Robert Sheckley
Allá
fuera se estaba levantando viento. Pero dentro de la estación, los dos hombres
tenían otras cosas en que pensar. Clayton volvió a abrir el grifo y esperó.
Nada.
–Prueba a golpearla –dijo Nerishev.
Clayton la golpeó con el puño. Cayeron dos
gotas de agua. Una tercera gota tembló en el borde, balanceándose, y se
desprendió. Eso fue todo.
–Estamos bien –dijo Clayton, con
amargura–. Esa maldita cañería de agua volvió a bloquearse. ¿Cuánta agua
tenemos en reserva?
–Quince litros, siempre que el tanque no
se haya vuelto a rajar –respondió Nerishev.
Miró fijamente la canilla, golpeándola con
sus dedos largos y nerviosos. Era un hombre corpulento y pálido, de barba
escasa y aspecto frágil, a pesar de su tamaño. No respondía al tipo de hombres
capaces de manejar una estación de observaciones en un planeta extraño y
distante. Pero el Cuerpo de Exploraciones de Avanzada había descubierto que,
lamentablemente, ese tipo de hombres no existía.
Nerishev era un profesional competente en
botánica y biología. Aunque padecía de nerviosismo crónico, contaba con
sorprendentes reservas de serenidad. Era de ese tipo de hombres que necesitan
una oportunidad para destacarse. Y eso lo había convertido en pionero en un
planeta como Carella I.
–Alguien tendrá que salir a destapar la
cañería –dijo Nerishev, sin mirar a su compañero.
–Así es –replicó Clayton, golpeando otra
vez la canilla–. Pero salir será espantoso. ¡Escucha!
Clayton era bajo, de cuello ancho, cara
rojiza y aspecto fornido. Aquella era su tercera misión como observador
planetario.
Había probado otros puestos en el Cuerpo
de Exploraciones de Avanzada, pero ninguno le convenía. La Penetración
Extraterrestre Primaria (PEP) lo ponía frente a muchas sorpresas desagradables.
Era trabajo para locos y audaces. Las Operaciones de Base, en cambio, eran
demasiado aburridas y restrictivas.
El trabajo de observador planetario, en
cambio, le resultaba ameno. Su tarea consistía en sentarse en algún planeta
recién habilitado por los muchachos de la PEP, bajo el control de una monótona
tripulación de cámaras. No tenía sino que soportar estoicamente la incomodidad
y desarrollar la habilidad necesaria para mantenerse vivo.
Al cabo de un año, la nave de relevo lo
recogía y anotaba su informe. Sobre la base proporcionada por ese informe se
decidían o descartaban futuras operaciones.
Antes de partir en cada una de esas
misiones, Clayton le prometía a su esposa que ésa sería la última. Cuando
volviera se quedaría en la Tierra, para cultivar la pequeña granja que poseían.
Prometía que…
Pero al concluir cada periodo de descanso,
Clayton volvía al espacio, a aquella tarea para la cual estaba bien dotado: la
de mantenerse vivo mediante habilidad y resistencia.
Sin embargo, esta vez se sentía harto. Él
y Nerishev llevaban ocho meses viviendo en Carella. La nave de relevo debía
llegar cuatro meses después. Si lograba sobrevivir hasta entonces, no dejaría
de renunciar.
–Escucha ese viento –dijo Nerishev.
Apagado, distante, suspiraba y murmuraba
en torno al casco de acero de la estación como el céfiro, como una brisa de
verano.
Así se escuchaba desde el interior de la
estación, bajo la protección de siete centímetros de acero y un revestimiento a
prueba de sonidos.
–Va en aumento –dijo Clayton.
Se dirigió hacia el indicador de velocidad
eólica. Según la aguja, aquel soplo apenas audible iba ya a ciento veinticuatro
kilómetros por hora. En Carella, aquello era una ligera brisa.
–¡Dios, oh, mi Dios! –dijo Clayton–. ¡No
quiero salir! No hay nada que valga la pena andar por allá afuera.
–Esta vez te toca a ti –señaló Nerishev.
–Lo sé. Pero déjame protestar un poco,
¿quieres? Ven, vamos a ver qué pronostica Smanik.
Recorrieron toda la longitud de la
estación, pasando junto a los gabinetes llenos de alimentos, equipos de aire,
herramientas e instrumentales, mientras sus talones despertaban ecos en el piso
de acero. En el otro extremo de la estación estaba la pesada puerta metálica de
la cabina de recepción. Los dos hombres se colocaron las máscaras de aire y
ajustaron la salida.
–¿Listo? –preguntó Clayton.
–Listo.
Se aseguraron, aferrándose a unas
manivelas que había tras la puerta. Abrieron, y una ráfaga entró, silbando. Los
hombres agacharon la cabeza y se lanzaron contra el viento, para entrar a la
cabina de recepción.
Ésta era un agregado a la estación, de
unos nueve metros de longitud por cuatro de ancho. A diferencia del resto, no
estaba herméticamente cerrada. Las paredes eran de hierro enrejado, con
pantallas empotradas. Esa estructura permitía el paso del viento, pero reducía
su velocidad, la controlaba. Un indicador les informó que, dentro de la cabina,
el viento soplaba a cincuenta y dos kilómetros por hora.
A Clayton le parecía una estupidez aquello
de verse obligado a conferenciar con los nativos de Carella bajo un viento de
cincuenta y dos kilómetros por hora. Pero no había remedio. Los carellanos,
nacidos en un planeta donde el viento no bajaba nunca de los cien kilómetros
horarios, no soportaban el “aire viciado” de la estación. Aunque se redujera el
contenido de oxígeno al porcentaje carellano, los nativos no lograban
adaptarse. Dentro de la estación se veían mareados y aprensivos. Pronto
empezaban a apretarse la garganta, como si estuvieran en el vacío.
Un soplo de cincuenta y dos kilómetros por
hora era el justo equilibrio para que los humanos y los carellanos pudieran
encontrarse.
Clayton
y Nerishev cruzaron la cabina. En un rincón había algo semejante a una maraña
de pulpos secos. Aquella masa se estremeció, agitando ceremoniosamente dos de
los tentáculos.
–Buen día –dijo Smanik.
–Buen día –respondió Clayton–. ¿Qué te
parece el clima?
–Excelente –dijo Smanik.
Nerishev jaló la manga de su compañero.
–¿Qué dice? –preguntó.
Mientras Clayton le traducía, asintió
pensativo. Él no tenía facilidad para los idiomas. Aun después de ocho meses,
la lengua carellana seguía pareciéndole una serie indescifrable de siseos y
chasquidos.
Varios carellanos acudieron para agregarse
a la conversación. Todos ellos parecían arañas o pulpos; tenían un pequeño
cuerpo central rodeado de tentáculos largos y flexibles. Tal era la forma
óptima para sobrevivir en Carella, y Clayton solía envidiarla. Estaba obligado
a confiar por completo en el refugio de la estación; los carellanos, en cambio,
vivían en contacto directo con el medio.
Con frecuencia se veía a un nativo que
avanzaba contra un verdadero tornado aferrándose al suelo con siete u ocho
miembros, mientras adelantaba otros tentáculos para dar el paso siguiente.
Clayton los había visto rodar en el viento como semillas de cardo, con los
tentáculos enredados en torno al cuerpo, a la manera de un cesto de mimbre.
Pensó en la forma alegre y audaz en que manejaban sus naves rodantes, avanzando
en el viento.
“Bueno”, se dijo, “en la Tierra parecerían
ridículos”.
–¿Qué tiempo hará hoy, Smanik? –preguntó.
El carellano estudió un rato el asunto,
olfateó el viento y frotó dos tentáculos, uno contra otro.
–El viento puede aumentar un poco –dijo,
finalmente–. Pero no será nada serio.
Clayton quedó pensativo. Lo que los
carellanos consideraban “nada serio” podía representar el desastre para un
terrícola. Sin embargo, sonaba bastante promisorio.
Él y Nerishev salieron de la cabina y
cerraron la puerta.
–¿Oye? –dijo Nerishev–, si quieres
esperar.
–Será mejor terminar de una vez –respondió
Clayton.
Allí, iluminado por una sola bombita
opaca, se veía el bulto pulido y brillante de Bruto. Tal era el apodo que
habían dado al vehículo especialmente construido para desplazarse por Carella.
Bruto estaba reforzado como un tanque y
sus líneas eran aerodinámicas, como los de una media esfera. Las ranuras
visoras estaban cubiertas de vidrio irrompible, lo bastante grueso como para
igualar la fuerza de su armazón de acero. El centro de gravedad estaba ubicado
a muy baja altura; la mayor parte de sus doce toneladas se centraban cerca del
suelo. Era hermético. Su pesado motor diésel, al igual que todas las aberturas
imprescindibles, estaba protegido por coberturas especiales a prueba de polvo.
Bruto reposaba sobre sus cuatro ruedas achatadas, impasible, con el aspecto de
un monstruo prehistórico.
Clayton subió, se colocó el casco de
seguridad y las gafas y se sujetó al asiento acolchado. Calentó el motor,
escuchando su marcha con expresión crítica, y finalmente hizo un gesto de
conformidad.
–Bien –dijo–. Bruto está listo. Sube y
abre la puerta del garaje.
–Buena suerte –le deseó Nerishev, antes de
irse.
Clayton inspeccionó el tablero de
instrumentos, para asegurarse de que todos los implementos especiales de Bruto
funcionaran debidamente. Un momento después oyó la voz de Nerishev a través de
la radio.
–Estoy abriendo la puerta.
–Bien.
La sólida puerta se abrió y Clayton
condujo a Bruto hacia afuera.
La estación había sido construida en una
llanura amplia y desnuda. Un terreno montañoso podría haber ofrecido alguna
protección contra el viento, pero las montañas carellanas existían en un
incesante proceso de elevación y derrumbe. La llanura presentaba sus propios
peligros, sin embargo. Para evitarlos en lo posible, se habían plantado fuertes
postes de acero en torno a la estación, a corta distancia uno de otro,
apuntando hacia arriba; parecían antiguas torrecillas de tanques de guerra, y
cumplían la misma función.
Clayton condujo a Bruto por uno de los
canales angostos y serpenteantes que pasaban entre los postes. Ya del otro lado
localizó la tubería y empezó a seguirla. Una línea blanca apareció sobre una
pequeña pantalla verde, situada sobre su cabeza. Esta línea indicaría cualquier
rotura u obstrucción en la tubería.
Ante él se extendía un desierto ancho,
rocoso y monótono. Ocasionalmente se veía algún arbusto de poca altura. El
viento soplaba desde atrás, apagado por el ruido del motor.
Echó una mirada al indicador de velocidad
eólica. Soplaba ya a ciento treinta y ocho kilómetros por hora.
Siguió hacia adelante, canturreando en voz
baja. De tanto en tanto se oía un estallido: eran los guijarros que, impulsados
por el viento huracanado, se estrellaban contra Bruto. Pero resultaban
inofensivos contra la gruesa coraza.
–¿Todo bien? –preguntó Nerishev por la
radio.
–Perfecto –respondió Clayton.
Divisó a lo lejos una nave rodante.
Parecía tener doce metros de largo y era más estrecha en la parte delantera; se
deslizaba velozmente sobre toscos rodillos de madera. El material con que
estaban tejidas las velas se extraía de uno de los pocos arbustos con follaje
que crecían en ese planeta.
Los carellanos, al pasar, lo saludaron
agitando los tentáculos. Al parecer se dirigían a la estación.
Clayton volvió su atención a la tubería.
El viento comenzaba a dejarse oír por sobre el ruido del motor. El indicador
señalaba que su velocidad había ascendido a ciento cuarenta y siete kilómetros
por hora.
Con expresión sombría, miró a través de
las ranuras visoras cubiertas de arena. Muy a lo lejos se veían los mellados
precipicios, borroneados por el aire polvoriento. Otra andanada de guijarros
tamborileó contra la carrocería, y el ruido despertó ecos en todo el coche. Vio
pasar otro vehículo carellano y después a tres más. Avanzaban tozudamente,
virando contra el viento.
Clayton se sorprendió de que tantos
carellanos se dirigieran a la estación y llamó a Nerishev por la radio.
–¿Qué tal? –preguntó Nerishev.
–Estoy cerca de la fuente y todavía no he
encontrado grietas –informó Clayton–. Parece que hay un verdadero desfile de
carellanos hacia allá.
–Lo sé. Hay seis naves ancladas a
sotavento de la cabina, y otras cuantas en camino hacia aquí.
–Nunca hemos tenido problemas con los
nativos –dijo Clayton, lentamente–. ¿Qué significará todo esto?
–Traen comida. Podría ser alguna fiesta.
–Puede ser. Ten cuidado.
–No te preocupes. Ten cuidado tú, y
apresúrate.
–¡Encontré la grieta! Te llamaré después.
La
grieta apareció en la pantalla con un destello blanco. Al mirar por las ventanillas,
Clayton pudo ver que una piedra había rodado sobre la tubería, aplastándola.
Detuvo el camión junto a la tubería. El
viento soplaba a ciento setenta y dos kilómetros por hora, Clayton descendió
con algunos tubos, algunos parches, un soldador y un estuche de herramientas.
Todo estaba atado a su cuerpo y sujeto a Bruto por fuertes cuerdas de nailon.
El viento era ensordecedor. Tronaba y
rugía como una rompiente. Abrió más el paso del oxígeno de su máscara y empezó
a trabajar.
Dos horas después logró terminar con una
reparación que llevaría, normalmente, quince minutos. Tenía la ropa hecha
jirones, y el extractor de aire estaba completamente obstruido por el polvo.
Volvió a subir a Bruto, cerró
herméticamente la portezuela y se echó en el piso para descansar. El camión
empezaba a temblar bajo las fuertes ráfagas. Clayton no las tuvo en cuenta.
–¿Hola, hola? –llamó Nerishev desde la
radio.
Fatigado, Clayton se incorporó hasta el
asiento del conductor para responder.
–¡Apúrate a volver, Clayton! ¡No hay
tiempo para descansar! ¡El viento subió hasta los doscientos kilómetros! ¡Creo
que viene tormenta!
Clayton ni siquiera quería pensar en lo
que era una tormenta carellana. Habían soportado solamente una en el transcurso
de ocho meses. Y en esa oportunidad los vientos habían sido de doscientos
kilómetros por hora.
Puso el camión en dirección contraria y
empezó a avanzar directamente contra el viento. Pronto descubrió que, aun
exigiendo al motor la máxima potencia, era muy poco lo que avanzaba: sólo
cuatro o cinco kilómetros por hora, contra la fuerte presión de los doscientos
del viento.
Miró hacia adelante por la
ranura-ventanilla. El viento, perfilado por largas corrientes de polvo y arena,
parecía ir directamente contra él, impulsado por un cielo infinitamente amplio
hacia el diminuto blanco de su ventanilla. Alzaba las piedras del suelo y las
arrojaba contra el vehículo. Clayton las veía crecer, hacerse inmensas. Y no
podía dejar de agachar la cabeza cada vez que una de ellas se estrellaba contra
el vidrio.
El pesado motor empezaba a fallar.
–Oh, muchacho –rogó Clayton–, no vayas a
descomponerte precisamente ahora. Lleva a papá a casa y después te descompones.
¡Por favor!
Según calculaba, faltaban quince
kilómetros contra el viento para llegar a la estación.
Se oyó un ruido como el que haría una
avalancha al caer a plomo por una ladera. Era una roca del tamaño de una casa,
demasiado pesada para que el viento la levantara. Rodaba frente a él, siguiendo
la dirección de las ráfagas, y dejaba a su paso un surco en el suelo pedregoso.
Clayton hizo girar el volante. El motor,
con gran esfuerzo, con infinita lentitud, logró apartar al camión del camino de
la piedra rodante. Clayton, temblando, la miró acercarse, y palmeó el tablero
de instrumentos con una mano.
–¡Vamos, chiquito, vamos!
La roca pasó a unos cuarenta kilómetros
por hora.
–Demasiado cerca –se dijo Clayton.
Trató de encaminar nuevamente a Bruto
contra el viento, hacia la estación. Pero el vehículo se resistía.
El diésel funcionaba trabajosamente, entre
gemidos, tratando de llevar al gran camión contra el viento. Y éste, como un
sólido muro gris, lo empujaba hacia atrás.
El indicador no bajaba de doscientos
treinta y ocho kilómetros.
–¿Cómo andas? –preguntó Nerishev desde la
radio.
–¡Magníficamente! Déjame tranquilo; estoy
muy ocupado.
Puso los frenos, se soltó el cinturón de
seguridad y retrocedió hasta el motor. Graduó la velocidad y la mezcla y se
apresuró a retomar su puesto en los controles.
–¡Eh, Nerishev! ¡Este motor está por
descomponerse!
Pasó un largo segundo antes de que
Nerishev respondiera. Después, con mucha calma, preguntó:
–¿Qué tiene?
–¡Arena! –respondió Clayton–. Partículas
llevadas a doscientos treinta y ocho kilómetros por hora. Hay arena en los
cojinetes, en los inyectores, en todas partes. Seguiré avanzando mientras
pueda.
–¿Y después?
–Después trataré de llevarlo a vela.
Espero que el mástil aguante.
Volvió la atención a los controles. Con un
viento semejante, era necesario manejar el camión como si fuera un barco en el
mar. Clayton tomó velocidad con el viento de costado, y en seguida se lanzó
contra él.
En esa oportunidad, Bruto consiguió hacer
una bordada. Aquello era lo mejor que se podía hacer. Cubriría la distancia en
bordadas. Se dirigió hacia el ojo del viento, pero el motor, con la máxima
potencia, no podía tomar un ángulo mayor de cuarenta grados.
Durante una hora, Bruto avanzó
trabajosamente, cruzando el viento, andando tres kilómetros para cubrir dos. El
motor, por milagro, seguía funcionando. Clayton bendijo a su fabricante, y rogó
que resistiera un poco más.
A través de una cegadora pantalla de
arena, vio pasar otra nave carellana. Tenía los rizos recogidos y escoraba
peligrosamente, pero avanzaba con firmeza en dirección al viento, y pronto lo
dejó atrás.
“Qué suerte la de esos nativos”, pensó
Clayton; para ellos, un viento de doscientos kilómetros era una buena brisa
para navegar.
La estación surgió a la vista, con su
hemisfera gris.
–¡Voy a llegar! –gritó Clayton–.
¡Nerishev, viejo, descorcha el ron! ¡Esta noche papá quiere emborracharse!
El diésel eligió ese momento para
detenerse.
Clayton, con una furiosa maldición, metió
los frenos. ¡Qué condenada suerte! Si tuviera el viento a sus espaldas, habría
podido seguir. Pero tenía que venir en contra, por supuesto.
–¿Y ahora qué vas a hacer? –preguntó
Nerishev.
–Quedarme aquí –respondió Clayton–. Cuando
el viento no sea más que un huracán, seguiré a pie.
Las doce toneladas de Bruto temblaban y
rechinaban bajo las ráfagas. Clayton dijo:
–¿Sabes que voy a retirarme después de
esta misión?
–¿De veras? ¿Lo dices en serio?
–Completamente en serio. Tengo una granja
en Maryland, que da a la bahía de Chesapeake. ¿Sabes qué pienso hacer?
–¿Qué?
–Voy a criar ostras. Porque las ostras…
Espera.
La estación parecía alejarse lentamente
viento arriba. Clayton se frotó loa ojos, pensando que quizá empezaba a
enloquecer. Pero en seguida comprendió que, a pesar de los frenos, a pesar de
su forma aerodinámica, el camión retrocedía con el viento, alejándose de la estación.
Furioso, pulsó un botón del tablero para
echar el ancla. Oyó el golpe sólido del metal que caía a tierra, y los crujidos
del cable de acero. Soltó cincuenta metros de cable y luego metió los frenos de
cabrestante. El camión quedó inmóvil.
–Eché anclas –dijo Clayton.
–¿Te sostienen?
–Por el momento sí.
Encendió un cigarro y se recostó en el
asiento tapizado. Le dolían todos los músculos del cuerpo, debido a la gran
tensión, y le temblaban los párpados de tanto mirar las líneas del viento que
convergían hacia él. Cerró los ojos e intentó relajarse.
El viento se quebraba contra la estructura
de acero del camión; aullaba, gemía, sacudía toda la superficie pulida,
buscando un resquicio para entrar. Cuando llegó a los doscientos sesenta
kilómetros por hora, los ventiletes cedieron. De no ser por las gafas, Clayton
habría quedado ciego; tampoco habría podido respirar sin la máscara de oxígeno,
pues el polvo se arremolinaba dentro de la cabina, espeso, eléctrico.
Los guijarros golpeaban contra la
carrocería como si fueran balas de rifle, y cada vez con más fuerza. ¿Cuánta
potencia más necesitarían para perforar el blindaje?
En oportunidades como ésa, a Clayton le
resultaba difícil conservar el sentido común. Se sentía dolorosamente
consciente de la vulnerabilidad de la carne humana, y lo horrorizaban las
posibilidades de violencia con que contaba el universo. ¿Qué estaba haciendo
allí? Al hombre le correspondía permanecer en la atmósfera calma y serena de la
Tierra. Si alguna vez regresaba…
–¿Estás bien? –preguntó Nerishev.
–Magníficamente –respondió Clayton,
fatigado–. ¿Cómo andan las cosas por la estación?
–No muy bien. Esto se está solidarizando
con Bruto; toda la estructura vibra. Si el viento sigue así, los cimientos se
harán añicos.
–¡Pensar que querían instalar aquí un
depósito de combustible! –observó Clayton.
–Bueno, ya sabes en qué consiste el
problema. Éste es el único planeta sólido entre Angarsa III y el Cinturón del
Sur. Los demás son gigantes gaseosos.
–Será mejor que la construyan en el
espacio.
–Pero el costo…
–¡Demonios, hombre, costaría menos
construir otro planeta que mantener un depósito de combustibles aquí! –exclamó
Clayton, escupiendo polvo–. Lo único que deseo es estar en la nave de relevo.
¿Cuántos nativos hay ya en la estación?
–Quince, más o menos; están en la cabina.
–¿Hay algún síntoma de violencia?
–No, pero se están comportando de forma
rara.
–¿Cómo?
–No sé –respondió Nerishev–. Pero no me
gusta.
–No vayas a la cabina, ¿entiendes? De
cualquier modo, no entiendes el idioma, y quiero encontrarte entero cuando
regrese.
Y agregó, vacilando:
–…si es que regreso.
–No te pasará nada –le aseguró Nerishev.
–Sin duda. Yo… ¡Oh, Dios mío!
–¿Qué te pasa? ¿Qué problema tienes?
–¡Viene una roca rodante! Te llamaré
después.
Clayton volvió su atención a la roca, una
mancha negra allá adelante, que aumentaba rápidamente de tamaño. Se dirigía a
toda marcha hacia el camión anclado e inmóvil. Un vistazo al indicador de
velocidad eólica reveló un dato imposible: ¡doscientos sesenta y cinco
kilómetros por hora! Y sin embargo, recordó, en la estratosfera terrestre los
vientos solían alcanzar los trescientos kilómetros por hora.
La roca tenía ya el tamaño de una casa, y
seguía aumentando, mientras rodaba directamente hacia él.
–¡Desvíate! ¡Vete! –le suplicó Clayton,
descargando puñetazos contra el tablero.
La roca rodante venía hacia él tan
directamente como una línea trazada con regla, llevada por el viento.
Con un gemido de angustia, Clayton oprimió
un botón para deshacerse de las dos anclas. No había tiempo para recogerlas, ni
siquiera en la suposición de que el cabrestante soportaría la tensión. Y la
roca seguía creciendo.
Clayton soltó los frenos.
Bruto, empujado por un viento de
doscientos setenta y cuatro kilómetros por hora, empezó a cobrar velocidad. En
pocos segundos llegó a los cincuenta y ocho kilómetros por hora. Clayton no
perdía de vista a la roca.
Cuando la tuvo cerca, hizo girar el
volante hacia la izquierda cuanto le fue posible. El camión se ladeó
peligrosamente, se desvió, resbaló sobre la tierra dura y amenazó con volcarse.
Clayton luchó con el volante para mantener a Bruto en equilibrio.
–Debo ser el primero en hacer bordadas con
un camión de doce toneladas –se dijo.
La piedra rodante, grande como toda una
manzana edificada, pasó con un rugido. El camión se balanceó un instante y
volvió a apoyarse sobre las ruedas.
–¿Clayton! ¿Qué pasó? ¿Estás bien?
–Sí –jadeó Clayton–, pero tuve que soltar
los cables. Ahora me lleva el viento.
–¿No puedes virar?
–Quise hacerlo y estuve a punto de
volcarme.
–¿Hasta dónde puedes llegar?
Clayton miró hacia adelante y pudo divisar
a lo lejos los dramáticos precipicios negros que bordeaban la pradera.
–Puedo recorrer veinte kilómetros antes de
que me detengan los barrancos. No es mucho tiempo, dada la velocidad que llevo.
Clavó los frenos. Las cubiertas comenzaron
a chirriar, las cintas de freno humearon. Pero el viento, a doscientos setenta
y cinco kilómetros por hora, ni siquiera notó la diferencia. El camión llegaba
ya a los setenta y cinco kilómetros por hora.
–¡Trata de seguir a vela! –dijo Nerishev.
–No dará resultado.
–¡Inténtalo, hombre! ¿Qué otra cosa puedes
hacer? Aquí el viento ha llegado a los doscientos ochenta. ¡La estación
tiembla! Las piedras rodantes están acabando con toda la defensa de postes.
Tengo miedo de que algunas piedras pasen y choquen contra…
–Basta –dijo Clayton–. Ya tengo bastantes
problemas por mi cuenta.
–¡No sé si la estación resistirá! Clayton,
escúchame. Trata de…
Y de pronto, angustiosamente, la radio
dejó de funcionar.
Clayton le asestó unos cuantos golpes y
acabó por renunciar. Viajaba ya a setenta y cinco kilómetros por hora, y los
barrancos comenzaban a crecer frente a él.
–Bien –dijo Clayton–, aquí vamos.
Dejó caer la última ancla, que sólo servía
para emergencias. Una vez que se desenrollaron los setenta y cinco metros de
cable de acero, la velocidad del camión disminuyó hasta los cuarenta y cinco
kilómetros por hora. El ancla rasgaba el suelo como un arado de motor.
Clayton puso en funcionamiento el
mecanismo de vela, instalado por los ingenieros terráqueos según el mismo
sistema de los trasatlánticos de vapor que llevan un pequeño mástil y una vela
auxiliar. Ésta proporciona cierta seguridad para el caso de que el motor falle.
En Carella era imposible volver caminando en caso de que el vehículo se
descompusiera. Era necesario usar alguna especie de energía.
El mástil era un pilar de acero, corto y
poderoso; surgía a través de un agujero en el techo del vehículo. Varios
tirantes y soportes magnéticos lo sujetaban en su sitio, sosteniéndolo. El
cable con el que se manejaba estaba tejido con metal. A guisa de vela mayor,
Clayton tenía un cable de acero flexible que operaba por medio de un
cabrestante.
La vela era bastante pequeña. Sin embargo,
bastaba para impulsar a aquel monstruo de doce toneladas, aun frenado y con un
ancla en el extremo de un cable de setenta y cinco metros.
Sin dificultad alguna, puesto que el
viento soplaba a doscientos setenta y cinco kilómetros por hora.
Clayton recogió el cable y viró, tomando
el viento de costado. Pero no fue suficiente. Recogió la vela un poco más, y
giró hacia la dirección del viento. Con el tremendo huracán en el bao, el
poderoso camión escoró, levantando todo un costado. Rápidamente, Clayton soltó
medio metro de cable. La vela metálica gimió y chilló, castigada por el viento.
Clayton dejó sólo el borde de la vela; así
logró mantener al vehículo en equilibrio y avanzar considerablemente.
En el espejito retrovisor se reflejaban
los mellados bordes de los barrancos. Era la playa de los naufragios. Pero
estaba alejándose de la trampa. Paso a paso se iba alejando.
–¡Así me gusta, muchacho! –gritó,
alentando al esforzado Bruto.
Su ánimo victorioso se desinfló casi de
inmediato. Hubo un estruendo ensordecedor, y algo zumbó junto a su cabeza. Los
guijarros, impulsados por el viento a doscientos setenta y siete kilómetros por
hora, perforaron el blindaje. Era como una ráfaga de ametralladora. El viento
chillaba por los agujeros, tratando de arrancarlo de su asiento.
Se aferró desesperadamente al volante.
Éste podía soportar las violentas torsiones de la vela, tejida con la aleación
más flexible y resistente que se había podido conseguir, pero que no duraría
mucho tiempo más. El mástil, corto y grueso, sostenido por seis cables muy
fuertes, se balanceaba como una caña de pescar.
Las cintas de freno estaban acabadas.
Llegó a una velocidad de ochenta y cinco kilómetros por hora.
Estaba demasiado cansado para pensar.
Conducía con las manos prendidas al volante, sin apartar los ojos entornados de
la tormenta.
La vela se rasgó con un quejido. Los
jirones flamearon un momento. En seguida, el mástil se derrumbó. Las ráfagas
llegaban ya a los doscientos ochenta y cinco kilómetros por hora.
El viento lo iba llevando hacia los
barrancos. Ante un viento de tanta intensidad, Bruto se levantó por completo y
cayó sobre las ruedas, unos diez metros más allá. Uno de los neumáticos
delanteros estalló a causa de la presión, y en seguida hicieron lo mismo las
dos ruedas traseras. Clayton apoyó la cabeza sobre los brazos para aguardar el
fin.
De pronto Bruto se detuvo. Clayton fue
arrojado hacia adelante. El cinturón de seguridad lo sostuvo un instante, pero
luego se soltó. Golpeó contra el tablero de instrumentos y cayó hacia atrás,
mareado y sangrante.
Quedó tendido en el suelo, a medias
consciente, tratando de dilucidar lo ocurrido. Lentamente se levantó hasta
alcanzar el asiento; razonaba lo bastante como para comprobar que no se había roto
ningún miembro. Tenía una gran magulladura en el estómago y sangraba por la
boca.
Finalmente, a través del espejo retrovisor
pudo ver lo que había ocurrido. El ancla de emergencia, arrastrada por los
setenta y cinco metros de cable, se había enganchado en una saliente de roca y
lo había detenido a menos de setenta metros del barranco. Estaba a salvo.
Por el momento, al menos.
Pero el viento aún no había abandonado la
lucha. Proseguía a doscientos ochenta y dos kilómetros por hora. Levantó el
camión en vilo, lo estrelló contra el suelo, volvió a levantarlo y lo arrojó
nuevamente. El cable de acero gimió como una cuerda de guitarra. Clayton se
aferró al asiento. No podría soportar mucho tiempo más. Pero si cedía, Bruto,
enloquecido, lo haría puré contra sus costados.
Eso, siempre que el cable no se rompiera.
En ese caso se precipitaría a los barrancos.
Se sostuvo. En medio de un salto echó una
mirada al indicador de velocidad eólica. Daba náuseas. No tenía salvación.
¿Cómo podría sobrevivir con un viento de doscientos setenta y nueve kilómetros
por hora? Era demasiado. Era…
¿Cómo? ¿Doscientos setenta y nueve? ¡Eso
significaba que el viento amainaba!
Al principio le pareció increíble. Pero
lenta, seguramente, el indicador descendía. Al llegar a doscientos cuarenta, el
camión dejó de golpearse y quedó inmóvil en el extremo del cable. A los
doscientos veintiocho, el viento cambió de dirección, señal segura de que
estaba por cesar.
Cuando descendió a doscientos doce,
Clayton se permitió el lujo de perder el sentido.
Los carellanos vinieron más tarde a
buscarlo. Tras maniobrar hábilmente con sus dos grandes naves rodantes para
acercarse a Bruto, lo sujetaron con sus largas lianas (más resistentes que el
acero, por lo visto) y lo remolcaron hasta la estación.
Llevaron a Clayton hasta la cabina de
recepción, y Nerishev se encargó de conducirlo hasta la atmósfera inmóvil de la
estación.
–Sólo te rompiste un par de dientes –le
dijo–, pero estás todo cubierto de moretones.
–Pero resistimos –replicó Clayton.
–Apenas, Nuestra defensa contra rocas está
completamente destrozada. La estación recibió dos impactos, y apenas logró
resistirlos. Revisé los cimientos: están muy afectados. Otra tormenta como ésta
y…
–… Y la afrontaremos de algún modo.
Nosotros, los de la Tierra, sabemos sobrevivir. Ésta fue la peor en ocho meses.
Cuatro meses más y la nave de relevo estará aquí. ¡Vamos, Nerishev! Ven
conmigo.
–¿Dónde quieres ir?
–¡A hablar con ese maldito Smanik!
Entraron a la cabina. Estaba atestada de
carellanos. A sotavento de la estación había varias naves ancladas.
–¡Smanik! –llamó Clayton– ¿Qué pasa aquí?
–Es el festival del Verano –dijo Smanik–. Nuestra gran fiesta anual.
–Hum. ¿Y qué te pareció ese viento?
–Yo lo clasificaría como una brisa
moderada –dijo Smanik–. Nada peligrosa, pero sí algo incómoda para navegar.
–¿Incómoda? Espero que en el futuro tus
pronósticos sean más acertados.
–No siempre se puede acertar con un
pronóstico meteorológico –dijo Smanik–. Es lamentable que me haya equivocado
precisamente con ése, que será el último.
–¿El último? ¿Cómo? ¿Qué pasa?
–Esta gente –explicó Smanik, señalando a
su alrededor– es toda mi tribu, los Seremai. Hemos celebrado el Festival del
Verano. Ahora empieza el otoño, y debemos marcharnos.
–¿A dónde van?
–A las cavernas del lejano oeste. Están a
dos semanas de navegación. En ellas viviremos durante tres meses para estar a
salvo.
Clayton sintió un súbito vacío en el
estómago.
–¿A salvo de qué, Smanik?
–Ya se lo dije. El verano ha terminado.
Necesitamos protegernos del viento, de las poderosas tormentas del invierno.
–¿Qué pasa? –preguntó Nerishev.
–Un momento.
Clayton rememoró rápidamente el terrible
huracán por el que acababa de pasar, clasificado por Smanik como una brisa
moderada e inofensiva. Pensó en la inmovilidad a la que estaban obligados, con
Bruto arruinado; en los debilitados cimientos de la estación; en el cerco
deshecho. Faltaban cuatro meses para la llegada de la nave de relevo.
–Podríamos ir con ustedes en las naves,
Smanik, para refugiarnos en las cavernas.
–Naturalmente –respondió Smanik,
hospitalario.
–No, no podremos –se rectificó Clayton,
más desanimado aún que durante la tormenta–. Tendríamos que llevar oxígeno
extra, comida de la nuestra, una provisión de agua…
–¿Qué pasa? –preguntó nuevamente Nerishev,
con impaciencia–. ¿Qué te dijo para que pongas esa cara?
–Dijo que aún no han llegado los vientos
fuertes.
Los dos hombres se miraron fijamente.
Allá afuera se estaba levantando el
viento.
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