Cristina Fernández Cubas
No
recuerdo ahora quién me dio el dato. Si fue el propio holandés con el que tenía
que cerrar un negocio, o si “Masajonia” era la palabra clave, la información obligada,
la referencia de connaisseur que corría de boca en boca entre extranjeros.
Lo cierto es que al llegar al porche, después de un penoso viaje desde el aeropuerto,
me recibió un agradable aroma a torta de mijo y la reconfortante noticia de que
en pocas horas podía ocupar un cuarto que acababa de quedar libre. Me sentí afortunado.
No había ningún otro hotel en más de cincuenta kilómetros a la redonda.
Mi habitación era la número siete. Todas las habitaciones
en el Masajonia tienen el mismo número: el siete. Pero ningún cliente se confunde.
Las habitaciones, cinco o seis en total –no estoy seguro–, lucen su número en lo
alto de la puerta. Ningún siete se parece a otro siete. Hay sietes de latón, de
madera, de hierro forjado, de arcilla… Hay sietes de todos los tamaños y para todos
los gustos. Historiados, sencillos, vistosos y relucientes o deteriorados e incompletos.
El mío, el que me tocó en suerte, más que un siete parecía una ele algo torcida.
Le faltaba el tornillo de la parte superior y había girado sobre sí mismo. Intenté
arreglarlo no sé por qué, devolverlo a su originario carácter de número, pero él
se empeñó en conservar su apariencia de letra. Informé a Recepción. Es un decir.
Recepción consistía en una hamaca blanca y un negro orondo que atendía por Balik.
Nunca supe qué idioma hablaba Balik, si hablaba alguno o si fingía hablar y no hacía
otra cosa que juntar sonidos. Tampoco si su amplia sonrisa significaba que me había
entendido o todo lo contrario. Le dibujé un siete sobre un papel y le di la vuelta.
Él se puso a reír a carcajadas. Simulé que tenía un martillo, empecé a clavetear
contra una pared y coloqué el papel en su superficie. “Ajajash”, concedió el hombre.
Y se tumbó en la hamaca.
La habitación no era mala. Tal vez debería decir excelente.
Pocas veces en mis dos meses de estancia en África me había sentido tan cómodo en
el cuarto de un hotel. Disponía de una cama inmensa, una mesa, dos sillas, un espejo,
el obligado ventilador y una butaca de orejas, al estilo inglés, que, aunque desentonaba
claramente con el resto, me producía una olvidada sensación de bienestar. La mosquitera,
cosa rara, no presentaba el menor remiendo ni la más leve rasgadura.
Era una segunda piel que me seguía a cualquier rincón
del dormitorio. De la mesa a la cama y de la cama al sillón. Los insectos del manglar
no podían con ella. Eso era importante. Como también el delicioso olor a especias
e incienso que impregnaba sábanas y toallas, y las ramas de palmera que agitadas
por el viento oscurecían o alumbraban el cuarto a través de la persiana.
El Hotel Masajonia es un edificio de adobe de una sola
planta. Sencillo, limpio, sin lujos añadidos (si exceptuamos el sillón) y sin otra
peculiaridad que la curiosa insistencia en numerar todas las habitaciones con un
siete. Una rareza que al principio sorprende, pero pronto, como no lleva a confusión,
se olvida. Tal vez los primeros propietarios (ingleses, sin lugar a dudas) lo quisieron
así. Una pequeña sofisticación en el corazón de África. Luego se fueron, y ahí quedaron
los números como un simple elemento de decoración o un capricho que nadie se molestó
en retirar. El primer día le pregunté al hombre de la hamaca. “¿Por qué todas las
habitaciones son la siete?” “Ajajash”, respondió encogiéndose de hombros. “Ajajash”,
repetí. Y me di por satisfecho.
Así es la vida en el Masajonia. Tranquila,
sin sobresaltos. Por lo menos en apariencia. Los que han ocupado cualquiera de los
sietes entenderán enseguida de lo que hablo. Allí hay… algo. Ahora sé lo que es:
se llama Heliobut. Los nativos lo conocen así, el Heliobut, y cuando lo mencionan,
cosa que no ocurre con frecuencia, lo hacen invariablemente a media voz, como si
temieran despertar poderes dormidos o enfrentarse a lo que no comprenden. A mí me
atemoriza más la palabra algo. Heliobut, por lo menos, es un nombre. Algo puede
ser cualquier cosa. Un peligro difuso, una abstracción, una amenaza inconcreta.
Y no hay nada más difícil que protegerse de un enemigo anónimo.
Pero ¿es el Heliobut un enemigo? No sabría responder.
La primera vez que oí hablar de él fue en el puesto de bebidas de Wana Wana, el
primo de Balik, un chamizo destartalado a apenas un par de kilómetros del manglar.
Del negocio de Wana Wana se dice que uno sabe cómo llega pero no recuerda jamás
cómo regresa. Se refieren al bozzo. Una bebida de mango fermentado que produce euforia
primero, abotargamiento después, pero sobre todo y ahí parece radicar la razón de
su éxito, dulces, enrevesados y maravillosos sueños. Se cuenta también que, si se
abusa, puede provocar la muerte. En el pueblo casi todas las familias deben más
de una pérdida a la acción del bozzo. Pero siguen fermentando mango en grandes cuencos
que venden después a Wana Wana y éste, sólo él y el Masajonia disponen de nevera,
mezcla las tinas, dobla el precio y lo sirve cada tarde en su establecimiento.
Yo no lo he probado. Su olor me resulta nauseabundo.
Tampoco, que recuerde, nadie me lo ha ofrecido. “No para blancos”, suele decir el
tabernero riendo. Otras veces cambia “blanco” por “europeo” y se lleva la mano al
estómago. “Luego encontrarse mal, vomitar y ensuciar el Masajonia”. Casi todos los
europeos que se dejan caer por el Wana Club están alojados en el Masajonia. Gente
de paso, viajeros ávidos de aventuras, pintores enamorados de la luz de África,
voluntarios de organizaciones humanitarias, hombres de negocios no demasiado claros
y unos pocos como yo, coleccionistas de arte o, para hablar con propiedad, revendedores,
falsificadores o comerciantes. En cierta forma el Wana Wana es el bar del Masajonia.
Una prolongación natural. Un anexo. Aunque se encuentre a dos kilómetros de distancia
y no siempre se recuerde el camino de vuelta.
Para los europeos –tawtaws nos llaman– Wana Wana tiene
reservado un arsenal de whisky y Coca-Cola. Los voluntarios suelen beber Coca-Cola.
Los demás, whisky. A veces, en noches especialmente calurosas, intercambiamos nuestras
bebidas o las combinamos burdamente ante los ojos sin expresión de los bebedores
de bozzo. Suele ocurrir a altas horas y los bozzeros –así los llamamos nosotros–
se encuentran en plena fase de abotargamiento. De lo que ocurre después el momento
de los sueños dulces, enrevesados y maravillosos no puedo decir gran cosa. Si se
les ve transportados y felices, si caen de bruces contra el suelo o si su rostro
no deja traslucir la menor de sus emociones. Me lo han contado, pero no lo he visto.
Y los que me lo han contado tampoco lo han visto. El whisky de Wana Wana, de importación
dice él, supongo que para justificar su precio, surte efectos demoledores. Nunca
he sabido si es el clima o si el primo de nuestro orondo Balik se las ingenia, en
la trastienda, para alargar las reservas y no precisamente con agua.
Pero estaba hablando del Heliobut. O del algo. Llevaba
tres noches en el Masajonia, había dormido a pierna suelta y me encontraba descansado
y optimista.
No me molestaba que el contacto esperado –un holandés
tripón arraigado en la zona desde hacía más de veinte años– no se hubiera personado
aún; es más, se lo agradecía. Me sentía bien allí, en la habitación del sillón de
orejas, y no tenía el menor inconveniente en prolongar mi estancia. Un respiro en
el trabajo nunca viene mal. Después, cuando apareciera el intermediario, volvería
a pensar en términos de negocio. Esta vez el encargo era de cierta envergadura.
Una partida de doscientas estatuillas de distintos materiales y tamaños que artesanos
nativos, a las órdenes del holandés, debían de estar afanándose por acabar dentro
del plazo previsto. Era lo último que me quedaba por hacer en África y seguramente
lo que me reportaría mayores beneficios. Las estatuillas, de regreso a casa, serían
enterradas bajo tierra y sometidas a un proceso de envejecimiento que aumentaría
su valor. Y su precio. En el fondo no me diferenciaba demasiado de Wana Wana. Yo
también sabía lo que quería la gente y me ponía a su servicio. Eran ya muchos años
de recorrer mundo.
Pues bien, aquella mañana me había despertado descansado
y de buen humor. La noticia de que no había noticias, me refiero a que el holandés
no se había presentado y cuando me disponía a abandonar el hotel y dar un breve
paseo por el lago antes de que arreciara el calor, sorprendí una conversación intrascendente
entre dos mujeres. O por lo menos eso me pareció entonces: una conversación intrascendente.
Una voluntaria española, de apenas dieciocho o diecinueve
años, le contaba en francés a una belga lo bien que había dormido aquella noche.
La chica era dulce, inocente, encantadora. Había llegado el día anterior y ahora,
tal como esperaba, venían a buscarla desde no recuerdo qué remota misión o qué lejana
organización humanitaria. La belga era seca y ceñuda. Iba vestida “de África”, como
la voluntaria encantadora, como casi todos los clientes del hotel o como yo mismo,
con pantalón corto y una especie de sahariana; pero había algo en ella que recordaba
a una institutriz de pesadilla y su atuendo, más que habitual en aquellas latitudes,
a un rígido uniforme. Hay gente así. En todos los lugares. Hombres y mujeres que
aunque vistan de calle, despiden un tufillo de cuartel, de mando, de sentido del
deber, de alta misión y de ganas incontenibles de fastidiar al prójimo. Compadecí
a la chica.
–¡Qué bien he dormido! –repetía–. Tan bien que incluso
he soñado que dormía.
–Tant mieux –dijo la uniformada con voz de pito–.
El viaje que nos espera es largo. ¿Dónde está su equipaje?
La chica alzó una maleta. Sin ningún esfuerzo. Como
si fuera de aire. Una maleta de juguete, pensé. Subió a un jeep, me sonrió y agitó
el brazo a modo de despedida. Eso fue todo. Rodeé el hotel, pensé en la voluntaria
–en otros tiempos no la hubiese dejado escapar sin enterarme de adónde iba– y me
encaminé silbando al manglar. Estaba de buen humor, ya lo he dicho. Pero las palabras
de la chica, su voz ilusionada e ingenua, no tardaron en ocupar mis pensamientos.
“Incluso he soñado que dormía…” Me detuve a la sombra de una ceiba e intenté recordar
en qué había soñado yo aquella noche. No logré rescatar una sola imagen. En nada,
me dije, he dormido profundamente, a pierna suelta. Pero realmente, ¿había dormido?
¿O me había visto dormir a pierna suelta? Entonces tuve una extraña sensación, un
atisbo de recuerdo. Me vi a mí mismo sentado en el sillón mirando cómo dormía. La
imagen no tenía nada de inquietante, todo lo contrario. Me pareció curiosa. Conmovedora,
incluso. La chica y yo, cada uno en su siete, habíamos soñado lo mismo.
Por la tarde fui al Wana Club, Wana Wana, para los habituales.
Acababan de abrir y había poca gente. El tabernero, su ayudante, un par de nativos,
el consabido pintor enamorado de la luz de África y un misionero de largas barbas
y hábito impoluto. Me sorprendió que bebiera bozzo. O mejor, que el tabernero, sin
consultarle, le sirviera un vaso de aquel líquido lechoso reservado en principio
a los nativos. El pintor enamorado de la luz de África hizo las presentaciones.
“El padre Berini”, dijo. “Si usted quiere saber algo de África pregúntele al padre
Berini”. El nombre me sonaba. A unos treinta kilómetros del lugar se levantaba una
misión italiana. La vi el primer día, camino del Masajonia. El chófer que me conducía
a la zona aminoró la marcha. “Aquí padre Berini. Bueno, muy bueno. Santo”. Llevaba
varias horas de viaje, tenía prisa por solucionar mi alojamiento, no me apetecía
hablar y estaba cansado. “Otro día”, dije al conductor. Él pareció sorprendido.
¿Un blanco que no quería conocer al padre Berini? Supuse ya entonces que el misionero
era todo un personaje.
Ahora lo comprobaba. Me estrechó la mano con llaneza
y pidió algo a Wana Wana. “Habla quince idiomas”, susurró el pintor. “Y por lo menos
diez dialectos”. Fuera, a pocos metros del porche, distinguí un todoterreno con
tres monjas en el interior. “Son de la misión de Berini”, siguió el pintor. Una
de las religiosas dormitaba sobre el volante y las otras dos bebían Coca-Cola directamente
del envase. “Estarían más cómodas aquí, pero, claro, éste no es un lugar para damas”.
El pintor se puso a reír. Parecía tímido, tenía mirada de adolescente, y al hablar
se cubría la boca con la mano. Yo no podía apartar los ojos del misionero. En apenas
un minuto hizo por lo menos tres cosas. Se interesó por el dedo de un nativo. Le
untó una pomada y lo vendó. Estudió con una lupa la mejilla enrojecida del pintor.
Dijo que se trataba de una simple picadura y le recomendó barro con orines. Dispuso
sobre el mostrador varias cajas de medicamentos, los numeró y explicó al tabernero,
en su lengua, cómo debía ingerirlas y cuáles eran las dosis. Eso es lo que creí
entender. Después apuró de un trago el vaso de bozzo y pidió otro.
Se encontraba de lleno en la fase de euforia. Y me era
simpático. Quizá por eso presté atención a la conversación que ahora mantenía con
los nativos acodados en la barra. Si cerraba los ojos no distinguía cuándo hablaba
él o cuándo lo hacían los otros. De toda aquella lluvia de frases guturales, la
conversación parecía fluida y animada, tan sólo logré aislar tres palabras. “Tawtaws”,
“Masajonia” y “Heliobut”. Las dos primeras porque las conocía. El pintor y yo éramos
dos tawtaws que nos alojábamos en el Masajonia. La tercera, Heliobut, porque cualquiera
de ellos al pronunciarla bajaba ostensiblemente el tono de voz. No sé de otra forma
más efectiva para conseguir lo contrario de lo que se pretende y llamar la atención
sobre algo que se quiere ocultar. Bajar el tono y susurrar. Aunque no les estuviera
escuchando, me habría dado cuenta.
–Padre Berini –dije–. ¿Qué quiere decir “Ajajash”?
Lo pregunté como si estuviera realmente interesado.
Ajajash. La palabra comodín del bueno de Balik. Pero no debí de pronunciarla correctamente.
–Primera vez que la oigo –contestó el misionero.
–¿Y “Heliobut”?
Aquí el religioso frunció el ceño. Los nativos me miraron
con espanto.
–Vamos a una mesa –dijo él.
Pidió más bozzo. Me pregunté si debía seguir llamándole
padre o, mejor, Berini a secas. Nos sentamos en el rincón más oscuro del local.
–¿Qué sabe usted del Heliobut? –preguntó.
–Nada. He oído que hablaban de nosotros, del hotel y
de eso… el Heliobut.
–¿Y ha retenido la palabra…? Interesante.
Me encogí de hombros. +El miró con disimulo hacia la
barra.
–¿Duerme usted bien en el Masajonia?
Asentí sorprendido. ¿A qué venía su repentino interés
por mi descanso?
–Me refiero a si se encuentra a gusto. Si la habitación
le parece cómoda y si repone fuerzas por las noches.
Volví a asentir. Berini, a su manera, me estaba dando
la bienvenida.
–Sí, padre –dije–. Es un lugar tranquilo. No tengo queja.
Y duermo como. Nunca. A pierna suelta.
–Bonito hotel, concedió. ¿Piensa quedarse mucho tiempo?
–Sólo unos días. Estoy pendiente de cerrar un negocio
con un holandés.
–¿Van Logan?
–Sí, Van Logan.
Berini conocía a todo el mundo. Podía aprovechar para
recabar datos del contacto, averiguar si era fiable como me habían asegurado o si
solía dejar colgados a sus clientes. Pero antes, ahora sentía auténtica curiosidad,
necesitaba saber qué diablos quería decir “Heliobut”.
–No parece una palabra africana –aventuré.
–No lo es.
Tuve la sensación de que el religioso se sentía defraudado.
O arrepentido de haberme prestado tanta atención. Temí que volviera a sus curas
de urgencia y me dejara solo.
–No me tome por indiscreto –añadí–. Pero cuando hablaban
de eso, sea lo que sea, bajaban la voz. Y antes habían dicho “tawtaws” y “Masajonia”.
Creo que se referían a nosotros –señalé hacia la barra, al pintor y a mí–. ¿Me equivoco?
–Quién sabe –dijo. Y me taladró con sus ojos azules.
Permanecimos un buen rato en silencio. Encendí un cigarrillo
para disimular mi incomodidad. A la sexta o séptima calada Berini se decidió a hablar.
–Heliobut no significa nada en absoluto. Por lo menos
nada que podamos entender. Sólo sabemos que se aloja en el Masajonia –pronunció
“se aloja” con cierta vacilación, como si no fuera la expresión adecuada, pero se
viera incapaz de encontrar otra–. Y que, a veces, ataca a los tawtaws. No me mire
así. No se trata de un hombre. Ni tampoco de un animal ni de un monstruo.
–¿Entonces?
–El Heliobut –dijo en voz muy baja– es un estado de
ánimo. Una depresión. Una enfermedad. ¿Me entiende?
Afirmé con la cabeza. No quería interrumpirle.
–Tal vez no sea más que una leyenda.
–¿Y por qué ataca únicamente a los blancos?
Ahora fue él quien se encogió de hombros.
–Quizá porque los negros no le dan facilidades. En el
Masajonia sólo duermen tawtaws.
–¿Y Balik? Balik se pasa el día tumbado en la hamaca.
Y ronca como una fiera.
–Pero Balik, que es un honrado padre de familia y un
buen marido de sus tres mujeres, regresa a su casa cada noche.
Le hice un gesto a Wana Wana. Necesitaba un trago.
–Y esa enfermedad ¿es contagiosa?
–Chi lo sa!
Empecé a pensar que se trataba de una broma. De un chiste.
La novatada con la que Berini demostraba su superioridad ante los extranjeros y
su absoluta identificación con los nativos. ¡Cómo debían de reírse él y sus compinches!
Europeos igual a idiotas. Ése era el juego. Dejó de caerme en gracia.
–No me convence, Berini –dije arrogante.
–Ni lo intento. Usted me pregunta y yo respondo.
–Pues bien, seguiré preguntándole. Si esa caprichosa
dolencia sólo ataca a los blancos, ¿por qué sus amigos de la barra estaban tan asustados?
–Hace una semana se estrelló un camión. Lo conducía
un inglés, un tipo que se hospedaba en el Masajonia. Había enloquecido y sólo quería
huir. Del hotel, del poblado, de sí mismo. Lo consiguió. Pero antes de estrellarse
arrolló a cuantos se cruzaron en su camino. Uno de los fallecidos era el tío de
los muchachos.
No dije nada. La inocentada estaba subiendo de tono.
–Es sólo un ejemplo. El más reciente. La locura de los
blancos termina invariablemente volviéndose contra los negros –miró hacia la barra–.
Enseguida se propagó la noticia. Había sido el Heliobut. Y cundió el pánico.
Wana Wana apareció en aquel momento con su whisky de
trastienda en la mano. Berini se detuvo y encendió un habano. No parecía un misionero.
Era lo más distante a la idea que hasta aquel día me había formado de un misionero.
Quizá por eso era venerado.
–Y no me pregunte por qué no se destruye de una vez
el Masajonia. No serviría de nada. El mal buscaría otro hábitat. O aún peor, se
expandiría peligrosamente. En realidad ustedes lo llevan encima.
–¿Nosotros?
–Los blancos –dijo con desprecio.
Me puse a reír.
–Pero, usted, padre…
Volvió a atravesarme con sus ojos transparentes.
–¡Yo soy negro!
Llevaba una cogorza de campeonato. Eso era lo que ocurría.
Y yo, entre las bocanadas de humo y el aliento a bozzo, estaba empezando a marearme.
Miré hacia la barra. El pintor, con un gesto discreto, me indicó que se retiraba.
Me puse en pie.
–Adiós, padre Berini –dije–. Ha sido un placer.
Él me sujetó del brazo con firmeza.
–Espere. No se vaya aún.
Esperé. No se conoce cada día a un ejemplar como Berini.
Pero tardó un buen rato en hablar. Parecía como si tuviera dificultad en encontrar
las palabras. O se hubiera hecho un lío con todo su arsenal de idiomas y dialectos.
–No siempre el mal ataca con tanta virulencia –dijo
al fin–. Eso depende del enfermo.
Me miró. Tuve la sensación de que no me veía.
–Si el mal le ataca, cosa que puede no suceder, cosa
que no se sabe si es deseable que suceda, o perniciosa, o benefactora, o tamitakú
o lamibandaguá o, por el contrario, badi tukak… –estaba haciendo un supremo esfuerzo
para continuar–, manténgase firme y no pierda la cabeza. Tómeselo como una gripe.
Mejor pasarla en cama. De lo contrario nunca conseguirá vencerla. Debe apurarla,
llegar hasta el final. Quiero decir que…
No logré averiguar lo que me quería decir. Estaba cruzando
una frontera invisible y entrando en la fase abotargamiento. Ahora sí me despedí.
Después de la modorra sobrevendría la fase sueños. Y no sentía la menor curiosidad
por averiguar si se mantendría erguido, si caería redondo o cuál sería en breves
momentos la expresión de su rostro.
Abandoné el local. Era ya de noche. Una de las monjas,
de pie junto al todoterreno, se daba aire con una hoja de palma.
–El padre Berini… –empecé. Pero me detuve. ¿Qué iba
a hacer? ¿Avisarle de que estaba como una cuba?
–No se preocupe –dijo la monja–. Es su forma de hacer
apostolado.
Era guapa. Italiana, sin duda. Tenía los ojos negros,
almendrados, con un destello azul oscuro en las pupilas.
–La hermana Simonetta –y señaló a la religiosa dormida
sobre el volante– es una experta en conducir de noche. Ahora descansa. Y la hermana
Cigliola también.
Me fijé en su hábito. No parecía un hábito. Al igual
que la belga humanitaria, pero en un sentido diametralmente opuesto, su fuerte personalidad
podía con cualquier ropaje. Si no fuera porque sabía que era monja (y que lo que
vestía era un hábito de monja) la hubiera tomado por una deliciosa vestal envuelta
en una túnica. Una vestal, una aparición, una hurí… Mi mirada debió de delatar mis
pensamientos porque la misionera dejó de abanicarse con la hoja de palma y señaló
la carretera.
–Si se da prisa aún puede alcanzar a su amigo. De un
momento a otro se hará oscuro.
Me sentí estúpido. Un tawtaw ignorante al que le iba
a sorprender la noche en el camino de regreso al hotel.
–Tiene razón –dije.
Y apreté el paso.
No sentía miedo. Pero sí cierta urgencia por llegar
hasta el pintor y averiguar cuál era su papel en toda esa tontería del Heliobut.
A fin de cuentas, era él quien me había presentado a Berini con grandes frases de
admiración. Tal vez, también el francés, en su día, fuera víctima de la misma inocentada.
Una burla de la que no se libraba ningún recién llegado. Le alcancé jadeando.
–Heliobut –dije simplemente.
Él, sorprendido, se detuvo.
–Oh, no –dijo con toda la amabilidad del mundo–. Mi
nombre es Jean Jacques Auguste de la Motte.
No estaba en el ajo. Eso parecía evidente. Hice entonces
algo que no tenía previsto. Recordé la insistencia del misionero en saber cómo dormía
yo en el Masajonia y le reboté la pregunta.
–¿Qué tal duerme usted en el hotel? ¿Se encuentra cómodo?
–Sí, muy cómodo. Y duermo como un tronco. Con pastillas.
Reanudamos el paso.
–Verá –continuó–, yo siempre he sido insomne. Desde
mi más tierna infancia en el château que los De la Motte poseen en La Loire.
No había manera de hacerme dormir, y mi salud se resentía considerablemente, hasta
que un médico de Blois, el eminente docteur Guy de La Touraine…
Me contó su vida. Paso a paso. No voy a consignarla
aquí, porque no viene a cuento, pero, sobre todo, porque a los pocos minutos me
sentí invadido por un poderoso sopor que no provenía sólo del poderoso whisky del
Wana Wana. De la Motte desconocía la elipsis, no parecía dispuesto a ahorrarme el
menor detalle, y su voz resultaba monótona y plana como una salmodia. Aún quedaba
un buen trecho hasta el hotel. Al principio, por pura cortesía me esforcé en escucharle.
–A los siete años pintaba caballos y jardines con, a
decir de mis padres, rara habilidad. Pero entonces sobrevino el accidente. Caí por
las escaleras como Toulouse-Lautrec y, al igual que él, me vi obligado a guardar
cama durante varios años. A mi larga convalecencia debo esta leve cojera que he
aprendido a disimular y con la que me he acostumbrado a convivir, pero también la
especial sensibilidad que sólo pueden conocer los que se han visto obligados a permanecer
inmóviles por largas temporadas en las reducidas dimensiones de un lecho. El mío
disponía de un baldaquino de inconmensurable antigüedad, y las paredes de la estancia
estaban tapizadas de damascos cuyas aguas, en noches de pertinaz insomnio, me recordaban
los mares y océanos que ya nunca podría conocer. Las arañas que pendían del techo…
La minuciosa descripción de la alcoba de De la Motte
me hizo desear con fuerza mi modesta habitación del Masajonia. Aún quedaba un buen
trecho. Decidí intervenir.
–Y entonces dejó de pintar –dije.
El sonido de mi voz, tan distinta a la de Jean Jacques
Auguste, me despejó un tanto. Tenía que seguir hablando. Busqué otra frase. No se
me ocurrió ninguna.
–Al contrario –prosiguió el francés–. Fue el fin de
una etapa y el comienzo de otra. Ante la imposibilidad de salir al jardín o visitar
las cuadras, me olvidé de caballos y vergeles y me especialicé en retratos. Preceptores
y niñeras se prestaron con gusto a posar para mis lienzos. Al principio les costó
lo suyo adquirir esa inmovilidad pétrea y al tiempo humana tan apreciable en los
buenos modelos. No sabían estarse quietos y, si lo lograban, los músculos, poco
entrenados para este difícil menester, no tardaban en agarrotarse, protestar, dormirse
o adquirir, según los casos, el subido tono amoratado de la congestión o la lividez
característica de una estatua de cera. La Touraine tuvo, en más de una ocasión,
que acudir urgentemente al château con su maletín de auxilios. La Touraine…
–El gran La Touraine –atajé–. La eminencia de Blois
que le recetó sus primeras pastillas contra el insomnio…
Pero mi voz esta vez sonó tan apagada como la del pintor.
Me sentí como si La Touraine, con sólo mencionarlo, se hubiera apresurado a administrarme
un somnífero.
–Una de mis niñeras favoritas, Amélie Dubois, y una
prima suya que había servido en Loches…
Aquí desconecté. La silueta del Masajonia se erguía
esperanzadora al final del camino. Para mantenerme ocupado empecé a contar los pasos.
Uno, dos, tres, cuatro… Cuando llevaba doscientos veinticinco oí:
–Y entonces me enamoré.
¡Fantástico! Dejábamos de una vez el pasado en La Loire
y entrábamos en el presente.
–De África, claro –dije convencido.
–No. De Odile de la Motte, mi hermana. Un amor prohibido,
como el de Chateaubriand. Odile tenía quince años, yo diecisiete…
Me había descontado y tuve que volver al principio.
Uno… tres… cincuenta… ciento trece… Al llegar al porche era noche cerrada. Balik
nos entregó las llaves. El pintor me miró sonriendo.
–Ha sido un paseo muy agradable. Me siento relajado.
A lo mejor hoy, por primera vez en mucho tiempo, no necesito la pastilla…
–¡Tómesela! –ordené. Y enseguida, alarmado por la brusquedad
de mi voz, le palmeé la espalda–. No es bueno contravenir los hábitos.
A lo largo de mi vida he conocido a bastantes tipos
como De la Motte. Viajeros solitarios, encerrados en su mundo, retraídos, corteses,
poco proclives a hablar, pero, cuando empiezan, no hay forma humana de conseguir
que se detengan. No podía exponerme. Ahora, autoarrullado por su soporífera voz,
creía que podía prescindir de fármacos. Pero ¿y si despertaba a medianoche con ganas
de continuar con su historia? Conozco los trucos. Me los sé de memoria. Un día puede
ser un vaso de agua, otro una loción contra los mosquitos. Un cigarrillo, una aspirina,
la urgente necesidad de consultar un mapa… A veces van mucho más allá y se fingen
alarmados. Acaban de enterarse por la radio, eso dicen, de la inminencia de una
revolución, de graves disturbios, de insistentes rumores de golpe de Estado.
Cualquier excusa es buena para irrumpir en tu cuarto
y retomar su parloteo. La soledad del extranjero; debe de tratarse de eso. Pero
yo no era la hermana Gigliola ni la hermana Simonetta ni tampoco la hermana Hurí,
cuyo verdadero nombre desconocía. Yo era un negociante. O, si se quiere, un falsificador.
Y no estaba para conferencias.
Le dejé en su siete y me encerré en el mío. El cuarto
me pareció una bendición. La cama amplia, la eficaz mosquitera, la mesa, las sillas,
el butacón de orejas, el silencio… Pero el sueño es caprichoso. Te invade cuando
no lo deseas y desaparece cuando más lo necesitas. No logré pegar ojo en toda la
noche. Y por un momento, pero eso fue muy al principio, pensé en golpear la puerta
de Jean Jacques Auguste de la Motte y pedirle un somnífero. No llegué a hacerlo.
El miedo a su incontinencia verbal era superior a mi nerviosismo. Me envolví en
la mosquitera y me senté en el sillón.
Encendí un cigarrillo y a punto estuve de quemar la
tarlatana. Lo apagué. Abrí un libro. No conseguí concentrarme y lo cerré enseguida.
La culpa era del pintor. De sus preceptores, de las niñeras, de los caballos que
pintó en su infancia, del doctor La Touraine, siempre presto a acudir al castillo,
de la pasión incestuosa por Odile, o de la tal Amélie Dubois, que ahora no recordaba
bien qué pintaba en la historia. Estaban todos allí. En mis oídos. Pero sobre todo
el sonsonete monótono de De la Motte. Un zumbido del que no podía liberarme. Parecía
como si hubiera conectado la radio y la emisora se hubiera quedado atascada entre
dos frecuencias. Me consolé pensando que al día siguiente no tenía nada que hacer.
Eso es bueno para el insomnio. Se le planta cara, se finge indiferencia, se le enfrenta
a su inutilidad y él, abatido, termina por retirarse. Sí, seguramente, en cuanto
amaneciera caería rendido en la cama. No tenía prisa ni ninguna obligación urgente.
Dormiría. Cuanto quisiera. A no ser que el insomnio volviera a afilar sus armas
y a Van Logan se le ocurriera aparecer precisamente entonces. En el momento justo
de conciliar el sueño, esa posibilidad me alteró profundamente. Van Logan significaba
negocio y yo tenía que recibirle despejado, firme, en plena forma. No se debe cerrar
un trato bajo de defensas. Y no se puede dormir si uno sabe que al día siguiente
cerrará un trato y no se encontrará en plena forma.
El eco de De la Motte seguía instalado en mis oídos.
Pensé en Berini. Puestos a no pegar ojo era preferible recordar al misionero. Pero
las estrafalarias advertencias del religioso se superpusieron a la cadencia monótona
del francés sin que ésta desapareciera del todo. Y lo mismo ocurrió con la voz de
pito de la belga, las palabras de la hermana Hurí o el ilusionado e inocente tono
de la voluntaria. Van Logan no decía nada. Pero también estaba allí, como una amenaza
silenciosa que me hacía consultar el reloj y desesperarme. “¿Duerme usted bien en
el Masajonia?”, recordé de pronto. Me puse el batín y salí al vestíbulo.
No había nadie. En eso el padre Berini no me había engañado.
Balik, por las noches, regresaba a su casa y el hotel quedaba a merced de los huéspedes.
Como no tenía nada mejor que hacer me dediqué a observar las fotografías de la pared.
Eran antiguas y estaban cuarteadas. Todas se referían al Masajonia y todas eran
en blanco y negro, aunque el tiempo las había dotado de una pátina azul verdosa.
En un par, por lo menos, se veía a una familia de blancos sentada en el porche.
Di por sentado que se trataba de los fundadores. Me acerqué. Había olvidado las
gafas en el cuarto. Me alejé. Con cierta dificultad leí los nombres. Tal como había
intuido eran ingleses. Un matrimonio y dos hijas. Parecían amables y felices. Me
gustaron.
Regresé a la habitación. El zumbido había dejado de
atormentarme y estaba dispuesto a pensar únicamente en cosas agradables. La voluntaria,
por ejemplo. Ni siquiera sabía su nombre. Tampoco el lugar adónde se dirigía. Pero
la veía aún con toda nitidez, como si la tuviera delante. Era espigada. Graciosa.
Casi tan liviana como la maleta que en un momento alzó como si fuera de aire. Una
maleta de juguete, pensé entonces. Una cartera de colegiala, corregí ahora. Volví
al rostro de la chica. “¡Qué bien he dormido!”, decía. Yo también, aquella mañana,
me sentía de humor y descansado. Y me recordé en el Wana Club, horas más tarde,
contestando a la pregunta del misionero: “¿Duerme usted bien en el Masajonia?”.
“Como nunca, padre. A pierna suelta”. ¿Era una costumbre local contar lo bien que
se había dormido? ¿Una cortesía africana preguntar a los otros qué tal habían pasado
la noche? Si lo era, yo me había adherido sin darme cuenta y de ahí mi perdición
al interesarme por el descanso nocturno de De la Motte. En otros países el pretexto
para entablar una conversación suele ser el tiempo. Aquí, por lo visto, lo bien
que se ha dormido. Pero no era esto lo que me había llevado a apretar el paso y
llegar corriendo hasta el pintor. Hice un esfuerzo por poner en orden mis recuerdos.
La noche iba a caer de un momento a otro y prefería hacer el camino en compañía,
cierto. Pero también deshacer o confirmar una sospecha. El Heliobut. Averiguar si
el francés estaba en la broma. O si todo era una guasa del padre y los bozzeros.
Jean Jacques Auguste ni siquiera parpadeó cuando yo pronuncié “Heliobut”. Lo tomó
por una confusión y parecía sincero. Aunque también se mostraría luego convencido
al intentar colarme como cierta la almibarada, increíble y fantasiosa historia de
su vida. Si era capaz de confundir ensoñaciones con recuerdos, de mentir, en resumidas
cuentas, ¿por qué había de creerle a pies juntillas cuando hizo como si la palabra
en cuestión le resultara totalmente ajena?
Pero por el mismo silogismo volví al misionero. Berini
dijo la verdad en cuanto a las noches de Balik (lo acababa de comprobar; no dormía
en el hotel), y cuando, de pasada, le mencioné al holandés, no dudó en reconocerlo
como Van Logan (y así se llamaba, en efecto). Pruebas insignificantes, si se quiere,
pero no disponía de otras. Y ahora, por el mismo razonamiento que condenaba al pintor,
me veía obligado a revisar mi opinión sobre el misionero. Si en lo comprobable no
había fallado, ¿por qué negarle el crédito en lo que desconocía?
“Un estado de ánimo. Una depresión. Una enfermedad…”
¿No se estaría refiriendo lisa y llanamente a la incapacidad de conciliar el sueño?
El insomnio persistente –y crucé los dedos– podía desestabilizar el sistema nervioso,
embotar los sentidos y conducir a un estado de alteración muy semejante a la locura.
Tal vez la cercanía del manglar no era en absoluto saludable. Y el inglés, el desgraciado
que hacía una semana se había estrellado con su camión, tras arrollar plantaciones
y poblados, y llevarse por delante a cuantos se cruzaron en su camino, el tío de
los bozzeros, entre otros, no era más que un hombre agotado, con los nervios a flor
de piel, destrozado por un sinfín de noches en blanco, presa de una excitación insoportable
cuyo único diagnóstico, si se hubiera medicado a tiempo, era tan simple como “insomnio
persistente” y el remedio una vulgar cura de sueño. Pero la palabra, Heliobut, venía
de lejos. Se diría que el Heliobut, fuera lo que fuera, había permanecido inactivo
durante un tiempo y, súbitamente, volvía a la carga. “No siempre ataca con tanta
virulencia. Depende del enfermo”, recordé. Y también: “Tal vez no sea más que una
leyenda…”
Eso tenía que ser. Una leyenda. Mi nerviosismo no provenía
de ese mal de nombre incomprensible sino de la incontinencia verbal de J.J.A. de
la Motte, unida –no había que descartar ningún factor– al whisky de Wana Wana y
a las posibles miasmas del estero. Bostecé (buena señal), pero, en aquel mismo instante,
oí una respiración, un jadeo… Y comprendí que no estaba solo.
La lámpara de pie, la única que permanecía encendida,
apenas iluminaba un pequeño círculo de la habitación. La mesa, la silla y parte
de la butaca en la que me había arrellanado. No alcanzaba a ver nada más. El intruso,
en cambio, desde la oscuridad, podía contemplarme a su antojo. Me encontraba en
clara desventaja. A plena luz frente a un enemigo invisible. ¿Cómo y cuándo había
entrado en mi cuarto? La puerta estaba cerrada, la ventana daba al manglar y resultaba
inaccesible desde fuera, y yo, en mi desesperación de insomne, antes de sentarme
en la butaca de orejas, había recorrido el dormitorio de punta a punta. Recordé
que durante unos minutos me había ausentado de la habitación. Pero ni siquiera entonces
pudo el visitante aprovechar un descuido. Porque no lo hubo. Cerré con llave al
salir y abrí con llave al entrar. De eso estaba seguro.
La eventualidad de que el entrometido, además de invisible,
fuera incorpóreo no logró asustarme más de lo que estaba. Me había quedado rígido.
Como un cadáver. No sentía los pies ni las piernas ni los brazos ni las manos. Tampoco
el corazón. Mi cuerpo era de piedra. Sólo el cerebro seguía en activo. Y, aunque
me revelara incapaz de entender nada, no dejaba de sopesar a una velocidad febril
las escasas posibilidades de salvación, defensa o huida. Las descarté todas. Por
inútiles, por absurdas o por la simple razón de que el cuerpo no me obedecía. Los
gritos, las llamadas de auxilio, la opción de alcanzar las tijeras del escritorio
o la de derrumbar la lámpara de una patada… Sólo una quedó en pie. Ganar tiempo.
Yo sabía que allí había alguien. Pero el intruso no tenía por qué saber que yo sabía.
La lámpara iluminaba una parte del sillón. Sólo una
parte. El respaldo caía fuera del círculo de luz, y mi cabeza quedaba en la zona
de penumbra. Aunque la cara delatara mis temores, el enemigo no podía percatarse.
Seguía oyendo su respiración. Ni más lejos ni más cerca. Suponía que seguía observándome.
Y que no tenía prisa. Tal vez sólo pretendía eso: observarme. Si no era así, estaba
perdido. Yo mismo me había envuelto en un sudario ¡la mosquitera!, me había inmovilizado
voluntariamente en una red, me había tendido mi propia trampa. Debía salir cuanto
antes de aquella prisión de tarlatana. Y de nada, suponiendo que la presencia únicamente
quisiera observarme, serviría hacerme el dormido. La sangre volvía a discurrir por
mi cuerpo. Ahora notaba pies, manos, brazos y piernas. Y notaba, también, que estaban
temblando.
Disimular. Ésa era la consigna inmediata. Hacer como
si en mi habitación no ocurriese nada extraordinario y mis oídos no hubieran advertido
el pertinaz resuello que no provenía del ventilador ni de las ramas de palmera que
azotaban ahora la ventana. Fingir ignorancia y ganar tiempo. Bostecé otra vez. O,
mejor, simulé un bostezo. Me desperecé y emití un gruñido. No sé aún, no lo supe
entonces, si intentaba remedar a un hombre que acababa de despertarse o, al revés,
a un viajero agotado que se disponía a trasladarse a la cama y reponerse del agotamiento
del día. Pero los brazos, al extenderse aparatosamente, habían logrado uno de mis
objetivos. Desembarazarme de la mosquitera. Me puse en pie. Y entonces empezó lo
difícil.
Podía correr a la puerta. Pero no era seguro que diera
con ella a la primera, y la llave, probablemente, no estaría en la cerradura sino
en la mesita de noche, donde la dejaba siempre. Las únicas luces de la habitación,
además de la lámpara de pie que ahora debía de iluminarme por completo, estaban
a ambos lados de la cama. Entorné los ojos, como si tuviera muchísimo sueño, no
fuera que el extraño se encontrara con mi mirada y los acontecimientos se precipitaran.
Llegué hasta la mesilla, encendí la tulipa y con los
ojos semicerrados cogí la llave.
Pero la dejé caer inmediatamente.
La presencia estaba allí. En mi cama. Resoplaba ostentosamente
como si se hallara en lo mejor de sus sueños. Ni siquiera se inmutó con el ruido
de la llave estrellándose contra el suelo. Si se trataba de un peligro, estaba fuera
de combate. Pero ¿cómo había logrado llegar hasta la cama? Opté por la explicación
más tranquilizadora. Un huésped despistado que se había equivocado de habitación.
De siete. Tal vez las cerraduras, viejas, desgastadas y olvidadas de su función
original, cedían obedientes al menor estímulo. A cualquier llave. ¡Vaya seguridad
la del Masajonia! Pero el durmiente, el supuesto viajero desorientado, no había
descuidado un detalle: la mosquitera. ¿Se había traído la mosquitera de su cuarto?
Miré hacia el sillón. Estaba vacío. Volví a mirar la cama. ¡Aquélla era mi mosquitera!
¿Cómo podía habérmela arrebatado en tan poco tiempo y sin que me diera cuenta? El
hombre seguía resoplando. Era un hombre pequeño, insignificante. Los insectos que
se arrastraban por la gasa me parecieron, en contraste, enormes. En un momento el
durmiente se dio la vuelta y yo me apoyé en la mesita de noche para no caer. Aquel
hombrecillo insignificante, pequeño, despreciable… ¡era yo mismo! Un alfeñique rodeado
por la inmensidad de la mosquitera. Una nimiedad, una ridiculez, una miniatura.
El hombre no era nada. ¡Era yo! Y yo no era nada.
Volví a la butaca. Estaba despierto. Nunca en la vida
me he sentido tan despierto. Lo acepté. Acepté que estaba sentado en la butaca,
completamente despierto, y al mismo tiempo en la cama durmiendo a pierna suelta.
No hallaba una explicación racional a aquel insólito desdoblamiento y me encontraba
demasiado impresionado para oponerle resistencia. ¿Era aquello el Heliobut? Lo ignoraba.
Recordé una vez más a la joven voluntaria. “Qué bien he dormido. Incluso he soñado
que dormía”. Y a mí mismo a la sombra de una ceiba entreviendo una imagen. Yo, sentado
en el sillón, velando plácidamente mi propio sueño. Pero aquel avance aquella premonición,
aquel aviso no me pareció entonces perturbador o inquietante. No fue más que un
destello. Una sensación fugaz. Ahora, para mi desgracia, ya no podía hablar de sensación,
sino de certeza.
Ahí seguía yo. Resoplando y agitándome debajo de la
mosquitera. Desde mi puesto de observación, la butaca, no podía apartar los ojos
de la cama. Y sin embargo me hubiera gustado cerrarlos y evitarme la espantosa visión.
Comprendí que “hombrecillo” no era sólo un concepto físico sino moral. Eso era yo:
un hombrecillo. ¿Hasta cuándo iba a durar aquella penosa alucinación? No quería
arriesgarme a pedir ayuda. A despertar al francés o a cualquier otro huésped. Porque
¿se trataba realmente de un engaño de los sentidos? ¿Verían ellos lo mismo que estaba
viendo yo? Me imaginé arrastrando a De la Motte hasta mi cuarto y no me costó figurarme
su expresión de espanto. No iba a hacerlo. No iba a exhibir mi desnudez y mi insignificancia.
Sólo me quedaba esperar a que amaneciera y entonces, si la presencia no se había
desvanecido, tendría que ingeniármelas para deshacerme de ella. Sentí un estremecimiento.
¿Estaba pensando en un asesinato? ¿O debería llamarlo suicidio?
Busqué afanosamente en la memoria una situación que
se pareciera a lo que me estaba ocurriendo. Noticias de casos clínicos, obras de
ficción, anomalías oculares… Algo vislumbré, pero no estaba seguro. Una deformación
de la vista que hacía que el paciente viera su entorno a escala reducida. Y la biografía
de un escritor (loco) que un día recibió la visita de sí mismo. Intenté razonar
y no perder la calma. ¿No podría ser que yo (comerciante, falsificador, coleccionista)
estuviera tanto o más desequilibrado que el escritor (un francés del XIX cuyo nombre
no recordaba), sufriera una alucinación semejante y, encima, me viera aquejado de
una súbita y caprichosa deformación binocular? Porque ningún objeto de la habitación
había alterado sus proporciones. Sólo yo. El hombrecillo, la menudencia, el durmiente.
Perdí la calma. La respiración, en la cama, se hizo
más agitada y la mosquitera se abombó durante unos instantes. Miré mis brazos. Me
sorprendió que los insectos no me hubieran atacado estando como estaba sentado en
el sillón, sin protección alguna. Aquello era sumamente extraño. O, para ser exactos,
también era extraño. Y la cabeza, que no había perdido su febril actividad, se apresuró
a ofrecerme dos hipótesis a las que nunca, hasta aquel momento, habría concedido
el menor crédito.
La primera era la de un viaje astral. No sabía muy bien
en lo que consistía, pero había oído decir a charlatanes, embaucadores, místicos
o esotéricos que, con la debida concentración y una preparación adecuada, el espíritu
podía abandonar el cuerpo y viajar a donde se propusiera con el solo impulso de
la voluntad. Estaba dispuesto a tenerla en cuenta. Pero no recordaba haberme ejercitado
para la experiencia, y el viaje, si es que realmente se trataba de un viaje, resultaba
a todas luces irrisorio. De la cama a la butaca. Descarté la idea.
La segunda era sencillamente espeluznante. Estaba muerto.
Muchos son de la creencia de que el fallecido, durante las horas que siguen a su
óbito, vaga desesperado por los escenarios que le son familiares sin llegar a entender
lo que le sucede. Algunas veces, según he oído en distintas culturas y en los más
dispares puntos del planeta, llega a verse a sí mismo echado en el lecho mortuorio
y rodeado de los llantos y el pesar de sus seres queridos. No se puede abandonar
una vida y entrar en otra como el que se limita a abrir una puerta. El tránsito
es duro. Sobre todo para los que han perecido de accidente o de muerte súbita. ¿Y
cómo podía estar seguro de que el trayecto entre el Wana Club y el Masajonia había
transcurrido como creía recordarlo? Dos tawtaws achispados y estúpidos paseando
en plena noche por una pista desierta como si estuvieran en el jardín de su casa.
Éramos un reclamo. Una provocación. Probablemente nos habían asaltado. Y horas después,
alguien tal vez el propio Balik, alarmado por nuestra tardanza, había peinado la
zona hasta dar con nuestros cuerpos y depositarlos en el Masajonia. Me supo mal
por el francés. Era aún muy joven para abandonar el mundo. En cuanto a mí, no diré
que no me importara, estaba consternado, pero una nueva emoción se sobrepuso a cualquier
otra. Sentí vergüenza. Una vergüenza insufrible al pensar que, en cuanto amaneciera,
aquel pingajo impresentable en que me había convertido sería expuesto a la curiosidad
pública. Pero el cuerpo, mi cuerpo, seguía, a pesar de todo, respirando bajo la
mosquitera. Y eso era del todo imposible. No había muerto. Ni siquiera me quedaba
el consuelo de estar muerto.
Volví a estudiarme. ¡Qué poca cosa era! Cualquier objeto
tenía más entidad que yo mismo. Las tulipas, la lámpara de pie, el sillón de orejas…
Yo no era nada. O casi nada. El casi, lejos de animarme, me alarmó. Yo era algo.
Y la palabra algo me llenó de desolación.
Preferí acudir a lo que no comprendía. Heliobut. Eso
que, según el misionero, los blancos llevábamos dentro. Me pregunté qué es lo que
habría visto el inglés para huir despavorido del Masajonia y estrellarse (o suicidarse)
a los pocos minutos. Supuse que su vida. Como yo en aquellos momentos despreciaba
la mía resumida en el repugnante durmiente. Me pregunté también qué pasaría si la
joven voluntaria, en el caso de que regresara al Masajonia, volviera a contemplarse
durmiendo y comprendiera que no era un sueño. Nada en absoluto, me dije convencido.
Seguramente su visión sería apacible. La virulencia de la enfermedad dependía del
enfermo. Todos –lo había dicho el misionero– llevábamos el Heliobut dentro. Todos
sufríamos –le corregí– la visión que merecíamos. Y la voluntaria estaba más que
seguro no tenía de qué avergonzarse.
Me sentía agotado, exhausto. Mis ojos, fatigados por
la horrorosa vigilia, confundían objetos, borraban contornos y me producían la ilusión
de que de pronto todo en la habitación viraba al azul. Un azul a ratos intenso como
el punto en las pupilas de la hermana Hurí o transparente como la mirada del padre
Berini o mezclado con verde como las fotografías desgastadas de la recepción. Cerré
los ojos. La oscuridad era también azul. En aquel momento oí unos golpes en la puerta.
Me levanté de un salto, busqué la llave en el suelo,
grité: “¡Un momento!”, apagué las tulipas y abrí.
–Hello, mate!
Era Van Logan.
El holandés entró sin esperar a que le invitara a hacerlo.
En dos zancadas alcanzó la mesa, depositó un pesado maletín y me indicó que me acercara.
Miró con sorpresa la lámpara de pie. Luego la ventana.
–¿Puedo abrir? –preguntó jovialmente.
Tampoco esperó mi respuesta. Abrió. Era de día. Un día
azul. La luz me cegó por completo. Cuando recuperé la visión miré aterrado hacia
la cama. No había nadie. Sólo una mosquitera hecha un ovillo.
–¿Seguro que ha descansado?
El holandés parecía preocupado. Supuse que mi aspecto
era desastroso.
–En parte –respondí.
Y me alarmé ante la precisión de mis palabras. ¿Cómo
se me había ocurrido delatarme? No quería hablarle de mi insomnio, pero menos aún
de que, mientras velaba en la butaca, una parte de mí mismo dormía a pierna suelta.
Me apresuré a explicarme:
–Descansé ayer y anteayer. Y el otro día… Pero esta
noche…
Van Logan se puso a reír.
–Seguro que pasó la tarde donde Wana Wana. El genocida
local. Ese hombre va a acabar con todos nosotros.
Recorrió la habitación con los ojos y emitió un silbido.
–No está mal. Nada mal. Espaciosa y cómoda.
Se asomó a la ventana.
–Y hasta el manglar, visto desde aquí, parece inofensivo.
–¿Qué quiere decir? pregunté interesado.
–Nada importante. No me gustan los pantanos. Son insalubres.
Lo miré con recelo.
–¿Y no se ha alojado nunca aquí?
–Nunca –me guiñó un ojo–. Tengo amigas en el poblado.
Van Logan era vulgar. Pero también bonachón, simpático
y oportuno. Había aparecido en el momento justo. ¡Me había salvado! Además, no era
yo el más indicado, después de lo que había visto por la noche, para impartir lecciones
de elegancia y estilo. Le observé mientras abría el maletín.
–Ahora verá –volvió a chasquear la lengua–. Es sólo
una muestra. El resto del encargo está en el camión.
Su voz sonaba sumamente tranquilizadora. Cerraría el
trato. Le pediría con cualquier excusa que no se marchara. Que se arrellanara en
el sillón mientras yo recogía mi equipaje. Aceptaría sus condiciones. Todo menos
quedarme solo otra vez en el cuarto.
–¿Qué le parece? –preguntó ufano.
Había dispuesto unas cuantas estatuillas sobre la mesa.
No dije nada. Estaba demasiado cansado para apreciar su posible valor o su belleza.
Mi silencio fue interpretado como una decepción.
–Se lo dejaré a buen precio –dijo.
Yo seguí mudo. Van Logan volvió a la carga. Me palmeó
la espalda con tanta fuerza que a punto estuvo de tirarme al suelo.
–Mírelo con ojos de europeo. Como si estuviera ya en
su casa. Estas figurillas ganan con el traslado. Aquí pueden parecerle poca cosa.
Una vez en Europa suben, ¿me entiende?
Asentí. Sabía perfectamente a lo que se refería. Todo
lo que adquiría a lo largo de mis viajes subía al llegar a Europa. De valor, de
rareza, de precio. Yo me encargaba de que así fuera. Le miré con agradecimiento.
Estábamos hablando de negocios con la mayor naturalidad. Como si yo fuera el mismo
que conoció hace meses y en aquel cuarto no hubiera pasado nada en absoluto. Nada,
recordé. Y sentí un escalofrío.
–Hágame una oferta –dije como un autómata.
Y, sin disculparme, empecé a desvestirme en su presencia.
Me quité el batín y el pijama, pero no logré dar con la sahariana y los pantalones.
Crucé la habitación envuelto en la mosquitera. El espejo me devolvió una imagen
que tardé en reconocer. Me desprendí de la tarlatana y la tiré sobre la cama. Demasiado
tarde. También en el espejo acababa de sorprender a Van Logan desviando la mirada.
–Si lo prefiere, puedo esperarle abajo. He encargado
a Balik un desayuno de mijo y huevos fritos y…
–Sigamos hablando. Es importante –dije.
Lo era. Debía retenerlo hasta que abandonara para siempre
aquella terrorífica habitación. Nunca volvería al Masajonia. Nunca regresaría a
África. Estaba decidido.
El holandés sacó papel y lápiz, recitó en voz alta la
lista de gastos, el pago de los artesanos, un par de imprevistos y por lo menos
tres sobornos. Tachó uno. Se había retrasado y era de justicia que me hiciera una
rebaja. Yo ya me había vestido. Empecé a hacer las maletas.
–¿Se va hoy? –preguntó levantando los ojos del papel–.
Si es así, yo puedo acompañarle hasta el aeropuerto. Precisamente tengo que facturar
unas chucherías.
Se arrepintió de haber empleado la palabra “chuchería”.
La cambió por “quincalla”, lo estropeó aún más con “bagatela” y terminó por acudir
al peor de los calificativos posibles: “nadería”. Evité su mirada. Se había dado
cuenta de que acababa de meter la pata. No porque temiera haberme incomodado –ignoraba
a lo que me había enfrentado yo aquella noche– sino, simplemente, porque a nadie
le gusta desvalorizar su propia mercancía. Debía de ser la habitación. Algo tenían
aquellas cuatro paredes para que un negociante cuajado como el holandés se delatara
como un principiante. Y para otras cosas peores. Lo sabía bien. Algo.
–Viajaremos juntos –dije. Y arrastré las maletas hasta
la puerta.
El holandés me miró sorprendido.
–Pero ¿qué hace? Déjelas aquí, mate. Luego vendremos
a por ellas.
Disimuladamente eché un vistazo a la cama. Me pareció
que la mosquitera se agitaba levemente. Había sido el aire. La puerta abierta. Respiré
hondo.
–A ver cómo se ha portado Balik –dijo Van Logan.
Desayunamos mijo, huevos fritos y un pan especial que
denominan jubsaka. No sentía el menor apetito, pero estaba decidido a no separarme
de él hasta que llegáramos al aeropuerto. Discutimos precios, puro formulismo en
mi caso, y cerramos el trato. Pagué una parte en metálico y le extendí un cheque
para cubrir el resto. La operación me resultó difícil. Por un momento no logré recordar
mi propio nombre. Destrocé el talón con el pretexto de que la firma me había salido
ilegible.
–A eso se le llama resaca –dijo riendo Van Logan.
Extendí otro. No debía alarmarme. En el fondo el negociante
estaba en lo cierto. Mi malestar tenía muchos puntos en común con una resaca. Pero
el mijo era azul y, durante unos segundos, me vi a mí mismo picoteando sin el menor
apetito pequeños grumos de mijo azul.
Van Logan –solté
de pronto–, ¿sabe usted lo que es el Heliobut?
Me arrepentí enseguida. Pero ya no podía volverme atrás.
–¿Dónde ha oído esa palabra? –dijo encendiendo una pipa.
–En el Wana Wana. Ayer por la tarde.
Cabeceó envuelto en humo y me miró con cierta conmiseración.
–Supersticiones. Cosas de nativos… Por eso no avanzan.
Me alegré de que el padre Berini no estuviera presente.
Le hubiera estampado el plato de mijo en plena cara.
–El padre Berini… –empecé.
–¡Acabáramos! –gruñó Van Logan–. Él es uno de ellos.
Lleva demasiado tiempo aquí y le pega al bozzo. No le haga el menor caso.
–Pero entonces…
–Entonces nada –le disgustaba el tema, eso estaba claro–.
Le daré un consejo. Caído en una superstición, caído en todas. Aquí las vidas penden
de un hilo. No complique más las cosas.
–Pura curiosidad mentí.
Él no se inmutó.
–En cierta forma usted y yo somos socios. Y para cuando
regrese a estas tierras –seguí mintiendo– me gustaría que en nuestros futuros negocios…
No tuve que añadir nada más. La posibilidad de otro
buen negocio como el que acabábamos de cerrar debía de parecerle redondo, le cambió
el semblante.
–Como quiera –dijo, y miró el reloj–. Si le gusta perder
el tiempo…
Abrió la nevera y se sirvió una cerveza helada.
–Esa palabra, que le recomiendo se abstenga de usar,
no es más que la deformación de otra. De dos nombres. Elliot y Belinda. Los primeros
propietarios del Masajonia. Ingleses y, según dicen, buena gente. En el vestíbulo
están aún sus fotografías. Y las de sus hijas. Dos niñas entonces. Ahora unas viejecitas
encantadoras.
No quise interrumpirle. Prosiguió:
–Estuvieron por aquí hace unos años. Ya ve, no hay ningún
misterio. Quisieron recorrer los escenarios de su infancia y luego regresaron a
su país. Lo encontraron, me refiero al hotel, exactamente igual a como lo habían
dejado. Tal vez más pequeño. La memoria, ya sabe…
–¿Y?
No entendía adónde iba a parar. Me estaba impacientando.
–Eso es todo.
–¿Cómo que todo? –protesté–. ¿Y por qué la familia vendió
el hotel y abandonó África?
–Porque las niñas iban creciendo y preferían casarlas
en Inglaterra. Además a Elliot no le sentaba bien el clima. El manglar. Por lo visto
contrajo unas fiebres.
–¿Qué clase de fiebres?
–¡Cómo voy a saberlo! Eso, aquí, es el jubsaka nuestro
de cada día –celebró exageradamente su chiste y prosiguió–: Lo único que quería
decirle es que no encontrará nada de extraordinario en su historia. Ni en la de
los europeos que han venido alojándose en el hotel desde entonces.
–¿Y el inglés? –continué–. ¿El tipo que hace una semana
perdió el juicio?
Van Logan me miró disgustado. Le molestó que estuviera
al corriente de los últimos acontecimientos.
–Irlandés –precisó–. John McKenzie. Ése llegó ya zumbado.
Como muchos. No se puede culpar al Masajonia de la locura de algunos clientes. La
traen puesta.
Recordé al misionero. “El mal lo llevan dentro”. Y también
a mí mismo en una de las escasas conclusiones lúcidas de la noche. “Cada uno tiene
el Heliobut que se merece”.
–Heliobut –dije aún, y me sorprendí pronunciando el
nombre en voz muy baja–. ¿De Elliot y Belinda a… Heliobut? No sé qué decirle.
–Él la llamaba Blue. Un apelativo cariñoso.
¿Había dicho “blue”? Di un respingo. Los restos de mijo
habían recobrado su color pardusco.
–De Elliotblue a la palabreja no hay más que un paso.
Era la manera como los nativos conocían el hotel. Por el nombre de los propietarios.
El establecimiento de Elliot y Blue… ¿No me ha hablado usted antes del Wana Wana?
Pues es lo mismo. Pero, con el tiempo, como a algún que otro europeo se le calentaron
los sesos con el clima, nació la leyenda. Y esa pobre gente, primitiva, ignorante
y supersticiosa, empezó a referirse a este lugar, donde estamos desayunando tranquilamente,
por su verdadero nombre, Masajonia. Y reservar lo otro, la corrupción de Elliotblue,
para designar lo que no entendían.
Van Logan no sería ignorante, primitivo o supersticioso,
pero evitaba con sumo cuidado –hacía rato que me había dado cuenta– pronunciar directamente
“la deformación”, “la palabreja”, “lo otro”… No se lo hice notar. Mi cabeza estaba
en otras cosas.
–Blue –murmuré.
Se echó a reír.
–Sí dijo. No es un nombre apropiado para una esposa.
Suena más bien a puta. ¿No le parece?
Le adiviné frecuentador de prostíbulos y bares de alterne.
Me encogí de hombros.
–Pero era una santa. O eso decían los que la conocieron.
Y ahora vámonos –miró el reloj–. A no ser que haya decidido perder el avión.
Había dejado el maletín junto a mi equipaje y no tuve
que rogarle que me acompañara a la habitación. Abrí la puerta. Me asomé angustiado.
Nadie.
Arrastré las maletas por el pasillo. Al pasar delante
del siete del francés oí el sonido de una llave en la cerradura. Me detuve.
–¿Se va? –preguntó De la Motte apareciendo en el umbral.
Vestía un batín de damasco (como las paredes de su alcoba
en el château de La Loire) y calzaba unas babuchas de un azul intenso. Se
le veía fresco, recién afeitado y en plena forma. Recordé que en un momento de la
noche le creí muerto y sentí una inmensa alegría al comprobar que seguía vivo. Le
abracé.
–¡Qué lástima que se vaya! Quería enseñarle mis cuadros
y agradecerle su compañía. Fue una velada inolvidable, ¿verdad?
Van Logan nos miró de reojo, carraspeó y siguió avanzando
con su maletín. Le alcancé enseguida. No debía separarme de él ni un segundo. Al
llegar a Recepción, Balik reparó en mis maletas, comprendió que me iba y empezó
a preparar la cuenta.
Yo aproveché para mirar otra vez las fotografías de
la pared. En unas estaba escrito Belinda y Elliot. En otras Elliot y Blue.
–Ajajash –dijo Balik.
Sabía que no era cierto. Que ni el pintor ni yo habíamos
muerto, ni Balik, por tanto, había tenido que peinar la zona y hacerse cargo de
nuestros cuerpos. Pero si no hubiera sido así, si mis sospechas nocturnas hubieran
resultado ciertas, seguro que Balik se habría comportado de la misma forma. Con
respeto y cariño. A punto estuve de abrazarle, pero sentí la mirada estupefacta
del holandés, recordé su reciente carraspeo, me vi vagando entre tules por la habitación,
y no llegué a hacerlo. Van Logan dijo: “Vámonos ya”, pero su expresión denotaba
a las claras sus pensamientos. “¿También con éste?”, se estaba preguntando en silencio.
No recuerdo nada en absoluto del viaje junto al holandés.
Nada más subir al camión me quedé frito. Cuando desperté era de noche y estábamos
en el aeropuerto. Van Logan había facturado las mercancías, me entregaba un pasaje,
explicaba que se había tomado la libertad de hurgar en mis bolsillos, me devolvía
el cambio y, como si yo fuera un fardo, una bagatela o una nadería, me depositaba
con resolución al pie de la escalerilla.
Me despedí de Van Logan, de África en toda su inmensidad,
en la puerta del avión. Ocupé el asiento que me indicó la azafata, miré el reloj
y mi último pensamiento fue para Balik. Era la hora. También yo, como él, regresaba
a casa. Cerré los ojos.
–¿A casa? –me pareció oír–. ¿Y quién le espera en casa?
Los abrí sobresaltado.
–Isabel, César, Bruno… –murmuré.
El asiento contiguo estaba vacío y la azafata perdida
en un extremo del pasillo.
Volví a cerrar los ojos. Pero no logré dormir en todo
el viaje.
La familia me encontró raro.
–Te encuentro raro –dijo mi mujer.
A los chicos les sucedió exactamente lo mismo. Me encontraron
raro. Pero, fieles a su costumbre de no desperdiciar energías, se abstuvieron de
hacérmelo notar. Mis hijos no hablaban. Por lo menos conmigo. Entre ellos, en cambio,
no dejaban de intercambiar mensajes con los ojos fijos en su móvil, aunque se encontraran
en la misma habitación o sentados en el sofá, uno al lado de otro. Algunos debían
de ser muy chistosos. Porque de pronto se miraban, me miraban, volvían a su móvil
y se echaban a reír. Sin el menor disimulo.
En la cocina también se hablaba de mí.
–Al señor le han hecho algo –dijo en una ocasión la
ecuatoriana que llevaba con nosotros varios años–. Una brujería.
–Pues yo lo encuentro muy amable –terció una gallega
a la que apenas conocía.
Me gustaba escucharlas. Hablaban de hechizos, de pócimas,
de embrujos, de conjuros, de ataduras y de maldiciones, y se preocupaban sinceramente
por mí. Después, sin dejar de lavar platos o preparar la comida, recordaban historias
y casos sucedidos en sus pueblos de origen. Algunos los habían presenciado con sus
propios ojos. Otros no, pero se declaraban dispuestas a poner la mano en el fuego
para demostrar su veracidad. Nunca llegué a enterarme del final de los sucesos.
En cuanto se percataban de mi presencia, cambiaban de tema. De nada me servía pedir
una cerveza, un vaso de agua fresca o algo para picar.
–Ahorita se lo llevamos al salón.
–Sí, señor. No se moleste.
Me tenían cariño. Y respeto. Pero mi lugar no era la
cocina.
A los pocos días decidí ponerme a trabajar. Abrí el
cargamento de estatuillas que hasta entonces había permanecido cerrado y escogí
las mejores. Muchas habían sufrido desperfectos durante el viaje. Demasiadas. Tal
vez venían ya defectuosas de origen. ¿Cómo saberlo? No había tenido tiempo ni ánimos
para revisar la partida cuando debí hacerlo. Un descuido imperdonable. Las rocié,
como siempre, con un preparado de mi invención y las sepulté en la parte trasera
del jardín. En pocos meses estarían listas. Como siempre.
La familia (pero no quisiera extenderme en ese tedioso
tema) pareció tranquilizarse con mi recuperada afición al trabajo. Me observaron
manipulando probetas en el laboratorio, asistieron al entierro del material y mi
mujer, incluso tal vez por la alegría que le producía saberme ocupado, me dedicó,
en dos ocasiones por lo menos, frases laudatorias acerca de mi patente habilidad
para el envejecimiento, la falsificación y el arte.
Todo volvía a ser como antes. Yo dejaba de vagar por
la casa como un alma en pena, permanecía encerrado en el laboratorio preparando
el tratamiento final y dentro de unos meses empezaría a llegar el dinero a espuertas.
El dinero, sí… Pero ¿era sólo eso? Dudé de mi mujer. De los chicos no. A ellos siempre
les había interesado el dinero.
–Por las noches hablas –dijo mi mujer (y yo lamento
tener que volver a referirme a ella) –. Dices cosas incomprensibles, pero sobre
todo “Blue”. Una y otra vez. ¿Quién es Blue?
Mis dudas tenían fundamento. A mi mujer no le preocupaba
únicamente el dinero, sino la seguridad de que no iba a producirse ninguna interferencia
que me impidiera seguir aportando dinero.
–Suena a chica de alterne –continuó en el más puro estilo
Van Logan.
Estaba celosa. En cierta forma, por lo menos. Me armé
de paciencia.
–Blue quiere decir azul.
–¡Gracias! había olvidado que era licenciada en literatura
inglesa. No sabes cómo me tranquilizas.
Los chicos se pusieron a reír. Me habría gustado que
no estuvieran allí, en el comedor, y, sobre todo, que no fueran mis hijos. Pero
no había duda. Eran mi vivo retrato en lo físico de cuando era adolescente. Ahora
dejaban de comer y volvían al tráfico de mensajes.
–Dilo ya, aquí, delante de tus hijos –mi mujer (no tengo
más remedio que volver a ella) había perdido el menor sentido de la discreción–.
¿Quién es esa Azul que te ha sorbido el seso? Tenemos derecho a saberlo.
Dudé entre refugiarme en el laboratorio o permanecer
en silencio. Hice un esfuerzo y opté por el camino más difícil: la franqueza. Tal
vez merecían una oportunidad.
–Azul es el mar dije, el cielo, los ojos del padre Berini,
un punto en las pupilas de la hermana Hurí y una dama inglesa que, si viviera aún,
tendría más de cien años. También, a ratos, el mijo puede ser azul, el jubsaka,
los tawtaws, el Wana Wana, cualquier estatuilla enterrada en el jardín o una noche
de insomnio en el Masajonia. Y posiblemente… el Heliobut.
Iba a proseguir (había decidido sincerarme, ya lo he
dicho), pero fui interrumpido por unas carcajadas. Esta vez me encolericé. Le arrebaté
el móvil al hijo más próximo. Leí: “Está zumbado”. Recordé a McKenzie.
–McKenzie –pensé en voz alta–. No era inglés, sino irlandés.
Mi mujer me quitó el celular y se lo devolvió al chico.
–Y encima violento. Y cínico. Y prepotente. ¿Quién te
has creído que eres?
Mi mujer (otra vez, lo siento) me produjo una pena inmensa.
¿Creerme yo algo? Yo no era nada. O casi nada. Menos que una mosquitera, un sillón
de orejas o un insecto. El casi, esta vez, me confortó. Ellos eran todavía menos.
Aunque, pobres, no tuvieran la menor idea de que casi no eran.
–Sí, el Heliobut –continué. Ya que no eran nada, nada
me impedía seguir pensando en voz alta–. Procede de Elliot y de Blue, pero es como
si hubiese adquirido vida propia. Nadie, al nombrarlo, piensa ya en los antiguos
propietarios. Se trata de un mal, tal vez de una fiebre que no se traduce en décimas
y que ataca únicamente a los tawtaws. Tampoco el padre Berini, que lo sabe todo,
puede o quiere formularlo con claridad. Dice que es como una gripe y recomienda
pasarla en cama. La enfermedad debe seguir su curso. Van Logan le echa las culpas
al manglar. Pero Berini es un bozzero y el holandés una mezcla de rufián y hada
madrina. Me ha vendido material defectuoso… ¡Qué más da! El mijo era azul y Van
Logan me salvó la vida.
Me detuve para beber un poco de vino. Empezaba a sentirme
bien.
–Azul –dije–. Como los ojos del misionero o las babuchas
de Jean Jacques Auguste de la Motte. Azul… –entonces lo entendí.
Se trata de una fiebre. ¡La fiebre azul!
Eso era. ¡Por fin! Había conseguido formularlo. Heliobut
no tenía para mí el menor significado, pero sí, en cambio, ¡fiebre azul! Había vencido.
Algo se retiraba derrotado y en su lugar fiebre azul se instalaba benéficamente
en el sillón de orejas explicando los delirios de la noche y cargando con toda la
responsabilidad. El mal, o lo que fuera, tenía nombre. Me serví otra copa.
–¡Fiebre azul! –grité–. He aquí el diagnóstico.
De pronto los vi en azul. Fue sólo un momento. Me miraban
como si supieran, ellos también, que yo era pequeño, muy pequeño… Pero no se trataba
de eso. Los chicos estaban congestionados de aguantarse la risa. Mi mujer seguía
furiosa. No había creído una palabra de lo que acababa de explicar. O no se había
molestado en escucharme. O lo había intentado y se había hecho un lío. Tal vez hubiera
debido empezar por el principio. Contarles quién era Berini, mis tratos con Van
Logan, lo que significa tawtaw y un largo etcétera. Pero había llegado a olvidarme
de su existencia. En realidad hablaba sólo para mí mismo. Mi mujer volvió a la carga.
–Y merodeas por la cocina en cuanto piensas que no te
vemos. ¿Qué buscas allí?
Me fui al laboratorio. Cerré con llave y pensé en China.
Casi todos mis conocimientos, el arte de envejecer, sepultar, de dar, en definitiva,
gato por liebre, los había adquirido en China. Es más, los había sufrido en mis
propias carnes la primera vez que fui a China en viaje de negocios. Sabía que, durante
la Revolución Cultural y los traslados forzosos, muchos, a la espera de tiempos
más propicios, enterraron sus pertenencias en el campo. Muebles, arquillas, porcelanas,
láminas, libros… Bienes heredados, joyas de familia o cualquier objeto de simbología
religiosa odioso, en aquellos años, a los ojos del régimen. El subsuelo del país
estaba lleno de tesoros que ahora afloraban de continuo en los lugares más impensados.
Los restos de tierra integrados en los resquicios daban cuenta de sus vicisitudes
y su autenticidad. Por lo menos al principio. Porque o los tesoros se agotaron o
los vendedores vieron el cielo abierto. Lo cierto es que se pusieron a fabricar
todo tipo de antigüedades con que satisfacer la creciente demanda. Eran hábiles,
sabían cómo engatusarte. Me enseñaron polvorientos arcones de madera de alcanfor
y los bienes heredados que habían logrado salvar en su interior. Me endilgaron lo
que les vino en gana. Y yo, a mi regreso, aprendí la lección. En adelante se tratara
de China, la India o de mi viaje más reciente, África, ya no buscaría antigüedades
sino objetos que, con el debido tratamiento, pudieran pasar por antigüedades. Ahí
empezó mi fortuna. Y la de la familia.
–Iré a China –dije al regresar al comedor.
No les pareció ni bien ni mal. O, por lo menos, se abstuvieron
de darme su opinión, cosa que agradecí. Les imaginé cavilando. África no había dado
los frutos previstos, de ahí mi depresión o mi trastorno, y volvía a China. En el
fondo estaban de acuerdo. Lo importante era mantener un nivel de vida y perderme
de vista por un tiempo. A mí, en cierta forma, me ocurría lo mismo. Necesitaba descansar.
De ellos.
Aunque ¿de qué me podía quejar? El culpable era yo,
la nada repugnante durmiendo a pierna suelta, y la familia, como el Heliobut, no
es casi nunca una casualidad. Sólo un merecimiento.
La idea no me gustó. ¿Y si en vez de un merecimiento
fuera una simple contingencia? Recité en voz baja sus nombres Isabel, César, Bruno
y, con un poco de trampa, compuse una palabra. Bel de Isabel, Ce de César y Bú aquí
la licencia de Bruno. ¡Belcebú! Había huido del Heliobut y ahora iba a liberarme
de Belcebú. Cuanto antes. Crucé los dedos.
–Belcebú… –murmuré complacido.
Los chicos se tronchaban de risa. Mejor así. Que se
desahogaran. No fueran a caer enfermos y me complicaran las cosas. Mi mujer (y ésta
sí es la última vez que hablo de ella) pegó un golpe en la mesa.
–¿Belle Blue? –preguntó a gritos–. ¡Y dale! ¡Blue, Blue…!
¡No puedes sacártela de la cabeza!
Desenterré las estatuillas, las sometí al tratamiento
final, las vendí por un precio desorbitado y compré un pasaje a Pekín. Pero no llegué
nunca.
Había reservado habitación en el China World. El mejor.
No pensaba privarme de nada. Mis contactos, Lin Pi Shang, Fu Shing y un tal Schneider,
estaban ya al tanto de mi llegada. También el intérprete, José Pong, un chino-peruano
que me había sido recomendado con entusiasmo. Llevaba un montón de libros en el
equipaje de mano. Libros leídos, en su día subrayados, anotados de los que, cosa
curiosa, no conservaba el menor recuerdo. La Chine et les Chinois, China
hoy, etcétera. El viaje era largo. Toda una jornada. Pero a las dos horas escasas
de vuelo un desperfecto en el motor unido a una poderosa tormenta nos obligó a un
improvisado cambio de ruta, primero, y a una escala forzosa poco después. “Bengasi”,
informó el sobrecargo por los altavoces. ¿Bengasi? El avión estaba lleno de ejecutivos
malhumorados que como un eco repitieron “¡Bengasi!”. Yo, en cierto modo, también
era un ejecutivo un ejecutivo de mí mismo, para ser exactos, pero el incidente no
alteraba esencialmente mis planes. Pi Shang, Fu Shing y Schneider podían esperar.
Incluso me atrevería a decir que era bueno que se impacientasen. El único problema
era José Pong. Si resultaba tan fuera de serie como se me había asegurado, alguien,
sin duda, se apresuraría a contratar sus servicios y me quedaría sin intérprete.
Ése era el único punto negro. Pong. Pedí un té en la cafetería del aeropuerto y
abrí un libro. La Chine et les Chinois. Lo cerré. Estaba en Libia y China
quedaba muy lejos.
La compañía nos ofreció dos opciones. Regresar al punto
de partida (posibilidad que deseché de inmediato) o esperar en Bengasi, con los
gastos pagados, a que el aparato fuera reparado. Hubo una tercera. Una iniciativa
que partió de un par de ejecutivos de singular fiereza, y que más que una opción
era una exigencia. ¡Que nos devolvieran el dinero! ¡Que nos indemnizaran! Me uní
a los sediciosos. No me veía envejeciendo en Bengasi. Protestar, además, es un saludable
ejercicio que suele ponerme de buen humor. Me enfurecí, reclamé mis derechos, amenacé
con demandas y juicios, redoblé mi cólera, me convertí en cabecilla de la rebelión
y conseguí lo que quería. Nos devolvieron el importe del pasaje, más un considerable
plus en atención a daños y perjuicios, y me puse de buen humor. Mis ocasionales
amigos, después de las felicitaciones de rigor, desplegaron un mapa. Eran viajeros
avezados. En pocos segundos marcaron con bolígrafo rojo un itinerario sorprendente.
Discutieron entre ellos, barajaron nombres de compañías, consultaron horarios, enviaron
y recibieron mensajes electrónicos, sopesaron ventajas e inconvenientes y finalmente
se pusieron de acuerdo. Desde cierto lugar (hundieron sus dedos en un punto de África)
podríamos abordar, sin ningún problema, un avión con destino a Pekín. Nos estrechamos
la mano con euforia. Ya estaba hecho.
Abordamos felices el primer avión como si fuera la decisión
más importante de toda nuestra vida. Para mí lo fue. Pero entonces aún no podía
saberlo. Mi asiento era el siete. Hasta aquí nada de extraordinario. El siete estaba
impreso en el respaldo y también, en relieve, sobre la ventanilla. Instintivamente
lo toqué. Me refiero al que estaba sobre la ventanilla. Y entonces, en un rápido
contoneo que me resultó familiar, giró sobre sí mismo, se balanceó y terminó convirtiéndose
en una ele. Lo miré atónito. ¿Había sido yo? ¿O era la mano de la fatalidad la que
me prevenía de algo y me conducía a través del inescrutable continente? En la primera
escala (me abstendré de precisar el nombre) el olor a mijo y ñame confundido con
especias y perfume me produjo una agradable sensación. También el calor. Y los rostros
de la gente. En la segunda (tampoco incurriré en la estupidez de hablar más de la
cuenta) el avión se llenó de misioneros, monjas, cooperantes, familias de notables
y delegados de organizaciones internacionales. No hubo tercera escala. O sí la hubo.
Pero no se trató propiamente de una escala. Para mis amigos, los fieros ejecutivos,
fue el final de la primera etapa del viaje. De allí se embarcarían con destino a
Pekín. Para mí, la decisión más importante de mi vida. No iría a China.
Ayudé a la fatalidad ¿o debería llamarla providencia?
y me informé de los vuelos inmediatos. En menos de dos horas despegaba un Fokker.
Tuve suerte. El Fokker me conducía precisamente a donde deseaba ir. Mi asiento esta
vez no tenía número, pero si contaba de izquierda a derecha (dos a la izquierda,
pasillo, dos a la derecha) yo ocupaba la segunda fila (a la derecha) y era exactamente
el séptimo pasajero. El dato me bastó. La providencia me hacía trabajar. Pero no
me había abandonado.
Llegué de madrugada al pequeño aeropuerto que conocía
bien. (Tampoco diré el nombre. Ahora menos que nunca puedo permitirme un desliz.)
Contraté los servicios de un chófer. “Hotel limpio”, dijo sin preguntarme. “No lejos
de aquí.” Me senté a su lado dispuesto a aguantar las largas horas de viaje. Estaba
amaneciendo. Reconocí mangos, palmeras, ceibas y baobabs. Saludé con la mano a niños
madrugadores de los poblados que íbamos dejando en el camino. En un momento, aproximadamente
a mitad del viaje, el conductor frenó en seco. “Padre Berini”, dijo, y señaló hacia
una casa blanca. “Muy bueno. Un santo”. Yo le indiqué que continuara. “Otro día”,
añadí. Pero en esta ocasión era sincero. Claro que conversaría con el misionero.
Al día siguiente o al otro. No tenía prisa. Antes de dejar atrás la misión me fijé
en un tendedero del que pendían tres hábitos secándose al sol. El viento los balanceaba
con distinta fortuna. Dos se ondulaban pesadamente (como si estuvieran todavía mojados
y el agua les restara movilidad). El tercero, en cambio, era la viva imagen de la
liviandad, la gracia, la armonía. Adiviné enseguida a quién pertenecía.
El calor empezó a pegar de lo lindo y el conductor me
tendió un pañuelo. Me cubrí la cabeza. No iba vestido de África sino de China. Una
imprevisión excusable que me apresuraría a subsanar en cuanto hubiera descansado.
Llegamos al Wana Wana. No había abierto aún. Unas cuantas mujeres esperaban a la
puerta, inmóviles como estatuas, junto a cuencos de mango fermentado.
Wana Wana dijo mi cicerone, y a los pocos metros volvió
a frenar.
En el camino había un coche parado rodeado de humo.
Los dos conductores se pusieron a hablar en su lengua. Yo me fijé en la cantidad
de bártulos desperdigados en el suelo. Una maleta, dos maletines, un neceser, dos
cajas de óleos y un caballete y varias telas.
–¡De la Motte! –grité esperanzado.
Una cara tiznada apareció tosiendo entre la humareda.
–¡Qué alegría! –dijo sonriendo. Tenía una mano negra,
la derecha, y otra blanca, la izquierda. Quiso limpiarse la derecha y se tiznó las
dos. Me ofreció la izquierda–. No estoy muy presentable –se excusó.
Nos hicimos cargo del pintor y de su equipaje. No le
pregunté adónde iba. Lo sabía perfectamente.
–He estado viajando –explicó–. Pero no he encontrado
en ningún lugar un hotelito semejante al nuestro. Tampoco en ningún lugar he logrado
pintar tan a gusto. En realidad no he pintado.
Abrió levemente el envoltorio de una tela. Asomó una
esquina azul.
–Es lo último que hice. Hace unos meses. Lo empecé aquí
y lo acabaré aquí. Ya no soy figurativo, ¿sabe? Ahora juego con el color. Me fascina
el azul. No es un color frío, como cree la gente. El azul es… ¡todo! Las posibilidades
son inmensas.
Asentí.
–¿Y usted? –preguntó cortésmente–. ¿Qué ha sido de usted
durante todo este tiempo?
–Vengo de Libia –respondí únicamente.
Habíamos llegado. El conductor desapareció en el porche
y yo ayudé a De la Motte con su equipaje.
–Ojalá haya habitación –murmuró.
–La habrá –dije resuelto.
El conductor nos llamaba desde el porche agitando un
brazo. “¡Sólo una!”, gritó sonriendo. “¡Una sólo!” De la Motte y yo nos miramos
consternados.
–¡Qué contratiempo! –dijo el pintor. Y bajó la voz–.
Padezco bruxismo, ¿sabe usted?
No. Yo no lo sabía. Pero la idea de compartir dormitorio
con De la Motte me parecía más que un contratiempo.
–Los dientes me castañetean por la noche.
Creo que puse los ojos en blanco. No estoy seguro.
–Como duermo profundamente –prosiguió– no me doy cuenta.
Pero debe de ser muy desagradable para los otros…
Debía de sentirme muy cansado, porque su generosidad
me enterneció. Lo que realmente le preocupaba era mi descanso.
–¡Sólo una! –volvió a gritar el conductor desde el porche.
¿Por qué sonreía aquel maldito?– ¡Hotel libre!
Empecé a comprender. De todos los sietes disponibles
únicamente uno estaba ocupado. Oí un silbido de alivio. Era el pintor.
Me adelanté y entré en el Masajonia. Todo seguía igual.
La hamaca blanca junto al mostrador, los retratos de los fundadores, el olor a torta
de mijo… Balik, eso era lo único raro, estaba atareado reparando el asa de una maleta.
No quise interrumpirle. Era la primera vez que le veía ocupado en algo. Le observé.
Él debió de notar mi mirada porque alzó la cabeza, me reconoció, depositó la maleta
vacía sobre el mostrador y me dedicó una inmensa sonrisa. Yo también sonreí. Y de
pronto me pareció estar soñando. ¡La maleta! Ahí estaba, entre Balik y yo, la maleta
de juguete de la voluntaria. No podía creer en mi suerte. ¡La voluntaria!
–¡Ajajash! –dijo Balik sin disimular su contento.
Apenas pude devolverle el saludo. Estaba emocionado.
–Ajajash –pronuncié tímidamente.
Y, por primera vez en mucho tiempo, me sentí en casa.
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