miércoles, 14 de febrero de 2024

Sobre la obligación de sonreír en los campos chinos de trabajo

Gao Er Tai

 

Los habitantes de Jiabiangu han creado una sonrisa que no tiene parangón en el mundo, y una forma de correr que también es única.

Toda la actividad creadora es contingente y está sometida, a largo plazo, a diversos factores. En Jiabiangu el factor que la provocó fue la llegada de no sé qué grupo de visitantes.

La Dirección de la Comuna se tomó la cosa muy en serio. Aquella misma noche se construyó febrilmente una cancha de basquetbol, y a renglón seguido fuimos repartidos en diversos equipos: basquetbol, danza, canto; se formó un grupo de espectáculos populares, una oficina de redacción de periódicos murales… La víspera de la llegada de los visitantes dejamos de trabajar antes de la hora habitual para tener tiempo de barrer, de lavarnos y de cortarnos la barba y el pelo… Pero hete aquí que los mandos encargados de nuestra reeducación declararon unánimemente que lo más importante de todo era dar un poco de animación al trabajo, demostrar que nos sentíamos felices…

Aquel día no vimos a ningún visitante, no vinieron a la obra. Sin embargo, nos ganamos el derecho a una buena comida: panecillos cocidos al vapor y hechos de harina de trigo, legumbres verdes salteadas con carne, y todo en mayor cantidad que de ordinario. Esto debía dejarnos un recuerdo imperecedero.

Después de que se fueron los visitantes, todos esos equipos y grupos se disolvieron, como era natural, pero quedaron en su sitio los cuatro grandes periódicos murales correspondientes a las cuatro grandes brigadas, rivalizando en esplendor.

La simple lectura de estos periódicos murales dejaba ver el semillero de talentos que era Jiabiangu. Tanto la maquetación como el diseño y su ornamentación evidenciaban un trabajo profesional. Los artículos, copiados a mano, estaban escritos con una hermosa caligrafía que revelaba oficio. Estaban representados todos los estilos: los de Liu Gongyuan y Yang Zhenquing de la dinastía Tang, el de las inscripciones sobre estelas de los Wei e incluso el depuradísimo estilo de Zhao Ji de los Song. La primera gran brigada había elegido como frase paralela dos versos de Liu Yuxi: “La nave hundida yace de costado; mil velas pasan; por delante del árbol enfermo se desarrolla la vegetación”. Los caracteres, de gran tamaño, estaban trazados a propósito con cierta torpeza, cual si hubieran surgido de la mano de Ji Nong.

Los artículos eran en su mayoría comentarios sobre temas tópicos: “La bondad del Partido es profunda como el mar”, “Mudar la piel, transformarse en un hombre nuevo”, “Amar la Comuna como al propio hogar que, en cualquier caso, no vale tanto como la Comuna”, “Refutar esa estupidez que dice que nada en el mundo escapa al control del Partido”… Los puntos de vista, sin embargo, eran novedosos, y el tono sincero. Los poemas, en particular, desbordaban entusiasmo: “¡Ah, Jiabiangu! ¡¡¡Mi segunda tierra natal en la que nací a una nueva vida!!!” (nótese el triple signo de admiración). El artículo que había causado una impresión más profunda se titulaba: “Refutar la absurda idea de que la corrección mediante el trabajo manual no valdrá lo que la reeducación mediante ese mismo trabajo”. La idea general era la siguiente: si algunos formulan semejante opinión es porque el trabajo es un castigo caracterizado por su duración y no una corrección mediante el trabajo. Pero quienes eso afirman, si no albergan ocultos propósitos, carecen por lo menos de los más elementales conocimientos en materia de política. Confunden dos contradicciones de distinta naturaleza, puesto que la reeducación es una dictadura ejercida sobre un enemigo, en tanto que la corrección es una contradicción entre el enemigo y nosotros, y debe ser regulada como una contradicción en el seno del propio pueblo. Es una muestra de la clemencia del Partido hacia nosotros, para facilitar nuestra reeducación. Si se nos permitiera salir antes de que esta reeducación haya concluido, cometeríamos delitos mayores aun y la caída sería más grave. Al no precisar la duración de la pena y no soltarnos hasta que nuestra reeducación sea perfecta, el Partido nos muestra su solicitud, su magnanimidad. Somos ingratos por quejarnos: eso es realmente carecer de conciencia, etc.

Nadie había podido elegir entre si había que tomarse todo aquello en serio o como una guasa. ¿Eran sinceros los autores? ¿Mentían? Es de temer que ni ellos mismos lo supieran. No, a nadie le había pasado por la imaginación plantearse semejante pregunta. Cuando reina el caos, todo es sencillo y natural.

Había también momentos en que no todo resultaba tan natural, pero, a decir verdad, a nadie se podía culpar de ello.

Con anterioridad a los hechos narrados más arriba, hubo una época en la que se ocupaba de nosotros el responsable Wang. Venía directamente del ejército, y aún vestía un viejo uniforme militar. Carecía de preparación, pero era honrado y bondadoso. En la obra, tomaba asiento aquí o allá y se ponía en cuclillas para aspirar ruidosamente por su pipa, que tenía la boquilla de bambú y la cazoleta de latón. Hablaba poco. Cierto día había estado así un buen rato en la sección de la obra que dependía de nuestra brigadilla, cuando consultó su reloj y dijo: “¡Un pequeño descanso! Me doy cuenta de que todos están cansados”. Ver reconocidos así nuestros esfuerzos era, naturalmente, una satisfacción, así que todos respondimos que no, que no estábamos cansados, y tuvimos a gala seguir trabajando como si estuviéramos de nuevo frescos y animosos. Wang Xiaoliang, el que fuera jefe del centro teórico del departamento de propaganda del Comité Provincial del Partido, con una mano apoyada en los riñones y la otra en la fresadora, había enderezado lentamente el cuerpo y había dicho en tono adulador: “¡Ja, ja! ¡Los dirigentes no pueden seguir el paso de las masas!” Era una frase hecha, que se hizo popular durante el periodo del Gran Salto Adelante.

Por los ojos del responsable Wang cruzó una leve sombra de embarazo. No respondió. Se puso a limpiar su pipa con una ramita y golpeándola contra la suela de su zapato. Al acabar, se puso de pie y, sin volverse, se sacudió el polvo del fondillo de los pantalones y se marchó dejando tras de sí un olor a tabaco de Mohe.

Su reacción nos desconcertó a todos, y nos dejó inquietos después. En principio, aquella observación no había tenido otro propósito que el de hacerse notar, pero las cosas habían tomado un mal giro. “Cuando un bachiller se encuentra con un soldado, incluso aunque tenga toda la razón, no consigue hacérselo entender”. ¡Todo aquello era muy complicado! Por fortuna, poco después el responsable Wang fue enviado a otra parte y sustituido por el responsable Han, que, éste sí, era un hombre astuto y cruel que no dejaba pasar una. De esta forma se racionalizaron las relaciones, y el embarazo y la complejidad dieron paso a la simplicidad y a lo natural.

En la época en que preparábamos la llegada de los visitantes, estábamos ya bajo la autoridad del responsable Han. Para dar un poco de animación al trabajo en la obra, se comenzó por centrarse en el tema de las repugnancias: también era una cosa de lo más simple y natural. Todas las tardes, en la reunión de estudio de casos, y una vez se habían marchado ya a sus casas los educadores después del trabajo, las propias brigadas participantes se encargaban de dirigir el debate. Todo el mundo tomaba la palabra, a ver quién lo hacía mejor, y el tema se abordaba desde todos los ángulos. Fulano tenía siempre cara de funeral…: ¿contra quién iba dirigido su descontento? Mengano mantenía los dientes apretados durante toda la jornada…: ¿qué le rondaba por la cabeza? Perengano, cuando transportaba su carretilla, avanzaba con paso inseguro…: ¿acaso pretendía que lo compadecieran? Estas denuncias, estas críticas, nos llevaban a todos finalmente a la misma conclusión: las mentalidades no estaban reeducadas. Nadábamos en la felicidad, y no éramos capaces de tomar conciencia de ello. Así que se imponía que cada uno hiciera su autocrítica, prometiera enmendarse y pidiera a los demás que no le quitaran la vista de encima.

Cuando de las promesas se pasó a los hechos, la atmósfera de la obra cambió. En las pequeñas, medianas y grandes brigadas, todo el mundo sonreía; sonreía de la mañana a la noche, en todo lugar, en todo momento: al levantar el pico, al manejar el taladro, al transportar los carretillas corriendo cuesta arriba o bajando por la pendiente. Se sonreía, se corría, se gritaba. Al principio, los gritos se acompasaban a la cadencia de la carrera: “hai… hai… hai”. Poco después algunos, a partir de este ritmo, inventaron un canto para acompañar el trabajo. Hacían falta dos para ello; el que iba detrás lanzaba una frase, y el que iba delante se hacía eco de ella, y respondía: “hai… hai”. Las frases variaban según la inspiración del momento. Ibas corriendo, por ejemplo, con tu carretilla y, cuando llegabas junto al jefe de la gran brigada, Chen Zhibang, gritabas:

“Chen Zhibang, nuestro… ¡hai… hai!

buen dirigente, sí… ¡hai… hai!”

O pasabas cerca de Zhang Yuanqin, que trabajaba tan mal, y la cosa podía ser:

“Zhang Yuanqin, este… ¡hai… hai!

zángano, sí… ¡hai… hai!”

Durante un tiempo, a imitación de las justas poéticas libradas en público o de las de los cantos populares, entre los habitantes de Jiabiangu se puso de moda practicar justas de cantos de trabajo.

Si teníamos la sensación de estar afilándonos los unos por los otros como navajas de rasurar, hay que decir también que la elección de las palabras no resistía el menor análisis. Y así algunos, el primer día que alguien dijo lo de Chen Zhibang, destacaron el hecho de que el jefe de la gran brigada también estaba sometido a la corrección por el trabajo; llamarlo “dirigente” no era, pues, adecuado; por lo cual, la frase se transformó en: “un… buen ejemplo, sí… ¡hai… hai!”. Pero se alegó que, puesto que aún no había sido liberado, estaba claro que todavía no estaba reeducado correctamente… por lo que mal podía servirnos de ejemplo. De ahí que se cambiara nuevamente la frase: “tiene… el corazón en la obra, sí… ¡hai… hai!” Esta formulación parecía aceptable; y, sin embargo, el propio Chen Zhibang, que ya había meditado el asunto, declaró que no le parecía adecuado destacar ningún individuo, y pidió que no se dieran más tales gritos. A la vista de las dificultades encontradas y de los riesgos que podían darse, la fiebre creativa, que estaba en plena pujanza, decayó, y se volvió a los “¡hai… hai!” del principio, más simples, más naturales. Así estaba bien. Todos los trabajadores de la obra corrían con la sonrisa en los labios y gritaban “¡hai… hai!”: era suficiente para expresar nuestro sentimiento de dicha.

Pero, bien mirado, nuestra sonrisa y nuestra carrera no eran una sonrisa ni una carrera ordinarias. La sonrisa debe nacer de la alegría, correr requiere tener fuerzas… Para poder, pues, hacer ambas cosas sin ninguna de las dos condiciones previas, cada uno de nosotros debía librar contra sí mismo una lucha áspera y tenaz. Los ojos tenían que achicarse lateralmente y curvarse hacia abajo, en tanto que las comisuras de la boca, transformada casi en un trazo recto, habían de ir hacia arriba. Todos estos esfuerzos acentuaban las arrugas horizontales del rostro. Era un poco laborioso, pero se conseguía una sonrisa. Ni que decir tiene que, para conservarla mucho tiempo, había que hacer un gran gasto de energía. Y, en resumen, como era imposible ocultar este esfuerzo, el resultado era que dabas la impresión de tener más o menos ganas de echarte a llorar.

Correr era todavía más difícil. Para saltar tenías que tomar impulso con el pie de atrás, mantenerte prácticamente con los dos pies en el aire durante un instante, y alargar el paso. Y nos faltaban fuerzas para realizar tales proezas. Para empezar, no éramos capaces de levantar un pie si no teníamos apoyado el otro… con lo que nuestra carrera no se diferenciaba apenas de la marcha. Para paliar este defecto, y sin que nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos esforzábamos en acentuar la curvatura de las piernas cuando las doblábamos y en estirarlas luego de golpe. Esta alternancia de relajamiento y tensión sugería la elasticidad de la carrera, impresión que se confirmaba con la diferencia de altura de un paso y del siguiente. Semejante forma de correr, que nos permitía hacerlo sin acelerar el paso y, consiguientemente, sin derrochar energía, estaba adaptada también al avance en las subidas y en las bajadas con una carga de barro chorreante. Todos habíamos adoptado este estilo.

Cuando llegaron los visitantes, esta manera de sonreír, de correr, se mantenía aún porque se había convertido ya en algo orgánico, mantenido por la energía inagotable que encontrábamos en la lucha por la existencia… en el proceso de vigilancia mutua. A la larga se transformó en un hábito, y hubiera sido difícil dar marcha atrás. En aquella obra que era el hogar de un millar de personas, todos los ojos forzados, revirados en sus profundas órbitas, estaban cerrados a medias. Y, cargando cada uno con su carretilla, todos caminaban marcando diferencias de altura de un paso a otro, deslizándose junto a los demás y gritando como ellos: “¡hai… hai!” A veces ocurría que se desmandaban los nervios: uno tenía entonces vagamente la impresión de que todos aquellos seres familiares que te rodeaban se habían convertido en tipos rarísimos; hasta el punto de no saber siquiera dónde te encontrabas.

Era un amanecer como los demás. Acababa de arrojar mi primera carretilla de tierra al montículo nuevamente alzado en la parte exterior del barranco. El sol se levantó, pegado a la larga franja del horizonte, un sol rojo oscuro, enorme, redondísimo. Un sol que no parecía luminoso, sin embargo, sobre aquella corteza terrestre, triste, sumida en el silencio; sobre aquel terreno accidentado, comenzaban a aparecer numerosas sombras azuladas. En una de esas sombras, larga y sutil, vi entonces una multitud de pequeños seres vivos oscuros que arañaban ligeramente la superficie estéril de la tierra. Se movían lentamente, marcando diferencias de altura entre un paso y otro. Se alejaban poco a poco, cada vez más imprecisos, hasta fundirse con el sustrato del caos primitivo, vago e indiferenciado. Sin saber por qué me sentí de pronto lleno de estupor.

Me decía que un forastero que no supiera nada de la situación y que se viera súbitamente frente a aquel singular paisaje, permanecería un buen rato boquiabierto, inmóvil, presa del pánico. Nada como aquellas sonrisas extrañas, congeladas, para ponerle los pelos de punta.

Me decía también que, si en aquel mismo instante se produjera un terremoto, quedaríamos todos enterrados de repente, fosilizados, y los arqueólogos del futuro no podrían hallar ninguna explicación para la singular expresión de nuestros rostros y nuestra actitud. Supondrían, tal vez, que se trataba del rito secreto de los miembros de alguna secta, comportándose de forma irracional. O imaginarían quizá que era la antigua costumbre de una raza exterminada de las tierras bárbaras fronterizas. Acaso afirmarían que era un caso similar al de las cabezas achatadas de los mayas o las máscaras de Nueva Caledonia: simples y extravagantes metáforas culturales. No habría que reprochárselos. Sin conocer la historia de su formación, nadie está en condiciones de interpretar un signo misterioso.

 

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