Rafael Barrett
Era muy bueno. Tenía nobles
aficiones. Hubiera aceptado la gloria. Cada detalle de su existencia era precioso
a la humanidad. Nadie lo sospechaba sino él. ¿Qué importaba? Le bastaba saberse
un profeta desconocido, cuya misión maravillosa puede fulminar de un momento a otro.
El espectáculo de su propia vida no le bastaba nunca. La lucha cuerpo a cuerpo con
el hambre y el frío no le parecía menos épica que la lucha contra la envidia olfateada
bajo la amistad. Paseaba con orgullo su sombrero grasiento y sus miradas furiosas.
Como
ya no hay bohemios, era el bohemio por excelencia. Los demás, los burgueses, le
despreciaban a causa de haber quebrado en el negocio. No entendía la explotación
del libro y del artículo, ni se ocupaba del reclamo. Lanzado a un siglo donde todo
es comercio se obstinaba en no comerciar. Por eso su talento olía a miseria, y la
tinta con que firmaba sus vagas elegías le servía también para pintar las grietas
blancuzcas de sus zapatos.
Pero,
¿tenía talento? Sus continuos fracasos le daban a pensar que sí. Llevaba la aureola
dentro de la cabeza.
Caía
una llovizna helada y pegadiza que le hizo estremecer cuando salía de su bar. El
piadoso alcohol, el verde Mefistófeles que dormitaba en el fondo de las copas de
ajenjo, no había abrillantado del todo aquella tarde las ágiles visiones del poeta.
Sobre ellas, como sobre la calle mojada, el cielo incoloro y el universo inútil,
caía una sombra gris. El héroe se sintió viejo. El barro de sus pantalones deshilachados
se había secado y endurecido bajo la mesa del cafetucho, y pesaba lúgubremente.
El orgulloso dudó de sí mismo. Divisó reflejada en una vitrina la silueta lamentable
de su cuerpo agobiado. Un abandono glacial entró en la médula de sus huesos. Candoroso
y desconsolado, lloró sencillamente.
De
repente el corazón se le fue del pecho… ¿Qué…? Era a él… Imposible… Miró detrás
de sí… No había duda, era a él mismo.
Una
mano desnuda, demasiado suave para los macizos anillos suntuosos que la cargaban,
le hacía señas desde la portezuela de un carruaje de gran lujo, detenido a duras
penas un instante. El bohemio vaciló. La mano se agitaba, ordenando, suplicando,
que se acercara, que acudiera. Y él se acercó temblando. Respiró. Ninguna infame
limosna manchaba los dedos de nácar. La portezuela se abrió. Unos brazos impacientes
se anudaron a él, y sobre su boca amarga y poco limpia vino una boca de raso, tibia
y deliciosa como el amor… Los caballos arrancaron al trote, y las luces de la ciudad,
que empezaban a encenderse, cruzaban como ligeros proyectiles el vidrio biselado
y húmedo. Al reflejo débil vio el poeta pegado a su rostro el rostro bellísimo de
una mujer en cuyos ojos se había refugiado todo el azul del paraíso, y cuya piel
era de una dulzura igual a la dulzura de las blondas y las sedas de su traje fantástico.
Sentados a la
mesa opulenta, después de un banquete íntimo, la voz de oro sonoro de la princesa
–era naturalmente una princesa rusa– explicaba al bohemio qué raro y pronto capricho
la había obligado a volcar el tesoro entero de las felicidades humanas sobre la
testa melenuda aparecida a la puerta de un bar. Él, desabrochado y estúpido, la
oía en silencio. Y ella, ante la camisa cansada que asomaba por la abertura del
chaleco y las uñas sombrías del vate, reflexionaba con alguna tristeza en el final
de la aventura…
Pero
el hombre se levantó, recogió titubeando su sombrero grasiento, y fijando en los
labios luminosos y puros de la princesa sus ojos de niño, exclamó:
–Señora,
alta señora, he cenado porque tenía hambre. Yo no soy mi estómago. No quiero satisfacer
el hambre eterna de mis sentidos y de mi alma. No tomaré tu carne hecha con pétalos
y besada por las estrellas. A tu hazaña la mía. ¡Me donaste una divina ilusión,
y no me la arrebatarás nunca!
Y
se marchó, ostentando en su frente, por única vez quizá, el rayo melancólico del
genio.
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