lunes, 28 de febrero de 2022

Niña perversa

Isabel Allende

 

A los once años Elena Mejías era todavía una cachorra desnutrida, con la piel sin brillo de los niños solitarios, la boca con algunos huecos por una dentición tardía, el pelo color de ratón y un esqueleto visible que parecía demasiado contundente para su tamaño y amenazaba con salirse en las rodillas y en los codos. Nada en su aspecto delataba sus sueños tórridos ni anunciaba a la criatura apasionada que en verdad era. Pasaba desapercibida entre los muebles ordinarios y los cortinajes desteñidos de la pensión de su madre. Era sólo una gata melancólica jugando entre los geranios empolvados y los grandes helechos del patio o transitando entre el fogón de la cocina y las mesas del comedor con los platos de la cena. Rara vez algún cliente se fijaba en ella y si lo hacía era sólo para ordenarle que rociara con insecticida los nidos de las cucarachas o llenara el tanque del baño, cuando la crujiente carcasa de la bomba se negaba a subir el agua hasta el segundo piso. Su madre, agotada por el calor y el trabajo de la casa, no tenía ánimo para ternuras ni tiempo para observar a su hija, de modo que no supo cuándo Elena empezó a mutarse en un ser diferente. Durante los primeros años de su vida había sido una niña silenciosa y tímida, entretenida siempre en juegos misteriosos, que hablaba sola por los rincones y se chupaba el dedo. Sus salidas eran sólo a la escuela o al mercado, no parecía interesada en el bullicioso rebaño de niños de su edad que jugaban en la calle.

La transformación de Elena Mejías coincidió con la llegada de Juan José Bernal, el Ruiseñor, como él mismo se había apodado y como lo anunciaba un afiche que clavó en la pared de su cuarto. Los pensionistas eran en su mayoría estudiantes y empleados de alguna oscura dependencia de la administración pública. Damas y caballeros de orden, como decía su madre, quien se vanagloriaba de no aceptar a cualquiera bajo su techo, sólo personas de mérito, con una ocupación conocida, buenas costumbres, la solvencia suficiente para pagar el mes por adelantado y la disposición para acatar las reglas de la pensión, más parecidas a las de un seminario de curas que a las de un hotel. Una viuda tiene que cuidar su reputación y hacerse respetar, no quiero que mi negocio se convierta en nido de vagabundos y pervertidos, repetía con frecuencia la madre, para que nadie –y mucho menos Elena– pudiera olvidarlo. Una de las tareas de la niña era vigilar a los huéspedes y mantener a su madre informada sobre cualquier detalle sospechoso. Esos trabajos de espía habían acentuado la condición incorpórea de la muchacha, que se esfumaba entre las sombras de los cuartos, existía en silencio y aparecía de súbito, como si acabara de retornar de una dimensión invisible. Madre e hija trabajaban juntas en las múltiples ocupaciones de la pensión, cada una inmersa en su callada rutina, sin necesidad de comunicarse. En realidad se hablaban poco y cuando lo hacían, en el rato libre de la hora de la siesta, era sobre los clientes. A veces Elena intentaba decorar las vidas grises de esos hombres y mujeres transitorios, que pasaban por la casa sin dejar recuerdos, atribuyéndoles algún evento extraordinario, pintándolas de colores con el regalo de algún amor clandestino o alguna tragedia, pero su madre tenía un instinto certero para detectar sus fantasías. Del mismo modo descubría si su hija le ocultaba información. Tenía un implacable sentido práctico y una noción muy clara de cuanto ocurría bajo su techo, sabía con exactitud qué hacía cada cual a toda hora del día o de la noche, cuánta azúcar quedaba en la despensa, para quién sonaba el teléfono o dónde habían quedado las tijeras. Había sido una mujer alegre y hasta bonita, sus toscos vestidos apenas contenían la impaciencia de un cuerpo todavía joven, pero llevaba tantos años ocupada de detalles mezquinos que se le habían ido secando la frescura del espíritu y el gusto por la vida. Sin embargo, cuando llegó Juan José Bernal a solicitar un cuarto de alquiler, todo cambió para ella y también para Elena. La madre, seducida por la modulación pretenciosa del Ruiseñor y la sugerencia de celebridad expuesta en el afiche, contradijo sus propias reglas y lo aceptó en la pensión, a pesar de que él no calzaba para nada con su imagen del cliente ideal. Bernal dijo que cantaba de noche y por lo tanto debía descansar durante el día, que no tenía ocupación por el momento, así es que no podía pagar el mes adelantado y que era muy escrupuloso con sus hábitos de alimentación y de higiene, era vegetariano y necesitaba dos duchas diarias. Sorprendida, Elena vio a su madre registrar sin comentarios al nuevo huésped en el libro y conducirlo hasta la habitación arrastrando a duras penas su pesada maleta, mientras él llevaba el estuche con la guitarra y el tubo de cartón donde atesoraba su afiche. Disimulándose contra la pared, la niña los siguió escaleras arriba y notó la expresión intensa del nuevo huésped a la vista del delantal de percal pegado a las nalgas húmedas de sudor de su madre. Al entrar al cuarto Elena encendió el interruptor y las grandes aspas del ventilador del techo comenzaron a girar con un silbido de hierros oxidados.

Desde ese instante cambiaron las rutinas de la casa. Había más trabajo, porque Bernal dormía a las horas en que los demás habían partido a sus quehaceres, ocupaba el baño durante horas, consumía una cantidad abrumadora de alimentos de conejo que debían cocinarse por separado, usaba el teléfono a cada rato y enchufaba la plancha para repasar sus camisas de galán, sin que la dueña de la pensión le reclamara pagos extraordinarios. Elena volvía de la escuela con el sol de la siesta, cuando el día languidecía bajo una terrible luz blanca, pero a esa hora él todavía estaba en el primer sueño. Por orden de su madre, se quitaba los zapatos, para no violar el reposo artificial en que parecía suspendida la casa. La niña se dio cuenta de que su madre cambiaba día a día. Los signos fueron perceptibles para ella desde el principio, mucho antes de que los demás habitantes de la pensión empezaran a cuchichear a sus espaldas. Primero fue el olor, un aroma persistente de flores, que emanaba de la mujer y se quedaba flotando en el ámbito de los cuartos por donde ella pasaba. Elena conocía cada rincón de la casa y su largo hábito de espionaje le permitió descubrir el frasco de perfume detrás de los paquetes de arroz y los tarros de conservas en la despensa. Luego notó la línea de lápiz oscuro en los párpados, el toque de rojo en los labios, la ropa interior nueva, la sonrisa inmediata cuando Bernal bajaba por fin al atardecer, recién bañado, con el pelo todavía húmedo, y se sentaba en la cocina a devorar sus extraños guisos de faquir. La madre se sentaba al frente y él le contaba episodios de su vida de artista, celebrando cada una de sus propias travesuras con una risa fuerte que le nacía en el vientre.

Las primeras semanas Elena sintió odio por ese hombre que ocupaba todo el espacio de la casa y toda la atención de su madre. Le repugnaba su pelo engrasado con brillantina, sus uñas barnizadas, su manía de escarbarse los dientes con un palito, su pedantería y su descaro para hacerse servir. Se preguntaba qué veía su madre en él, era sólo un aventurero de poca monta, un cantante de bares míseros de quien nadie había oído hablar, tal vez un rufián, como había sugerido en susurros la señorita Sofía, una de las pensionistas más antiguas. Pero entonces, una tarde caliente de domingo, cuando no había nada que hacer y las horas parecían detenidas entre las paredes de la casa, Juan José Bernal apareció en el patio con su guitarra, se instaló en un banco bajo la higuera y empezó a pulsar las cuerdas. El sonido atrajo a todos los huéspedes, que fueron asomándose uno a uno, primero con cierta timidez, sin comprender muy bien la causa de tanta bulla, pero luego sacaron entusiasmados las sillas del comedor y se acomodaron alrededor del Ruiseñor. El hombre tenía una voz vulgar, pero era entonado y cantaba con gracia. Conocía todos los viejos boleros y las rancheras del repertorio mexicano y algunas canciones guerrilleras sembradas de palabrotas y blasfemias, que hicieron sonrojar a las mujeres. Por primera vez, desde que la niña podía recordar, hubo en la pensión un ambiente de fiesta. Cuando oscureció encendieron dos lámparas de parafina para colgarlas de los árboles y trajeron cervezas y la botella de ron reservada para curar resfríos. Elena sirvió los vasos temblando, sentía las palabras de despecho de esas canciones y los lamentos de la guitarra en cada fibra del cuerpo, como una fiebre. Su madre seguía el ritmo con un pie. De súbito se levantó, la tomó de las manos y las dos empezaron a bailar, seguidas de inmediato por los demás, incluyendo a la señorita Sofía, toda remilgos y risas nerviosas. Por un largo rato, Elena se movió siguiendo la cadencia de la voz de Bernal, apretada contra el cuerpo de su madre, aspirando su nuevo olor a flores, totalmente dichosa. Pronto, sin embargo, notó que la rechazaba con suavidad, separándola para seguir sola. Con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, la mujer ondulaba como una sábana secándose en la brisa. Elena se retiró y poco a poco también los demás volvieron a sus sillas, dejando a la dueña de la pensión sola al centro del patio, perdida en su danza.

Desde esa noche Elena vio a Bernal con ojos nuevos. Olvidó que detestaba su brillantina, su escarbadientes y su arrogancia, y cuando lo veía pasar o lo escuchaba hablar recordaba las canciones de aquella fiesta improvisada y volvía a sentir el ardor en la piel y la confusión en el alma, una fiebre que no sabía poner en palabras. Lo observaba de lejos, a hurtadillas, y así fue descubriendo aquello que antes no supo percibir, sus hombros, su cuello ancho y fuerte, la curva sensual de sus labios gruesos, sus dientes perfectos, la elegancia de sus manos, largas y finas. Le entró un deseo insoportable de aproximarse a él para enterrar la cara en su pecho moreno, escuchar la vibración del aire en sus pulmones y el ruido de su corazón, aspirar su olor, un olor que sabía seco y penetrante, como de cuero curtido o de tabaco. Se imaginaba a sí misma jugando con su pelo, palpándole los músculos de la espalda y de las piernas, descubriendo la forma de sus pies, convertida en humo para metérsele por la garganta y ocuparlo entero. Pero si el hombre levantaba la mirada y se encontraba con la suya, Elena corría a ocultarse en el más apartado matorral del patio, temblando. Bernal se había adueñado de todos sus pensamientos, la niña ya no podía soportar la inmovilidad del tiempo lejos de él. En la escuela se movía como en una pesadilla, ciega y sorda a todo salvo las imágenes interiores, donde lo veía sólo a él. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? Tal vez dormía boca abajo sobre la cama con las persianas cerradas, su cuarto en penumbra, el aire caliente agitado por las alas del ventilador, un sendero de sudor a lo largo de su columna, la cara hundida en la almohada. Con el primer golpe de la campana de salida corría a la casa, rezando para que él no se hubiera despertado todavía y ella alcanzara a lavarse y ponerse un vestido limpio y sentarse a esperarlo en la cocina, fingiendo hacer sus tareas para que su madre no la abrumara de labores domésticas. Y después, cuando lo escuchaba salir silbando del baño, agonizaba de impaciencia y de miedo, segura de que moriría de gozo si él la tocara o tan sólo le hablara, ansiosa de que eso ocurriera, pero al mismo tiempo lista para desaparecer entre los muebles, porque no podía vivir sin él, pero tampoco podía resistir su ardiente presencia. Con disimulo lo seguía a todas partes, lo servía en cada detalle, adivinaba sus deseos para ofrecerle lo que necesitaba antes de que lo pidiera, pero se movía siempre como una sombra, para no revelar su existencia.

En las noches Elena no lograba dormir, porque él no estaba en la casa. Abandonaba su hamaca y salía como un fantasma a vagar por el primer piso, juntando valor para entrar por fin sigilosa al cuarto de Bernal. Cerraba la puerta a su espalda y abría un poco la persiana, para que entrara el reflejo de la calle a alumbrar las ceremonias que había inventado para apoderarse de los pedazos del alma de ese hombre, que se quedaban impregnando sus objetos. En la luna del espejo, negra y brillante como un charco de lodo, se observaba largamente, porque allí se había mirado él y las huellas de las dos imágenes podrían confundirse en un abrazo. Se acercaba al cristal con los ojos muy abiertos, viéndose a sí misma con los ojos de él, besando sus propios labios con un beso frío y duro, que ella imaginaba caliente, como boca de hombre. Sentía la superficie del espejo contra su pecho y se le erizaban las diminutas cerezas de los senos, provocándole un dolor sordo que la recorría hacia abajo y se instalaba en un punto preciso entre sus piernas. Buscaba ese dolor una y otra vez. Del armario sacaba una camisa y las botas de Bernal y se las ponía. Daba unos pasos por el cuarto con mucho cuidado, para no hacer ruido. Así vestida hurgaba en sus cajones, se peinaba con su peine, chupaba su cepillo de dientes, lamía su crema de afeitar acariciaba su ropa sucia. Después, sin saber por qué lo hacía, se quitaba la camisa, las botas y su camisón y se tendía desnuda sobre la cama de Bernal, aspirando con avidez su olor, invocando su calor para envolverse en él. Se tocaba todo el cuerpo, empezando por la forma extraña de su cráneo, los cartílagos translúcidos de las orejas, las cuencas de los ojos, la cavidad de su boca, y así hacia abajo dibujándose los huesos, los pliegues, los ángulos y las curvas de esa totalidad insignificante que era ella misma, deseando ser enorme, pesada y densa como una ballena. Imaginaba que se iba llenando de un líquido viscoso y dulce como miel, que se inflaba y crecía al tamaño de una descomunal muñeca, hasta llenar toda la cama, todo el cuarto, toda la casa con su cuerpo turgente. Extenuada, a veces se dormía por unos minutos, llorando.

Una mañana de sábado Elena vio desde la ventana a Bernal que se aproximaba a su madre por detrás, cuando ella estaba inclinada en la artesa fregando ropa. El hombre le puso la mano en la cintura y la mujer no se movió, como si el peso de esa mano fuera parte de su cuerpo. Desde la distancia, Elena percibió el gesto de posesión de él, la actitud de entrega de su madre, la intimidad de los dos, esa corriente que los unía con un formidable secreto. La niña sintió que un golpe de sudor la bañaba entera, no podía respirar, su corazón era un pájaro asustado entre las costillas, le picaban las manos y los pies, la sangre pujando por reventarle los dedos. Desde ese día comenzó a espiar a su madre.

Una a una fue descubriendo las evidencias buscadas, al principio sólo miradas, un saludo demasiado prolongado, una sonrisa cómplice, la sospecha de que bajo la mesa sus piernas se encontraban y que inventaban pretextos para quedarse a solas. Por fin una noche, de regreso del cuarto de Bernal donde había cumplido sus ritos de enamorada, escuchó un rumor de aguas subterráneas proveniente de la habitación de su madre y entonces comprendió que durante todo ese tiempo, mientras ella creía que Bernal estaba ganándose el sustento con canciones nocturnas, el hombre había estado al otro lado del pasillo, y mientras ella besaba su recuerdo en el espejo y aspiraba la huella de su paso en sus sábanas, él estaba con su madre. Con la destreza aprendida en tantos años de hacerse invisible, atravesó la puerta cerrada y los vio entregados al placer. La pantalla con flecos de la lámpara irradiaba una luz cálida, que revelaba a los amantes sobre la cama. Su madre se había transformado en una criatura redonda, rosada, gimiente, opulenta, una ondulante anémona de mar, puros tentáculos y ventosas, toda boca y manos y piernas y orificios, rodando y rodando adherida al cuerpo grande de Bernal, quien por contraste le pareció rígido, torpe, de movimientos espasmódicos, un trozo de madera sacudido por una ventolera inexplicable. Hasta entonces la niña no había visto a un hombre desnudo y la sorprendieron las fundamentales diferencias. La naturaleza masculina le pareció brutal y le tomó un buen tiempo sobreponerse al terror y forzarse a mirar. Pronto, sin embargo, la venció la fascinación de la escena y pudo observar con toda atención, para aprender de su madre los gestos que habían logrado arrebatarle a Bernal, gestos más poderosos que todo el amor de ella, que todas sus oraciones, sus sueños y sus silenciosas llamadas, que todas sus ceremonias mágicas para convocarlo a su lado. Estaba segura de que esas caricias y esos susurros contenían la clave del secreto y si lograba apoderárselos, Juan José Bernal dormiría con ella en la hamaca, que cada noche colgaba de dos ganchos en el cuarto de los armarios.

Elena pasó los días siguientes en estado crepuscular. Perdió totalmente el interés por su entorno, inclusive por el mismo Bernal, quien pasó a ocupar un compartimiento de reserva en su mente, y se sumergió en una realidad fantástica que reemplazó por completo al mundo de los vivos. Siguió cumpliendo con las rutinas por la fuerza del hábito, pero su alma estaba ausente de todo lo que hacía. Cuando su madre notó su falta de apetito, lo atribuyó a la cercanía de la pubertad, a pesar de que Elena era a todas luces demasiado joven, y se dio tiempo para sentarse a solas con ella y ponerla al día sobre la broma de haber nacido mujer. La niña escuchó en taimado silencio la perorata sobre maldiciones bíblicas y sangres menstruales, convencida de que eso jamás le ocurriría a ella.

El miércoles Elena sintió hambre por primera vez en casi una semana. Se metió en la despensa con un abrelatas y una cuchara y se devoró el contenido de tres tarros de arvejas, luego le quitó el vestido de cera roja a un queso holandés y se lo comió como una manzana. Después corrió al patio y, doblada en dos, vomitó una verde mezcolanza sobre los geranios. El dolor del vientre y el agrio sabor en la boca le devolvieron el sentido de la realidad. Esa noche durmió tranquila, enrollada en su hamaca, chupándose el dedo como en los tiempos de la cuna. El jueves despertó alegre, ayudó a su madre a preparar el café para los pensionistas y luego desayunó con ella en la cocina, antes de irse a clases. A la escuela, en cambio, llegó quejándose de fuertes calambres en el estómago y tanto se retorció y pidió permiso para ir al baño, que a media mañana la maestra la autorizó para regresar a su casa.

Elena dio un largo rodeo para evitar las calles del barrio y se aproximó a la casa por la pared del fondo, que daba a un barranco. Logró trepar el muro y saltar al patio con menos riesgo del esperado. Había calculado que a esa hora su madre estaba en el mercado, y como era el día del pescado fresco tardaría un buen rato en volver. En la casa sólo se encontraban Juan José Bernal y la señorita Sofía, que llevaba una semana sin ir al trabajo porque tenía un ataque de artritis.

Elena escondió los libros y los zapatos bajo unas mantas y se deslizó al interior de la casa. Subió la escalera pegada a la pared, reteniendo la respiración, hasta que oyó la radio tronando en el cuarto de la señorita Sofía y se sintió más tranquila. La puerta de Bernal cedió de inmediato. Adentro estaba oscuro y por un momento no vio nada, porque venía del resplandor de la mañana en la calle, pero conocía la habitación de memoria, había medido el espacio muchas veces, sabía dónde se hallaba cada objeto, en qué lugar preciso el piso crujía y a cuántos pasos de la puerta estaba la cama. De todos modos, esperó que se le acostumbrara la vista a la penumbra y que aparecieran los contornos de los muebles. A los pocos instantes pudo distinguir también al hombre sobre la cama. No estaba boca abajo, como tantas veces lo imaginó, sino de espaldas sobre las sábanas, vestido sólo con un calzoncillo, un brazo extendido y el otro sobre el pecho, un mechón de cabello sobre los ojos. Elena sintió que de pronto todo el miedo y la impaciencia acumulados durante esos días desaparecían por completo, dejándola limpia, con la tranquilidad de quien sabe lo que debe hacer. Le pareció que había vivido ese momento muchas veces; se dijo que no había nada que temer, se trataba sólo de una ceremonia algo diferente a las anteriores. Lentamente se quitó el uniforme de la escuela, pero no se atrevió a desprenderse también de sus bragas de algodón. Se acercó a la cama. Ya podía ver mejor a Bernal. Se sentó al borde, a poco trecho de la mano del hombre, procurando que su peso no marcara ni un pliegue más en las sábanas, se inclinó lentamente, hasta que su cara quedó a pocos centímetros de él y pudo sentir el calor de su respiración y el olor dulzón de su cuerpo, y con infinita prudencia se tendió a su lado, estirando cada pierna con cuidado para no despertarlo. Esperó, escuchando el silencio, hasta que se decidió a posar su mano sobre el vientre de él en una caricia casi imperceptible. Ese contacto provocó una oleada sofocante en su cuerpo, creyó que el ruido de su corazón retumbaba por toda la casa y despertaría al hombre. Necesitó varios minutos para recuperar el entendimiento y cuando comprobó que no se movía, relajó la tensión y apoyó la mano con todo el peso del brazo, tan liviano de todos modos que no alteró el descanso de Bernal. Elena recordó los gestos que había visto a su madre y mientras introducía los dedos bajo el elástico de los calzoncillos buscó la boca del hombre y lo besó como lo había hecho tantas veces frente al espejo. Bernal gimió aún dormido y enlazó a la niña por el talle con un brazo, mientras su otra mano atrapaba la de ella para guiarla y su boca se abría para devolver el beso, musitando el nombre de la amante. Elena lo oyó llamar a su madre, pero en vez de retirarse se apretó más contra él. Bernal la cogió por la cintura y se la subió encima, acomodándola sobre su cuerpo a tiempo que iniciaba los primeros movimientos del amor. Recién entonces, al sentir la fragilidad extrema de ese esqueleto de pájaro sobre su pecho, un chispazo de conciencia cruzó la algodonosa bruma del sueño y el hombre abrió los ojos. Elena sintió que el cuerpo de él se tensaba, se vio cogida por las costillas y rechazada con tal violencia que fue a dar al suelo, pero se puso de pie y volvió donde él para abrazarlo de nuevo. Bernal la golpeó en la cara y saltó de la cama, aterrado quién sabe por qué antiguas prohibiciones y pesadillas.

–¡Perversa, niña perversa! –gritó. La puerta se abrió y la señorita Sofía apareció en el umbral.

Elena pasó los siete años siguientes en un internado de monjas, tres más en una universidad de la capital y después entró a trabajar en un banco. Entretanto, su madre se casó con su amante y entre los dos siguieron administrando la pensión, hasta que tuvieron ahorros suficientes para retirarse a una pequeña casa de campo, donde cultivaban claveles y crisantemos para vender en la ciudad. El Ruiseñor colocó su afiche de artista en un marco dorado, pero no volvió a cantar en espectáculos nocturnos y nadie lo echó de menos. Nunca acompañó a su mujer a visitar a la hijastra, tampoco preguntaba por ella, para no alborotar las dudas de su propio espíritu, pero pensaba en ella a menudo. La imagen de la niña permaneció intacta para él, los años no la rozaron, siguió siendo la criatura lujuriosa y vencida de amor a quien él rechazó. En verdad, a medida que transcurrían los años el recuerdo de esos huesos livianos, de esa mano infantil en su vientre, de esa lengua de bebé en su boca, fue creciendo hasta convertirse en una obsesión. Cuando abrazaba el cuerpo pesado de su mujer, debía concentrarse en esas visiones, invocando meticulosamente a Elena, para despertar el impulso cada vez más difuso del placer. En la madurez iba a las tiendas de ropa infantil y compraba bragas de algodón para deleitarse acariciándolas y acariciándose. Después se avergonzaba de esos instantes desaforados y quemaba las bragas o las enterraba profundamente en el patio, en un intento inútil de olvidarlas. Se aficionó a rondar las escuelas y los parques, para observar de lejos a las muchachas impúberes, que le devolvían por unos momentos demasiado breves el abismo de ese jueves inolvidable.

Elena tenía veintisiete años cuando fue a visitar la casa de su madre por primera vez, para presentarle a su novio, un capitán del ejército que llevaba un siglo rogándole que se casara con él. En uno de esos atardeceres frescos de noviembre llegaron los jóvenes, él vestido de paisano, para no parecer demasiado arrogante en galas militares, y ella cargada de regalos. Bernal había aguardado esa visita con la ansiedad de un adolescente. Se había mirado al espejo incansablemente, escrutando su propia imagen, preguntándose si Elena vería los cambios o si en la mente de ella el Ruiseñor habría permanecido invulnerable al desgaste del tiempo. Se había preparado para el encuentro escogiendo cada palabra e imaginando todas las posibles respuestas. Lo único que no se le ocurrió fue que en vez de la criatura de fuego por quien él había vivido atormentado, aparecería ante sus ojos una mujer desabrida y tímida. Bernal se sintió traicionado.

Al anochecer, cuando pasó la euforia de la llegada y la madre y la hija se habían contado las últimas novedades, sacaron unas sillas al patio para aprovechar el fresco. El aire estaba cargado con el olor de los claveles. Bernal ofreció un trago de vino y Elena lo siguió para buscar los vasos. Por unos minutos estuvieron solos, frente a frente en la estrecha cocina. Y entonces el hombre, que había aguardado durante tanto tiempo esa oportunidad, retuvo a la mujer por un brazo y le dijo que todo había sido una terrible equivocación, que esa mañana él estaba dormido y no supo lo que hizo, que nunca quiso lanzarla al suelo ni llamarla así, que tuviera compasión y lo perdonara, a ver si así él lograba recuperar la cordura, porque en todos esos años el ardiente antojo por ella lo había acosado sin descanso, quemándole la sangre y corrompiéndole el espíritu. Elena lo miró asombrada y no supo qué contestar. ¿De qué niña perversa le hablaba? Para ella la infancia había quedado muy atrás y el dolor de ese primer amor rechazado estaba bloqueado en algún lugar sellado de la memoria. No guardaba ningún recuerdo de aquel jueves remoto.

 

domingo, 27 de febrero de 2022

El amigo fiel

Oscar Wilde

 

Una mañana, la vieja Rata de Agua sacó la cabeza de su madriguera. Tenía los ojos claros, parecidos a dos gotas brillantes, unos bigotes grises muy tiesos y una cola larga, que parecía una larga cinta elástica negra. Los patitos nadaban en el estanque, como si fueran una bandada de canarios amarillos, y su madre, que tenía el plumaje blanquísimo y las patas realmente rojas, trataba de enseñarles a mantener la cabeza bajo el agua.

–Nunca podrán codearse con la alta sociedad, a menos que aprendan a mantenerse bajo el agua –les repetía machaconamente, mostrándoles de vez en cuando cómo se hacía.

Pero los patitos no prestaban atención; eran tan pequeños que no entendían las ventajas de pertenecer a la sociedad.

–¡Qué chiquillos más desobedientes! –gritó la vieja Rata de Agua–. Realmente merecen ahogarse.

–¡Qué cosas dice usted! –respondió la Pata–. Nadie nace enseñado y a los padres no nos queda más remedio que tener paciencia.

–¡Ay! No sé nada de los sentimientos de los padres –dijo la Rata de Agua–. No soy madre de familia; en realidad nunca me he casado, ni tengo intención de hacerlo. El amor está bien, dentro de lo que cabe, pero la amistad es un sentimiento mucho más elevado. La verdad es que no creo que haya nada en el mundo más noble ni más raro que una amistad verdadera.

–Y dígame usted, por favor, ¿cuáles son, a su juicio, los deberes de un amigo fiel? –le preguntó un Pinzón Verde, que estaba posado encima de un sauce llorón muy cerca de allí, y que había oído la conversación.

–Sí, eso es justamente lo que yo quisiera saber –dijo la Pata mientras se alejaba nadando hasta la otra orilla del estanque y allí metía la cabeza en el agua, para dar buen ejemplo a sus pequeños.

–¡Qué pregunta más tonta! –exclamó la Rata de Agua–. Qué duda cabe de que, si un amigo mío es fiel, es porque me es fiel a mí.

–¿Y usted qué haría a cambio? –preguntó el pajarillo, que se columpiaba sobre una rama plateada batiendo sus diminutas alas.

–No te entiendo –le contestó la Rata de Agua.

–Deje que te cuente un cuento sobre eso –dijo el Pinzón.

–¿Es un cuento sobre mí? –preguntó la Rata de Agua– Porque, si lo es, estoy dispuesta a escucharlo. Me encantan los cuentos.

–Se le podría aplicar –contestó el Pinzón.

Y bajó volando del árbol y, posándose a la orilla del estanque, empezó a contar el cuento del Amigo Fiel.

–Érase una vez –comenzó a decir el Pinzón– un honrado muchacho, que se llamaba Hans.

–¿Era muy distinguido? –preguntó la Rata de Agua.

–No –contestó el Pinzón–. No creo que lo fuera, excepto por su buen corazón y su carilla redonda y simpática. Vivía solo, en una casa pequeñita y todo el día lo pasaba cuidando del jardín. No había jardín más bonito que el suyo en los alrededores: en él crecían minutisas y alhelíes, y pan y quesillo y campanillas blancas. Había rosas de Damasco y rosas amarillas y azafranes de oro y azul, y violetas moradas y blancas. La aguileña y la cardamina, la mejorana y la albahaca silvestre, la primavera y la flor de lis, el narciso y la clavellina brotaban y florecían unas tras otras, según pasaban los meses, de tal modo que siempre había cosas hermosas para la vista y exquisitos perfumes para el olfato.

El pequeño Hans tenía muchísimos amigos, pero el más fiel de todos era el grandote Hugo el Molinero. Tan leal le era el ricachón Hugo al pequeño Hans, que no pasaba nunca por su jardín sin inclinarse por encima de la tapia para arrancar un ramillete de flores, o un puñado de hierbas aromáticas, o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y cerezas, si estaban maduras.

–Los amigos verdaderos deberían compartir todas las cosas –solía decir el Molinero.

Y pequeño Hans asentía y sonreía, muy orgulloso de tener un amigo con tan nobles ideas.

Aunque la verdad es que, a veces, a los vecinos les extrañaba que el rico Molinero nunca diera al pequeño Hans nada a cambio, a pesar de que tenía cien sacos de harina almacenados en el molino y seis vacas lecheras y un gran rebaño de ovejas de lana. Pero a Hans nunca se le pasaban por la cabeza estos pensamientos y nada le daba tanta satisfacción como escuchar las maravillosas cosas que el Molinero solía decir sobre la falta de egoísmo y la verdadera amistad.

El pequeño Hans trabajaba en su jardín. Durante la primavera, el verano y el otoño era muy feliz; pero llegaba el invierno y se encontraba con que no tenía ni fruta, ni flores que llevar al mercado, y sufría mucho por el frío y por el hambre. En ocasiones tenía que irse a la cama sin más cena que unas cuantas peras secas o algunas nueces duras. Y además, en invierno, estaba muy solo, ya que el Molinero nunca iba a visitarlo.

–No es conveniente que vaya a ver al pequeño Hans mientras haya nieve –decía el Molinero a su mujer–. Porque, cuando la gente tiene problemas, es preferible dejarla sola y no molestarla con visitas. Por lo menos, ésta es la idea que yo tengo de la amistad, y estoy convencido de que es lo correcto. Por lo tanto esperaré a que llegue la primavera y después le haré una visita y podrá darme una cesta llena de prímulas, y con ello será feliz.

–Eres muy considerado con todo el mundo –le decía su mujer, sentada en un cómodo sillón junto a un buen fuego de leña–, muy considerado. Da gusto oírte hablar de la amistad. Estoy segura de que ni un sacerdote diría las cosas tan bien como tú, y eso que vive en una casa de tres plantas y lleva un anillo de oro en el dedo meñique.

–¿Pero no podríamos invitar al pequeño Hans a que suba a vernos? –preguntó el hijo menor del Molinero. –Si el pobre está en apuros, le daré la mitad de mis gachas y le enseñaré mis conejitos blancos.

–¡Pero qué tonto eres! –exclamó el Molinero– Realmente no sé para qué te mando a la escuela, pues la verdad es que no aprendes nada. Mira, si el pequeño Hans viniera a casa y viera el fuego tan hermoso que tenemos y nuestra buena cena y nuestro hermoso barril de vino tinto, le daría envidia. Y la envidia es una cosa tremenda, capaz de echar a perder a cualquiera. Y yo no permitiré que se eche a perder el carácter de Hans. Soy su mejor amigo y siempre velaré por él, y que no caiga en tentación. Además, si Hans viniera a casa, podría pedirme prestado un poco de harina, y eso sí que no lo puedo hacer. Una cosa es la harina y otra la amistad, y no hay que confundirlas. Está claro que son dos palabras diferentes y significan cosas distintas. Eso lo sabe cualquiera.

–¡Pero qué bien hablas! –dijo la mujer del Molinero, sirviéndose un gran vaso de cerveza tibia–. Estoy medio amodorrada, como si estuviera en la iglesia.

–Mucha gente obra bien –prosiguió el Molinero–, pero muy poca habla bien, lo que nos demuestra que es mucho más difícil hablar que obrar; aunque también es mucho más elegante.

Y se quedó mirando con severidad, por encima de la mesa, a su hijo pequeño, que se sintió tan avergonzado que bajó la cabeza, se puso muy colorado y se echó a llorar encima de la merienda. Pero era tan joven que hay que disculparlo.

–¿Y así acaba el cuento? –preguntó la Rata de Agua.

–Claro que no –contestó el Pinzón– Así es como empieza.

–Pues entonces no está usted al día –le dijo la Rata de Agua–. Hoy los buenos narradores empiezan por el final, siguen por el principio y terminan por el medio. Así es el nuevo método. Se lo oí decir el otro día a un crítico, que iba paseando alrededor del estanque con un joven. Hablaba del asunto con todo detalle y estoy segura de que estaba en lo cierto, porque llevaba gafas azules, y era calvo y, a cada observación que hacía el joven, le respondía: “¡Psss!” Pero le ruego que continúe usted con el cuento. Me encanta el Molinero. Yo también estoy lleno de hermosos sentimientos, de modo que tenemos muchas cosas en común.

–Pues bien –dijo el Pinzón, apoyándose ora en una patita ora en la otra–, tan pronto como acabó el invierno y las prímulas comenzaron a abrir sus pálidas estrellas amarillas, el Molinero le dijo a su mujer que iba a bajar a ver al pequeño Hans.

–¡Ay, qué buen corazón tienes! –le dijo su mujer–. ¡Siempre estás pensando en los demás! No te olvides de llevar la cesta grande para las flores.

Así que el Molinero sujetó las aspas del molino de viento con una gruesa cadena de hierro y bajó por la colina con la cesta en su brazo.

–Buenos días, pequeño Hans –dijo el Molinero.

–Buenos días –dijo Hans, apoyándose en la pala con una sonrisa de oreja a oreja.

–¿Y qué tal has pasado el invierno? –dijo el Molinero.

–Bueno, la verdad es que eres muy amable al preguntármelo, muy amable, sí, señor –exclamó Hans. Te diré que lo he pasado bastante mal, pero ya ha llegado la primavera y estoy muy contento, y todas mis flores están hechas una maravilla.

–Hemos hablado muchas veces de ti este invierno, Hans –dijo el Molinero–, y nos preguntábamos qué tal te iría.

–Qué amables son –dijo Hans– Y yo que me temía que me hubieran olvidado.

–Hans, me sorprendes –dijo el Molinero– Los amigos nunca olvidan. Eso es lo más maravilloso de la amistad, pero me temo que no seas capaz de entender la poesía de la vida. Y, a propósito, ¡qué bonitas están tus prímulas!

–Realmente están preciosas –dijo Hans–; y es una suerte para mí tener tantas. Voy a llevarlas al mercado y se las venderé a la hija del alcalde, y con el dinero que me dé compraré otra vez mi carretilla.

–¿Que comprarás de nuevo tu carretilla? ¡No me irás a decir que la has vendido! ¡Qué cosa más tonta!

–La verdad es que no tuve más remedio que hacerlo –dijo Hans–. Pasé un invierno muy malo, y no tenía dinero ni para comprar pan. Así que primero vendí la botonadura de plata de la chaqueta de los domingos, y luego vendí la cadena de plata y después la pipa grande, y por último la carretilla. Pero ahora voy a comprarlo todo otra vez.

–Hans –le dijo el Molinero–, voy a darte mi carretilla. No está en muy buen estado, porque le falta un lado y tiene rotos algunos radios de la rueda. Pero, a pesar de ello, voy a dártela. Ya sé que es una muestra de generosidad por mi parte y que muchísima gente pensará que soy tonto de remate por desprenderme de ella, pero es que yo no soy como los demás. Creo que la generosidad es la esencia de la amistad y, además, tengo una carretilla nueva. De modo que puedes estar tranquilo; te daré mi carretilla.

–Es muy generoso por tu parte –dijo el pequeño Hans, y su graciosa carita redonda resplandecía de alegría–. La puedo arreglar fácilmente, pues tengo un tablón en casa:

–¡Un tablón! –exclamó el Molinero– Pues eso es lo que necesito para arreglar el tejado del granero, que tiene un agujero muy grande y, si no lo tapo, el grano se va a mojar. ¡Es una suerte que me lo hayas dicho! Es sorprendente ver cómo una buena acción siempre genera otra. Yo te he dado mi carretilla y ahora tú me vas a dar una tabla. Por supuesto que la carretilla vale muchísimo más que la tabla, pero la auténtica amistad nunca se fija en cosas como esas. Anda, haz el favor de traerla enseguida, que quiero ponerme a arreglar el granero hoy mismo.

–Voy corriendo –exclamó el pequeño Hans.

Y salió disparado hacia el cobertizo y sacó el tablón a rastras.

–No es una tabla muy grande –dijo el Molinero mirándola–. Y me temo que, después de que haya arreglado el granero, no sobrará nada para que arregles la carretilla. Claro que eso no es culpa mía. Bueno, y ahora que te he regalado la carretilla, estoy seguro de que te gustaría darme a cambio algunas flores. Aquí tienes la cesta, y procura llenarla hasta arriba.

–¿Hasta arriba? –dijo el pobre Hans, muy afligido, porque era una cesta grandísima y sabía que, si la llenaba, no le quedarían flores para llevar al mercado; y estaba ansioso por recuperar su botonadura de plata.

–Bueno, en realidad –dijo el Molinero–, como te he dado la carretilla, no creo que sea mucho pedirte un puñado de flores. Puede que esté equivocado, pero, para mí, la amistad, la verdadera amistad, ha de estar libre de cualquier tipo de egoísmo.

–Ay, mi querido amigo, mi mejor amigo –exclamó el pequeño Hans, todas las flores de mi jardín están a tu disposición. Prefiero mucho más ser digno de tu estima que recuperar la botonadura de plata.

Y salió disparado a coger todas sus lindas prímulas y llenó la cesta del Molinero.

–Adiós, pequeño Hans –le dijo el Molinero, mientras subía por la colina, con el tablón al hombro y la gran cesta en la mano.

–Adiós –respondió el pequeño Hans.

Y se puso a cavar tan contento, pues estaba encantado con la carretilla.

Al día siguiente estaba sujetando unas ramas de madreselva en el porche cuando oyó la voz del Molinero, que lo llamaba desde el camino. Así que saltó de la escalera, cruzó corriendo el jardín y miró por encima de la tapia.

Allí estaba el Molinero con un gran saco de harina al hombro.

–Querido Hans –le dijo el Molinero–, ¿te importaría llevarme este saco de harina al mercado?

–Lo siento mucho –comentó Hans–, pero es que hoy estoy muy ocupado. Tengo que levantar todas las enredaderas, y regar las flores y atar la hierba.

–Bueno, pues, teniendo en cuenta que voy a regalarte mi carretilla, es bastante egoísta por tu parte negarte a hacerme este favor.

–Oh, no digas eso –exclamó el pequeño Hans–. No querría ser egoísta por nada del mundo.

Y entró corriendo en casa a buscar su gorra y se fue caminando al pueblo con el gran saco a sus espaldas.

Hacía mucho calor, y la carretera estaba cubierta de polvo y, antes de llegar al sexto mojón, Hans tuvo que sentarse a descansar. Sin embargo prosiguió muy animoso su camino, y llegó al mercado. Después de un rato, vendió el saco de harina a muy buen precio y regresó a casa inmediatamente, temeroso de que, si se le hacía tarde, pudiera encontrar a algún ladrón en el camino.

–Ha sido un día muy duro –se dijo Hans mientras se metía en la cama– Pero me alegro de no haber dicho que no al Molinero, porque es mi mejor amigo y, además, me va a dar su carretilla.

A la mañana siguiente, muy temprano, el Molinero bajó a recoger el dinero del saco de harina, pero el pobre Hans estaba tan cansado, que todavía seguía en la cama.

–Válgame, Dios –dijo el Molinero–, qué perezoso eres. La verdad es que, teniendo en cuenta que voy a darte mi carretilla, podías trabajar con más ganas. La pereza es un pecado muy grave, y no me gusta que ninguno de mis amigos sea vago ni perezoso. No te parezca mal que te hable tan claro. Por supuesto que no se me ocurriría hacerlo si no fuera tu amigo. Pero eso es lo bueno de la amistad, que uno puede decir siempre lo que piensa. Cualquiera puede decir cosas amables e intentar alabar a los demás; pero un amigo verdadero siempre dice las cosas desagradables, y no le importa causar dolor. Es más, si es un verdadero amigo lo prefiere, porque sabe que está obrando bien.

–Lo siento mucho –dijo el pobre Hans frotándose los ojos, y quitándose el gorro de dormir–. Pero estaba tan cansado que quise quedarme un rato en la cama, escuchando el canto de los pájaros. ¿Sabes que trabajo mejor cuando he oído cantar a los pájaros?

–Bien, me alegro –dijo el Molinero, dándole una palmadita en la espalda–, porque, tan pronto estés vestido, quiero que subas conmigo al molino y me arregles el tejado del granero.

El pobrecito Hans estaba deseando ponerse a trabajar en el jardín, porque hacía dos días que no regaba las flores, pero no quería decir que no al Molinero, que era tan amigo suyo.

–¿Crees que no sería muy buen amigo tuyo si te dijera que tengo mucho que hacer? –preguntó con voz tímida y vergonzosa.

–Bueno, en realidad no creo que sea mucho pedirte, teniendo en cuenta que te voy a dar mi carretilla –le contestó el Molinero–. Pero, si no quieres, lo haré yo mismo.

–¡De ninguna manera! –exclamó Hans y, saltando de la cama, se vistió y subió al granero. Allí trabajó todo el día, y al anochecer fue el Molinero a ver cómo iba la obra.

–¿Has arreglado ya el agujero del tejado, Hans? –le preguntó el Molinero con voz alegre.

–Está completamente arreglado –contestó el pequeño Hans, mientras se bajaba de la escalera.

–¡Ay! No hay trabajo más agradable que el que se hace por los demás –dijo el Molinero.

–Realmente es un privilegio oírte hablar –respondió el pequeño Hans, sentándose y enjugándose el sudor de la frente– Es un gran privilegio. Lo malo es que yo nunca tendré unas ideas tan bonitas como las tuyas.

–Ya verás cómo se te ocurren, si te empeñas –dijo el Molinero– De momento, tienes sólo la práctica de la amistad; algún día tendrás también la teoría.

–¿De verdad crees que la tendré? –preguntó el pequeño Hans.

–No tengo la menor duda –contestó el Molinero–. Pero ahora que ya has arreglado el tejado, deberías ir a casa a descansar, quiero que mañana me lleves las ovejas al monte.

El pobre Hans no se atrevió a replicar, y a la mañana siguiente, muy temprano, el Molinero le llevó sus ovejas cerca de la casa, y Hans se fue al monte con ellas. Le llevó todo el día subir y bajar del monte y, cuando regresó a casa, estaba tan cansado, que se quedó dormido en una silla y no se despertó hasta bien entrado el día.

–¡Qué bien lo voy a pasar trabajando el jardín! –se dijo Hans; e inmediatamente se puso a trabajar.

Pero cuándo por una cosa, cuándo por otra no había manera de dedicarse a las flores, pues siempre aparecía el Molinero a pedirle que fuera a hacerle algún recado, o que le ayudara en el molino. A veces el pobre Hans se ponía muy triste, pues temía que sus flores creyeran que se había olvidado de ellas; pero le consolaba el pensamiento de que el Molinero era su mejor amigo.

–Además –solía decir– va a darme su carretilla y eso es un acto de verdadera generosidad.

Así que el pequeño Hans seguía trabajando para el Molinero, y el Molinero seguía diciendo cosas hermosas sobre la amistad, que Hans anotaba en un cuadernito para poderlas leer por la noche, pues era un alumno muy aplicado.

Y sucedió que una noche estaba Hans sentado junto al hogar, cuando oyó un golpe seco en la puerta. Era una noche muy mala, y el viento soplaba y rugía alrededor de la casa con tanta fuerza, que al principio pensó que era sencillamente la tormenta. Pero enseguida se oyó un segundo golpe, y luego un tercero, más fuerte que los otros.

“Será algún pobre viajero”, pensó Hans; y corrió a abrir la puerta.

Allí estaba el Molinero con un farol en una mano y un gran bastón en la otra.

–¡Querido Hans! –dijo el Molinero–. Tengo un grave problema. Mi hijo pequeño se ha caído de la escalera y está herido y voy en busca del médico. Pero vive tan lejos y está la noche tan mala, que se me acaba de ocurrir que sería mucho mejor que fueras tú en mi lugar. Ya sabes que voy a darte la carretilla, así que sería justo que a cambio hicieras algo por mí.

–Faltaría más –exclamó el pequeño Hans–. Considero un honor que acudas a mí. Ahora mismo me pongo en camino; pero préstame el farol, pues la noche está tan oscura que tengo miedo de que pueda caerme al canal.

–Lo siento mucho –le contestó el Molinero–, pero el farol es nuevo. Sería una gran pérdida, si le pasara algo.

–Bueno, no importa, ya me las arreglaré sin él –exclamó el pequeño Hans.

Descolgó su abrigo de piel, se puso su gorro de lana bien calientito, se enrolló una bufanda al cuello y salió en busca del médico.

¡Qué tormenta más espantosa! La noche era tan negra, que el pobre Hans casi no podía ver; y el viento era tan fuerte, que le costaba trabajo mantenerse en pie. Sin embargo era muy valiente, y después de haber caminado alrededor de tres horas llegó a casa del médico y llamó a la puerta.

–¿Quién es? –gritó el médico, asomando la cabeza por la ventana del dormitorio.

–Soy yo, el pequeño Hans.

–¿Y qué quieres, pequeño Hans?

–El hijo del Molinero se ha caído de una escalera, y está herido, y el Molinero dice que vaya usted enseguida.

–¡Está bien! –dijo el médico.

Pidió que le llevaran el caballo, las botas y el farol, bajó las escaleras y salió al trote hacia la casa del Molinero. Y el pequeño Hans le siguió con dificultad.

Pero la tormenta arreciaba cada vez más y la lluvia caía a torrentes y el pobre Hans no veía por dónde iba, ni era capaz de seguir la marcha del caballo. Al cabo de un rato se perdió y estuvo dando vueltas por el páramo, que era un lugar muy peligroso, lleno de hoyos muy profundos; y el pobrecito Hans cayó en uno de ellos y se ahogó. Unos cabreros encontraron su cuerpo flotando en una charca y se lo llevaron a casa.

Todo el mundo fue al funeral del pequeño Hans, porque era una persona muy conocida; y allí estaba el Molinero, presidiendo el duelo.

–Como yo era su mejor amigo, es justo que ocupe el sitio de honor –dijo el Molinero.

Y se puso a la cabeza del cortejo fúnebre envuelto en una capa negra muy larga y, de vez en cuando, se limpiaba los ojos con un gran pañuelo.

–Ha sido una gran pérdida para todos nosotros –dijo el herrero, cuando hubo terminado el entierro y todos estaban cómodamente sentados en la taberna, bebiendo ponche y comiendo pasteles.

–Una gran pérdida, al menos para mí –dijo el Molinero–, porque resulta que le había hecho el favor de regalarle mi carretilla, y ahora no sé qué hacer con ella. En casa me estorba y está en tal mal estado, que no creo que me den nada por ella, si quiero venderla. Pero, de ahora en adelante, tendré mucho cuidado en no volver a regalar nada. Hace uno un favor y mira cómo te lo pagan.

–¿Y luego qué? –dijo la Rata de Agua, después de una larga pausa.

–Luego, nada. Éste es el final –dijo el Pinzón.

–Pero, ¿qué fue del Molinero? –preguntó la Rata de Agua.

–Realmente no lo sé, ni me importa, de eso estoy seguro –contestó el Pinzón.

–Entonces, es evidente que no tiene usted sentimientos –dijo la Rata de Agua.

–Me temo que no ha comprendido usted la moraleja del cuento –observó el Pinzón.

–¿La qué? –gritó la Rata de Agua.

–La moraleja.

–¡Quiere decir que ese cuento tenía moraleja!

–Pues sí –dijo el Pinzón.

–¡Bueno! –dijo la Rata de Agua muy enfadada– Pues debería habérmelo dicho antes de empezar. Y así me habría ahorrado escucharle. Y hasta le hubiera dicho igual que el crítico: “¡Psss!” Aunque aún estoy a tiempo de decírselo.

Y entonces le gritó muy fuerte: –“¡Psss!”, hizo un movimiento brusco con la cola y se metió en su agujero.

–¿Qué le parece a usted la Rata de Agua? –preguntó la Pata, que llegó chapoteando unos minutos después–. Tiene muy buenas cualidades, pero yo, la verdad, es que tengo sentimientos maternales y no puedo ver a un solterón sin que se me salten las lágrimas.

–Siento mucho haberle molestado –contestó el Pinzón–. El hecho es que le conté un cuento con moraleja.

–Ah, pues eso es siempre muy peligroso –dijo la Pata.

Y yo estoy de acuerdo con ella.

 

sábado, 26 de febrero de 2022

Las réplicas del domingo por la noche

Víctor Roura

 

Hace unos cuantos días, en la casa de usted, o sea la mía, llegó una mudanza. Supuse que era el nuevo vecino. Hicieron un ruidaral que no pude entenderle ni papa a los Simpson. Por fin, el departamento 6 sería ocupado. Llevaba vacío casi cinco meses. Antes vivían ahí una señorita que quería ser modelo y su señora madre, que ya lo era. A partir de las doce de la noche, uno ya sabía que ambas mujeres estaban ahogadas en anís. La hija a veces bajaba a invitarme. Un anís nunca cae mal, aunque sea a deshoras. El problema era que, estando ya arrellanado en el sofá, tanto madre como hija empezaban a modelar. Se metían a la recámara. Primero salía una, pongamos que con un vestido de noche. Su andar, pese al anís, era correcto. Un pie exactamente atrás del otro, las caderas oscilaban con desesperante lentitud, de un lado a otro, nunca estaban en el mismo sitio. Acababa yo mareado. Por el anís, claro. Las mujeres estaban en su trabajo. Les fascinaba el modelaje. Así estaban, una y otra vez. Pasaban delante de mí interminablemente. Les encantaba ser admiradas, mientras yo daba cuenta de su rico anís. Pero una noche me aburrió el asunto.

–¿No pueden sentarse a platicar conmigo? –pregunté, malhumorado.

La hija se puso a llorar. Llevaba consigo una minifalda al estilo Alejandra Guzmán. La madre, que en esos momentos llevaba puesto un traje de Issey Miyake, que le quedaba ajustadísimo, fue más digna.

–Señor, lo creíamos sensible, háganos el favor de pasar a retirarse –dijo, quebrada un poco la voz.

Me levanté y bajé a mi apartamento, llevándome bajo el saco la botella de anís. Ya nunca más fui invitado a aquellas sesiones. Un mes después se mudaron a otra parte. Jamás se despidieron.

Confieso que en ocasiones extraño las noches de anís.

Pero ahí estaba el nuevo vecino, haciendo un ruido de los mil demonios. Apagué el televisor. Puse un disco, el Fandangos in Space, de Carmen. Le subí todo el volumen. Serían las diez y media de la noche del domingo de hace dos semanas. Al rato, oí las mismas canciones provenientes del departamento recién ocupado.

Le bajé al volumen.

Sí. Habían puesto el mismo disco.

Lo quité de la tornamesa. Busqué el The Rise and Fall, de Madness. Escuchaba la rola “Primrose Hill”, cuando oí de nuevo el mismo disco que salía de las bocinas del vecino recién desempacado. O vecina. Qué sé yo. Fui por otro acetato. Pensé que sería difícil que conocieran a la banda de Don Harrison. Puse su disco, sin título, que data de 1976. Iba ya en el segundo lado, en la cuarta pieza (“A Bit of Love”), cuando oí el mismo maldito álbum en la casa recién apropiada. Me quedé un rato sin hacer nada.

Vi el reloj.

Ya era la medianoche. Una hora para ya no andar jugando a la guerrita de discos. Sin embargo, coloqué en la tornamesa el Magic is a Child, de Nektar. No pasaron ni cinco minutos y ya estaba escuchando, como en un eco, ese mismo disco en el departamento de arriba.

No sé usted qué hubiera hecho, pero yo andaba como león enjaulado, iba de un lado a otro de la sala, sin saber qué hacer. De un lado a otro, como las caderas de las modelos que a esas horas tal vez ya habían finalizado una botella de anís. Quizás lo correcto hubiera sido subir para ver quién había llegado al edificio, estrecharle la mano y felicitarlo, ejem, por sus gustos musicales.

Pero no.

Preferí poner toda la noche, o la madrugada, como usted elija, disco tras disco. En alguno fallaría el nuevo vecino. O nuevos vecinos. Qué se yo. Desfilaron por la aguja The Amazing Rhythm Aces, Mahogany Rush, Robin Trower, Horslips, Ian Hunter, Tin Huey, Wreckless Eric, Zanki, un pirata de Frank Zappa y, Santo Dios, ¡todos los tenía! Disco que ponía, disco que se repetía un piso arriba de mí.

Para volverse locos.

El último que puse (el Thruthdare Doubledare, de Bronski Beat) dejé de oírlo yo mismo a las nueve y media de la mañana del lunes, porque, simplemente, me ganó el sueño.

Desperté unas tres horas después, apagué el modular, coloqué el disco en su lugar, me di un regaderazo y fui a una reunión editorial.

Desde entonces, escucho mis discos a bajo volumen.

Para no despertar sospechas.

Ni réplicas.

 

Nocturno

Silvina Ocampo

 

Juan Pack duerme. Todas las noches al despedirse de su novia y antes de irse de la casa inspeccionaba el enorme armario del dormitorio, en busca de ladrones. Nunca se quedaba tranquilo, siempre había el mismo ruido inusitado detrás de las puertas en las persianas mal cerradas. Las cañerías de la casa hacían gárgaras y sonidos de tripas gigantes en los pisos altos. Los trenes cercanos desparramaban distancias líquidas, jadeantes, y se interponían como puertas translúcidas delante de los otros ruidos. Juan Pack duerme con una invisible raqueta en la mano. Un partido de tennis luminoso dividía en dos el transcurso del día obscuro de oficina, bañándolo ahora de un sueño blando de infancia. Los sábados eran días de jugar al tennis, las noches del sábado eran noches de dormir como un niño.

La novia de Pack duerme en una casa alta de ocho pisos, rodeada de un mar de ruidos crecientes en la noche con ese armario grande en el dormitorio, donde se reunían vestidos, abrigos de invierno y verano, grandes sombreros azules de paja con cintas blancas y rojas. No hay ningún ladrón dentro del armario, las anchas espaldas de las perchas en filas apretadas desfilaban de día y de noche. Sólo un vestido es distinto de los otros, distinto de medida y de forma; es blanco con nidos de abeja en el ruedo, en los puños, en las mangas. Era el vestido cosido para una fiesta por Eulalia, era el vestido cosido y cortado por Eulalia hace diez años, cuando la novia de Pack pesaba quince kilos menos, tenía dieciséis años y no tenía ningún novio. Un anillo ancho ceñía su dedo izquierdo, un anillo sacado de una torta de boda o en un cracker el día del casamiento de una de sus primas.

Entonces recordaba que había tenido que cruzar por casamientos como por muertes; primero fueron las hermanas, después las amigas, que dejaban las casas vacías al irse. No había creído nunca que llevaría otro traje de novia, a no ser el que le hacía el tul del mosquitero, tan lindo al levantarse por las mañanas, sobre su cabeza, en el espejo. Relegada bien al fondo de su infancia, veía todavía pasar los coches iluminados, con dos novios mellizos y tiesos expuestos en vidriera: un ramo de flores blancas en la mano como florero inmóvil sobre una mesa. Se oía todavía gritar: “Matilde”, “Matilde”, tirando el velo de novia de su hermana mayor el día del casamiento. Pero Matilde, distante y fría aunque bañada en lágrimas, abrazaba parientes y amigas con las mejillas estampadas de bocas rojas; resistía los tirones del velo como si se hubiera enganchado en una puerta y no en las manos suplicantes de su hermana. Y sin embargo todas las noches habían dormido de la mano y con las camas juntas.

Vivían entonces en Lomas de Zamora, una casa con corredores lustrosos y sillas trenzadas de paja, macizos de amapolas y centauras muy azules rodeaban el jardín. Eulalia era costurera, ama de llaves, de muchas llaves, y tenía tiempo a veces de regar las flores y el pasto. Sobrevino la venta de la casa; había que instalarse en un departamento en el centro; nadie en la familia deseaba mudarse pero obedecieron como a un mandato invisible. “Lomas de Zamora queda muy distante para las chicas, ahora que empiezan a ser grandes”, repetían el padre y la madre, despidiéndose de la casa. La mudanza fue penosa. Seis carros no alcanzaron para llevar los muebles; los demás se vendieron en remate.

Al pasar por la casa poco después vieron enarbolar un cartel que decía: “Edificio para el Colegio de la Inmaculada Concepción”, lo leyeron de reojo, con miedo de que, visto de frente, les lastimara la vista. Pero Lucía salvaba su vestido blanco adornado con nidos de abeja: en los pliegues era seguro que llevaba las amapolas del jardín, las sillitas verdes de fierro, las cuatro palmeras y las siestas estiradas en los cuartos húmedos de la casa vieja.

Lucía Treming sueña dentro del armario vestida hace diez años con el vestido blanco; abre las ventanas de la casa de Lomas de Zamora; a través de la reja pasa un muchacho alto: es Juan Pack, pero no se conocen, pasa el límite de la reja sin darse vuelta y ella, sintiéndose anémica, se sienta en las sillitas verdes de fierro y espera que vuelva a pasar ese muchacho alto y desconocido que toda la vida le prodigará sonrisas; la hija de Eulalia corre por el jardín, con una red de cazar mariposas aprisiona la cabeza de Lucía y la encierra sin luz debajo de la red; su novio la llama desde lejos sin verla –no se conocen, se miran siempre de lejos.

Pack sueña en el jardín muy grande de su casa de campo; hay una cancha de tennis recién regada, sin red; llama al jardinero: “¿Dónde está la red del tennis?”

–“Señor, la red se ha perdido, pero hay una bromelia detrás del motor de ochenta y cinco caballos”; entra en la oficina, busca la red en los cajones del escritorio, no la encuentra; entra al cuarto de Lucía que está durmiendo, abre el enorme armario, por entre los vestidos se abre paso y camina, camina. No hay vestidos ni cintas ni sombreros, una enorme red de tennis tejida con telarañas se pega en sus manos desplegándose infinitamente.

“Lucía, Lucía, tus vestidos se han perdido todos. Mis vestidos sueltos corren y corren por el cuarto.”

Dentro de ese armario hay un misterio permanente que Pack trata de dilucidar: es el cuartito de guardar plumeros donde se escondían de chicos jugando “a la operación de apendicitis”, “al cuarto obscuro”.

El miedo, cuidadosamente guardado, se asoma con cara de ladrón, lo agarra de la mano, le sonríe grande y adulto como un monstruo.