Spencer Holst
Dos osos kodiak de
Alaska formaban parte de un pequeño circo en que la pareja aparecía todas las
noches en un desfile empujando un carro cubierto. A los dos les enseñaron a dar
saltos mortales y volteretas, a sostenerse sobre sus cabezas y a danzar sobre
sus patas traseras, garra con garra y al mismo compás. Bajo la luz de los
focos, los osos bailarines, macho y hembra, fueron pronto los favoritos del
público.
El
circo se dirigió luego al sur, en una gira desde Canadá hasta California y,
bajando por México y atravesando Panamá, entraron en Sudamérica y recorrieron
los Andes a lo largo de Chile, hasta alcanzar las islas más meridionales de la
Tierra de Fuego. Allí, un jaguar se lanzó sobre el malabarista y, después,
destrozó mortalmente al domador. Los conmocionados espectadores huyeron en desbandada,
consternados y horrorizados. En medio de la confusión, los osos escaparon. Sin
domador, vagaron a sus anchas, adentrándose en la soledad de los espesos
bosques y entre los violentos vientos de las islas subantárticas. Totalmente
apartados de la gente, en una remota isla deshabitada y en un clima que ellos
encontraron ideal, los osos se aparearon, crecieron, se multiplicaron y,
después de varias generaciones, poblaron toda la isla. Y aún más, pues los
descendientes de los dos primeros osos se trasladaron a media docena de islas
contiguas. Setenta años después, cuando finalmente los científicos los
encontraron y los estudiaron con entusiasmo, descubrieron que todos ellos,
unánimemente, realizaban espléndidos números circenses.
De
noche, cuando el cielo brillaba y había luna llena, se juntaban para bailar.
Formaban un círculo con los cachorros y otros osos jóvenes, y se reunían todos
al abrigo del viento, en el centro de un brillante cráter circular dejado por
un meteorito que había caído en un lecho de creta. Sus paredes cristalinas eran
de creta blanca, su suelo plano brillaba, cubierto de gravilla blanca, y bien
drenado y seco. Dentro de él no crecía vegetación. Cuando se elevaba la luna,
su luz, reflejada en las paredes, llenaba el cráter con un torrente de luz
lunar, dos veces más brillante en el suelo del cráter que en cualquier otro
lugar próximo. Los científicos supusieron que, en principio, la luna llena
recordó a los dos osos primigenios la luz de los focos del circo y, por tal
razón, bailaban bajo ella. Pero, podríamos preguntarnos, ¿qué música hacía que
sus descendientes también bailaran?
Garra
con garra, al mismo compás… ¿qué música oirían dentro de sus cabezas mientras
bailaban bajo la luna llena en la aurora austral, mientras danzaban en brillante
silencio?
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