Carlos Peralta
Entre
don Pedro el carnicero y yo sólo cabían, por el momento, unas relaciones bastante
restringidas. Nuestras vidas eran muy distintas. Para él, existir era cercenar infatigablemente
animales en la fétida frescura de la carnicería; para mí, arrancar numerosas hojas
de un bloc barato y ponerlas en la máquina de escribir. Casi todos nuestros actos
diarios se sujetaban a un ritual distinto. Yo lo visitaba para pagarle mi cuenta,
pero no asistía a la fiesta de compromiso de su hija, por ejemplo. Tampoco habría
tenido inconveniente alguno en hacerlo, llegado el caso. Sin embargo, lo que más
me interesaba no eran las actitudes privadas que yo pudiera tomar sino la búsqueda
en general del estrechamiento de las relaciones entre los hombres, de un mayor intercambio
entre esos rituales.
Estos pensamientos me ocupaban distraídamente cuando
advertí que el dependiente salía llevando a duras penas una canasta con un cuarto
de res.
–¿Eso será para el restaurante de la vuelta? –pregunté.
–No. Es para ahí enfrente, el 4° B.
–Tendrán “frigidaire” –dijo un fantasma verbal femenino
que se apoderó de mí.
–Todos los días llevan lo mismo–contestó don Pedro.
–No me diga. ¿Comen todo eso?
–Y si no se lo comen, peor para ellos, ¿no le parece?
–dijo el carnicero.
Enseguida me enteré de que en el 4° B vivía un matrimonio
solo. El hombre era bajito y “de marrón”. La mujer debía de ser muy perezosa, porque
siempre recibía al dependiente desaliñada. Aparte de eso y del cuarto de res, que
por lo visto era su único vicio, eran gente ordenada. Nunca volvían a su casa después
del anochecer, a eso de las ocho en verano y a las cinco en invierno. Una vez, le
había contado el portero a don Pedro, habían debido celebrar una fiesta muy ruidosa,
porque dos vecinos se quejaron. Parecía que un gracioso había estado imitando voces
de animales.
–¡Shh! –dijo don Pedro llevando a
los labios un trágico dedo manchado de sangre. Entró un hombre de marrón: indudablemente,
el mismo que consumía dos vacas semanales o por lo menos una, si una digna consorte
lo ayudaba. Apresurado, no me vio. Sacó la cartera y empezó a contar billetes grandes,
muy nuevos.
–Cuatro mil –dijo–. Seiscientos… dos. Aquí tiene.
–Hola, Carracido –le dije–. ¿Se acuerda de mí? –Lo había
conocido años antes. Era abogado–. Parece que somos vecinos.
–¿Qué dice, Peralta? ¿Cómo le va? ¿Vive cerca? –preguntó
con su vieja cordialidad administrativa.
–Al lado de su casa. A usted le va bien, por lo visto.
¿Comiendo mucho, no?
–No –dijo–. Yo con cualquier cosita me arreglo. Y además,
usted comprende, el hígado.
–¿Y entonces, cómo…?
–Ah, ¿usted dice por la carne? No, eso es otra cosa.
–Pareció ensombrecerse y luego profirió una especie de risa falsa, parecida a la
tos–. Tengo mucho que hacer. Adiós, amigo. Véngase una tardecita, temprano, un sábado,
o un domingo, a casa. Yo vivo ahí en el 860, 4° B. –Vaciló–. Sabe, me gustaría charlar
con usted. –Juraría que hubo en su voz un elemento suplicante, que me intrigó.
–Voy a ir –le contesté–. Hasta el sábado.
Don Pedro lo siguió con la mirada.
–Vaya a saber qué le ocurre –dijo–. Cada familia es
un mundo.
Años pasan sin que uno vea algún antiguo compañero del
colegio, de la universidad, de un lugar donde ha trabajado: ese día me encontré
con dos. Primero Carracido, después Gómez Campbell. Con el último fui a tomar el
café en el Boston, y le conté que había visto a Carracido. Lo recordó y no le gustó
el recuerdo: era evidente.
–No me gusta ese tipo –dijo después–. Es un bicho lleno
de líos y de vueltas.
–A mí me parece inofensivo –comenté.
Calló mientras el mozo servía el café.
–Yo lo conocí hace muchos años –dijo–. Antes de entrar
en el Ministerio estaba en el Banco de Créditos. Ya se había casado. Fíjese que
tuve que denunciarlo porque se había llevado un montón de dinero a las carreras.
Casi lo echan, pero era amigo del gerente y pudo devolver lo que faltaba y se salvó.
Después lo nombraron asesor en el Ministerio: pelechó el hombre. También, creo,
recibió una herencia.
Este Gómez Campbell, todavía no lo he dicho, era bastante
canalla.
–Yo, palabra –siguió Gómez–, me alegré y fui a felicitarlo.
¿Sabe lo que me dijo? “Cállese, hipócrita”, así me calificó. A mí, que iba el primero
a saludarlo, con los brazos abiertos, con la mayor estima. Y eso no puede ser. El
hombre tiene que saber olvidar las rencillas y las pequeñeces. Y si no sabe, como
este Carracido, más tarde o más temprano lo castigan. –Hizo una pausa para recalcar
la severidad de su admonición–. Por él conseguí el puesto, después de mucho andar.
Y ahora, sabe, creo que le va mal con la mujer. Ella anda por su lado y él por el
suyo. Se ve que es demasiado linda y le queda grande; y como la herencia era del
suegro, un montón de casas, se la tiene que aguantar.
La orquesta destruía alegremente un valsecito.
–Por mí, que reviente –concedió Gómez Campbell–. Y vea
lo que son las cosas: ha andado haciendo papelones con todas las empleadas del Ministerio.
La mujer no le llevará el apunte, claro.
Pronto nos despedimos. Enseguida se agotó ese encuentro
fortuito sostenido por el vilipendio y la curiosidad. Gómez Campbell me dio la mano
fríamente y se perdió en Florida. Cada vez me resultaba más apasionante Carracido,
gran carnívoro, don Juan, casado con mujer hermosa y presumiblemente infiel, bastante
carrerista y algo ladrón. La verdad, nunca conocemos a nadie.
El sábado pensé ir temprano, pero no pude. Me había
propuesto terminar un cuento que debía entregar el lunes (tal vez este mismo) y
no lo logré. Me bañé, me cambié de ropa, me sentí un poco frustrado y fui hasta
el 860, 4° B. Eran las siete y media. Carracido me recibió muy correcto, pero un
poco inquieto, abriendo la puerta muy gradualmente.
–Hola –dijo–. No lo esperaba. Se le ha hecho un poco
tarde.
–Hombre, si tiene otra cosa que hacer, lo dejamos para
mañana o pasado.
–No –dijo con genuina cordialidad–. No, pase. Un segundo;
que llamo a mi mujer.
Los muebles eran de diversos estilos, pero no se acomodaban
con mal gusto. Lo único chocante era el quillango que cubría el diván, rasgado a
lo largo como con un cuchillo y casi partido en dos. Por otra parte, las patas del
diván estaban demasiado abiertas hacia afuera. Acaricié el quillango y lo dejé al
oír la voz de Carracido.
–Esta es Rani –dijo.
La miré fascinado. Todo lo que diga será poco. No sé,
no creo haber visto nunca una mujer más hermosa, unos ojos verdes más intensos,
un andar más ponderable y delicado. Me levanté y le di la mano, sin dejar de mirarla
en los ojos. Bajó levemente los párpados y se sentó a mi lado en el diván, silenciosa,
sonriente, con una fácil gracia felina. Haciendo un esfuerzo aparté de ella la vista
y miré hacia la ventana, pero sin dejar de recordar esas piernas que se movían con
la suavidad y el empuje de las olas. Afuera, sólo manchaba el azul blando del atardecer
de Buenos Aires una rápida nube que en ese preciso instante pasaba del cobrizo al
morado. Un ruido incongruente me distrajo: Carracido tamborileaba con las uñas sobre
la mesa a la velocidad de un tren expreso. Lo miré y se detuvo.
–Rani, ya debe estar listo tu baño –dijo.
–Sí, querido –respondió ella amorosamente, estirando
la mano, cerrada y apretada, sobre el quillango.
–Rani –insistió Carracido.
“Orden tácita”, pensé. “Está celoso; quiere que se vaya”.
La mujer se levantó y desapareció por una puerta. Antes
dio vuelta la cabeza y me miró.
–Podríamos ir a tomar un trago al bar –sugirió Carracido.
Me dio rabia y le dije:
–Lástima. Se está bien aquí. Preferiría quedarme, si
no le molesta.
Vaciló, pero su cordialidad volvió y también ese aire
desaplica que yo había visto antes, esa vocación de perro.
–Bueno, sí –dijo–. Tal vez, después de todo, sea mejor.
Sabe Dios lo que es mejor. –Fue hasta el aparador, trajo una botella y dos vasos.
Antes de sentarse, miró el reloj.
“Gómez Campbell tiene razón”, me dije. “Éste debe sobrellevar
los caprichos de la señora con más naturalidad que un buey”.
Y en ese momento empezó el ronroneo. Primero lento,
bajo, profundo; después, más violento. Era un ronroneo, pero ¡qué ronroneo! Me parecía
tener la cabeza dentro de una colmena. Y no podía haberme mareado con una copa.
–No es nada –dijo solícitamente Carracido–. Después
pasa.
El ronroneo partía de las habitaciones interiores. Lo
siguió un estallido sonoro que me puso en pie instantáneamente.
–¿Qué fue eso? –grité, avanzando hacia la puerta.
–Nada, nada –respondió él con firmeza, poniéndose en
el paso.
No le contesté; lo aparté con tal violencia que cayó
hacia un lado, sobre un sillón.
–¡No grite! –dijo estólidamente. Y después–: ¡No se
asuste! –Yo ya había abierto la puerta. Al principio no vi nada; luego, una forma
sinuosa se me acercó en la oscuridad.
Era un tigre. Un enorme tigre, totalmente fuera de lugar,
rayado, pavoroso y avanzando. Retrocedí; como en un sueño, sentí que Carracido me
tomaba del brazo. Volví a empujarlo, esta vez hacia adelante, llegué a la puerta
de entrada, abrí y me metí en el ascensor. El tigre se detuvo delante de mí. Tenía
en el lustroso cuello el collar de amatistas de Rani. Me cubrí los ojos para no
ver sus ojos verdes, y apreté el botón.
El tigre me siguió por la escalera, a grandes saltos.
Volví a subir y él subió. Bajé, y esta vez se cansó del juego; lanzó un triunfante
resoplido y salió a la calle. Volví al departamento.
–¿Por qué no me hizo caso? –dijo Carracido–. ¡Ahora
se ha ido, imbécil! –Se sirvió un vaso lleno de whisky y lo bebió de un trago. Lo
imité. Carracido apoyó la cabeza en sus brazos y sollozó.
–Yo soy un hombre tranquilo –hipó–. Me casé con Rani
sin soñar que de noche se convertía en tigre.
Se disculpaba. Era increíble pero se disculpaba.
–No sabe usted lo que fueron los primeros tiempos, cuando
vivíamos en las afueras… –empezó, como cualquiera que cuenta una confidencia.
–¡Qué me importa dónde vivieron! –exclamé exasperado–.
Hay que llamar a la policía, al zoológico, al circo. ¡No se puede dejar un tigre
suelto en la calle!
–No, pierda cuidado. Mi señora no hace daño a nadie.
A veces asusta un poco a la gente. No se queje –agregó ya un poco borracho–; yo
le dije a usted que viniera temprano. Y lo peor es que no sé qué hacer; el mes pasado
tuve que malvender un terreno para pagarle al carnicero…
Bebió como una bestia dos o tres vasos seguidos.
–Dicen que hay un hindú, aquí en Buenos Aires… un mago…
lo voy a ver uno de estos días; tal vez pueda hacer algo.
Calló y siguió sollozando suavemente.
Fumé un rato largo. Imaginé, qué pesadilla, algunas
escenas habituales de su vida. Rani desvencijando el diván, porque ningún retozo
le estaba permitido. Rani devorando la carne cruda en algún momento de la noche,
o deslizando su largo cuerpo entre el mobiliario. Y Carracido, allí, mirándola…
¿cuándo dormiría?
–Bumburumbum –dijo Carracido, definitivamente borracho.
Dejó caer la cabeza al costado, inerte, como una cosa. Paulatinamente, un tranquilo
ronquido reemplazó su llanto. Por fin había vuelto al mundo sencillo de los oficios,
los escritos, los expedientes. Debajo del sillón había un huesito.
Me quedé hasta que llegó el día. Yo también debí dormir.
A eso de las siete tocaron el timbre. Abrí; era Rani. Venía despeinada, con la ropa
en desorden, las uñas sucias. Parecía confusa y avergonzada. Volví la cabeza para
no herirla, la dejé entrar, salí y me fui. Tenía razón don Pedro: cada familia es
un mundo.
Después me mudé de barrio. Muchos meses más tarde, es
curioso cómo se encadenan las cosas que uno, para no desesperar, cree casuales,
volví a encontrarme con Gómez Campbell, una noche, en un bar de Rivadavia al cinco
mil, frente a la plaza. Le conté la historia: tal vez él me creyó loco, y cambió
el tema. Salimos, caminando en silencio por la plaza, y lo vimos a Carracido con
un perrazo enorme. Un perro grande, verdad, pero manso y tranquilo, con un collar
de amatistas. Juraría que me miró con sus anchos ojos verdes. Su dueño no nos había
visto.
–¡El hindú! –exclamé–. Pobre Carracido, parece que su
problema se alivió un poco. ¿Vamos a ver al matrimonio?
–Dejá –dijo Gómez Campbell, disgustado y atemorizado–.
No lo saludes. A mí no me gustan estas cosas. Yo soy un tipo derecho. Con estos
individuos lo mejor es no meterse.
En vano le dije que consideraba perjudicial esa distancia
que se mantiene entre hombre y hombre en Buenos Aires, ese desagrado por las rarezas
de los demás, en vano le aconsejé comprensión y tolerancia. Creo que ni me oyó.
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