Elvira Aguilar
–Mañana me voy, grábatelo.
Y me voy triste porque aquí se quedan mis once años de vida que no puedo juntar
ni recoger para llevármelos conmigo –le dije al curvato gordo que reinaba en el
patio de mi casa, con la misma dolorosa solemnidad de quien dice una oración al
borde de la muerte.
Era julio de 1975. El verano brillaba en los tres
niños que asomábamos nuestras miradas al esplendor de la adolescencia: Ángel, Javier
y yo, de quince, trece y once años.
La noche de un jueves mi padre
anunció que al mediodía del viernes saldríamos de fin de semana rumbo a Cozumel. Mis
hermanos corrieron a comunicarle a mi
madre que en pocas horas la familia saldría de viaje. Ella los escuchó sin
dejar de mover la sopa que hervía y les aclaró,
tragando amargo, que pasaríamos
el fin de semana nosotros solos con mi padre.
Al día siguiente, cerca de la una de la tarde, nos
subimos al Chevy Nova, color pistache, y tomamos carretera. Ángel y Javier hacían recuento de lo empacado: snorkel,
visor, cámara, disco volador… Y tejían planes con ganas de que el auto sacara
alas y de encontrar al instante el soñado horizonte azul y transparente.
Por la tarde llegamos a Playa del Carmen y nos hospedamos
con una familia amiga de mi padre. El lugar era un conjunto de cabañas de madera
con techo de guano y piso de arena, todo el terreno estaba sombreado por árboles
de uva de mar. Pasé la tarde jugando con una niña morena, cuyo cabello largo y escaso
terminaba en unas cuantas hebras doradas a punta de sol. En la noche, después de
cenar empanadas de pescado y agua de piña, nos acostamos en las hamacas que atravesaban
nuestra cabaña. Mi padre y mis hermanos entraron
en sueño en cuanto apagamos las lámparas.
Yo me dediqué a escuchar por
un rato los delicados zumbidos de los mosquitos. Luego permanecí extasiada con mi vista fija en la luna, que me guiñaba el ojo desde
su plateada redondez. Cuando dejé de mirarla y dirigí mi vista hacia otra parte, mi mente fue asaltada por pensamientos
malignos, verdaderas pesadillas
en vigilia. Miré alacranes descender por los brazos de mi hamaca y los sentí hacer
nido en mis oídos. Advertí el momento en que el piso de arena se abrió y, de un
enorme y oscurísimo hueco, emergió un cocodrilo de ojos verdeamarillentos que me
arrastró a las profundidades de un cenote. Para salvarme del inframundo volví a
fijar mi vista en la placidez de la luna y me prometí no parpadear hasta el amanecer.
A las cinco de la mañana subimos al transbordador
que habría de cruzarnos de Playa del Carmen
a Cozumel. Cuando puse el primer pie en la nave, supe que estaba comenzando
el final que tanto temía y que mis hermanos, más grandes, ignoraban hasta entonces.
Durante el trayecto mi padre y mis hermanos no cesaron
de caminar por cubierta, observando el Caribe y descubriendo su magnificencia en
cada nudo que avanzábamos. Yo, tan formal, con mi jumper verde botella, mi blusa
blanca con cuello de encaje y mis zapatos ortopédicos,
nunca dejé de mirar hacia el horizonte.
Si logras romper la cortina del horizonte,
el cielo te será concedido, había escuchado en la banda sonora de una película que miré en el cine-teatro que estaba frente
al parque, un domingo en que mi madre, para esconder sus lágrimas, me tomó
de la mano y me hizo perderme con ella en la negrura
de aquella sala cinematográfica que criaba ratones, ratas, y zorros sanos
y de buen color.
Allá se encontraba el horizonte diáfano, y allí estaba
yo, con mi jumper verde y mis zapatitos ortopédicos, apoyada en la barandilla, con
mis once años transidos de nostalgia porque el mundo se nos caía, deseando aplazar
esa noticia para no dañar la inocencia de mis hermanos. De pronto, dos delfines
me sorprendieron con su presencia de eterna sonrisa, y estiré el brazo con la esperanza
de lograr asirme a ellos y continuar mi viaje sobre aguas más dichosas. El barco
dejaba una estela espumosa de la que saltaban peces voladores que eran atrapados
por gaviotas hambrientas, que luego planeaban sobre nuestras cabezas regalándonos
un instante de sombra.
Un hombre se acercó y me señaló a los delfines que
se alejaban de nosotros y se acercaban a otra embarcación. Fijé mi vista en su enorme
vientre blanco que asoleaba sin ningún remordimiento. Pensé que dentro de su panza
estaría gestándose un ballenato. Le pregunté su edad: cincuenta años cumplidos a
punta de cerveza oscura.
Ángel y Javier se acercaron a avisarme que estábamos
llegando, y yo, con la pena revuelta, vacié mi estómago en los pies descalzos de aquel hombre, que me regaló
doscientos insultos. Tan encolerizado estaba que temí que fuera a parir ahí
mismo a su ballenatito.
Descendimos del ferry y caminamos descalzos
hasta un hotel del centro. Mientras mis hermanos se ponían sus calzoneras, yo salí
a comprar un traje de baño de dos piezas color amarillo. Desayunamos en un restaurante
de ventanas grandes que miraban a una calle de arena que olía a pescado fresco.
Durante el desayuno mi padre nos veía fijamente, como estudiando en detalle nuestros
rasgos para reproducirlos más tarde en una piedra lisa. Yo no quitaba la vista de
sus manos grandes, de venas saltonas como culebrillas azulosas. Hubiera querido
apretar esas culebrillas y pedirle, suplicarle, que no nos permitiera partir, que
detuviera la mudanza y nos salvara de futuras soledades. No lo hice porque mis hermanos
ignoraban que aquel sería el último viaje que realizaríamos con mi padre, y el último
también que habríamos de hacer nosotros, los tres, Ángel, Javier y yo.
No podía ser infantil ni débil. No me permitiría apretarle
las manos a mi padre, besárselas y pedirle que reconsiderara y convenciera a mi
madre del gran amor que él le profesaba. Porque, aunque la hiciera sufrir y de vez
en vez tuviera alguna aventurilla, yo estaba segura de que la amaba. Yo no podía
hacer ningún drama, porque eso significaba ser frágil, pequeña, obstinada, ciega
y tonta. Además, no quería que mis hermanos supieran lo que yo había escuchado dos
noches antes:
–Si estás decidida y has dispuesto la fecha, permite
que me lleve a los niños un fin de semana a Cozumel para despedirme de ellos. Ojalá reconsideraras y tomaras en
cuenta que tú eres la esposa, y mientras no te falte nada, no debes prestar
oídos a lo que hago. Además, todos los hombres de esta ciudad llevan otra vida fuera de su casa, y no por eso sus esposas
los abandonan.
El viaje a Cozumel significaba que ni mi madre había
reconsiderado, ni mi padre estaba dispuesto a dejar de hacer esa “otra vida fuera de casa”, y eso me quemaba
como un fino hilo de ácido que subía y bajaba de mi garganta a mi estómago.
No estaba dispuesta a permitir que aquel dolor alcanzara a mis hermanos. Mientras
pudiera evitarlo, iba a conservarlos inocentes.
En la playa, Ángel y Javier se entretuvieron nadando
y aventándose un disco color naranja que brillaba debajo de aquel cielo tan limpio,
en tanto mi padre tomaba una cerveza protegido por una gran sombrilla, y yo caminaba
buscando en la arena pequeños cangrejos que me prendía en el cabello. Papá me llamó
con una voz como de quien ha descubierto algo inesperado:
–¡Pero qué grande estás! No eres una niña de once
años. Con ese bikini pareces de quince. A ver, párate ahí, te voy a tomar una foto
para llevarle a mamá, creo que ni ella se ha dado cuenta de lo mucho que has crecido.
Pensé que aquella instantánea no habría de ser para
mi madre sino para él, así que, con un esfuerzo mayor a mi tristeza, esbocé una
sonrisa que no llegó a registrarse en la fotografía, porque mi boca estaba rígida.
Mucho tiempo estuve guardada en el primer cajón del escritorio de papá, con mis
once años que parecían quince, mi bikini amarillo, y mi boca negada a sonreír.
Vivimos un fin de semana que guardo en mis recuerdos
como un rollo de imágenes coloridas y frescas: olas, mariscos, el faro, gente platicadora,
muelles, palmeras y la alucinante torre de control del aeropuerto, a la que un amigo
de papá nos invitó a subir. Pero sobre todo recuerdo los ojos de mi padre, que nos
miraban y se humedecían. Lo recuerdo diciéndonos:
–Ya verán, saldremos más seguido. Me gustaría viajar
con ustedes cada vez que tengan vacaciones y si mamá quiere acompañarnos, pues la
traeremos con nosotros.
Cuando abordamos nuestro auto en Playa del Carmen
y salimos rumbo a Chetumal, pensé que pronto la alegría de mis hermanos habría de
desaparecer, y fingí dormir para que no me miraran llorar.
Llegamos a casa con la sal de mar en la piel y arena
en el cabello. Sobre la mesa había huevo con chaya, pan dulce y chocolate frío. Cenamos y casi todos se acostaron enseguida.
Mamá se quedó limpiando la cocina y yo, que la miraba desde el comedor adivinando
su llanto contenido, le pregunté:
–¿Es mañana, verdad?
–Sí –respondió y se me acercó con sus pisadas suaves–.
No quiero que lo sepan tus hermanos todavía.
Fue entonces cuando salí al patio
a contarle al curvato que me iba. Se lo quise decir a él porque sabía que era
capaz de guardar mi secreto en sus tablones,
como se esconde un grito desgarrador y agrio, una voz infantil que no alcanza
a dejar eco.
A la mañana siguiente nos encontramos con que en la
puerta de la casa había una camioneta de mudanza que recogía nuestra historia familiar
en forma de mesas, sillas, camas, roperos, libros y juguetes. Menos el disco naranja
de mis hermanos, porque lo olvidaron en Cozumel. No nos despedimos de papá. No se
asomó a la puerta. Se encerró en su cuarto y por más que lo llamé para darle un
beso, no salió.
Algunos lustros después supe por él mismo que intentó
despedirnos, pero sus piernas no le respondieron.
Escribo esto cuando estoy a punto de regresar a Cozumel
con motivo de la presentación del libro de cuentos que escribí para mis hijos; veintiocho
años después de aquel verano del que nunca hemos hablado mis hermanos y yo, y del
que muchas lunas me sentí culpable por llevar conmigo el secreto que significó un
vuelco sorpresivo en nuestro despertar a la adolescencia.
–Mañana me voy –le he susurrado al curvato que me
habita el pecho. Esta vez parto con pie firme
y el espíritu sobrio. Necesito encontrar en algún lugar de la playa, debajo del limpio cielo cozumeleño, aquel disco color
naranja que brillaba bajo el sol como la inocencia de mis hermanos.
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