Gao Er Tai
Los
habitantes de Jiabiangu han creado una sonrisa que no tiene parangón en el
mundo, y una forma de correr que también es única.
Toda la actividad creadora es contingente
y está sometida, a largo plazo, a diversos factores. En Jiabiangu el factor que
la provocó fue la llegada de no sé qué grupo de visitantes.
La Dirección de la Comuna se tomó la cosa
muy en serio. Aquella misma noche se construyó febrilmente una cancha de basquetbol,
y a renglón seguido fuimos repartidos en diversos equipos: basquetbol, danza,
canto; se formó un grupo de espectáculos populares, una oficina de redacción de
periódicos murales… La víspera de la llegada de los visitantes dejamos de
trabajar antes de la hora habitual para tener tiempo de barrer, de lavarnos y
de cortarnos la barba y el pelo… Pero hete aquí que los mandos encargados de
nuestra reeducación declararon unánimemente que lo más importante de todo era
dar un poco de animación al trabajo, demostrar que nos sentíamos felices…
Aquel día no vimos a ningún visitante, no
vinieron a la obra. Sin embargo, nos ganamos el derecho a una buena comida:
panecillos cocidos al vapor y hechos de harina de trigo, legumbres verdes
salteadas con carne, y todo en mayor cantidad que de ordinario. Esto debía
dejarnos un recuerdo imperecedero.
Después de que se fueron los visitantes,
todos esos equipos y grupos se disolvieron, como era natural, pero quedaron en
su sitio los cuatro grandes periódicos murales correspondientes a las cuatro
grandes brigadas, rivalizando en esplendor.
La simple lectura de estos periódicos
murales dejaba ver el semillero de talentos que era Jiabiangu. Tanto la
maquetación como el diseño y su ornamentación evidenciaban un trabajo
profesional. Los artículos, copiados a mano, estaban escritos con una hermosa
caligrafía que revelaba oficio. Estaban representados todos los estilos: los de
Liu Gongyuan y Yang Zhenquing de la dinastía Tang, el de las inscripciones
sobre estelas de los Wei e incluso el depuradísimo estilo de Zhao Ji de los
Song. La primera gran brigada había elegido como frase paralela dos versos de
Liu Yuxi: “La nave hundida yace de costado; mil velas pasan; por delante del
árbol enfermo se desarrolla la vegetación”. Los caracteres, de gran tamaño,
estaban trazados a propósito con cierta torpeza, cual si hubieran surgido de la
mano de Ji Nong.
Los artículos eran en su mayoría
comentarios sobre temas tópicos: “La bondad del Partido es profunda como el
mar”, “Mudar la piel, transformarse en un hombre nuevo”, “Amar la Comuna como
al propio hogar que, en cualquier caso, no vale tanto como la Comuna”, “Refutar
esa estupidez que dice que nada en el mundo escapa al control del Partido”… Los
puntos de vista, sin embargo, eran novedosos, y el tono sincero. Los poemas, en
particular, desbordaban entusiasmo: “¡Ah, Jiabiangu! ¡¡¡Mi segunda tierra natal
en la que nací a una nueva vida!!!” (nótese el triple signo de admiración). El
artículo que había causado una impresión más profunda se titulaba: “Refutar la
absurda idea de que la corrección mediante el trabajo manual no valdrá lo
que la reeducación mediante ese mismo trabajo”. La idea general era la
siguiente: si algunos formulan semejante opinión es porque el trabajo es un
castigo caracterizado por su duración y no una corrección mediante el trabajo.
Pero quienes eso afirman, si no albergan ocultos propósitos, carecen por lo
menos de los más elementales conocimientos en materia de política. Confunden
dos contradicciones de distinta naturaleza, puesto que la reeducación es una
dictadura ejercida sobre un enemigo, en tanto que la corrección es una
contradicción entre el enemigo y nosotros, y debe ser regulada como una
contradicción en el seno del propio pueblo. Es una muestra de la clemencia del
Partido hacia nosotros, para facilitar nuestra reeducación. Si se nos
permitiera salir antes de que esta reeducación haya concluido, cometeríamos
delitos mayores aun y la caída sería más grave. Al no precisar la duración de
la pena y no soltarnos hasta que nuestra reeducación sea perfecta, el Partido
nos muestra su solicitud, su magnanimidad. Somos ingratos por quejarnos: eso es
realmente carecer de conciencia, etc.
Nadie había podido elegir entre si había
que tomarse todo aquello en serio o como una guasa. ¿Eran sinceros los autores?
¿Mentían? Es de temer que ni ellos mismos lo supieran. No, a nadie le había
pasado por la imaginación plantearse semejante pregunta. Cuando reina el caos,
todo es sencillo y natural.
Había también momentos en que no todo
resultaba tan natural, pero, a decir verdad, a nadie se podía culpar de ello.
Con anterioridad a los hechos narrados más
arriba, hubo una época en la que se ocupaba de nosotros el responsable Wang.
Venía directamente del ejército, y aún vestía un viejo uniforme militar.
Carecía de preparación, pero era honrado y bondadoso. En la obra, tomaba
asiento aquí o allá y se ponía en cuclillas para aspirar ruidosamente por su
pipa, que tenía la boquilla de bambú y la cazoleta de latón. Hablaba poco.
Cierto día había estado así un buen rato en la sección de la obra que dependía
de nuestra brigadilla, cuando consultó su reloj y dijo: “¡Un pequeño descanso!
Me doy cuenta de que todos están cansados”. Ver reconocidos así nuestros
esfuerzos era, naturalmente, una satisfacción, así que todos respondimos que
no, que no estábamos cansados, y tuvimos a gala seguir trabajando como si
estuviéramos de nuevo frescos y animosos. Wang Xiaoliang, el que fuera jefe del
centro teórico del departamento de propaganda del Comité Provincial del
Partido, con una mano apoyada en los riñones y la otra en la fresadora, había
enderezado lentamente el cuerpo y había dicho en tono adulador: “¡Ja, ja! ¡Los
dirigentes no pueden seguir el paso de las masas!” Era una frase hecha, que se
hizo popular durante el periodo del Gran Salto Adelante.
Por los ojos del responsable Wang cruzó
una leve sombra de embarazo. No respondió. Se puso a limpiar su pipa con una
ramita y golpeándola contra la suela de su zapato. Al acabar, se puso de pie y,
sin volverse, se sacudió el polvo del fondillo de los pantalones y se marchó
dejando tras de sí un olor a tabaco de Mohe.
Su reacción nos desconcertó a todos, y nos
dejó inquietos después. En principio, aquella observación no había tenido otro
propósito que el de hacerse notar, pero las cosas habían tomado un mal giro.
“Cuando un bachiller se encuentra con un soldado, incluso aunque tenga toda la
razón, no consigue hacérselo entender”. ¡Todo aquello era muy complicado! Por
fortuna, poco después el responsable Wang fue enviado a otra parte y sustituido
por el responsable Han, que, éste sí, era un hombre astuto y cruel que no dejaba
pasar una. De esta forma se racionalizaron las relaciones, y el embarazo y la
complejidad dieron paso a la simplicidad y a lo natural.
En la época en que preparábamos la llegada
de los visitantes, estábamos ya bajo la autoridad del responsable Han. Para dar
un poco de animación al trabajo en la obra, se comenzó por centrarse en el tema
de las repugnancias: también era una cosa de lo más simple y natural. Todas las
tardes, en la reunión de estudio de casos, y una vez se habían marchado ya a
sus casas los educadores después del trabajo, las propias brigadas
participantes se encargaban de dirigir el debate. Todo el mundo tomaba la
palabra, a ver quién lo hacía mejor, y el tema se abordaba desde todos los
ángulos. Fulano tenía siempre cara de funeral…: ¿contra quién iba dirigido su
descontento? Mengano mantenía los dientes apretados durante toda la jornada…:
¿qué le rondaba por la cabeza? Perengano, cuando transportaba su carretilla,
avanzaba con paso inseguro…: ¿acaso pretendía que lo compadecieran? Estas
denuncias, estas críticas, nos llevaban a todos finalmente a la misma
conclusión: las mentalidades no estaban reeducadas. Nadábamos en la felicidad,
y no éramos capaces de tomar conciencia de ello. Así que se imponía que cada
uno hiciera su autocrítica, prometiera enmendarse y pidiera a los demás que no
le quitaran la vista de encima.
Cuando de las promesas se pasó a los
hechos, la atmósfera de la obra cambió. En las pequeñas, medianas y grandes
brigadas, todo el mundo sonreía; sonreía de la mañana a la noche, en todo
lugar, en todo momento: al levantar el pico, al manejar el taladro, al
transportar los carretillas corriendo cuesta arriba o bajando por la pendiente.
Se sonreía, se corría, se gritaba. Al principio, los gritos se acompasaban a la
cadencia de la carrera: “hai… hai… hai”. Poco después algunos, a partir de este
ritmo, inventaron un canto para acompañar el trabajo. Hacían falta dos para
ello; el que iba detrás lanzaba una frase, y el que iba delante se hacía eco de
ella, y respondía: “hai… hai”. Las frases variaban según la inspiración del
momento. Ibas corriendo, por ejemplo, con tu carretilla y, cuando llegabas
junto al jefe de la gran brigada, Chen Zhibang, gritabas:
“Chen
Zhibang, nuestro… ¡hai… hai!
buen
dirigente, sí… ¡hai… hai!”
O pasabas cerca de Zhang Yuanqin, que
trabajaba tan mal, y la cosa podía ser:
“Zhang
Yuanqin, este… ¡hai… hai!
zángano,
sí… ¡hai… hai!”
Durante un tiempo, a imitación de las
justas poéticas libradas en público o de las de los cantos populares, entre los
habitantes de Jiabiangu se puso de moda practicar justas de cantos de trabajo.
Si teníamos la sensación de estar
afilándonos los unos por los otros como navajas de rasurar, hay que decir
también que la elección de las palabras no resistía el menor análisis. Y así
algunos, el primer día que alguien dijo lo de Chen Zhibang, destacaron el hecho
de que el jefe de la gran brigada también estaba sometido a la corrección por
el trabajo; llamarlo “dirigente” no era, pues, adecuado; por lo cual, la frase
se transformó en: “un… buen ejemplo, sí… ¡hai… hai!”. Pero se alegó que, puesto
que aún no había sido liberado, estaba claro que todavía no estaba reeducado
correctamente… por lo que mal podía servirnos de ejemplo. De ahí que se
cambiara nuevamente la frase: “tiene… el corazón en la obra, sí… ¡hai… hai!”
Esta formulación parecía aceptable; y, sin embargo, el propio Chen Zhibang, que
ya había meditado el asunto, declaró que no le parecía adecuado destacar ningún
individuo, y pidió que no se dieran más tales gritos. A la vista de las
dificultades encontradas y de los riesgos que podían darse, la fiebre creativa,
que estaba en plena pujanza, decayó, y se volvió a los “¡hai… hai!” del
principio, más simples, más naturales. Así estaba bien. Todos los trabajadores
de la obra corrían con la sonrisa en los labios y gritaban “¡hai… hai!”: era
suficiente para expresar nuestro sentimiento de dicha.
Pero, bien mirado, nuestra sonrisa y
nuestra carrera no eran una sonrisa ni una carrera ordinarias. La sonrisa debe
nacer de la alegría, correr requiere tener fuerzas… Para poder, pues, hacer
ambas cosas sin ninguna de las dos condiciones previas, cada uno de nosotros
debía librar contra sí mismo una lucha áspera y tenaz. Los ojos tenían que
achicarse lateralmente y curvarse hacia abajo, en tanto que las comisuras de la
boca, transformada casi en un trazo recto, habían de ir hacia arriba. Todos
estos esfuerzos acentuaban las arrugas horizontales del rostro. Era un poco
laborioso, pero se conseguía una sonrisa. Ni que decir tiene que, para
conservarla mucho tiempo, había que hacer un gran gasto de energía. Y, en
resumen, como era imposible ocultar este esfuerzo, el resultado era que dabas
la impresión de tener más o menos ganas de echarte a llorar.
Correr era todavía más difícil. Para
saltar tenías que tomar impulso con el pie de atrás, mantenerte prácticamente
con los dos pies en el aire durante un instante, y alargar el paso. Y nos
faltaban fuerzas para realizar tales proezas. Para empezar, no éramos capaces
de levantar un pie si no teníamos apoyado el otro… con lo que nuestra carrera
no se diferenciaba apenas de la marcha. Para paliar este defecto, y sin que nos
hubiéramos puesto de acuerdo, nos esforzábamos en acentuar la curvatura de las
piernas cuando las doblábamos y en estirarlas luego de golpe. Esta alternancia
de relajamiento y tensión sugería la elasticidad de la carrera, impresión que
se confirmaba con la diferencia de altura de un paso y del siguiente. Semejante
forma de correr, que nos permitía hacerlo sin acelerar el paso y,
consiguientemente, sin derrochar energía, estaba adaptada también al avance en
las subidas y en las bajadas con una carga de barro chorreante. Todos habíamos
adoptado este estilo.
Cuando llegaron los visitantes, esta
manera de sonreír, de correr, se mantenía aún porque se había convertido ya en
algo orgánico, mantenido por la energía inagotable que encontrábamos en la
lucha por la existencia… en el proceso de vigilancia mutua. A la larga se
transformó en un hábito, y hubiera sido difícil dar marcha atrás. En aquella
obra que era el hogar de un millar de personas, todos los ojos forzados,
revirados en sus profundas órbitas, estaban cerrados a medias. Y, cargando cada
uno con su carretilla, todos caminaban marcando diferencias de altura de un
paso a otro, deslizándose junto a los demás y gritando como ellos: “¡hai… hai!”
A veces ocurría que se desmandaban los nervios: uno tenía entonces vagamente la
impresión de que todos aquellos seres familiares que te rodeaban se habían
convertido en tipos rarísimos; hasta el punto de no saber siquiera dónde te
encontrabas.
Era un amanecer como los demás. Acababa de
arrojar mi primera carretilla de tierra al montículo nuevamente alzado en la
parte exterior del barranco. El sol se levantó, pegado a la larga franja del
horizonte, un sol rojo oscuro, enorme, redondísimo. Un sol que no parecía
luminoso, sin embargo, sobre aquella corteza terrestre, triste, sumida en el
silencio; sobre aquel terreno accidentado, comenzaban a aparecer numerosas
sombras azuladas. En una de esas sombras, larga y sutil, vi entonces una
multitud de pequeños seres vivos oscuros que arañaban ligeramente la superficie
estéril de la tierra. Se movían lentamente, marcando diferencias de altura
entre un paso y otro. Se alejaban poco a poco, cada vez más imprecisos, hasta
fundirse con el sustrato del caos primitivo, vago e indiferenciado. Sin saber
por qué me sentí de pronto lleno de estupor.
Me decía que un forastero que no supiera
nada de la situación y que se viera súbitamente frente a aquel singular
paisaje, permanecería un buen rato boquiabierto, inmóvil, presa del pánico.
Nada como aquellas sonrisas extrañas, congeladas, para ponerle los pelos de
punta.
Me decía también que, si en aquel mismo
instante se produjera un terremoto, quedaríamos todos enterrados de repente,
fosilizados, y los arqueólogos del futuro no podrían hallar ninguna explicación
para la singular expresión de nuestros rostros y nuestra actitud. Supondrían,
tal vez, que se trataba del rito secreto de los miembros de alguna secta,
comportándose de forma irracional. O imaginarían quizá que era la antigua
costumbre de una raza exterminada de las tierras bárbaras fronterizas. Acaso
afirmarían que era un caso similar al de las cabezas achatadas de los mayas o
las máscaras de Nueva Caledonia: simples y extravagantes metáforas culturales.
No habría que reprochárselos. Sin conocer la historia de su formación, nadie
está en condiciones de interpretar un signo misterioso.
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