajas y macetas el collar del perro. El dinosaurio se mueve en círculos, ataca dos veces, pero el Cheroky se mueve rápido y lo esquiva lanzando tarascadas, con el cuerpo muy pegado al piso. Encuentras el collar. El Cheroky busca el cuello verde. El dinosaurio gira y le propina un coletazo terrible en las piernas traseras. Después de tres vueltas descontroladas por el aire, el can prefiere ponerle fin a tan extraña pelea, escapando por donde entró. El dinosaurio queda quieto.

Luego de amarrarlo dedicas toda la mañana en hacer un tendedero de alambre sobre el patio, para evitar que salte sobre las puertas de metal y las bardas.

Por la tarde, mientras ves cómo el dinosaurio despedaza unos tomates que no quiso comerse, investigas el número telefónico y llamas a México.

–¿René Chávez?

–Dígame –contesta la voz.

–Tengo un dinosaurio –hablas con indecisión.

–¿Qué partes encontró?

–…Está completo.

–Bien, no mueva los huesos. Se necesita un procedimiento especial para sacarlos de la cantera. ¿Dónde hizo el hallazgo?

–En mi… frente a mi… casa. Pero…

–Deme su dirección.

–El dinosaurio… no me lo va a creer –dudas en decir la verdad–. El dinosaurio… creo que no es como los que usted ha investigado.

–¿Cree que es una especie nueva?

–No lo sé….

–¿Entonces de qué se trata?

–No sé si sea nueva, pero estoy seguro que nunca ha visto uno como éste.

–¿Es una broma? Ni siquiera sé su nombre, ¿quién es usted?

Juegas con el lápiz sobre el papel mientras le proporcionas todos tus datos. Piensas que lo mejor es no decir algo al respecto. Dejas que piense que se trata de un fósil. Cuelgas y sientes ansiedad por no poder desahogar este secreto de una vez. Pero es tan increíble, que razonas con dificultad y decides que lo mejor es que el señor lo vea con sus propios ojos y no que te tire a la basura por creerte un bromista. Aunque, lo que más quieres es decirlo. Que se entere todo el mundo:

–¡Tengo un dinosaurio vivo en el jardín de mi casa!

Pasa la semana y descubres que Lolita, así lo has llamado porque parece ser hembra, come carne y prefiere los embutidos. El animal ya se ha acostumbrado a tu voz y responde al momento, sobre todo cuando le llevas la comida. Cheroky se asoma de vez en cuando al patio, para husmear al nuevo inquilino, pero no se atreve a pisar sus dominios.

Alguien toca a la puerta. Dejas tus labores y vas a abrir, con la esperanza de que sea René Chávez. Temes que haya ignorado tu llamada. Aunque la verdad, ya has hecho planes para sacarle jugo a tu adquisición. El haber llamado al paleontólogo más importante del país respondió más a tu conciencia social y no a un verdadero interés científico. A una semana de haberlo encontrado ya cambiaste tus objetivos. Con la situación económica tan degradada, tener una mascota de este tipo y no sacarle jugo sería una verdadera torpeza e insensatez. Pero, aun y si el paleontólogo es quien llama, algo puede hacerse: Reclamarás a Lolita como de tu propiedad y pedirás una buena suma para cederla a cualquier estudioso.

El hombre que aparece frente a tus ojos, en la entrada de tu casa, no es el que esperabas. Se trata de un barbado cargado de papeles.

–Soy Eduardo Gómez, pertenezco al Instituto de Paleontología del Estado. El señor René me habló desde México, me dio esta dirección. ¿Es usted la persona que encontró un fósil?

–Sí… pero –quieres objetar.

–Usted comprende que, venir desde México para ver si vale la pena un hallazgo, es un riesgo que tal vez no valga la pena tomar. Por eso estoy yo aquí, para evaluar las piezas y dar un informe. Si se trata de algo tan novedoso como dice, tenga la seguridad de que vendrá toda una delegación.

–No sé si deba mostrárselo a usted. La verdad es que ya no sé si quiero donarlo.

–Bueno, como quiera. ¿Pero qué hará entonces?

–Quisiera, en dado caso, venderlo.

–No puede. Es patrimonio nacional.

–No éste. No lo encontré en el suelo.

–¿No? ¿Dónde pues?

–Mire, se lo voy a mostrar, pero solamente para dar conocimiento del descubrimiento y a ver si con esto aparecen las ofertas de negocio.

El hombre te mira con desprecio.

–No es negociable.

–Venga. Lo tengo en el jardín.

Lo llevas hasta la puerta del patio trasero. Abres. Escuchas los ruidos de Lolita al comer junto a la puerta, lejos del campo de visión del visitante.

–No veo la excavación.

–No la hay.

–¿Entonces…?

–Mejor no diga nada. Al verlo lo entenderá –das un silbido–. ¡Lolita!

El dinosaurio aparece dando vuelta al recodo del jardín, con sus grandes saltos y sus ojillos ambarinos. El señor Eduardo de pronto ya no está. Lo buscas en todas direcciones, pero él está arriba, colgado de la telaraña de alambres, a tres metros de altura.

–¡No deje que se me acerque!

–Lolita es inofensiva. Si ella quisiera lo baja de un brinco. Pero vea, es como un perro.

Le toma media hora al paleontólogo cerciorarse de que Lolita no le comerá un pie o una mano. Baja del tendedero y observa con detenimiento al ejemplar.

–¡Qué locura increíble! ¿Es de verdad?

–Eso creo. –te acercas y acaricias a Lolita– ¿Sabe qué tipo de dinosaurio es?

–Parece un velociraptor.

–Eso me pareció, aunque dista mucho de parecerse a los de la película.

–Sí. Pero también podría ser un noasaurus, un deynonichus o un dromaeosaurus. Vea la garra prensil en sus patas. Estas otras especies de dinosaurios también la tenían. No puedo distinguir a qué tipo pertenece… así cubierto de piel. ¿No es agresivo?

–Mordió y coleteó a mi perro. Pero lo hizo por defenderse. Por hambre no lo ha hecho. Come un kilo de carne una vez al día y queda satisfecha. No parece tener un instinto de cazador; es como si hubiera sido criada en cautiverio.

Notas una mirada eufórica en el visitante barbón. Sus manos tiemblan queriendo acariciar a Lolita.

–¡Esto es eslabón perdido! ¡Es la quimera de oro! ¡Es la respuesta a la ciencia! ¡Es… el premio Nobel! ¡Pero qué descubrimiento! ¡Qué avance en la ciencia! Y seré yo quien lo lleve a la fama.

A tu parecer el tipo se ha puesto histérico. Y esa actitud codiciosa te pone muy incómodo.

–Tranquilo, la pone nerviosa y a mí también. Aclaremos que el dinosaurio es mío. Si quieren estudiarlo tendrán que comprarlo. Mientras tanto no puede salir de esta propiedad privada. Así que…

–¡Pero no puedo dejarlo aquí! Ésta es la catapulta que me llevará a ser, de un insignificante maestro de ciencias, a un gran descubridor…

Lo empujas hacia la salida. Recoges con tropiezos los papeles que soltó y se los apachurras dentro del saco.

–Cuando se sienta mejor haremos negocio… por ahora mejor vaya a tomar un baño de vapor, relájese y piense.

–Seré reconocido por fin… ¡Seremos, señor, seremos!, porque vamos a ser socios. ¿Verdad?

–No. Ya sabe que trabajo solo en esto. Vendo y solamente vendo.

Lo empujas fuera de la casa y cierras con doble llave. Te restriegas la cara. Ves por la mirilla al tipo entrando a su coche, como borracho. Deja sus papeles regados por la banqueta. Tienes un mal pensamiento, tu instinto te dice que ese hombre traerá problemas.

Encierras a Lolita en el cuarto de servicio, por si las dudas. Ahora que otra persona sabe de su existencia es demasiado valiosa para perderla. Pasas la noche escuchando como rasguña la puerta de madera y sus constantes siseos. En la madrugada se calma y así llega la luz del día.

Decides que el pobre animal no tiene que padecer tus desplantes de paranoia y vas a soltarlo, para dejarle correr un rato en el jardín, en la libertad que le corresponde, dentro de lo que cabe. Una brisa de aire frío te pega en la espalda. Ves la puerta de patio abierta, pero el aire no correría si… la puerta de la entrada no estuviera…

–¿Lolita?

La puerta está abierta. Un siseo se escucha a lo lejos. No sabes si es el viento o el dinosaurio. Mueves las piernas lo más rápido que puedes. Un saco deshilachado va por la calle, montando una percha reconocible como el cuerpo del señor Eduardo Gómez. La cola de Lolita sale por un lado. Diez metros más adelante está el carro en el que se marchó ayer. El plagiario aprieta el paso, parece inalcanzable. El correr se te vuelve pesado, las rodillas no te responden, se doblan como si fueran de agua, la respiración se convierte sólo en exhalación, te falta el aire. Parece que la distancia se extiende en vez de acortarse. El hombro del profesor te parece estar a dos kilómetros, pero extiendes el brazo y casi lo tocas. Entra en su coche. Sujetas el saco. Estiras. Lo tienes frente a ti. Lolita se retuerce.

–¡A dónde va con mi dinosaurio!

–A usted no le corresponde. Es la ciencia la que debe ser beneficiada.

–¡Sí, verdad! El premio Nobel.

Estiras la cola escamosa. El hombre aprieta el cuello del animal. Sujetas con fuerza a tu mascota. Eduardo se retuerce y hace una llave con los brazos para que no le zafes su presa.

–Ladrón ambicioso –te dice, enloquecido y sudoroso–, querer hacer negocio con lo que no te pertenece…

Los estirones sacan más siseos del hocico puntiagudo y dentado como serrote. En un acto convulso, el señor Eduardo retuerce el cuerpo esbelto de Lolita, mientras tú caes al piso sin soltar la cola. El animal emite un chillido ensordecedor, el sonido es similar al de un gis sobre el pizarrón o al chirrido de un metal al ser tallado con fuerza contra el piso. El lacerante sonido te eriza los pelos y sueltas al dinosaurio. El paleontólogo hace lo mismo. Se tapan los oídos con las manos y doblan sus cuerpos. Lolita escapa por la estrecha privada, rumbo a la avenida.

–¡Lolita, Lolita! –pese a tus esfuerzos, no responde al llamado.

Corren tras ella. El dinosaurio es muy rápido y escapa con esos movimientos suaves y veloces que lo caracterizan, como si flotara en el aire. El sonido de sus patas se escucha en toda la calle. La avenida es un río de coches. Lolita toma mucha ventaja. Ves como su cola se retuerce, como se baten sus patas, como levanta la cabeza y chilla. De un brinco se para en medio del asfalto, los coches frenan y esquivan a tan sorprendente aparición. El dinosaurio voltea y te ve, tú también puedes ver como parpadea y luego desaparece bajo las llantas de un camión de ruta urbana. El conductor frena, pierde el control y choca con otros tres automóviles, dos más se impactan por alcance y quedan debajo de los fierros retorcidos. Gritas, mas no te das cuenta de ello. El señor Eduardo se pone histérico. Brincan sobre los coches. Tratas de escarbar, pero el metal no es dúctil a tus uñas. Metes la cabeza bajo los restos, pero no ves más que oscuridad y humedad. El señor Eduardo está sobre el cofre de un carro blanco implorando al cielo, maldiciendo al conductor del camión, y gritando incoherencias.

Los minutos pasan lentamente. Llegan la ambulancia y la policía, media hora después una grúa comienza a mover los automóviles, uno por uno. Buscas el bulto de Lolita bajo cada uno, pero no aparece. Finalmente mueven el camión. Entre la gasolina y agua de radiador, como pintada en el pavimento está una figura muy extraña, con la forma de un velociraptor. Los mirones se dieron cuenta y empezaron a comentar acerca de tan curiosa mancha oscura. Te acercas y ves que entre el petróleo hay un fino polvillo que se derrite, desparramando la forma de Lolita.

–Se fue –le dices al paleontólogo, quien te mira como idiota, exhausto y lloroso.

–No… no sé qué pensar. ¿Realmente existió?

Le tienes lástima.

–¿También sufres esa enorme impotencia?

Sientes que nada tuviste y lo perdiste. La paradoja es una mancha de petróleo, de combustible fósil; el que es quemado todos los días por nosotros. Exprimes el polvo en tus manos, se diluye ante la presión. Lolita se va entre tus dedos.

–Tiempo perdido –te dice él.

–Tal vez nunca existió. No debimos ambicionar con utopías.

El hombre no deja de llorar.

–¿Qué haremos ahora? ¿Buscar otro?

–Yo no lo busqué… Simplemente vino a mí.

Te levantas y suspiras, queriendo aliviar ese pesar. Deseas pensar en otra cosa y volver a tu rutina diaria, para no sufrir con la impotencia.

–¿Qué haremos? –pregunta Eduardo.

Observas al hombre. Realmente se ve afectado.

–Olvídalo. Hay que ver cómo salimos adelante.

 

Los herederos

Daniel Mares

 

Soy Pizarro, y esto es lo que sé que es cierto: mi padre, Descartes, nació de una cerda, y yo igual que él. Con cuatro años decidió tener un hijo, un primer nacido, pues ya había cumplido con tres vástagos naturales y era supervisor del sector dos. Su petición ascendió, y Noé consideró oportuno permitirle tener un varón, la Seguridad capturó a la cerda más apropiada y nací yo. Mi madre natural fue Joplin, ya reciclada. Yo me eduqué en los cánones Primero y Quinto, y prosperé en ellos, hasta ser superior en el Quinto canon. Luego pasó el tiempo y llegó la guerra.

El canon Quinto no es por naturaleza belicoso, todo lo contrario; es el menos dado a los juegos de la guerra de entre todos los cánones. Por desgracia tuvimos que afrontar días muy turbios a pie de trinchera, pues nuestro lugar como lectores del Legado nos lo imponía. Con todo esto sólo quiero justificar por qué mi ayuda de campo era Shelley, del Segundo canon. Los Irregulares de Pizarro éramos la unidad de observadores del Quinto, el único grupo de combate en toda la historia de mi canon; difícilmente encontraríamos a alguien entre nosotros con la suficiente destreza para salir con bien de la lid. Yo, por mi nacimiento, era el indicado para el mando y, una vez conocido mi destino, busqué un asistente que pudiera cumplir con las funciones de general. Shelley era una competente oficial y se mantenía en muy buenas relaciones con el Quinto, interesándose más por las lecturas de los Legados que en las labores de guerra.

Un día en que los rebeldes del Sexto habían sido tan brutalmente aplastados que el olor a pólvora y cadaverina impregnaba el aire y se metía en la ropa hasta hacer imposible separarse de él, un día de sombras en que la luna ocultaba al sol y se veía como una gigantesca esfera de inquietante fosforescencia verdosa a punto de desplomarse sobre nosotros, ese día, el de mi tercer cumpleaños, Shelley dijo que me amaba. Yo estaba sentado sobre los restos de un muro ruinoso, el decorado apropiado para las postrimerías de una matanza, contemplando la luna, las siluetas oscuras de los sauces, y pensando en la sangre que había visto y en la que posiblemente vería al día siguiente; ella se sentó a mi lado y lo susurró. La conocí veintiocho meses atrás, y simplemente la consideré mi ayuda de campo, la persona que daría de verdad las órdenes a los Irregulares mientras yo trataba de alejarme de la locura. Jamás vi en ella belleza alguna: su piel coriácea, sus espinas, sus ojos de fuego me parecían más de animal que de mujer. Pero ella me amaba, o así lo decía. Acaricié su duro cuerpo con mis manos y la besé, sintiendo la frialdad en sus labios. Mis dos brazos del canon la desnudaron torpemente; nunca he aprendido a moverlos bien a pesar de las numerosas operaciones que he padecido para mejorar su coordinación. Ella rio ante mi desmaña, y pronto acabamos en el suelo húmedo, quién sabe si de sangre.

La noche empezó tan oscura como había sido el día, pero la fuga de la luna nos permitió ver estrellas y, como todos y cada uno de los herederos desde que llegamos aquí, pensar en la Tierra.

–¿Es cierto que allí el sol es rojo como el nuestro, pero la luna es tan pequeña que casi no lo tapa nunca? –dijo, apoyando la cabeza en mi pecho, procurando no molestarme con las espinas de su cuello. Yo tomé cuidadosamente una de ellas, negra, flexible, firme y aguda, y la besé en la punta. Shelley, la fría Shelley que arrancaba cabezas sin pestañear, sonrió arrobada–. Dime, Pizarro, ¿es verdad?

–¿Cómo voy a saberlo? –bromeé–. Nunca he estado allí.

–Tú eres del Quinto. Y además naciste de una cerda, como los primeros nacidos.

–¿Y piensas que eso me hace más sabio?

–Si el Quinto canon no es más sabio, tal vez nos hemos equivocado de bando en esta guerra.

–Bueno, sí, es cierto. Allí es la luna la que gira en torno a la Tierra, tan pequeña es.

Eso pareció saciar la curiosidad de su mente soñadora. Aproveché entonces este dulce silencio, tan común entre dos amantes, para contemplarla a través de mi ojo y mis manos, que no cesaban de acariciarla. ¿He dicho que no era hermosa? Si así lo he hecho, mentí. No me lo pareció en un principio, porque la dureza, la fuerza, la velocidad y la fiereza no parecen compañeros propios de la belleza. Las mujeres, las de la Tierra, aquellas que están en las grabaciones, las que conforman el Primer canon, no muestran todo ese vigor y energía que hay en Shelley. La rubia Monroe de las películas, o esa belleza evanescente de mirada inquietante, Uma Thurman, que parece a cada momento estar a punto de disolverse en el aire, convirtiéndose en alguna fragancia afrodisíaca, están tan lejos de Shelley como yo de los torpes gigantes del Sexto canon.

Sin embargo, junto a ella conocí el atractivo de la furia y la violencia, la belleza de la pujanza y la agilidad. Todo ello en la forma de una mujer blindada, una Venus de acero, mucho más alta y corpulenta que yo y, por supuesto, mucho más valiente. En definitiva, la Thurman del Segundo canon.

–No me gusta la guerra –dijo ella tras un suspiro mientras arrojaba despreciativamente un papel arrugado, que sin duda era su programa para el día anterior. “Agresividad”, habrían escrito en él.

–A nadie le gusta.

–A mí debería gustarme. Me he educado dentro del Segundo, me he preparado para ella.

–También deberían gustarles sus tareas a los del Sexto canon, y mira en qué situación estamos.

–¿No piensas a veces…? –Guardó silencio, porque lo que estaba dispuesta a decir podía considerarse traición. ¿Debe haber tales reparos entre amantes? No.

–Sí, lo he pensado. Pero tanto en mí como en ti esas ideas son contra natura. El Legado es claro: los cánones establecen lo que compete a cada uno, rebelarse es absurdo.

–Pero, entre los primeros nacidos… ¿cuánto hace de eso?

–Veintitrés años.

–Eso. Hace tan poco tiempo sólo había Primer canon.

–Es cierto. Noé transportaba únicamente embriones congelados del Primer canon, cinco millones exactamente. Los transportó durante más de treinta años hasta que llegaron a Wolf 359, junto con embriones de otras especies animales de la Tierra.

–Ya, ya lo sé –en más de una ocasión me había oído repetir esa historia. Es mi obligación–. Lo que quiero decir es que la sociedad de los primeros nacidos vivió con un único canon y subsistió. ¿Por qué son necesarios los otros cinco ahora?

–Porque así es la sociedad en la Tierra, así es como nos lo trasmite Noé a través del Legado. Si fuera de otro modo, nos sumiríamos en el caos –traté de poner mi voz más solemne. Pensamientos como éstos eran la semilla de muchos problemas que no deseaba para Shelley–. Además, no debes juzgar por los primeros nacidos. Su sociedad era un trámite, un periodo de tránsito hasta que los cánones se instauraran. Verás: Noé atravesó millones de kilómetros hasta llegar aquí, a través del frío espacio. Una vez llegado a Wolf 359, un planeta fértil y habitable, debía desarrollar los embriones de hombre. Buscó un animal apropiado para que gestase los gérmenes humanos, después de alterarlo debidamente. Encontró a los cerdos, suficientemente adecuados para esa labor; los modificó, implantó en ellos los óvulos fecundados, y los dejó bajo la vigilancia de Seguridad. Pues bien, aquí tenemos a cinco millones de hombres y mujeres, todos del Primer canon y nacidos a más de un parsec de su planeta de origen. Noé tuvo que cuidarlos desde niños y, a través de Seguridad, fue enseñándoles qué eran, cuál era su herencia. Naturalmente, en esa situación no había posibilidad de conflicto alguno. Estaban demasiado ocupados en aprender veinticinco siglos de cultura terráquea. Más adelante, la siguiente generación sí tuvo que enfrentarse con verdaderos problemas de organización. Necesitaron recurrir a los cánones que afanosamente mostró Noé para poder medrar. Comenzaron las operaciones, y llegamos hasta el día de hoy.

–Lo entiendo. ¿Por qué entonces no se mandaron embriones del resto de los cánones? Ya sé que tú eres de los pocos en pertenecer a dos cánones. Yo sólo soy hija natural, pero estarás de acuerdo conmigo, y no te ofendas por lo que voy a decir, en que todos somos en cierto sentido del Primer canon, sólo que… mutilados. Entiéndeme, no soy una rebelde, pero ¿no sería mucho mejor si hubieran enviado ejemplares de todos los cánones?

–No lo sé. –Y no mentí al decirlo. Mis dudas eran tan intensas como las de Shelley, y esto es muy grave en alguien como yo, cuya función es impartir la sabiduría que proviene de la Tierra. Todos los argumentos de Shelley estaban cargados de lógica, y en más de una ocasión los había utilizado yo mismo en mis soliloquios heréticos. ¿Por qué mandar sólo ejemplares de un canon, aunque fuera éste el superior? ¿Por qué obligarnos a operaciones tan radicales? Mis dos brazos de más nunca han tenido la movilidad de los originales, y tengo que someterme a continuas revisiones e intervenciones médicas, como todos los de mi canon. Mi único ojo tiene un espectro de visión muy superior, pero me costó muchos años acostumbrarme a su posición centrada y a la disminución de campo visual. ¿Y la ubicuidad de los sexos? La existencia de dos sexos, totalmente diferenciados en todos los cánones, contravenía directamente al Legado. Se intentó en un principio recurrir también a la cirugía, sin buenos resultados. Todo esto creaba en mí un sentimiento de comprensión hacia los rebeldes del Sexto, impropio en alguien de mi cargo.

El estruendo, aunque lejano, me alarmó e hizo que las espinas de Shelley se alzaran como el copete de una cacatúa. Nos incorporamos de un salto y, mientras ella recogía su equipo alegremente diseminado por el suelo, yo presté atención hacia el sonido de orugas que escuchaba a mi espalda. Un agente de Seguridad, con sus luces de posición rojas parpadeando, reclamaba mi interés.

–Pizarro, es una emergencia –dijo con su voz desprovista de toda emoción–. Los rebeldes asaltan las defensas norte; las han atravesado en varios puntos y avanzan por la ciudad.

Me encaramé al muro de un brinco. A lo lejos, las luces de París formaban un disco casi perfecto sobre la campiña, con la brillante esfera del cuartel de Seguridad bien visible en el centro. Casi perfecto, como he dicho, porque al norte las explosiones continuas desfiguraban el contorno. Los habíamos machacado durante dos días. Diez mil individuos del Sexto canon, sin noción alguna de estrategia, sin haber empuñado jamás en su vida un arma pero hartos de excavar y excavar en el corazón de la tierra, enfrentados a todo el Segundo canon y la Seguridad. Murieron sin poder hacer nada, o eso parecía. Sin embargo, aquí estaban, asaltando la ciudad más septentrional del sector seis.

–Todos están en sus puestos, Pizarro –Shelley, equipada ya con su uniforme, me tendía el comunicador, recordándome mis obligaciones–. Seguridad dice que serán fácilmente reducidos; sólo algunos grupos aislados han logrado traspasar las defensas. Uno de ellos se dirige a la Quinta casa.

–Y ése es nuestro objetivo, supongo.

Me abroché los pantalones y corrí tras el de Seguridad y Shelley, que ya nos aventajaba en diez metros con un par de zancadas. Como la de todos los cánones, nuestra unidad no era más que testimonial: doce hombres y mujeres que representaban el apoyo del Quinto al orden establecido. Pero mi idea de reclutar a Shelley acabó por convertirnos en un buen equipo de combate. Ella supo sacar rendimiento a nuestros cuatro brazos y nuestro ojo con visión termográfica; mi amor era un genio militar, después de todo. Sin poder compararnos a los Segundos, éramos lo suficientemente buenos para proteger nuestra casa en París.

–Pizarro –escuché la voz de Shelley susurrando a través del comunicador enganchado al oído, mientras veía la luz de su foco táctico iluminar la pradera que teníamos delante–, creo que tendremos dificultades. Un grupo se ha hecho fuerte en la cervecería y hace fuego desde allí a la casa Quinta. Coge a los dos Seguridad y a cinco más y da un rodeo por la primera circunvalación hasta entrar en la casa por detrás. Allí toma posiciones y responde al fuego con todo lo que puedas. Yo me llevaré a los demás y trataré de asaltar la cervecería por sorpresa. ¿Estás de acuerdo?

Era una pregunta protocolaria: siempre estaba de acuerdo. Cruzamos los pastizales lo más rápido posible, escuchando las órdenes entrecruzadas de las distintas unidades. Ese sonido en mis oídos, junto a las parpadeantes luces del Seguridad y la brillante y fugaz silueta roja que era Shelley en medio de la oscuridad, me enardeció, preparando mi cuerpo para el inminente combate. Pronto el estruendo de la escaramuza se hizo notable, aunque estábamos a diez kilómetros de los enfrentamientos. En el perímetro sur nos esperaba el resto de la unidad: diez miembros del Quinto canon, apresuradamente pertrechados y seguramente deseando no verse de nuevo frente a frente con el enemigo. Tras dejar atrás la última loma, París surgió con toda su luminosidad. Esa noche la ciudad parecía llena de gritos y del correr de la gente. Nadie había esperado un ataque, no después de la gran victoria de la víspera.

Aunque la misión asignada a mi equipo nos llevaba a dar un rodeo que casi doblaba la distancia en línea recta hasta la cervecería, llegaríamos mucho antes que Shelley pues nosotros contábamos con Seguridad. Montados a horcajadas sobre ellos, tres en cada uno, salimos disparados, impulsados por las orugas de los agentes a través de la amplia carretera de circunvalación, iluminada aquí y allá con las parpadeantes luces rojas de alarma colgadas de altísimas farolas. Agentes de Seguridad la recorrían de un lado a otro, tratando de mantener orden entre la población atemorizada, que se echaba a la calle en busca de refugio. Vi la Cuarta casa arder por una esquina: una bomba había hecho impacto. Peor era la situación del Centro de Programación, que prácticamente estaba derruido, y cientos de personas que habían acudido a última hora del día para recibir la actitud de que gozarían la jornada siguiente habían encontrado en su lugar una triste muerte.

Abandonamos la carretera para internarnos en la zona norte de París. El combate se concentraba en los comedores, cuyas amplias bóvedas de plata ardían en algunos puntos. Aparte de eso, sólo se distinguía lucha en la zona industrial, en la cervecería. Llegamos a la casa por la parte trasera, a resguardo de los disparos rebeldes. Salté del Seguridad mientras amartillaba mi pesado fusil.

–Shelley, ya hemos llegado.

–Nosotros tardaremos unos minutos. Seguid el plan.

En la puerta había un Segundo cerrándonos el paso, con el rostro encendido de rabia por tener que cumplir humildes funciones de celador en lugar de estar en lo más crudo de la batalla. Desde dentro, algunos compañeros me reconocieron y me franquearon la entrada.

–¿Sois los Irregulares de Pizarro? –preguntó el Segundo, a lo que asentí rápidamente–. Os esperábamos. El fuego es muy intenso en la otra fachada.

Los primeros en tomar posición fueron los agentes de Seguridad en el primer piso. De inmediato abrieron fuego con sus lanzacohetes, y con cada impacto arrancaban trozos de mampostería de la vieja cervecería. La contienda parecía más destinada a destruir los artesonados de los edificios que a dañar a nadie. Unos y otros disparábamos sin blancos fijados, abriendo fuego a discreción, y pronto la calle que nos separaba estuvo cubierta de cascotes. Desde la larga galería del segundo piso, con las paredes cubiertas de madera lacada y adornada con los emblemas del Quinto canon, yo ni miraba; sólo sacaba el fusil con mis brazos superiores por una de las ventanas enrejadas y apretaba el gatillo con el ojo cerrado.

–Pizarro, hemos encontrado unos visitantes inesperados que tratan de causarnos problemas –era Shelley, por el comunicador–. Habla con Seguridad, que te den un informe y, si pueden, que manden apoyo. Vosotros manteneos donde estáis.

Obedecí, como un superior diligente que era. El pensamiento de que nos quedábamos allí solos, sin su ayuda, me aterraba. Tal vez también temía perderla, perder mi recién encontrado amor. Sonreí en medio del tiroteo, especulando con la extraña situación de una Segundo y un Quinto, casi un Primero. El viejo Descartes no lo toleraría, nadie de mis cánones lo toleraría. ¿Realmente importaba su opinión en una sociedad en la que los hijos de Segundos nacen como Primeros hasta pasar por el quirófano? Una vez que hube obtenido instrucciones de Seguridad, volví a hablar con Shelley.

–¿Cómo os va?

–Están retrocediendo… Espera.

–¡Shelley! ¿Pasa algo?

–No. Un tirador, ya está neutralizado. Están retrocediendo, pero no sé si encontraremos más. ¿Qué ha dicho Seguridad?

–Que sólo se trata de grupos dispersos. Ningún contingente importante ha penetrado más allá de la circunvalación.

–Pásamelos –eso hice. Como jefe de unidad, disponía de un equipo de comunicación más sofisticado que el resto de mis hombres, con capacidad de mantener abiertos varios canales a un tiempo.

–Seguridad –sonó la voz del agente–. ¿Con quién hablo?

–Shelley, de los Irregulares de Pizarro. Necesito una ruta segura desde nuestra posición al edificio de la cervecería. ¿Pueden proporcionármela?

–Sí. El satélite suministra imágenes claras. Os tenemos monitorizados. Mantened el curso que lleváis ahora hasta alcanzar el edificio de Coca-Cola y aguardad instrucciones allí.

Un violento estallido me arrancó de la conversación. Miré a mi alrededor en busca de desperfectos, cadáveres o cualquier otra muestra de desastre. Por suerte, el desastre estaba en la acera de enfrente.

–¡Pizarro! –Era Kepler, que en esos meses de guerra había desarrollado una beligerancia excesiva para su canon–. ¡Están al descubierto!

Me levanté y miré por la ventana. Todo el frontis de la cervecería se había desplomado: los cohetes de Seguridad habían hecho su trabajo. Entre el humo, mi ojo me mostraba el calor que los enormes corpachones de los Sextos irradiaban mientras se movían torpemente, buscando una salida. Disparé con el fusil y con dos subfusiles más hasta vaciar los cargadores. No creo que acertara a nadie. La puntería nunca fue una de mis virtudes.

–Ya hemos llegado, Seguridad –Shelley seguía en marcha.

–Entendido. Ahora tenéis que cruzar la calle Mayor. Hay cuatro rebeldes cubriendo el cruce. Pasad en grupos de dos y apostaos en la esquina del Edificio de Reciclaje de Cuerpos. Podemos buscar una ruta más larga y más segura si quieres.

–No, ésta va bien.

Iba a pedir a Shelley que no se arriesgase, que la situación ya estaba segura en la casa Quinta, cuando escuché gritos en la planta baja: estaban dentro. Oí la inconfundible explosión de un agente de Seguridad que reventaba, y temblé. Habían empleado la misma táctica que nosotros, disparando desde la cervecería para distraer nuestra atención mientras accedían por otro lado. Eran más de los que suponíamos. Mi primera reacción fue esconderme; luego escuché la voz de mis hombres pidiendo instrucciones, y me acometió un arrebato de responsabilidad.

–¡Kepler! ¿Qué ocurre?

–Han entrado dos. Uno ha caído, pero el otro está como loco. Ha derribado a tres de los nuestros.

Me dirigí hacia el piso inferior, temiendo el momento en que tuviera que dar una orden.

–No creo que podamos con él, Pizarro. Necesitamos a un Segundo –sólo era uno, y nosotros más de diez entre mis hombres y el personal de la casa. Alguna forma habría de eliminarlo.

–Hemos cruzado todos, Seguridad –la voz de Shelley se mezclaba con las nuestras en mi receptor.

–¿Qué hacemos, Pizarro?

–Abrid fuego.

–De acuerdo. Ahora girad a vuestra derecha, siguiendo la línea del Edificio de Reciclaje de Cuerpos. Tomad la primera bocacalle a la izquierda. Allí aguardad instrucciones.

–Se ha parapetado bien en la entrada, y cubre todas las puertas. No podemos hacer blanco.

Tuve una idea cuando pisé el primer escalón de bajada.

–¿Cubre la puerta al exterior?

–Llegamos a la primera bocacalle. Todo está despejado.

–Naturalmente que no la cubre; es por donde ha entrado.

–Perfecto –sentí entonces lo que debe de sentir el Segundo canon. Sabía que el pobre rebelde se había metido en su propia trampa.

–Adelante. El camino está despejado. Llegaréis a la cervecería en veinte segundos.

–¡Me ha dado!

Supuse que era Kepler. Abrí una ventana en la escalera, y vi que daba a la calle. Podía descolgarme desde las rejas: no había demasiada altura. Cuando empecé a salir, me acosó el temor de que otro rebelde estuviera esperando fuera.

–Seguridad –llamé, con los pies ya colgando por el alféizar–. Necesito saber si quedan rebeldes detrás de la casa Quinta.

–¡Pizarro, necesitamos instrucciones!

–Identifíquese.

–Seguridad, hemos llegado a un cruce.

–Pizarro, de los Irregulares de Pizarro.

–No. No hay nadie.

–¿No hay nadie en el cruce?

–¡Pizarro!

–Tranquilos, ya estoy casi, mantened las posiciones.

Caí al suelo, caminé con el mayor sigilo de que era capaz y llegué a la puerta trasera, arrancada de los goznes por alguna detonación. Un gigantesco Sexto me daba la espalda, parapetado tras la enorme mesa de piedra de la recepción, que por fuerza de su naturaleza había sido capaz de volcar, mientras no paraba de disparar hacia mis hombres dentro de la casa.

–Seguridad. Hemos llegado a un cruce. Espero instrucciones.

–Aguarda.

–¡Pizarro! ¡¿Qué hacemos?!

–¡Adelante! –grité, furioso, y vacié el cargador contra el rebelde torpe y despistado.

–¿Avanzamos? –A la derecha.

En cuanto el Sexto se incorporó al sentir los primeros impactos en su espalda, el resto de los Irregulares tuvo un blanco claro. Quedó reducido a un montón de sangre y carne inerte.

–Muy bien, ya está –dije victorioso. Entonces llegaron a mis oídos unos gritos horribles. Luego, la voz de Seguridad fue como el hielo contra mi espalda desnuda.

–Pizarro, hemos perdido a la unidad a cargo de Shelley.

Una emboscada. Se plantaron en medio de la calle, frente a un grupo de rebeldes apostados. Los seis cayeron bajo el fuego. Nadie consideró el hecho como una derrota, pues no se esperaba nada de una unidad dirigida por alguien del Quinto canon. El ataque, por cierto, fue repelido, y los rebeldes eliminados, pero los Irregulares de Pizarro no fueron la unidad más lucida. En cuanto terminé de organizar las cosas en la Quinta casa, fui al hospital. Era noche cerrada en París, y por todos lados se veían equipos de Sextos apagando incendios y restañando las heridas de la ciudad, que para desgracia de los rebeldes no fueron muy graves. Hasta que llegué al hospital no pregunté por la suerte de mis hombres. Tenía miedo por Shelley. Se me dijo que todos, heridos o muertos, habían sido trasladados al hospital central. Al llegar allí, el frío eco de los suelos de mármol y el reverberar de gritos y lamentos terminó por metérseme en los huesos. Creí estar a punto del colapso. Un Tercero con espasmos en sus flagelos disipó mis temores: Shelley estaba viva. Un impacto le había perforado el blindaje, y tenía una bala alojada en la espina dorsal. No podía moverse y estaba en observación. ¿Pronóstico? No sabían si podría volver a caminar.

Quise ir a verla y, pese a poner muchas pegas, el Tercero accedió al final. Tenía un aspecto horrible, tumbada y llena de tubos entrando por todos sus orificios, rodeada de otro montón de camaradas en peor estado aún. Mantenía los ojos cerrados, y cada una de sus aspiraciones parecía un esfuerzo mortal. Mi espinoso amor era igual ahora que los restos metálicos de un agente de Seguridad. Trepé a la cama, abriéndome paso entre los heridos y procurando no empeorar su situación. Alguno se lamentó y yo me disculpé como pude, haciendo gestos al Tercero, que movía un flagelo recriminatoriamente hacia mí. Tomé su mano pensando que estaba inconsciente, y sus dedos, envolvieron de inmediato mi antebrazo entero. Abrió los ojos.

–Pizarro. ¿Cómo ha ido todo?

–Los rechazamos. Fue más el ruido que otra cosa. Deben de estar realmente desesperados para intentar un ataque así.

Cerró de nuevo los párpados, y yo la dejé descansar. Su destartalada figura me producía un dolor sordo, casi insoportable. Comprendí que la amaba de veras, más de lo que pensaba, y que en cierto modo era responsable de su estado.

–Shelley, ¿me oyes?

–Sí, estoy despierta.

–Si te molesto me voy, pero…

–No. Me gusta oírte. –Mi dulce guerrero… Hasta en un momento como ése, después de que mi ineptitud la había arrastrado a la invalidez, tenía un gesto amable para mí.

–Shelley, ¿qué hice mal?

–Nada. No fue culpa tuya. Seguridad nos conducía; debió de equivocarse.

–¿Cómo? Os estaba siguiendo por satélite. No han informado de ningún fallo en el sistema.

–Pues alguno hubo. Nos llevaron directamente a los rebeldes. Si me hubieran avisado no quedaría nada de ellos.

–Los Regulares de Ford acabaron el trabajo.

–Es una buena unidad.

Sí, eran Segundos. Suspiró profundamente y se quedó dormida. Alarmado, pregunté al Tercero que estaba de guardia, y deseoso de que yo abandonara la sala. Tras examinarla me dijo que no ocurría nada; sólo descansaba.

Salí del hospital indignado. ¿Cómo había podido equivocarse Seguridad? Se encontraba a cargo de Noé, una inteligencia artificial de última generación, y nunca cometía errores. Salvo esta vez, salvo cuando era la mujer que amaba la que salía herida. A la puerta me esperaba un agente, el que todos los jefes de unidad tenemos asignado, que nada más verme empezó a reclamar mi atención con sus luces.

–¿Qué quieres? –No tenía humor para aguantar a Seguridad.

–Pizarro, te informo de que desde este instante eres supervisor especial del sector seis.

–¿Qué tontería es ésa? Soy superior del Quinto canon en esta región. No puedo ser supervisor. El supervisor del seis es…

–El supervisor Barnard ha muerto en el ataque. Por desgracia, se encontraba en la zona del perímetro que sufrió la primera acometida de los rebeldes.

–¿Y qué hacía Barnard en París?

–Quiso comprobar personalmente que los Sextos eran convenientemente sofocados.

–Una lástima. –Y no mentía al decirlo. Barnard era un buen supervisor, una persona eficaz y bastante cordial para lo que son los Primeros–. Aun así, te repito que soy del Quinto.

–Naciste como Primero. En situaciones de emergencia como ésta, es preciso cubrir enseguida la vacante de un supervisor de sector si ésta se produjera. Noé ha considerado que tú, perteneciendo al Primero y estando presente en el lugar del conflicto, eras el más idóneo.

Descartes estaría orgulloso. Su hijo, su primer nacido, ese que había preferido las lecturas del Legado a la política, al final adquiría la posición que le estaba asegurada por nacimiento. Yo no me sentía igual de contento. No quería premios que vinieran de esa estúpida máquina que casi había matado a Shelley.

–¿Y qué se supone que debo hacer?

–Lo que quieras. Tú eres el supervisor.

Naturalmente. En tanto se eligiese al definitivo supervisor, yo era la autoridad máxima. Mi sangre de Primero reaccionó con esa idea, y pronto empecé a pensar en mis deberes sociales.

–Deberíamos tomar medidas para atender los daños, y prepararnos para otro posible ataque.

–Noé ha tomado esas medidas con carácter de emergencia, pero por supuesto puedes revisarlas si así lo deseas.

Para qué. Seguramente serían las más apropiadas. Seguridad siempre acierta, jamás ha cometido un error que se recuerde. Salvo uno, uno que me tocaba directamente a mí y a los míos. La rabia me inundó mientras miraba mi reflejo en la cromada piel del Seguridad, hasta que no pude soportar su presencia.

–¿Qué es lo que falló? –le espeté en su cara sin ojos ni boca.

–No entiendo la pregunta.

–En el asalto, parte de mi unidad cayó en una emboscada mientras vosotros la guiabais. ¿Por qué?

–Debo entender que responsabilizas a Seguridad de las bajas de tu unidad –eché a caminar, seguido por el estruendo de las orugas del agente. Es inútil discutir con uno de esos cacharros de metal: no se ofenden jamás.

–Vosotros los conducíais hacia la cervecería. ¿Por qué no advertisteis la emboscada?

–La unidad decidió entrar en una calle no segura. No tenemos culpa de eso.

–Pero ¿por qué no la previnisteis? Todos están muertos o heridos –sentí repentinos deseos de disparar contra el agente: él no me devolvería el fuego. Noé no atacaría a alguien leal: supondría que se trataba de un acceso de ira y me dejaría descargarla, a sabiendas de que podría reponer el agente en pocas horas. Eso mismo dotaba al gesto de una futilidad incapaz de sofocar mi furia.

–Sí se advirtió. Indicamos que la unidad aguardara instrucciones, pero no hizo caso.

–Shelley dice que la mandasteis directa a la celada.

–No fue así.

Traté de hacer memoria. Toda la situación ocurrió mientras yo disfrutaba de mis segundos de héroe, matando por la espalda al Sexto, y no podía ordenar mis recuerdos.

–¿Tenéis grabadas las comunicaciones?

–Sí, puedo reproducírtelas ahora mismo si lo deseas.

–Por favor. Quiero oír lo que ocurrió minutos antes de la emboscada.

El agente se estiró en su imponente altura, y vi cómo la antena del hombro se movía en busca de Noé, allá en su órbita alta. Pronto el ruido de estática dio paso a las comunicaciones de la pasada batalla:

“Pásamelos.

“…

“Seguridad. ¿Con quién hablo?

“Shelley, de los Irregulares de Pizarro. Necesito una ruta segura desde nuestra posición al edificio de la cervecería. ¿Pueden proporcionármela?

“Sí. El satélite suministra imágenes claras. Os tenemos monitorizados. Mantened el curso que lleváis ahora hasta alcanzar el edificio de Coca-Cola y aguardad instrucciones allí.

“¡Pizarro! ¡Están al descubierto!

“…

“Ya hemos llegado, Seguridad.

“Entendido. Ahora tenéis que cruzar la calle Mayor. Hay cuatro rebeldes cubriendo el cruce. Pasad en grupos de dos y apostaos en la esquina del Edificio de Reciclaje de Cuerpos. Podemos buscar una ruta más larga y más segura si quieres.

“No, ésta va bien.

“¡Kepler! ¿Qué ocurre?

“Han entrado dos. Uno ha caído, pero el otro está como loco. Ha derribado a tres de los nuestros.

“…

“No creo que podamos con él, Pizarro. Necesitamos a un Segundo.

“Hemos cruzado todos, Seguridad.

“¿Qué hacemos, Pizarro?

“Abrid fuego.

“De acuerdo. Ahora girad a vuestra derecha, siguiendo la línea del Edificio de Reciclaje de Cuerpos. Tomad la primera bocacalle a la izquierda. Allí aguardad instrucciones.

“Se ha parapetado bien en la entrada y cubre todas las puertas. No podemos hacer blanco.

“¿Cubre la puerta al exterior?

“Llegamos a la primera bocacalle. Todo está despejado.

“Naturalmente que no la cubre; es por donde ha entrado.

“Perfecto.

“Adelante. El camino está despejado. Llegaréis a la cervecería en veinte segundos.

“¡Me ha dado!

“Seguridad. Necesito saber si quedan rebeldes detrás de la casa Quinta.

“¡Pizarro, necesitamos instrucciones!

“Identifíquese.

“Seguridad, hemos llegado a un cruce.

“Pizarro, de los Irregulares de Pizarro.

“No. No hay nadie.

“¿No hay nadie en el cruce?

“¡Pizarro!

“Tranquilos, ya casi estoy, mantened las posiciones.

“Seguridad. Hemos llegado a un cruce. Espero instrucciones.

“Aguarda.

“¡Pizarro! ¡¿Qué hacemos?!

“Adelante.

“¿Avanzamos?

“A la derecha.

“Muy bien, ya está.

“…

“Pizarro, hemos perdido a la unidad a cargo de Shelley”.

–¡Ahí está! –exclamé, exaltado–. Le indicasteis hacia dónde ir y los metisteis de cabeza en la trampa. Respecto a su posición, ¿dónde estaban los rebeldes?

–A la derecha del cruce.

–Entonces, ¿por qué los mandasteis allí?

–No lo hicimos.

–¡Maldita sea! Repite los últimos cuatro mensajes.

“¿Avanzamos?

“A la derecha.

“Muy bien, ya está.

“…

“Pizarro, hemos perdido a la unidad a cargo de Shelley”.

–Ahí lo tienes: “A la derecha”.

–Eso no es Seguridad.

Guardé un instante de silencio. Ciertamente, el tono de voz era distinto, pero fácil de confundir en el alboroto de la lucha.

–¿Y quién demonios dio esa orden? Porque, desde luego, yo no fui.

–Lo siguiente tan sólo es una hipótesis. Creemos que fueron los rebeldes. Debían de tener sintonizada y decodificada nuestra frecuencia de combate. Siguieron el camino que marcábamos a tu unidad y, en el momento preciso, dieron la orden.

Y Shelley creyó que era Seguridad, y giró a la derecha y quedó paralítica, y el resto de los Irregulares muertos o heridos.

Saber la verdad no hizo que me sintiera mejor. Si yo no hubiera pedido ayuda a Seguridad, Shelley no habría confundido los mensajes: demasiado jaleo en la radio, demasiado barullo. Debí mantener las líneas limpias, debí ordenar silencio, nunca debí empeñarme en formar una unidad operativa de un montón de predicadores torpes, jamás debí obstinarme en contravenir tanto mi canon. Por algo están, por algo nos hicieron llegar desde la Tierra.

Pasé por el Centro de Programación transitorio que el Cuarto canon había improvisado en la puerta sur, una tienda oval de tela metalizada para sustituir al original, que había sufrido graves desperfectos. Pronto amanecería, y no se podía dejar a toda la población de París, alrededor de cien mil personas, sin programa. Para mí había “Paz y Contemplación”, justo lo que deseaba. Cuando uno abre el sobre lacrado en rojo que el Cuarto canon le ha preparado y descubre que su programa es exactamente el que ha deseado durante todo el día, es el momento más agradable del mundo. Volví a salir al encuentro de mi diligente guardia de Seguridad mientras leía con más detenimiento las breves instrucciones del programa:

“Relajarse. No mantener contacto con personal relacionado con la actividad laboral por tiempo mayor de media hora. Pensar en los hechos intranscendentes ocurridos durante los dos últimos meses, sin detenerse en ninguno de ellos más de doce minutos. Realizar excesos en bebida o comida. Pasar la mitad del día al menos en el campo. Pasear. De noche, mirar las estrellas. Pensar en la Tierra”.

Irónico. Como si hubiera un instante en mi vida en que no hubiera pensado en la Tierra. Iba a entregarme de lleno a mi programa desde ese mismo momento sin reparo alguno, porque el programa anterior ya había sido superado por las circunstancias. Salí de la ciudad cuando el sol despuntaba, dedicado a tontas cavilaciones y bebiendo una coca-cola. El aire se caldeó, y entre las ligeras nubes se impuso la titánica figura de la luna, que cubrió la mitad del cielo y se hundió en el horizonte. Un viento matutino empezaba a agitar los altos tallos de la hierba cuando llegué al mismo lugar donde seis horas antes había gozado del cuerpo de Shelley. No fue azar, no lo creo. En el espacio de una noche había copulado con una mujer, había creído sinceramente que ella era ese amor que suponemos irrealizable, y luego la había conducido a la muerte; consideré razonable que acabara esa extraña jornada allí. Ya con la luz, me quedé ensimismado, escuchando el vaivén cadencioso de los sauces y contemplando la imagen del inmenso creciente lunar. En la región de sombras del satélite gaseoso se vislumbraban los relampagueos de lejanas y hercúleas tormentas, muy acordes con mi estado de ánimo.

Rabia, eso tendría que haber puesto en mi programa, no paz y contemplación. Pero, como todo lo que me rodeaba, la programación no funcionaba. ¿Cuándo había sido la última vez que había podido seguir mi programa para un día sin desviarme de él lo más mínimo? No lo recordaba. Es imposible estar en paz cuando uno acaba de condenar a la invalidez a la mujer que ama, por mucho que se empeñe el Cuarto canon, como tampoco es posible mover bien cuatro brazos si uno ha nacido sólo con dos, como no tiene sentido que individuos con el cuerpo perfectamente adaptado al trabajo físico se rebelen contra él y lleguen a urdir tretas suficientemente ingeniosas para acabar con mi Shelley Eso puede hacerlo un Segundo, no un bruto de más de tres metros de alto.

Todo estaba mal. No era tan limpio como cuando yo era pequeño. Entonces, las lecciones brillaban como el oro. Los cánones, perfectamente definidos, con sus funciones demarcadas con precisión, cimentaban un mundo transparente y perfecto heredado de nuestros padres en la Tierra. Y entonces crecí, y empezaron a aparecer esas pequeñas molestias, que en un principio no parecían ser capaces de derribar el equilibrio de nuestra civilización. Incómodas operaciones, brazos que se mueven mal o exoesqueletos que se rechazan, descontentos en un canon o en otro; molestias que derriban el frágil castillo de naipes de la estabilidad social.

Sin embargo, en la Tierra todo estaba bien, todo funcionaba como una maquinaria recién engrasada. ¿Qué tenían allí que no teníamos aquí? ¿Cómo se libraban de esas irritantes impurezas en el sistema? Ahora yo tenía autoridad y deseaba eliminar los errores de mi mundo. Pero ¿cómo?

El agente, que no se había separado de mí, comenzó a deambular en torno al muro donde me había sentado, para llamar mi atención. Tenía que revisar esos planes de Noé, tenía obligaciones de mi cargo que atender. “Paz y Contemplación” aguardaría unos minutos más.

–Quiero hablar con Noé –el Seguridad comenzó con sus ruidos electrónicos mientras establecía contacto con la nave en órbita.

–¿Qué quieres, Pizarro?

–¿París está seguro? ¿Sigue el Segundo en estado de alerta?

–Sí.

Pensé en pedir que me proyectara los planos de la ciudad y la posición de las tropas, pero estaba demasiado cansado. No quería ser supervisor, ni creo que valiera para ello.

–Comunica a quien corresponda que el supervisor Pizarro mantiene seguro el sector y que espera a que se envíe al supervisor definitivo.

–Ya está. ¿Algo más?

Noé, con sutileza, me señalaba que no podía olvidar las tareas de mi canon, del mío por elección, por muchos laureles que mi posición política me hubiera atribuido.

–¿Se ha recibido mensaje de la Tierra? –Por absurdo que fuese, es la obligación del Quinto canon. Nosotros custodiamos el Legado, lo divulgamos y esperamos por si nuestros padres de las estrellas nos ofrecían unas migajas más de sabiduría. Jamás llegó un mensaje, en veintidós años, y ésta no iba a ser una ocasión excepcional.

–No.

De nuevo pensé en Shelley, aguardando en el hospital, confiando en que los Terceros pudieran arreglar su médula y que no acabaran reaprovechando su cuerpo. Todo porque yo la había confundido; si su superior hubiera sido del Segundo canon, nada habría salido mal, no habría equivocado aquel mensaje del astuto rebelde por los de Seguridad. ¿Por qué ese empeño de hacer a mis Irregulares algo más que una unidad testimonial? Porque no entendía bien los cánones, porque necesitábamos ese mensaje de la Tierra que nunca llegaba. Nos abandonaron con su herencia, sin explicar cómo emplearla. Sin noticias de nuestros progenitores desde que llegamos aquí y mucho antes, todo el tiempo en el que Noé atravesó el espacio.

–Noé, ¿cuánto hace que recibiste instrucciones de la Tierra?

–Hace treinta y seis años y medio.

Hace treinta y seis años, cuando Noé era un cascarón en construcción orbitando nuestro planeta madre, antes de dejar la Tierra en pos de un nuevo hogar para la semilla del hombre… No, fue después.

–Noé, esa comunicación la recibiste… si hace treinta y seis años, fue después de salir de la Tierra, en tránsito.

–Sí –no podía ser. Debía de tratarse de un error en las fechas que acababa de darme, un error en su almacén de datos. Naturalmente, no podía ser un fallo en los cálculos de Noé, como no lo fue la emboscada de Shelley. No obstante, nadie había oído jamás nada sobre que Noé recibiera una comunicación en tránsito, tal vez porque nadie lo había preguntado antes. Insistí.

–¿Cuánto tiempo después?

–Ciento cincuenta y tres años… perdona, eso es en tiempo de la Tierra. Catorce años desde la partida.

–¿Qué decía el comunicado?

–Era muy extenso y estaba codificado. Pasé un año decodificándolo. Tuve que eliminar parte de la información menos relevante para dejar sitio a ésta, que tenía prioridad.

En ese momento lo vi. Vi a Noé, viajando solo todos esos años, en silencio, llevando en su vientre las semillas congeladas del hombre. Vi a Shelley sola, en medio de la calle, tiroteada, escuchando una voz que creyó amiga. ¿Por qué no iba a hacerlo? Un día, el silencio de Noé se rompió, las luces de sus controles iluminaron su frío interior para recibir el mensaje de casa, ¿por qué no?

–Noé, ese único mensaje, ¿era de la Tierra?

–Sí.

–Haré la pregunta de otro modo: ¿podría ese mensaje provenir de otro punto?

–Sí. Pero era de la Tierra. No puede ser de otro lugar.

–Claro, Noé.

 

Soy Pizarro, y esto es lo que ahora sé que es cierto. Llegado el día, el hombre quiso que su simiente fecundase las estrellas, construyó un arca, la llenó de óvulos fértiles, y la mandó hacia Wolf 359. Durante el trayecto la nave recibió un mensaje, de algún lugar distinto, muy distinto, e interpretó que eran nuevas instrucciones. El hombre llegó al nuevo mundo, se desarrolló y aprendió lo que la nave dijo que era su herencia, pero no era la herencia de un solo pueblo.

Es difícil vivir bajo las imposiciones de los padres. Los hijos han de buscar su propio lugar en el mundo, y los patrimonios pesan. Allí, en ese cielo medio embozado por la luna, hay una Tierra con un solo canon, con hombres y mujeres, con Marilyn Monroe, Uma Thurman y Coca-Cola, donde los cuerpos muertos se reciclan, la gente mira una luna pequeña y un sol rojo mientras alguien programa sus estados anímicos para la siguiente jornada. Y hay otra Tierra, con muchos cánones, con formas distintas para médicos y soldados, y donde hay dos, tres o ningún sexo. Y luego estamos nosotros, herederos de ambos sin entender a ninguno.

No más Legados, digo: hemos de construir nuestra propia herencia para nuestros propios hijos.

–Noé, soy supervisor especial del sector seis.

–Lo sé, Pizarro.

–Quiero que cierres todas tus antenas, que las desconectes. ¿Mis atribuciones me permiten hacer esto?

–Te lo permiten. Debo informarte no obstante de que eso impedirá que recibamos mensajes de la Tierra, y que tal decisión puede ser revocada por cualquier otro supervisor.

–Ya veremos. Es hora de que empecemos a valemos por nosotros mismos.

–Como quieras, Pizarro. Desconexión en quince segundos.

No sé qué saldrá de todo esto. Quizá si edificamos nuestras propias tradiciones no tengamos que combatir por ellas. Sólo quizá.

–Espera. ¿Puedes mandar un mensaje antes de cerrar?

–¿Hacia la Tierra?

–No, a todos lados, para que cualquiera pueda oírlo.

–Sí, en todas las frecuencias. Listo. ¿Cuál es el texto del mensaje?

–Dejadnos solos.