Agustín Monsreal
Suele suceder, con harta frecuencia, que por exigencias del trabajo asalariado,
por andar a salto de cama a causa del amor, o simplemente por condescender a las
tentaciones no del todo interpretables del sueño (incluidas en éste las aspiraciones
francas o veladas de fama, dinero, posición social), deja uno de escribir esa página
pendiente desde hace días, semanas quizá, y empieza a convertir la vida en un saco
roto de promesas y proyectos para después, cuando haya tiempo.
Ah, pero ocurre que el tiempo es una especie de amante
caprichosa y posesiva que siempre y cada vez más se las arregla para no permitirnos
hacer nada. Nos envuelve con sus insinuaciones, con sus mañas, con sus cantos sediciosos,
y uno, que al igual que el Ulises de Julio Torri está dispuesto a perderse, cede
al dulce veneno de la pereza, se dedica con fruición de potentado a engordar del
alma y, como alguien que huye a ciegas de la alcoba donde la querida duerme, se
despoja también del continente de placer que prodiga la lectura.
Digo, la lectura de aquellos autores que, entre otras
cosas elementales, enseñan a pensar y a escribir: Shakespeare, Cervantes, Balzac,
Thomas Mann, Proust. ¿Lo digo en serio? ¿Tengo idea acaso de lo que eso significa?
Casi no hay tiempo ni para respirar y este loco pretende tirarlo por la alcantarilla.
No, manito, la época no está para tamaños desperdicios. Si alcanzas a barnizarte
con la literatura del día, date por bien servido y punto. Acuérdate de lo que dijo
el viejo France: “La vida es muy corta, y Proust muy largo”. (Sólo que el vasto
Anatole sí se partió el alma para legar una obra.)
Y entonces, por la exclusiva y grandísima culpa de esa
Circe corruptora e implacable que es el tiempo, uno se da la espalda a sí mismo,
se afilia a la moda en turno y, para taparle la boca a cualquier probable reclamo
de la conciencia, para estar en forma ante los demás, proclama que esos clásicos
son muy aburridos y que no sirven para maldita la cosa. Y que se pudran, para acabar
pronto.
Claro, esta pobre alharaca no es sino una manera cómoda
y chata de encubrir la ignorancia, de excusar y justificar la falta de estatura,
de maquillar a la mediocridad con los polvos de una dudosa audacia, de un valor
arrabalero, de una inteligencia torcida. Uno generalmente menosprecia lo que no
es capaz de entender. Y no cualquiera tiene la vocación tan bien puesta como para
fajarse con las imposturas y limitaciones que le impone el mundo, y vencerlas. Ellos,
los autores cuyas obras se mantienen vivas a pesar de la escasa generosidad del
tiempo, supieron hacerlo. Tal vez eso sea lo que nos molesta y nos acobarda.
Sí, ya sé, es verdad, las depredaciones de tiempo que
sufre uno a manos de las necesidades de supervivencia son múltiples, angustiosas,
ofensivas; sin embargo, también es cierto que somos fáciles de sobornar por las
intrascendencias sociales; que no pocas veces nos sobra anhelo de notoriedad, ansia
de fotogenia política o burocrática; que nos dejamos cultivar más de la cuenta por
los guiños escenográficos de lo insustancial; que nos malbaratamos en componendas,
charlatanerías, bobaliconadas. Y luego, a la hora de dar la cara, con intensa rabieta
o con lágrima furtiva, se queja uno de lo que tú ya sabes, mano, la falta de tiempo.
Y de repente, en alguna de esas ráfagas de contrición
que se nos cuelan en el alma por el ojo de un insomnio, te topas de frente con ese
testigo censuratorio que eres tú mismo y, puestos a hablar sin tapujos, confesionariamente,
con los redaños en su sitio, vamos a ver: ¿De veras no nos queda tiempo para nada?
¿No será más bien que nuestra pasión por la literatura es demasiado benigna? ¿No
será que la amamos sin convicción; que creemos enamoramiento lo que no pasa de ser
un débil entusiasmo? Recuerda lo que dijo aquella vez Onetti: que el verdadero escritor
siempre encuentra la manera de robarle una hora al patrón, al amor o al sueño. Así
que quítate de pretextos. Porque el tiempo, como la soledad, es un instrumento de
trabajo que debemos aprender a usar.
Y después de una medianamente exhaustiva meditación,
justo cuando ha llegado uno a la decisión definitiva de alimentar su voluntad, de
fortalecer su disciplina, de asumir el máximo rigor, en fin, de no malversar más
el ya de por sí exiguo tiempo; justo entonces, decía, me viene a la mente que esta
noche tengo que ir al coctel de Alterego, ni modo de dejarlo colgado, pero antes
voy a darme una vuelta por la librería, a ver qué novedades encuentro, y mañana
debo llevar a Coco al cine, y pensándolo mejor, no me puedo sentar a escribir si
antes no tengo la idea bien madura en la cabeza, robador de tiempo, ya me imagino,
bonito me vería escondido en el baño leyendo a Sófocles. ¿No te lo dije? Sí, qué
tonta, qué triste, qué obviamente inútil es nuestra imagen en el espejo, a veces.
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