Víctor Antero Flores
El cielo se ensombreció como
si la noche hubiera caído. El viento silbó entre las rocas. Los coyotes aullaron,
las aves se escondieron, los murciélagos pasaron sobre el campamento de los comedores
de frutos rojos. Las mujeres entraron en sus casas, frotando amuletos para rechazar
a los malos espíritus. En el desierto se formaron varios remolinos. Los cazadores
regresaron pronto, asustados.
El jefe salió de su choza. Dos días estuvo esperando.
Contempló al grupo de guerreros. Traían al prisionero.
Zorro Viejo sintió miedo cuando vio al hombre.
–Dije que era mala idea capturar al brujo de los hombres
del valle, miren lo que está pasando.
Garza Parada, el guerrero principal, arrojó al brujo
a los pies de su jefe.
–Mira, gran Zorro Viejo, seguimos vivos.
–Su poder no es tan fuerte como el del brujo Masawa
–anunció Oso Comiendo–. Lo sorprendimos mientras se mojaba en el arroyo. Sus compañeros
ni siquiera se dieron cuenta. Míralo, está flaco y endeble, no ha podido hechizarnos.
Zorro Viejo tenía los ojos muy abiertos. Inspeccionó
al hombre. El taparrabo era de una piel extraña, nunca vista y no se había untado
cebo en el cuerpo.
–¿Cómo se protege del sol? Tiene el cuero limpio,
demasiado limpio. Esto es brujería.
Garza Parada lo levantó en vilo.
–Amarrémoslo al poste de la hoguera y ya veremos si
el sol no lo quema en tres días.
–¡Pero cuál sol! –riñó Zorro Viejo–. ¡Miren la oscuridad
que ha tapado el cielo! Y este brujo es el culpable.
Oso Comiendo se rio de lo dicho. Se acercó a Zorro
Viejo. Le habló a escasos centímetros de su cara, como si quisiera derribarlo con
su aliento putrefacto.
–El brujo Masawa es capaz de matar con la mirada.
Recuerda lo que hizo con el gigante que mandó el jefe Liebre Correlona. Una mirada
y cayó muerto. Este hombre no pudo herirnos con su cuchillo, menos con un embrujo.
–Entonces –Zorro Viejo sintió más confianza con la
actitud de sus guerreros–, nuestro brujo puede limpiar el sol. Cuando lo haga achicharraremos
a este infeliz. ¡Que traigan al brujo Masawa!
La tribu se reunió en la explanada de los mitotes.
Los tambores y pitos sonaron, acompañando la danza de las mujeres. Todos se instalaron
alrededor de la fogata. El brujo capturado permaneció en el centro, amarrado a un
árbol seco. Sus ojos eran el espejo del miedo. Negros como las oscuras cavernas
mortuorias.
La noche se hizo presente y el jefe Zorro Viejo estaba
desesperado.
–¡Oso Comiendo! ¡Dónde está nuestro brujo!
Oso Comiendo llegó con su grupo de muchachos, haciendo
sonar lanzas y flechas. Estaban pintados de rojo. Hicieron gran alharaca y desplantes
de furia. El guerrero se acercó y sonrió, mostrando sus dientes chuecos y oscuros.
–Masawa estaba en el río. Cuando se enteró que debía
luchar contra los poderes mágicos del brujo fue a purificarse en el agua. Eso dijo
él. Fue dificil encontrarlo. Pero aquí está ya.
El tumulto de gente se abrió y de un hueco en la oscuridad
surgió violentamente una figura humana cubierta de pieles. En dos saltos regresó
por donde había aparecido. Luego regresó. Fue arrojado con tanta fuerza por los
compañeros de Garza Parada que rodó por el piso.
Levantó el rostro. La pintura blanca cubría el área
de los ojos a manera de máscara. La pintura roja estaba esparcida por la boca como
si fuera sangre. Los pelos largos no se veían, estaban cubiertos por un gorro de
piel de bisonte. Una bolsa de cuero colgaba de su hombro. Masawa pegó un alarido.
Sus cuatro dientes hirieron el aire. Dio varias tarascadas, imitando la actitud
de un lobo. Hurgó entre sus cosas y sacó una pasta. Se la embarró sobre las rodillas,
mientras recitaba un conjuro en el idioma de los brujos; idioma que nadie de la
tribu entendía.
–Qué bueno que traje peyote. Estos raspones me arden
como si tuvieran el espíritu del demonio Cachiripa. Debí escapar con mayor rapidez
al monte. Espero que mi contrincante sufra un paro del corazón, como le ocurrió
oportunamente al gigante que mandó Liebre Correlona para matarme.
El jefe se levantó con el ceño arqueado.
–¡Masawa! Qué haces.
–Me protejo contra los hechizos de este hombre.
–Ah, ya sabes que no me gusta que hables así. No te
entiendo.
–Es necesario el idioma mágico –y luego pensó–. Tonto.
Si supiera que el idioma de los brujos no es otra cosa más que las palabras dichas
al revés, me mandaba flechar.
Zorro Viejo caminó hasta el prisionero y le advirtió
a gritos:
–¡Si el cielo sigue oscuro, el brujo Masawa te va
a mandar a todos los infiernos antes de matarte! –El jefe recibió por contestación
unos balbuceos incomprensibles y extraños–. ¡Masawa, no le entiendo! ¡Qué dijo!
Masawa le aventó una piedra al prisionero. El guijarro
pegó en el abdomen. Luego lo incitó a hablar gritándole en el oído.
La respuesta fue enigmática también para él, pero
no quiso que Zorro Viejo se diera cuenta de eso.
–Ha dicho que su magia es muy grande, que nadie puede
romper ese hechizo.
–¡Pero tú sí puedes, verdad Masawa!
–Será sencillo. Mis poderes son superiores, pues me
vienen de las estrellas.
–No hay estrellas.
Masawa inspeccionó el cielo y efectivamente, la nublazón
había opacado los astros.
–Invocaré entonces a los poderes de la tierra, que
también son mis aliados y poseo su fortaleza –se preparó abriéndose espacio entre
la gente–. Ahora quiero silencio, porque los poderes pueden ser peligrosos para
las bocas necias. El que hable durante el rito, puede ser convertido en un tlacuache.
El jefe dio un respingo. El brujo Masawa sacó un tecolote
muerto de la bolsa y comenzó a desplumarlo. A una seña de él, los tambores tocaron
un ritmo pausado. Masawa corrió alrededor de la fogata, arrojando las plumas del
rapaz sobre el prisionero y la hoguera. Los guerreros y las mujeres se horrorizaron
al verlo. Temían ser salpicados por un pedazo de hechizo. Creían en los extensos
poderes de su brujo.
–Que los ventarrones se detengan –cantaba Masawa en
su idioma secreto–, que no levanten más polvo negro, que se despeje el cielo. A
ver si pronto pasa esta tormenta y me dejan en paz –corrió frente al jefe y allí
pataleó y vociferó asustando al anciano–. ¡A ver si ya no eres tan necio, viejo
y apestoso zorro inútil! –y luego corrió frente a los guerreros Garza Parada y Oso
Comiendo–. ¡Par de mujeres, son unos imbéciles, deberían proveer al campamento de
carne y no estar jugando a la guerra con hombres solitarios! –luego se acercó al
prisionero–. ¡Qué me miras, hombre tonto! Si eres brujo contesta a mis palabras
y dime si en verdad es obra tuya el ventarrón o solamente es casualidad de los dioses…
no contestas. Lo suponía, ¡sólo eres un pobre loco vagabundo!
La danza terminó con un terrible grito gutural, al
que los guerreros respondieron al unísono con más alaridos. Zorro Viejo tomó la
palabra.
–No veo que se despeje el cielo.
–¡Silencio! –gritó Masawa–. El hechizo aún está en
el aire, puede entrar por tu boca –respingó fingiendo sorpresa–. ¡Oh, ya ha entrado!
Me parece que te está saliendo cola de tlacuache…
–¡Ahhh!
Zorro Viejo pegó de brincos agarrándose las nalgas
y boqueando como pez fuera del agua. El resto de los guerreros escapó, jurando ver,
entre los delirios causados por el peyote, cómo le nacía una horrible cola.
Masawa se puso tras el jefe, arañó el piso y le arrojó
tierra en la cara. Le alzó el taparrabo y escupió una flema en la entrepierna, diciendo
sus palabras mágicas:
–¡No sabe cuántas ganas tenía de hacer esto! –Luego
tomó impulso y lo pateó en los testículos. Zorro Viejo tragó aire. Fue a dar de
bruces sobre el arenal. Aprovechando que estaba en el piso, Masawa le arrojó más
tierra y saltó sobe su rabadilla. Le dijo que ya había logrado meter la cola.
El viejo no se pudo levantar después de las patadas
y los pisotones, pero quiso emitir una queja, por la ruda medicina que le aplicó
su brujo.
–E…
–Sssssh. No hable, jefe, nadie hable. No sé si podré
curarlos a todos del hechizo. Usted se salvó porque los dioses lo acompañan. Pero
al resto de la tribu, no les prometo nada –caminó hacia su choza–. Ahora les recomiendo
que nadie diga una palabra hasta mañana, cuando el hechizo del brujo extraño sea
roto por mis encantamientos. Nadie hable hasta mañana. Porque si lo hacen, tendremos
una plaga de tlacuaches en el campamento y eso ya no tiene cura.
El jefe y sus esposas corrieron a su covacha. Las
mujeres y los hombres más desconfiados se fueron para el monte, lejos del terreno
que consideraban embrujado.
Y lo que el brujo pensaba: “Con esto me dejarán dormir
tranquilo toda la noche”.
Cuando hubo un poco de luz, la suficiente para ver
que los aironazos seguían enturbiando la bóveda celeste, el jefe Zorro Viejo salió
con miedo de abrir la boca. Pero recordó lo dicho por Masawa y dejó escapar terribles
gritos de coraje.
La tribu se reunió en torno al brujo capturado, intrigando
sobre sus poderes y su procedencia, pues había derrotado al brujo residente.
Los guerreros llegaron al lecho de Masawa, lo descobijaron
de un jalón y lo sacaron de su choza a empellones.
–Zorro Viejo te quiere hablar.
–Dejen dormir, anoche trabajé mucho para salvarlo.
Zorro Viejo desesperaba en la explanada, babeando
como oso en celo.
–¡Masawa! Tu magia no sirve, mira el cielo. Este brujo
es más poderoso que tú. Está amarrado y su hechizo superó al tuyo.
Masawa meditó un rato. Vio al hombre desfallecido
en el poste, deshidratado y con pocas esperanzas de vida. Lo examinó detenidamente.
Se acercó y lo olió. Probó su fuerza levantándole los brazos; estaban flácidos.
–Sí, es muy fuerte –les dijo a todos–. Ha puesto un
embrujo mayor en el campamento.
–¡Cómo! –Zorro Viejo se asustó y sus guerreros murmuraron
con pavor.
–Ha envuelto a nuestro pueblo con un hechizo de infertilidad.
Si no es roto, nunca más habrá sol.
–¡Hechizo de infertilidad! ¿Qué es eso?
–Dime, jefe. ¿Tienes hijos!
–No, ya sabes que todas mis mujeres son estériles,
no pueden tener hijos.
–¿Cuántas esposas tienes?
–Seis.
Masawa vio el taparrabo que guardaba los pateados
testículos de Zorro Viejo y se rio sin poderlo evitar.
–Eso es lo que impide que yo pueda deshacer la brujería
de este magnífico hechicero. Primero debo acabar con la esterilidad de tus mujeres
y verás como el sol nos vuelve a calentar –apuntó con la mano hacia el monte–. Instala
una choza grande, junto al arroyo, pon en ella muchas de las mejores pieles, muchas
de las mejores frutas y carnes y bastante agua –se frotó las manos–. Vas a llevar
a tus esposas, una cada noche, cuando no estén en sus días impuros. Yo pondré inciensos
medicinales, vapor de rocío y otros secretos en el interior. Con eso voy a sacarles
los malos espíritus. Ellas deben pasar la noche en ese lugar –se acercó al prisionero–.
Y a este brujo, ponlo en una choza, con guardias y denle de comer. Un brujo hambriento
es más peligroso y puede hacerse indestructible.
–¿Eso es verdad? –preguntó Zorro Viejo viendo al enclenque
amarrado.
–Mira el sol. ¿No estaba ayer menos oscuro?
–¡Tienes razón!
Mientras los guerreros disponían los pertrechos que
ordenó, el brujo Masawa hizo una visita a su colega prisionero. La casa-prisión
estaba oscura y maloliente, por las necesidades fisiológicas de los desaseados habitantes
anteriores. El brujo extranjero estaba de pie, en el fondo oscuro. Poca luz se filtraba
por las rendijas de las paredes de carrizo. Masawa le hizo la seña de sentarse.
El hombre realizó otras señas imprecisas en el aire y en su cuerpo.
–¿Realmente eres brujo? –Masawa no obtuvo respuesta,
en cambio el hombre hizo más señas y recitó algo incomprensible. Masawa dio un paso
atrás–. ¿Entiendes el idioma secreto de los brujos? –silencio–. Puedo convertirte
en zorrillo; no intentes algún truco –el extraño llevó su mano bajo el taparrabo
y sacó una bolsita de piel y extrajo unos polvos. Extendió su mano y sopló en el
momento en que Masawa se acercó para ver aquello. Los granos entraron en sus ojos
y sintió que se quemaban por dentro.
Seis cazadores, que destazaban un venado, vieron como
el brujo Masawa salió de la choza revolcándose como conejo herido y pegando horrorosos
gritos.
–¡Aaah! ¡No veo, me ha dejado ciego! ¡Aaah!
Oso Comiendo persiguió al brujo. Masawa pegó carrera
rumbo al arroyo. Garza Parada se unió a la persecución, esperando ver la muerte
del gritón.
Masawa se revolcó en el agua profiriendo maldiciones
e injurias. Se frotó los ojos durante mucho rato, hasta que pudo enfocar. Vio a
la mitad de la tribu observándolo, con miedo.
–¿No has muerto? –preguntó Garza Parada.
–¿Estás ciego? –dijo Oso Comiendo.
El jefe Zorro Viejo llegó apurado al arroyo, seguido
por sus seis mujeres y un grupo de curiosos.
–¡Brujo Masawa, me han dicho que el otro brujo te
ha lanzado un hechizo mortal! ¿Estás muriendo? ¿Te saldrá cola de tlacuache? ¿Enloquecerás?
¿Vas a vomitar sapos?
–¡No! –al sentirse aliviado Masawa recuperó su confianza–.
¡Ustedes nada saben de la magia! El maldito brujo me lanzó un hechizo poderosísimo.
Pero todo esto que hice, fue parte de un ritual para evitar que me matara.
–Eso quiere decir que es más poderoso que tú.
Masawa los salpicó al levantarse violentamente.
–¡No hay brujo más grande que Masawa! Este es un hechizo
de aprendiz y ya lo anulé. Como ven, estoy sano. En cambio yo le he lanzado un hechizo
peor a ese hombre.
–Cuál –exclamó toda la gente.
–Es terrible –dijo Masawa con una inflexión feroz
en su tono de voz–. ¡Le he quitado el don del habla! –la multitud gimió–. No podrá
pronunciar palabras coherentes y menos grandes hechizos. La oscuridad del cielo
ha sido su último trabajo.
Zorro Viejo arqueó la boca y ordenó:
–Grulla Parada, Oso viejo, vayan e intenten hablar
con el prisionero.
Los guerreros obedecieron al instante. Masawa salió
del agua y fue a secar sus ropas. No necesitaba esperar a que volvieran esos dos
con la nueva. Sabía la respuesta.
Por la noche, la casa para la cura de las esposas
de Zorro Viejo estaba terminada. Masawa hizo fuego y encendió una pajilla. A manera
de incienso la paseó por toda la choza, rezando conjuros contra los malos espíritus.
El jefe estaba complacido. Luego de verificar la proeza de enmudecer al brujo, disfrutaba
de los preparativos para fertilizar a sus mujeres.
Masawa pidió que entrara la primera mujer, a la que
recostó en el centro, sobre muchas pieles. Hizo algunos pases mágicos sobre ella.
La roció con agua. Recitó unas palabras. Terminado este ritual, Zorro Viejo pensó
que ya era la hora de hacer lo suyo y se quitó el taparrabo listo para tomar a la
mujer.
–¡No! –advirtió Masawa–. Ella está en un trance importante.
Hay que rodearla de magia toda la noche. Mañana podrás tomarla y verás como queda
preñada –levantó la voz–. Por lo pronto todos deben salir de aquí, menos yo. Debo
luchar contra los demonios de la infertilidad. Será una batalla espantosa y tal
vez ustedes no puedan sobrevivir –Zorro Viejo palideció y corrió al exterior–. ¡Salgan,
salgan! Y si escuchan gritos y ruidos extraños, no entren, por su propio bien permanezcan
a veinte pasos de esta choza. Si cruzan la entrada, caerán muertos –dijo con ademanes
grotescos.
El jefe y sus guerreros tomaron asiento, sobre muchos
troncos dispuestos a la distancia indicada. Rodearon la choza. Pasó mucho tiempo.
Escucharon cantar al brujo y temblaban de miedo. De pronto, cerca de la media noche,
un bufido salió del claustro. Luego una serie de jadeos lacerantes y un espasmódico
grito de mujer. Oso Comiendo se acercó lanza en mano, demostrando su valor, pero
fue sometido por una orden del jefe y volvió a sentarse. Los jadeos subieron y bajaron
de intensidad a lo largo de una hora. Finalmente todo quedó en silencio y así les
amaneció.
El brujo Masawa salió muy contento de la choza. Se
dirigió al jefe, quien se levantó con interrogante expresión.
–Logré quitar el hechizo –anunció con los ojos vidriosos–.
Hoy por la noche, curaré a tu segunda esposa.
Después de seis días, todas las mujeres de Zorro Viejo
fueron limpiadas de las malas influencias del brujo prisionero. Masawa andaba por
todo el campamento regocijado y pavoneándose como un ser todopoderoso. Pero el cielo
seguía oscurecido por esas polvaredas, lo que alertó mucho a los pobladores. Las
mujeres hablaron entre ellas y amedrentaron a los guerreros para matar al hombre
de la choza. Una turba se arremolinó en ese lugar. Oso Comiendo sacó al prisionero
y lo llevó al árbol de los mitotes. En ese momento apareció Zorro Viejo, seguido
por Masawa.
–Alto, guerreros. El brujo Masawa me ha advertido
que el prisionero aún es peligroso y que, si es muerto, el sol seguirá oscurecido.
–Pero el ritual de la purificación de tus esposas
ya terminó –argumentó Garza Parada– y nosotros sentimos que el poder de este hombre
sigue vigente.
Masawa pataleó el piso y comenzó a brincar como poseído.
Hizo terribles gestos y escupió en los rostros de los guerreros.
–Lo han tocado… ¿Quiénes lo tocaron?
Oso Comiendo y Garza Parada se miraron asustados.
–¿Por qué? –preguntó con susto el segundo.
–Han sido maldecidos –los guerreros temblaron–. Las
mujeres los convencieron. Actuaron como mujeres. Se convertirán en mujeres.
–¡No, gran brujo, cúranos, cúranos! –exclamó Oso Comiendo–.
Somos guerreros, no mujeres.
Los dos hombres se hincaron haciendo grotescos aspavientos.
El brujo Masawa los observó con desprecio. Se paró derecho y entrelazó los brazos.
–Ya veo cómo crecen sus pechos.
Oso Comiendo gritó y se llevó las manos a las tetillas.
Garza Parada se cubrió esa zona con los brazos y fue a refugiarse tras unos matorrales,
chillando como alimaña del desierto.
–Haz algo, Masawa –ordenó Zorro Viejo.
Masawa se acercó al prisionero, hurgó entre su taparrabo,
el hombre se resistió, pero pronto se hizo de la bolsita de los polvos ardientes.
Tomó un puñado y los arrojó a los ojos de los dos guerreros. Oso Comiendo pegó un
bramido y Garza Parada aulló cómo coyote. Ambos escaparon rumbo al arroyo.
–Con eso están curados. Y que les sirva de lección
por dudar de mis poderes. Ahora voy a destruir toda la magia de este hombre –sacudió
la bolsita frente al prisionero–. ¡Miren, miren!
Arrojó la bolsa al piso y casualmente cayó sobre una
roca. Hizo varios pases mágicos y recitó en su idioma secreto:
–Espero que con esto me respeten más. Este hombre
tiene poca magia con sus polvos picantes. Lapidaré el polvo hasta que la bolsa quede
destruida. Luego les diré que maté al demonio que el brujo guardaba dentro. Y si
la suerte me acompaña, el cielo se despejará por la mañana. Pero si no sucede, tal
vez pueda hacer algo para volver a purificar a las esposas de Zorro Viejo y además
patearle las bolas nuevamente. Por lo pronto ya me desquité de esos dos engreídos.
Con algo de esfuerzo tomó una piedra enorme y la levantó
sobre su cabeza, dio un grito y la arrojó sobre la bolsita.
La explosión despedazó ambas rocas. Masawa fue arrojado
al piso, igual que Zorro Viejo y otros hombres. Las mujeres y otros cazadores huyeron
en estampida.
El jefe corrió hasta donde Masawa estaba tendido con
los ojos desorbitados por el terror.
En ese momento un rayo de sol los bañó de calor…
–¡Destruiste ese gran poder!
–Lo hice –y luego dijo en el idioma brujo–. Este hombre
debe ser un maestro de los brujos. –se levantó cojeando y encaró al extraño–. Lo
mejor es que regreses a tu tribu y no vuelvas a hacernos daño.
Masawa desató al hombre y lo empujó hacia la vereda
que sale del campamento. Antes de partir, el extraño dijo algo en el idioma que
nunca entenderían los chichimecas:
–Jesús misericordioso, gracias por salvarme de estos
salvajes. Y también le debo a la suerte por no haber gastado la pólvora que me sobró.
Doy gracias a Dios por mi libertad.
Dicho esto, el hombre emprendió su camino de regreso
a la villa.
–¡Por qué lo has dejado ir! –reprochó el jefe–. Volverá
para vengarse.
–Ya no tiene poderes.
–¿Te lo dijo?
–No, pero dijo que hablaría a los otros brujos de
mí. Dirá que nunca nos ataquen, porque entre nosotros hay un brujo tan fuerte como
los dioses.
–Brujo Masawa, eres grande.
–¡Lo sé! No deben recordármelo –y habló con fingida
seriedad–. Ahora cuidaremos que no te resurja la cola de tlacuache, esas maldiciones
son muy necias. Hoy por la noche te haré otra curación y volveré a purificar a tus
esposas durante una luna. Por si las dudas. Tus guerreros son tontos y pueden traer
otro brujo para demostrar su valor.
–Lo que tú digas, gran brujo Masawa.
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